Apuntes del natural

[Del 14 al 20 de noviembre de 2003]

 

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Juan Carlos Rodríguez Desbarra

(Jueves, 20 de noviembre de 2003)

Los franceses llaman embarras de richesse a la situación en que se encuentra el polemista que no sabe qué replicar a su oponente, pero no porque carezca de respuestas, sino por todo lo contrario: porque no sabe por qué argumento empezar, de entre los muchos que se le agolpan en la boca.

Juan Carlos Rodríguez Ibarra tal vez no posea demasiadas habilidades, pero ésa nadie puede negársela: es especialista en provocar enormes embarras de richesse en sus oponentes.

Ayer hizo unas declaraciones tan disparatadas que darían holgadamente para escribir media docena de artículos de contestación. Pero tampoco es cosa.

Trataré de responder en plan telegrama a lo más llamativo.

1.– Dice que «los políticos catalanes» necesitan siempre «algún culpable para darle todos los meneos habidos y por haber, y casi siempre me cogen a mí».

Petición humilde: que cite una sola ocasión, ¡una!, en la que algún político catalán se haya acordado de su existencia sin que previamente él se hubiera hecho notar metiendo baza en los asuntos propios de la política catalana.

2.– Afirma que a él se le dan «tres leches» lo que pacten o dejen de pactar en Cataluña, porque a él lo que le preocupa es «el problema del tabaco de [su] tierra, porque hay 20.000 familias que se van a quedar sin comer».

Ah, ya. Seguro que fue en razón de esa obsesión tabaquera por lo que se fue el otro día a la reunión de las regiones europeas a echarse un mitin contra el «plan Ibarretxe», mitin que el propio presidente de la cosa europea le dijo, delicada pero firmemente, que no pintaba una mierda en aquel foro.

3.– Se queja: «Yo soy un estúpìdo metido a político porque pensaba que [con mis declaraciones contra Esquerra Republicana] ayudaba a Aznar y mi país, pero he visto que a ese señor no le interesa la unidad de España, sino darle leña a Zapatero y ponerme en una situación difícil en mi partido».

Respuesta: anda ya. Sabía perfectamente lo que hacía. Otra cosa es que le haya salido mal.

 Que no se las dé de ingenuo. Es muchas cosas –la tira–, pero no ésa.

4.– Se mete con Carod-Rovira, al que acusa de creerse «el rey del mambo». Y lo razona: «Que diga todas las barbaridades que le dé la gana sobre mí, que tengo un 53% [de los votos]. Que con el 16% algunos se creen que les ha tocado la lotería.»

Sin discutir la apropiación personal que hace de los resultados electorales del PSOE extremeño, lo cierto es que él, o ellos, lograron en las últimas elecciones el 51,62% de los votos emitidos en su región (no el 53%), en tanto ERC ha conseguido el 16,47% en las autonómicas catalanas del pasado domingo. Bien. Pero, ¿qué pasa si traducimos los porcentajes en votos? Que comprobamos que los recibidos por el PSOE extremeño fueron menos de 340.000, en tanto que los logrados por ERC superaron los 542.000.

Vale, dejémoslo aquí.

Tampoco conviene abusar.

 

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Por hartazgo

(Miércoles, 19 de noviembre de 2003)

El Gobierno de Aznar presiona a la Unión Europea para que no preste apoyo a la Comunidad Autónoma Vasca en materias fundamentales. Ayer se supo que la UE no respaldará el impulso al plan llamado «de la Y vasca», consistente en la comunicación de las tres capitales de la CAV por vía férrea de alta velocidad.

El Tribunal Superior de Justicia del País Vasco ha admitido a trámite el recurso presentado por la Diputación Foral de Álava contra el tratamiento parlamentario del «plan Ibarretxe». Hay quien subraya que la resolución se ha tomado por tres votos contra dos. Otros recuerdan que admitir a trámite no equivale a respaldar. Está claro que el que no se consuela es porque no quiere. Lo que buscaban los responsables peperos de la Diputación alavesa –que decidieron la presentación del recurso tras una reunión con los jefes de su partido en Madrid– es tener cancha para dar la murga, y eso ya lo han conseguido.

El presidente de la Conferencia Epìscopal Española, Rouco Varela, ha dado a conocer una declaración opuesta al «plan Ibarretxe». Lo presenta como un atentado contra la Constitución y como un intento de socavar la comunidad histórica española, que califica de «pluricentenaria». No plantea Rouco la cuestión en el terreno más favorable para su causa: si fuera necesario primar a las comunidades por su solera histórica, la vasca lo tendría de cine. Pero no se trata, obviamente, de eso, sino de caer bien al Gobierno de Aznar, que es el que prima a la Iglesia Católica.

El Tribunal Supremo ha vuelto a rechazar el incidente de nulidad –éste es el nombrecito del recurso– presentado por la Mesa del Parlamento Vasco, que alega que los tribunales centrales del Estado invaden sus competencias.

¿Vale la pena seguir? Lo señalado se refiere sólo a las últimas horas. Y dista de ser exhaustivo.

La presión sobre el Gobierno Vasco es anonadante. Se trata de un acoso constante, que somete al Ejecutivo de Vitoria a un desgaste tremendo, obligándolo a dedicar una parte sustancial de su tiempo a combatirlo, a responder, a tratar de neutralizar sus efectos...

¿Aguantará el tirón? ¿Resistirá la tentación de tirar la toalla?

Y si la tira, ¿quién saldrá ganando?

 

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Las lecturas de Zapatero

(Martes, 18 de noviembre de 2003)

José Luis Rodríguez Zapatero pide a José María Aznar que tome seriamente en consideración los resultados electorales de Cataluña. (Bueno, lo que le pide, en concreto, es que «los lea con cuidado», pero eso es sólo porque Zapatero está decidido a ser moderno, y ha comprobado que la intelectualidad moderna, tanto menos lee lo que aparece escrito, tanto más lee lo que no se escribe: lee películas, lee guerras y lee resultados electorales: todo sea con tal de no estudiar e interpretar, como los antiguos.)

En fin: pide Zapatero a Aznar que lea con cuidado y hasta con «inteligencia histórica» (sic) los resultados de las elecciones catalanas, y que tenga en cuenta «en qué punto estamos en la cohesión territorial y en la capacidad de un proyecto integrador».

Entendamos lo que quiere decir –aunque lo que diga sea un perfecto galimatías– y deduzcamos que se refiere a la creciente divergencia entre Euskadi y Cataluña, de un lado, y el resto de España, del otro. Y deduzcamos también, ya de paso, que considera que esa divergencia es un hecho negativo del que, en considerable medida, es culpable el PP y su Gobierno.

Las elecciones autonómicas catalanas han confirmado, en efecto, no sólo la existencia de esa brecha, sino también su hondura creciente. No me voy a detener aquí en ello, porque el asunto es muy complejo y esto es sólo una columna; no el Partenón entero. Pero habrá que reflexionar, y a fondo, sobre ello. Y también sobre cómo la existencia de hechos diferenciales ha contribuido a quebrar en Cataluña y Euskadi el avance imparable que experimenta en el conjunto de España el bipartidismo –o más bien el régimen de partido único y tres cuartos–, ayudando a crear en ambas nacionalidades una realidad social bastante más diversificada.

Que se constante esa divergencia y se llame a considerar la parte de culpa que puede estar teniendo en su agravamiento la política del PP está muy puesto en razón. Lo que no lo está en absoluto –lo que parece de hecho una broma de mal gusto– es que Rodríguez Zapatero pretenda que el PP es en buena medida responsable de ello... y el PSOE no. Que Aznar no tiene «un proyecto integrador» y él sí. Porque, si examinamos los grandes discursos teóricos y las grandes opciones prácticas que Aznar ha manejado en los últimos cinco años –desde que dejó de hablar catalán en la intimidad, más o menos–, veremos que en todo ello ha contado con el respaldo tácito o explícito de la dirección central del PSOE.

Zapatero tiene que saber que la sociedad civil –el electorado, a sus efectos– no sigue con detalle las minucias de la política diaria. Se queda con el rastro general que dejan los acontecimientos. Y en el rastro dejado por los acontecimientos de los últimos tiempos, muy especialmente en materia de política autonómica, sus huellas se confunden con las de Aznar.

¿Que le ha dado un apoyo desganado, resignado? ¿Que se lo han proporcionado, en lo fundamental, por miedo a ser tachado de esto o de lo otro? Sí; también eso se ha notado. Y es lo peor que podía ocurrirle. Porque ese modo suyo de aparecer en la escena política lo aboca al fracaso. Ante quienes repudian el cerrado centralismo aznarista, él aparece con todos los atributos del mero lacayo, y quienes simpatizan con el esfuerzo uniformizador del partido en el Gobierno no ven qué podrían ganar quedándose con una copia desvaída del original.

«La mayoría de la opinión pública española está totalmente en contra de negociar nuevos marcos estatutarios para Euskadi y Cataluña. Si mostráramos alguna comprensión hacia esas demandas, jamás sacaríamos a los del PP de La Moncloa», dicen en Ferraz.

«Pues anda que los váis a sacar haciendo lo contrario», da ganas de contestarles.

 

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La peor de las hipótesis

(Lunes, 17 de noviembre de 2003)

El resultado de las elecciones al Parlamento de Cataluña tiene aspectos positivos, visto desde mi particular prisma. Me parece bueno el avance espectacular de ERC. También veo con simpatía el creciente peso de IC-EV. Me satisface particularmente que el PP, aunque haya subido –lo que no tiene nada de especial, vistos los medios propagandísticos puestos a su servicio–, se haya convertido en una fuerza insignificante dentro del mapa político catalán (aunque pueda influir notablemente en él desde fuera, como partido gobernante en Madrid). En fin, no es mala cosa, ni mucho menos, que CiU haya perdido lo suficiente como para que no le valgan los 15 escaños del PP para volver a las andadas.

Dicho lo cual, el reparto de fuerzas resultante no me resulta nada tranquilizador.

Veamos los gobiernos posibles a los que podría dar paso.

Un gobierno basado en la alianza PSC-ERC-IC tendría como principales ventajas la de desalojar a CiU de la Administración catalana, que controla desde hace demasiado tiempo, la de dar un sesgo menos derechista a la vida social catalana y la de perjudicar algo (algo, sin más) las expectativas del PP de cara a las próximas elecciones generales. Pero es muy poco probable, porque el proyecto de Maragall ha salido demasiado tocado del envite y porque Ferraz rechazaría de todas todas la  alianza con ERC, por miedo a los ataques peperos que le acarrearía.

Un gobierno CiU-ERC es sin duda posible, pero quizá no tan probable como muchos imaginan. CiU sabe que ERC elevaría bastante el listón de sus exigencias. El propio Carod-Rovira citó ayer dos terrenos en los que apretaría las tuercas al máximo: adiós a las corruptelas en la Administración de la Generalitat y adiós al coqueteo con el PP en el Parlamento del Estado. Una CiU sin esas dos características resultaría casi irreconocible. Conozco lo suficiente a los dirigentes de CiU como para verlos mal en el papel que les tocaría hacer. Por decirlo gráficamente, Mas no se parece demasiado a Ibarretxe.

Sólo quedaría, en ese caso, un Gobierno posible: el formado por CiU en alianza con el PSC (sin Maragall, supongo). En un Gobierno como ése, CiU llevaría la voz cantante: el PSC entraría en él con el rabo entre las piernas y, aunque tuviera que cederle parte del pastel de la Generalitat y modular con más sutileza su voto en las Cortes de Madrid, podría seguir más o menos la senda del pujolismo. Doy por hecho que el establishment económico y político español e internacional presionará para que sea ésta la fórmula que finalmente salga adelante.

En mi criterio, ésa es la hipótesis menos deseable para quienes deseamos cambios en Cataluña y en España. Razón por la cual sospecho que tiene bastantes posibilidades de realizarse.

 

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La Font de la Figuera [¿y 2?]

(Domingo, 16 de noviembre de 2003)

Me sucede de vez en cuando que remato un escrito convencido de que he acertado más o menos a explicar la idea que me rondaba y que, al cabo de algún tiempo, me lo comenta alguien y descubro que no sólo no había conseguido explicarle bien le lo que pretendía, sino que le había dado a entender algo que ni siquiera se me había pasado por la cabeza.

El otro día escribí un apunte del natural en el que contaba una conversación entre un padre y una hija (está aquí mismo, abajo del todo) a propósito de un pueblo llamado La Font de la Figuera, cerca de Xàtiva, en la comarca valenciana del Xuquer. Y he recibido dos cartas de dos lectores que lo que han entendido es que yo considero que traducir al castellano los nombres vascos, catalanes o gallegos de unas u otras poblaciones es dar muestra de un inaceptable nacionalismo español. Incluso si uno está hablando en castellano.

La verdad es que no sólo no defiendo semejante posición –de hecho yo mismo suelo utilizar con frecuencia la vieja denominación castellana de algunas poblaciones–, sino que ni siquiera quería hablar de ese asunto. 

Lo que trataba de caricaturizar reproduciendo el diálogo de la niña y el padre es la actitud, común a muchísima gente, que tiende espontánea e inconscientemente a considerar que su manera de ver, interpretar y mentar las realidades es la buena: la que expresa su esencia misma.  Quise reflejar –sin mucho éxito, al parecer– ese particularismo primario y no demasiado culto que llevaba a los latinos a utilizar un único adjetivo (barbarus) para referirse a lo extranjero y, a la vez, a lo hostil, a lo cruel y a lo salvaje. No muy diferente del que ha llevado a algunos idiomas a dar el mismo nombre colectivo a todos los demás idiomas, como si lo que mejor los caracterizara fuera no ser el idioma por antonomasia, o sea, el idioma. ¿Nacionalismo? Sólo en la medida en que los nacionalismos dominantes suelen dar por hecho que si lo propio es dominante, en el ámbito que sea, es porque es lo lógico, lo natural, lo más adecuado.

Hablo de la lengua, pero la actitud a la que me refiero no se expresa sólo en el lenguaje: abarca a todos los instrumentos de interpretación del mundo. Muchísima gente –la inmensa mayoría, me temo– no relativiza su visión de la realidad, admitiendo que es sólo una de las posibles y dando por hecho que su comprensión está condicionada, e incluso determinada, por la posición que ocupa con respecto al fenómeno de que se trate. Relativizarse uno mismo y relativizar el valor de lo propio es probablemente uno de los ejercicios más dificultosos que podemos afrontar los humanos. También, eso sí, de los más interesantes y más productivos desde el punto de vista intelectual.

Pero para mí que este grupo de ideas no es de los que pueden explicarse echando mano rápida del relato de una breve charla de bar.

 

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De la indignación en el arte

(Sábado,15 de noviembre de 2003)

Paseo por el dial de la radio internáutica a través de esos mundos del Señor.

Me detengo en una emisora parisina. Parece un espacio de qualité, para gente nada adicta al Top Ten. En plan exquisito: música con raíces, folk, world music, sincretismos varios y demás.

Como una parte importante de mis gustos va por ahí, me quedo. Para que me sirva de fondo. Y para informarme de novedades, de paso.

Pero me voy cabreando poco a poco. Constato que el espacio de esas músicas, caracterizadas hasta ahora por la predominante autenticidad de sus propuestas, está viéndose más y más invadido por gente que confunde el arte con el circo. Sobreabundan los  especialistas en perfomances varias: tipas poseedoras de cuerdas vocales capaces de emitir notas altísimas y mantenerse en ellas durante la tira de tiempo –durante horas, para mi gusto–, cuartetos que podrían competir ventajosamente con las mayores orquestas en la cantidad y el volumen del ruido que fabrican, gente dispuesta a mezclar con tanta desenvoltura como carencia de criterio ritmos típicos del Cáucaso con acompañamientos propios de los mariachis mexicanos...

Todos ellos sin otra intención imaginable que la de dejar a la audiencia con la boca abierta.

Casi lo más cabreante de todo es el presentador del programa, encantado de aportar al mundo esta exhibición de vendedores de espejitos y abalorios. Sus tragaderas forman parte de la competición: son descomunales. ¡Todo le parece excelso! Y, encima, habla en un tono insoportablemente engolado, con un ligero acento norteamericano, como si de ese modo demostrara mejor su cosmopolitismo, su cultura y su elevado grado de exigencia.

El punto culminante del programa viene cuando el tipejo presenta a modo de primicia universal una pieza, obra de una niñata que, por lo que cuenta, es la autora de unos gorgoritos que vete a saber cómo fueron en origen, porque lo que sale por los altavoces es un bodrio ecualizado hasta el hartazgo. Descubro con indescriptible horror al cabo de un rato –y no sin esfuerzo– que la pieza en cuestión está inspirada en una bellísima canción popular de la Provenza, masacrada por la insensata de marras con la ayuda de varios modelnos especialistas en world music y en sintetizadores. ¡La madre que los parió a todos! Una canción que, a nada que la cante con algo de gusto alguien que no desafine demasiado, a capella incluso, te pone la piel de gallina, convertida en un crescendo semejante a la traca psicodélica final de A Day in the Life, de Lennon, pero sin Lennon, sin A Day in the Life y sin nada que valga un pimiento!

«Incroyable!», exclama el presentador cuando concluye el crimen.

Y yo, de acuerdo con él, por una vez.

 

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Estoy encantado. Creo que hacía años que no me desahogaba tan a gusto sin ganarme media docena de enemigos más.

 

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La Font de la Figuera

(Viernes,14 de noviembre de 2003)

En el bar de carretera, allá por el Alto Vinalopó, la niña pregunta al adulto:

–Papá, ¿qué quiere decir «La Font de la Figuera»?

–Quiere decir lo que dice: La Font de la Figuera –responde el padre.

–Oh, vale, sí... –dice la niña con aire de contrariedad–. Eso, en valenciano. Pero querrá decir algo, ¿no?

–Claro que quiere decir algo: es el nombre de un pueblo –contesta el hombre.

–¿Y no significa nada? –insiste la niña.

–Matilde –susurra el padre, mirando fijo a la niña–: estamos en el País Valenciano, de modo que es lógico que los pueblos tengan nombres en valenciano. Este pueblo, en concreto, se llama La Font de la Figuera. Y La Font de la Figuera significa exactamente eso: La Font de la Figuera.

–Pero –insiste la niña con nombre de acción de Telefónica adoptando el aire indignado de quien no logra que le entiendan ni siquiera las cosas más simples–, eso que se dice en valenciano se supone que significará algo, ¿no?

–¿Quieres decir en castellano? –hace él como que acaba de comprender.

–¡Pues claro! –estalla la cría.

–Sí, es verdad. Esa misma idea podría expresarse en castellano. Y en alemán. Y en serbo-croata. Pero el pueblo como se llama es La Font de la Figuera.

Y tras una pausa.

–Dime, Matilde... ¿Tú has oído hablar de Washington, verdad? ¿Y te has preguntado qué quiere decir Washington en castellano? ¿Y te has planteado la posibilidad de llamarlo por la traducción?

–¡Ya! –se encrespa aún más la niña–. ¡Pero Washington está en Norteamérica, y aquí estamos en España!

–Sí; ya me imaginaba que era eso lo que querías decirme desde el principio –finaliza el padre, que se ha fijado en mi interés en la conversación y me hace un gesto de desolación.

Le sonrío.

–Arkansas también está en los Estados Unidos. Es palabra amerindia –le comento.

El hombre me mira con simpatía:

–No es fácil educar a la contra.

Estoy de acuerdo.

–Un poco más arriba pilla Almansa –le digo–. Quizá convendría que empezara explicándole qué batalla se libró allí y qué resultado tuvo.

  

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