Centenario de una idiosincrasia

Unos señores vestidos a rayas sacan a pasear una bandera de 1.500 metros de largo por las calles de Madrid. Son  miles. Ahí está Telemadrid para contárnoslo. Después, descansan en una pradera y se comen un plato de paella por cabeza, aunque el perímetro de la misma no determina el tamaño de la ración. Hay quienes incluso repiten. Son miles. Para culminar tan curiosa celebración –los antropólogos tienen materia con las cosas estas de los centenarios- se dirigen a un estadio donde tratan de rendir culto a una presunta fiesta de fútbol. Su equipo, el Atlético de Madrid, cumple cien años.

Se ha escrito un himno para la ocasión, pero por motivos pecuniarios el instrumento desafinado no sale a escena. Un atlético ocurrente  juega con las palabras: “Es el rapto de las Sabinas”.  El coro de la grada, no obstante, tiene repertorio en el pentagrama imaginario de la animación altruista. Cánticos y exabruptos hacia los vecinos ricos de la calle Concha Espina se suceden, mientras un hilillo amargo comienza a subir desde las tripas de los aficionados atléticos hasta el cogote mismo. Los jugadores han soplado las velas, pero aún no han abierto el regalo. Su presidente, que ha sido quien ha encargado el pastel con la dedicatoria en chocolate negro, comienza a arrugar el gesto. No le gusta el juego de sus vasallos.

En el palco un príncipe asiste con media sonrisa al comienzo del bochorno; se nubla el cielo. De las loas se pasa al recuerdo de las madres de algunos malabaristas del balón, a los que las piernas y la cabeza no les dan para más. Al narrador radiofónico le gusta desgañitarse  en la cabina a cada gol, pero el empate a cero impone la ley del silencio y la frustración se apodera del desconsolado periodista. Claro que  para desconsuelo,  el de esos seguidores ataviados de rojo y blanco. Bufandas, pañuelos, gorras, sombreros, viseras, camisetas, chaquetas, todo el estadio es un mosaico viviente de fervor rojiblanco.

El calvario comienza cuando el rival se encarga de aguarles la fiesta. Es su sino. El gol lo marcan  los rojillos, para mayor dolor y pena de los portadores de símbolos fascistas. Un clamor de gestos y lamentos convierte a la marabunta festiva en largas hileras de sufridores. La cara de la tragedia se asoma y decide establecerse en el Vicente Calderón. Los más pequeños lloran, los mayores se preparan para ello. El destino parece estar escrito. El mandamás del club, un personaje de triste ópera bufa en la escena española, comienza a escribir su discurso. Luego, una vez acabado el martirio, tendrá que rendir cuentas ante los plumillas, y no ante los socios, curiosa paradoja de la religión balompédica.

Los colchoneros se resignan. Son miles. La televisión recoge sin escrúpulos el fiasco de una afición castigada por los sinsabores, adormecida por las promesas y el oleaje que la arrastra en estas aguas salvajes del fútbol. Gil emula a Woody Allen: “Toma el dinero y corre”, le dice a su delantero estrella. Pero Gil no tiene más en común con el pequeño genio neoyorquino. Si acaso, con De Niro en “Los intocables de Eliot Ness”. Puede que el hombre multiusos de la cosmética política española se aficionara a los trajes de rayas en el pasado. El realizador ordena a uno de los camarógrafos  que busque la cara del presidente. No sabe dónde meterse. No está Imperioso para consultarle. Después del ajetreo llega el vómito de Gil y Gil: “Algunos jugadores no merecen vivir”. Olvida el mecenas del insulto que,  en caso de aplicarse la ley del Talión , a él lo hubieran sepultado en vida bajo una montaña de escombros.

      El árbitro sopla; el partido muere, y con él las ilusiones de los rojiblancos,  que llevaron la bandera más grande del mundo, se comieron las mejores paellas del mundo, cantaron las canciones más bellas del mundo  y se llevaron un gran chasco. Pero ellos soportan los grandes chascos como nadie en el mundo.<

 

 

 

Para escribir al autor:  Marat@navegalia.com

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