Apuntes del natural

[Del 15 al 22 de agosto de 2003]

 

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Cuando la Prensa es noticia

(Jueves, 21 de agosto de 2003)

La Prensa de Madrid cuenta –¿denuncia?– que el Barça recomienda a sus jugadores foráneos que se integren en la sociedad en la que viven y que se interesen por la lengua catalana.

¿Dónde está la noticia? En la Prensa de Madrid. En que a alguien pueda parecerle llamativa esa recomendación.

 

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Astenia

(Miércoles, 20 de agosto de 2003)

Constata el juez encargado del Registro Civil de la provincia de Alicante que este año se ha invertido la tendencia: en el pasado julio, su servicio ha apuntado más defunciones que nacimientos. Eso es corriente durante los meses de invierno –dice–, porque son muchos los viejos y viejas de la Europa fría que se refugian en la Costa Blanca, pero en verano la media de edad se estabiliza y, con ello, las tendencias de natalidad y mortalidad.

Según él, la única explicación posible de lo ocurrido es el tremendo calor que está castigando la provincia.

Oigo una entrevista radiofónica con la responsable de una instalación geriátrica alicantina. Cuenta que el calor produce una astenia generalizada entre la gente mayor. La vejez se deja ir. No se mueve. Apenas come, incluso.

Tonto que soy, el mal común me consuela. Llevo tres semanas que apenas si cumplo con mis mínimos de trabajo. La galbana me domina: duermo y duermo, me muevo lo mínimo, paso las horas metido en el agua, miro con horror la pila de folios de la que debería ocuparme...

Pero, ahora que ya sé que lo mío está médica y judicialmente catalogado, me tranquilizo. Soy normal. Un desastre, pero normal.

 

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Lucha de clases

(Martes, 19 de agosto de 2003)

Cándido Méndez voló para llegar cuanto antes a Puertollano y anunciar a los cuatro vientos que Repsol YPF cumple todas las normas de seguridad. («Los estándares de seguridad del sector», dicen él y los suyos. Son así de finos los sindicalistas de ahora.)

Fijada la línea correcta, los demás jefes de los sindicatos mayoritarios –que es como se hacen llamar los que cuentan con una burocracia más añeja y nutrida, por insignificante que sea su afiliación– insistieron en la idea: puesto que Repsol ya se había puesto de acuerdo con ellos para formar una comisión conjunta de investigación, todo estaba en las mejores manos posibles.

Pero llegaron los trabajadores de las subcontratas y los pusieron de vuelta y media. Les dijeron de todo, de «vendidos» para arriba. Hasta hubo quien los llamó «traidores» (cosa que la verdad es que no entendí muy bien a cuento de qué venía, porque ellos siempre han sido así).

Incluso los zarandearon.

Vi imágenes de la refriega. Me llamó particularmente la atención con qué empeño alguna gente próxima a Méndez y Fidalgo gritaba «¡Unidad, unidad!».

¿A qué unidad se referían?

Es lógico reclamar la unidad de aquellos que están en una posición similar y tienen unos intereses comunes. Pero en el seno de eso que algunos se empeñan en seguir llamando «la clase obrera», hoy en día, en el mundo capitalista desarrollado, existe tal diversidad de intereses que bien puede hablarse de auténticas diferencias de clase. La realidad social del trabajador cualificado y con un contrato indefinido de los de antes tiene muy poco que ver con la del obrero eventual, o con la del subcontratado, o con la del inmigrante.

No se trata de diferencias circunstanciales. Son contradicciones. Porque la relativa seguridad en la que vive una cierta franja de la población trabajadora occidental se asienta sobre la existencia de muy diversos –y muy numerosos– colectivos que soportan regímenes laborales de inseguridad y de sobreexplotación excepcionales.

He oído que las diferencias de estatuto laboral existentes en la refinería de Repsol YPF son enormes. En horario, en condiciones de trabajo, en sueldo. Los subcontratados se han unido para reclamar. ¿Por qué? Porque están muy mal. Y los jefes de los sindicatos oficiales –y quienes se sienten identificados con ellos– no los respaldan. ¿Por qué? Porque ellos no están tan mal, ni mucho menos.

Antes solía decirse en plan pedante que el ser social determina la conciencia. Puede expresarse de manera mucho más llana y directa: cada uno habla de la feria como le va en ella.

Todavía hay clases. Comprendo que a personajes como Méndez y Fidalgo les cueste entenderlo, pero es así de sencillo: lo que vivieron el lunes en Puertollano fue un episodio de lucha de clases.

Que se vayan haciendo a la idea de que es imposible estar a la vez en misa y repicando. O en la manifestación y poniendo el cazo.<

 

Post scriptum.– Si algún lector de esta página tiene relación con Cándido Méndez, hágame –y hágale– un favor: explíquele la diferencia que hay en castellano entre deber y deber de. Dígale que, en la lengua de Miguel de Cervantes y de Pablo Iglesias, deber indica obligación, en tanto que deber de expresa posibilidad (o probabilidad). Ejemplos: 1º) «La empresa debe extremar las normas de seguridad» (obligación); 2º) «La empresa debe de creer que los trabajadores se chupan el dedo» (posibilidad, hipótesis).

Méndez emplea sistemáticamente mal el deber de. Dice: «La empresa debe de extremar las normas de seguridad» (perdón: «Los estándares de seguridad del sector»).

Comprendo que haga por propia conveniencia bastantes cosas que me repatean. Pero me cuesta creer que maltrate la gramática para afianzarse como jefe de la UGT. Para mí que debe de hacerlo por ignorancia.

 

 

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Particulares

(Lunes, 18 de agosto de 2003)

Habla por la radio un representante sindical de Repsol YPF en Puertollano. Su mansedumbre es escandalosa: lo importante –dice y repite– es averiguar qué causó el accidente de la semana pasada, para corregir el fallo y que no vuelva a suceder algo así. Insiste en que lo esencial es mirar al futuro. No se le ve ningún interés en remover la mierda.

Subraya que han formado una comisión mixta de investigación, la empresa y los sindicatos.

Es inevitable recordar el viejo dicho: si quieres que algo no se aclare, forma una comisión.

Lo que les preocupa a muchos representantes sindicales –y a muchísimos trabajadores– es que se ponga en cuestión el emplazamiento del tinglado de Repsol, junto a Puertollano. «La refinería da vida a la comarca», afirma el sindicalista, que no se da cuenta de que no es precisamente el mejor momento para hablar de la mucha vida que proporciona la fábrica.

Marx consideró que los sabotajes contra las máquinas, tan característicos de los arranques de la industrialización, cuando los obreros se revolvían violentamente contra lo que veían como instrumentos de destrucción de puestos de trabajo, no eran más que una pequeña y pasajera muestra de irracionalidad, que desaparecería con la maduración del proletariado. Y es cierto que esa actitud de autodefensa obrera un tanto infantil cayó en desuso. Pero no decayó para nada la disposición de muchísimos obreros a defender su puesto de trabajo por encima de todo. Por encima de la razón y el interés colectivo, si hace falta.

Aprendí esa lección en Eibar, hace más de tres décadas.

No le arriendo la ganancia a quien trate de discutir con empleados de una fábrica de armas sobre la naturaleza de su trabajo. Yo, por lo menos, fracasé en toda la línea. Todo va sobre ruedas –o puede ir, al menos– mientras se trata de lo horrible que es el uso que se puede hacer de las armas que ellos fabrican. Pero la discusión se arruina por entero cuando les propones que se nieguen a fabricarlas. Responden que ellos viven de eso, y se cierran en banda. 

Mi experiencia fue particularmente concluyente, porque la discusión fue con un grupo de obreros militantes de la izquierda radical, y las armas que fabricaban tenían por destinatario al ejército de Israel. No hubo nada que hacer.

Así que cuando escucho las vaguedades del sindicalista de Puertollano, que hace como si no oyera lo que le dicen sobre lo discutible que es el emplazamiento de la refinería y repite como una cotorra que ya se ha formado una comisión de investigación y que allá el gobierno de Castilla-La Mancha si no cumple con sus obligaciones... no me cuesta nada saber ante qué estoy: ante un obrero (o seudo-obrero, me da igual) que dice que él, los suyos y sus familias viven de eso, y punto.

No sé quién fue el gracioso que afirmó que la Historia ha situado a la clase obrera en la mejor posición para asumir los intereses colectivos.

Cada obrero, cuando de lo que se discute es de los garbanzos, es un particular. Y la unión sociológica de muchos particulares tiene como resultado una clase, sí, pero una clase de particulares.

 

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La española

(Domingo, 17 de agosto de 2003)

Leo en el periódico –en un periódico– la crónica de la etapa de ayer del Tour de Francia femenino.

Empiezo por preguntarme –y me respondo enseguida– por qué dicen que éste es «el Tour de Francia femenino» y por qué al otro, al de Armstrong, no lo llaman «el Tour de Francia masculino».

Sigo preguntándome –y tampoco me cuesta encontrar la respuesta– por qué cada vez  que citan en la crónica a Joane Somarriba, más que probable vencedora de la prueba, la llaman «la española Joane Somarriba». ¡En todas y cada una de las ocasiones en las que mencionan su nombre! ¿Pensaron tal vez el cronista, su jefe de sección y el redactor jefe del periódico que los lectores podíamos equivocarnos e imaginar que la ciclista lleva en la maleta un pasaporte tailandés?

A cambio, no leo nada sobre lo mierdosa que es la organización de la prueba, sobre las penalidades que sufren las corredoras y sobre cómo  tuvieron que amenazar con plantarse y volverse para casa si no les proporcionaban una cama decente, con sábanas, la noche anterior al ascenso de los Alpes.

Les importa mucho, por lo visto, que alguien pueda considerarla sencillamente vasca, o vizcaína. Pero no les importa en absoluto que la traten como a una zapatilla.

Les importa su nacionalidad, no su condición humana.

 

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Elvis

(Sábado, 16 de agosto de 2003)

Recuerdo bien aquel 16 de agosto de 1977. Y recuerdo bien que la noticia me dejó bastante frío. «Ha muerto Elvis. Bueno, ¿y qué?».

Me impresionó mucho más –más tarde– lo de Lennon.

Elvis no representaba para mí ningún espejo en el que mirarme. Vestido como un perfecto hortera, con el pelo rezumando brillantina –y aquel espantoso tupé–, exhibiendo opiniones tópicas y reaccionarias...

Hacía años que ni siquiera tenía ya el físico y los  modales del King Creole de su juventud. Estaba abotargado por la ingesta de todo lo ingerible, exhibía una sonrisa desmayada y se ponía unos trajes de lentejuelas que parecía un árbol de navidad venido a menos. Daba pena.

Tampoco lo que cantaba tenía su viejo nervio: hacía –le hacían– canciones ramplonas y almibaradas para degustación de la buena sociedad que acudía a las rutilantes fiestas de Las Vegas.

En mis funciones de director práctico de la revista Saida, me puse en contacto con el aragonés Agustín Sánchez Vidal, buen melómano, para que nos hiciera un artículo sobre el muerto.

–Le acusaban de haber traicionado el rock and roll –me comentó–. ¡Como si el rock fuera una causa, o una religión!

Entonces no le contesté nada, porque no tenía nada que contestar. El asunto no me interesaba gran cosa. Ahora quizá le discutiría que el rock no haya hecho las veces de una causa, o incluso de una religión. Porque años después oí el Graceland de Paul Simon, en el que el último hogar de Elvis hace las funciones de una nueva Meca, y aún más tarde me fue dado ver en Tennessee cómo la gente seguía acudiendo a la casa-templo de Memphis en actitud de respetuosa devoción.

Han pasado 26 años. Las discográficas siguen haciendo su agosto editando cualquier cosa de Elvis. Desechos, en sentido estricto: tomas fallidas, material descartado... La imagen que nos aportan del ídolo es la del joven lanzado, con un impresionante swing, todo ritmo, capaz de emular a la gente afroamericana en su capacidad para electrizar su cuerpo y moverlo al dictado de «esa música diabólica», según fue definido el rock por la gente de orden de los 60.

A mí, sin embargo, la única imagen de Elvis que al día de hoy me despierta una cierta simpatía, o algo parecido a la solidaridad, es la de ese tipo abotargado, ese boxeador sonado del ring del éxito, ese despojo humano en manos del show-business que, consciente o no, optó por quitarse de enmedio.

 

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Tales días como hoy

(Viernes, 15 de agosto de 2003)

Vino a vernos ayer una vieja amiga. Estuvimos de plácida charla a la sombra, escuchando música y recordando otros tiempos. Otros 15 de agosto.

Es una fecha que no me cuesta evocar porque, durante muchos años, mi familia la utilizaba para unificar el santo y el cumpleaños de mi madre, festejándolos a la vez.

Hubo un tiempo en el que no participé en esas celebraciones. Primero porque estaba en el exilio. Luego, ya regresado, porque vivía lejos. Y, como además mantenía una relación bastante conflictiva con mi padre, prefería guardar la distancia.

Pero de otros 15 de agosto guardo recuerdos vivísimos. Bastantes de ellos en San Sebastián.

En los últimos años, nos acercábamos Charo y yo a Donosti a estar con mi madre. Aunque le pesaba el cuerpo y le costaba salir, se animaba, y nos íbamos a comer por ahí.

Hace dos años fuimos al monte Igueldo. Comimos en Akelarre –Pedro Subijana es lejano familiar nuestro, y el sitio donde tiene el restaurante es muy bonito– y luego nos acercamos al pequeño parque de atracciones de la cima, desde donde se ve una perfecta panorámica de la bahía.

Mamá estaba radiante. Y dicharachera. Nos contó cosas de su juventud.

Ya no celebramos más 15 de agosto. Murió cuatro meses después.

El sabio Horacio lo dejó escrito: «Carpe diem». «Aprovecha el día». Pero, para disfrutar el hoy, es necesario que el ayer deje el campo libre.

Alguien menos vitalista que Horacio realizó la reflexión contraria: se alcanza la vejez cuando los recuerdos ocupan más espacio que las expectativas.

 

 

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