Apuntes del natural

(Archivo de entre el 1 y el 7 de agosto de 2003)

 

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Tremendismo contagioso

(7 de agosto de 2003)

Siento un progresivo desagrado por los boletines informativos de la radio y la televisión.

Mi creciente rechazo no se debe a la ingente cantidad de mentiras o de medias verdades que incluyen: de ese espanto ya estoy más que curado, después de 35 años de profesión.

Tampoco es fruto del grosero sectarismo que sus responsables muestran en la selección, jerarquización y presentación de las noticias: mi capacidad de asombro está igual de mermada en ese capítulo.

Soy también casi insensible –ya, para estas alturas– a la ínfima capacitación literaria de los redactores, a los que cuesta Dios y ayuda construir frases con un mínimo de lógica, y a la torpeza y desidia de los locutores, que jamás vuelven sobre sus errores, aunque con ellos hayan convertido en ininteligible su relato o, todavía peor, hayan adulterado su teórico sentido.

Lo que últimamente me saca más de quicio es la cascada de declaraciones tremendistas que incluyen en tropel y con obvia delectación. No echemos toda la culpa a quienes las producen. Si los jefes de informativos no se regodearan en ellas, y si los comentaristas las pusieran de vuelta y media, como se merecen, no menudearían tanto.

Tres ejemplos.

Uno: Aznar afirma que Ibarretxe quiere acabar con España y los medios informativos, en lugar de mostrar su desagrado –o su asombro, al menos– ante tan insultante juicio de intenciones, lo reproducen una y otra vez con afectada seriedad.

Segundo ejemplo: el mismo Aznar sostiene a continuación que a los dirigentes del PSOE les gustaría que algunos de los soldados españoles de misión en Irak volvieran en féretros, y lo mismo: se repite la frase boletín tras boletín, hora tras hora, como si fuera un detalle muy ingenioso o una denuncia con gran fundamento.

Tercer ejemplo: el portavoz socialista en la Asamblea de Madrid, Nolla, levanta mucho la voz no sólo para subrayar que el secretario general del PP madrileño, Romero de Tejada, «olvidó» mencionar su relación laboral con determinados empresarios –cosa tan reprobable como sospechosa, ciertamente–, sino también para denunciar que está cobrando de una empresa «acusada de numerosas irregularidades». ¿Por qué nadie le recuerda que a los efectos de su diatriba carece de relevancia que alguien esté acusado de algo, mientras no haya sido condenado? (A cambio, Nolla pasó de puntillas sobre el hecho de que Romero de Tejada esté cobrando como trabajador a tiempo completo en una empresa para la que él mismo dice que apenas realiza ninguna labor: una práctica tan irregular como frecuente en ciertos medios políticos que Nolla conoce bien.)

Tan corrientes se han vuelto las afirmaciones tremendistas sin sustento en prueba alguna que ya se están generalizando a todos los ámbitos. Ayer oí a un ciclista, Pascual, decir que ha sido acusado de dopaje durante el pasado Tour de Francia porque «hay una conspiración francesa contra el ciclismo español».  ¿Y en qué sustenta tamaña acusación? Pues en sus santos bemoles.

Si Aznar puede utilizar esos métodos sin que nadie le reproche nada, ¿por qué no va a hacerlo un ciclista del Kelme-Costa Blanca?

 

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Calor

(6 de agosto de 2003)

Aigües, a unos 400 metros sobre el nivel del mar en Alicante –que, como se sabe, es el tenido por punto cero del nivel del mar en el conjunto del España–, está siempre a 3º C o 4º C menos que la costa. Si añadimos a ello que este trozo de la costa mediterránea está resultando este año algo menos caluroso que la mayoría de los rincones de la península, incluyendo la cornisa cantábrica, habré de concluir que estoy situado en un lugar comparativamente bueno.

Ése es el asunto: que es bueno sólo comparativamente. Menos malo que otros. Porque el hecho es que tenemos un calor impresionante, muy superior al de otras temporadas.

A mí el calor me afecta mucho. Más que a la mayoría. Aun durante el día me arreglo: me instalo en el salón bajo el radio de acción del pingüino –que aporta más ruido que aire fresco,  bien es cierto– o me meto bajo el agua. Pero por las noches, pese al ventilador, me duermo con mucha dificultad y me despierto cada tanto empapado en sudor. Con lo que me levanto ya cansado.

Si estuviera de vacaciones plenas, me lo tomaría con más tranquilidad. Pero tengo mucho trabajo pendiente, que debo sacar adelante sea como sea durante agosto.

¿Que tú estás peor? ¿Que ni siquiera tienes a mano mis remedios? ¿Que soportas a todas horas un calor mucho más fuerte? Lo siento. Pero comprenderás que no me sirva de consuelo. Del mismo modo que a ti no te consolará –supongo– que en Liberia tengan tanto calor como tú, pero aparte de eso les estén masacrando, o que en muchos puntos del trópico sólo puedan elegir entre morir de calor o morir de sed y de hambre.

Estamos de acuerdo en que todo es empeorable. ¿Cómo no estarlo, si ésa es la principal lección de la Historia humana?

 

 

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Desaliento

(5 de agosto de 2003)

Tengo la idea –la intuición, tal vez– de que las poblaciones occidentales se están desinteresando cada vez más de la política, asumiéndola como un mero apartado del espectáculo general de la vida pública. Que se han metido en la desalentadora contradicción que supone no tomarse la política en serio a pesar de saber de sobra que les va mucho en ella.

Se lo cuento a un amigo que ha hecho una pausa en Aigües de regreso de sus vacaciones.

–Fíjate aquí –le digo–. A la gente le da igual que el partido del Gobierno esté agotado y sin ideas porque comprueba todos los días que el otro partido, la supuesta alternativa, está por lo menos tan agotado y tan carente de ideas como el que manda... si es que no más. A la vez, tampoco se anima a elevar el listón de sus exigencias –a levantarlo del suelo, en realidad– porque ignora qué podría ambicionar, qué debería reclamar, por qué camino habría de exigir que se tomara y a quién poner al frente de la expedición. Lo que provoca la desmoralización general es esa doble convicción: que los de arriba son unos impresentables y, a la vez, que no tienen nada mejor para sustituirlos.

Mi amigo es todavía más pesimista que yo.

–¿Que si la gente piensa eso de la vida política? Será durante los escasos momentos en que piensa algo sobre la vida política...

El debate languidece.

En la pantalla del televisor vuelve a verse cómo arde medio Portugal. Al cabo de un rato, sale un caballero al que un letrerito presenta como primer ministro del estado vecino. Tiene aspecto de haberse colocado mal el peluquín y pide calma a la población con una mirada tan evasiva que parece estar a punto de salir huyendo. Su exordio resulta tan burocrático y apagado que transmite cualquier cosa menos tranquilidad.

Al cabo de un rato es el turno de Rodríguez Ibarra. Afirma que, si algo se hace mal en Extremadura (Estremadura, según el titular principal de la edición electrónica de ABC), él asumirá «toda la responsabilidad». ¿De qué habla? ¿Quiere decir que está dispuesto a dimitir, a irse, a dejar de una puñetera vez su sillón? ¿Que va a reconocer que si arde Extremadura –como Portugal, como Ávila– es porque no se gastan en limpiar los campos de yerbajos, de yesca, ni la cienmilésima parte del dinero que le afanan al personal?

En fin, para qué seguir. Si es todo el rato lo mismo.

 

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Los dos

(4 de agosto de 2003)

El cuento me ha venido a la memoria, he ido a buscarlo a la biblioteca, aquí en Aigües, y –cosa ciertamente insólita en mí–, lo he encontrado a la primera. Forma parte de un librito que, a estas alturas del año 2003, es ya una pequeña joya: Arcadio Averchenko, Cuentos, Ediciones Reguera, Barcelona, 1947.

El cuento, que se titula Un abogado, relata la historia de un juicio por injurias celebrado contra un periodista en San Petersburgo cuando aún no era Leningrado ni se llamaba de nuevo Petrogrado. El periodista acude al acto del juicio asistido –es un decir– por un abogado recién titulado que es, dicho sea por abreviar, una calamidad. Hace una defensa del periodista, al que llama sin parar «el condenado», que suscita el estupor del propio tribunal.

Tras retirarse a deliberar, el presidente de la Sala emite su veredicto: «El acusado ha sido absuelto».

El periodista, poco amigo de las frases ambiguas, se apresura a preguntar: «¿Qué acusado?». A lo que el juez responde: «Los dos. Usted y su defensor».

He recordado el cuento de Averchenko cuando estaba leyendo la lista de graves acusaciones que se están dirigiendo mutuamente Jesús Gil y su sucesor en la alcaldía de Marbella, Julián Muñoz. 

¿Se preguntan ustedes quién tiene razón cuando acusa al otro de ser un perfecto corrupto? Respóndanse como el magistrado del juicio de Averchenko: los dos.

 

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Alergia

(3 de agosto de 2003)

Charo propone que busquemos una farmacia de guardia.

Según el avión que nos traía de La Palma empezó a sobrevolar la Comunidad de Madrid, empecé a estornudar y a llorar copiosamente.

Por el ojo izquierdo. El derecho está tranquilo.

Desde entonces, soy una máquina de estornudos y de mocos. Sólo por el flanco izquierdo.

No es una alegoría. Es una alergia.

Lo que no sé es a qué me he vuelto alérgico.

Yo le digo a Charo que, por muy de guardia que esté, la farmacia que encontremos tendrá que ser de Madrid. De modo que lo más probable es que sea alérgico también a la farmacia.

La solución, para mí, sólo puede ser una: huir de Madrid. Trataré de que lo hagamos cuanto antes. Mejor a las 9 que a las 10.

Si cuando lleguemos a Aigües mi desastre sigue igual, se confirmará el peor de mis temores: quedará establecido que soy alérgico a mí mismo.

 

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De regreso

(2 de agosto de 2003)

Se acaba. Hoy, cuando llegue la mañana a su término, tomaremos un avión que nos devolverá a la península, o sea, a los calores asfixiantes, al partido de Gil, a la Asamblea de Madrid y al fútbol en China.

No quiero.

Ahora es todavía de noche. Escucho el rumor de las olas rozando la playa de arena negra. Veo al fondo las luces de Santa Cruz de La Palma.

He apagado la radio para retener el silencio.

Se me agolpan los recuerdos de estos días. Los paisajes, sobre todo.

Ayer nos tocó descubrir el sur de la isla. La ruta de los volcanes.

El de Teneguía (aquí a la izquierda) es el más joven de las Canarias. Todavía en 1971 lanzó un caudaloso río de magma rojo, que se superpuso en parte al viejo curso de lava del volcán San Antonio. Al llegar a la costa, entró en el mar y le robó unos metros, sepultando a su paso un manantial de aguas medicinales. En ese punto hay ahora un faro, unas salinas, un pequeño puerto, una playita de piedras negras, algunas casetas de pescadores y un chiringo. Allí recalamos para darnos un baño, comernos un sabroso pescado y bebernos un agradable vino blanco, que sacan de unas vides que cultivan a ras de suelo: «arrastradas», dicen ellos. El vino de Teneguía no es nada del otro jueves, pero bien frío, acompañado de un buen pescado fresco y después de un baño reparador en las aguas transparentes y templadas del Atlántico, entra de cine.

No hemos encontrado en La Palma el agobio turístico de otras islas. Nada que ver con la costa del sur de Tenerife, de Gran Canaria o de Lanzarote. Hay foráneos, sí, pero tampoco demasiados. La mayoría, alemanes educados y poco ruidosos. Gente plácida.

Doy por hecho que habrá discotecas, pero yo no las he visto. Tampoco he visto aglomeraciones.

La población local muestra una actitud amable, pero digna, nada almibarada. La isla es limpia y la tienen muy puesta. No me refiero a los poderes públicos, sino a la gente. Da gloria ver cómo en las casas de campo aprovechan el más mínimo rincón para plantar toda suerte de flores. Bellísimas flores.

Hay mucha agricultura. No parecen depender del turismo.

 

Cuánto dan de sí cuatro días. Y qué poco.

Me pregunto si me gustaría encerrarme en esta isla a pasar mis últimos años. La idea es atractiva: hay variedad de climas, la naturaleza es un regalo, el agobio nulo, se come bien, los precios son correctos.

Pero quizá disfruto más de todo esto por puro contraste. Porque mi vida es muy otra.

En todo caso, me habría gustado tener unos cuantos días más para decidirme.

 

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Sin perdón

(1 de agosto de 2003)

Me levanté ayer más bien temprano (temprano para Canarias y temprano para la hora a la que nos habíamos retirado). Me tomé un café, escuché las noticias y me puse a escribir.

Estaba más bien espeso.

Hice mi apunte del natural y salí a recoger un coche que habíamos alquilado para recorrer la isla. Me hice con él, esperé a que Charo se comiera varios kilos de embutidos y bollitos –el desayuno aquí es de barra libre y ella no está dispuesta a regalar nada– y emprendimos nuestro viaje turístico, Santa Cruz de La Palma arriba.

Según llegamos al norte de la isla, más allá de San Andrés y Sauces,  perdimos la cobertura del móvil. Hizo eso que no me enterara hasta varias horas después del aviso angustioso que me estaba enviando un amigo, que me alertaba de que en el apunte infra había escrito por dos veces «mobilidad».

Así, con be de burro.

Cuando por fin retornamos a la civilización en la costa noroccidental de la isla, en Santo Domingo de Garafía –pueblecito blanco del que fue hijo eminente un tío abuelo de un veterano visitador de esta página–, me enteré del desastre. Ya no cabía hacer nada, salvo darme golpes de pecho. No tenía yo el pecho para muchos golpes, tras haber paseado por una altura de 2.426 metros y comprobar lo mal que lleva mi sistema respiratorio la escasez de oxígeno propia de esas cumbres, de modo que opté más bien por darme un baño en el Atlántico.

Así que mobilidad. ¿De «mueble», tal vez?

–Como estás todo el día con el francés y con el inglés... –apuntó Charo, tratando de darme consuelo.

Pero no. Habría bastado con que pasara el texto por el sistema corrector del ordenata para que me saltara la alarma. Ni el francés ni el inglés tienen nada que ver en eso.

La experiencia tendría su valor si la humillación quedara indeleblemente grabada a sangre y fuego en mi memoria, de modo que nunca jamás diera por terminado un texto sin haberlo corregido a conciencia. Pero no será así. Después de un recorrido turístico como el de ayer, con paradas en todos los puertecitos del norte de la isla –con ascensión al Roque de los Muchachos y contemplación a vista de pájaro de la Caldera de Taburiente incluidas–, me temo que mi memoria no tendrá espacio en el que guardar esa espantosa be de burro. Y lo peor es que hoy nos toca el sur, plagado de playas a ambos lados y con una muy prometedora ruta de los volcanes de por medio.

De lo que se deduce que ni siquiera estoy demasiado arrepentido. No tengo perdón.

Vine a esta isla a relajarme y empiezo a preguntarme si no me estaré excediendo.

A ver si cuando regrese a la península encuentro un rato para pensar en ello.

 

 

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