Apuntes del natural

[Del 9 al 15 de enero de 2004]

 

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Se habla de ello un rato… y a otra cosa

(Jueves 15 de enero de 2004)

Lo que cuenta el ex secretario del Tesoro de los EUA, Paul O’Neill, en su recién aparecido libro de confesiones, El precio de la lealtad,  podrá no ser demasiado sorprendente, pero no por ello resulta menos anonadante. Quien durante dos años fuera uno de los más cercanos colaboradores de George W. Bush, en tanto que ministro de Economía –no otra cosa significa allí ser secretario del Tesoro–, nos ofrece el retrato de un presidente garrulo, sin apenas conocimientos sobre la realidad internacional («Sólo conoce un país extranjero, y eso gracias a que tiene frontera con Texas»), carente por completo de escrúpulos y sin otra preocupación que la de ganar como sea todas las elecciones que se le ponen por delante.

No es más halagüeña la pintura que hace de su equipo de colaboradores, a los que divide en dos grupos: los que animan al presidente a encastillarse en sus prejuicios y a ir todavía más lejos en la materialización de sus obsesiones, y los que no pintan un pijo, porque nadie los escucha cuando hablan.

Todo el mundo da por hecho que O’Neill no se ha inventado nada. De hecho, no es muy diferente lo que se trasluce de las propias manifestaciones públicas del propio Bush, que no permiten albergar demasiadas dudas sobre la tosquedad y el simplismo de su pensamiento.

Lo lógico –según los principios de la lógica formal, quiero decir– sería que en este momento todo el mundo, incluyendo la totalidad de los gobiernos, estuvieran manifestando su honda preocupación por el hecho de que un personaje como ése –un grupo de personas como ésas– tenga en sus manos el presente y el futuro del planeta. Pero nadie dice nada. Los medios de comunicación le dedican unos cuantos comentarios ocasionales, los humoristas se inventan unos cuantos chistes al respecto… y a otra cosa. Todo sigue como ayer.

Es patética la capacidad que tienen nuestras actuales sociedades para no extraer conclusiones de los datos que están a su vista. O para extraerlas sólo durante unas horas y olvidarlas a continuación.

Aunque quizá sea una reacción que enlace con una conclusión a la que Marx llegó dos siglos más atrás del nuestro: «La Humanidad no se plantea más problemas que los que puede resolver». Puesto que nadie está en condiciones de quitar a Bush, ¿para qué van a perder el tiempo hablando de la conveniencia de quitarlo?

 

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De los GAL como concepción del mundo

(Miércoles 14 de enero de 2004)

Pone cara de sorpresa y admite compungido que se ha tenido que equivocar, puesto que nadie ha respaldado su propuesta de reformar la ley para que los nacionalistas periféricos se queden fuera del Congreso de los Diputados. Acto seguido, deja el tono de mansedumbre, recupera su habitual aire gallito y califica de «hipócritas» a quienes se pretenden contrarios a los partidos nacionalistas y, sin embargo, rechazan su propuesta. Si de veras quisieran combatir a los nacionalistas –dice–, aprobarían su iniciativa.

Curioso, este Rodríguez Ibarra.

Curiosa, para empezar, la desenvoltura con la que llama hipócritas a los demás tras haber hecho él una auténtica exhibición de hipocresía. ¡Hace falta jeró para dárselas de sorprendido por el revuelo que ha causado su propuesta! ¡Se necesita cara dura para pretender que no se esperaba una reacción como la que ha provocado!

Es su siguiente razonamiento, de todos modos, el que mejor lo retrata: no entiende que pueda haber quien se oponga a los nacionalistas y se niegue a darles caña por todos los medios. En su criterio, esos remilgos sólo pueden ser fruto de una imperdonable falta de firmeza.

Aplica al caso la misma «lógica» que le llevó a defender en su día a los responsables de los crímenes de los GAL. Para él, o uno está contra ETA o no lo está. Y si lo está, es absurdo que persiga a quienes la combaten, utilicen los métodos que utilicen. Así de sencillo.

Hay cosas que a este hombre nunca le entrarán en la cabeza. Que la ley haya de ser igual para todos, por ejemplo. O que se pueda estar en desacuerdo radical con una ideología sin pretender que sus partidarios sean atados de pies y manos y amordazados.

Qué se le va a hacer. Entendamos que tampoco tiene mucho sentido exigir que se comporte como demócrata quien, sencillamente, no lo es.

 

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La quinta columna

(Martes 13 de enero de 2004)

Reclama el presidente extremeño que se cambie la legislación electoral para que no tengan derecho a acceder al Congreso de los Diputados los partidos que obtengan menos del 5% de los votos emitidos en toda España. Constata Rodríguez Ibarra que eso dejaría sin representación parlamentaria a todas las fuerzas nacionalistas y regionalistas, lo cual, según él, permitiría acabar en el plazo de diez años –diez, en concreto– con «la pesadilla nacionalista».

Llamo la atención sobre el hecho de que este Rodríguez Ibarra es el mismo que aún no hace dos meses se permitía referirse despectivamente a Carod-Rovira («Se cree el rey del mambo»), presumiendo de que él es presidente de Extremadura con más de la mitad de los votos emitidos en su región, en tanto Esquerra Republicana apenas superó el 16% de los sufragios recontados en Cataluña el 16 de noviembre. No creyó entonces oportuno recordar el pequeño detalle de que él logró su 51% con menos de 340.000 votos, en tanto a ERC le hicieron falta más de 542.000 para alcanzar su 16%.

¿Es posible que Rodríguez Ibarra no sea consciente, en todo caso, de que la materialización de su propuesta implicaría un cambio radical, no ya en la legislación electoral, sino en la concepción general del Estado reflejada en la vigente Constitución? Él sabe que no es la ley electoral, sino la Constitución, la que establece que «la circunscripción electoral es la provincia» (art. 68.2). Y que eso no se decidió porque sí, sino precisamente porque se partió de la conciencia de que, dada la diversidad cultural, social y política de España, habría sido un disparate considerar el conjunto del territorio como colegio electoral único.

Es sin duda cierto que la legislación electoral vigente beneficia a los partidos nacionalistas, pero no por el hecho de que sean nacionalistas, sino porque su voto se concentra en pocas provincias. También privilegia a los dos partidos más votados, mediante la regla d’Hont. Quien sale perdiendo, y por partida doble, es Izquierda Unida, que tiene su electorado diseminado por el conjunto del territorio.

El presidente de la Junta de Extremadura parte de un criterio más que preocupante: según él, sólo es «nacional» --y sólo merece respeto, al menos a efectos de representación política– aquello que abarca a la totalidad de las nacionalidades y regiones de España. Cualquier manifestación política que sea exclusiva de una nacionalidad o región no sólo merece ser desdeñada, sino incluso combatida. Y combatida no mediante el debate y la emulación, sino por la fuerza de las leyes. Rodríguez Ibarra ha descubierto con siglo y medio de retraso la vía prusiana para la unificación nacional.

Lo singular es que la haya descubierto desde la dirección de un partido que se dice federal.

En todo caso, no es un novato en estas lides. Tiene que dar por hecho que su propuesta no cuenta con la más mínima posibilidad de ser aprobada. No ya en las Cortes, sino incluso en su propio partido. ¿Por qué y para qué, entonces, la presenta ahora, sabiendo que va a provocar la marimorena en el PSOE y que coloca a Rodríguez Zapatero en una posición delicadísima en el peor momento?

Me da que hay dirigentes socialistas que no se fían de que el PP vaya a dar debida cuenta de su actual secretario general y que están haciendo todo lo posible para asegurarle la derrota.

 

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O César o nada

(Lunes 13 de enero de 2004)

Cien pueblos se pasó ayer el señorito Arenas en su pública ostentación de estomagante chulería: «Los socialistas deberían tratar de usted al PP», «Nosotros hemos protagonizado el periodo de más prosperidad de la Historia de España», etc. Resumen de su discurso: ellos son los más guapos y los más listos, y el resto, basura irreciclable.

Y en qué tono. Lo debió de aprender en el cortijo familiar, oyendo cómo sus mayores se dirigían a los sirvientes.

Si tan ganado lo tienen, ¿qué les impide hacer una campaña relajada, moderada, elegantemente perdonavidas? ¿Por qué entran en esta desagradable carrera de descalificaciones sumarias e insultos? Anteayer oí a Mariano Rajoy decir que lo que propone el PSOE es que cada comunidad autónoma se quede con lo que recauda.  ¿Qué necesidad tienen de mentir?

Su problema es muy concreto: al PP no le basta con ganar en las elecciones; necesita repetir la mayoría absoluta. ¿Por qué? Porque, de obtener un resultado similar al de 1996, difícilmente podría seguir en La Moncloa. Entonces pudo sumar los votos de CiU, y hasta los del PNV, para hacerse con el Gobierno. Pero ahora no puede ni soñar con algo así. Ha abusado demasiado durante los últimos cuatro años de su total hegemonía parlamentaria. Se ha granjeado demasiados enemigos. Al punto al que se ha llegado, CiU no podría asumir ante la opinión pública catalana la responsabilidad de un tercer mandato del PP.

A lo más que puede aspirar Rajoy es a sumar los votos de Coalición Canaria. Y a qué precio.

El PSOE no tendría fácil fraguar un entendimiento con los grupos parlamentarios menores, desde luego. CiU, en particular, se resistiría: no le vendría nada bien para su labor de oposición en Cataluña. Pero podría llegar a conseguirlo. El PP, no.

Aut Caesar, aut nihil! («¡O César o nada !»), se dice que sentenció César Borgia* para dejar bien clara la altura de sus ambiciones. Él no estaba dispuesto a conformarse con menos.

La opción puede aplicársele a Mariano Rajoy, pero al margen de su voluntad. O las elecciones le dan para ejercer de César o lo dejan fuera de juego.

Tanto él como los suyos lo saben muy bien. De ahí sus nervios.

 

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* La sentencia en cuestión ha sido utilizada para dar título a dos obras en castellano, una de Pío Baroja y otra de Manuel Vázquez Montalbán. Hay un divertido texto de Álvaro Mutis sobre César Borgia cuya lectura me parece altamente recomendable. Está en Internet: http://www.delsolmedina.com/Cesar%20Borgia.htm.

 

 

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A la deriva

(Domingo 11 de enero de 2004)

–Opina de cada asunto lo que le ha dicho el último enterado con el que se ha entrevistado.

Fue un veterano socialista el que me definió así a José Luis Rodríguez Zapatero a los pocos días de su elección como secretario general socialista.

En aquel momento me pareció una exageración. Opté por rebajar la contundencia del juicio: «Será que se deja influir con facilidad». Pero, según pasa el tiempo, me siento más y más inclinado a creer en la exactitud del diagnóstico.

No veo qué otra explicación podrían tener sus constantes bandazos. Un día parece inclinarse por una política económica de tenues tintes socialdemócratas, crítica en todo caso con el neoliberalismo reinante; al día siguiente sale rivalizando con el PP a ver quién es más fiel a las consignas del FMI. Un día dice que la idea de España de Aznar es un veneno que emponzoña las relaciones entre los diversos pueblos que coexisten en el Estado español; al día siguiente aparece afirmando que el debate sobre la idea de España debe quedar fuera de la contienda electoral. Un día pone de vuelta y media el estado de la administración de justicia en España y denuncia que el Gobierno se ha adueñado de sus órganos superiores y los maneja a su antojo; al día siguiente hace un amorosa loa a la impoluta neutralidad política del Tribunal Supremo, del Constitucional, de la Audiencia Nacional y del sursumcorda.

Sí que parece que es muy influible. Pero también es verdad que no se deja influir por cualquiera. Elige con cuidado sus influencias.

Por eso resulta aún más grave la elección del comité de diez notables al que ha encargado que ilumine sus pasos en la carrera electoral. Porque es gente de sobra conocida por su talante derechista en los grandes asuntos que deberían dirimirse en las próximas elecciones. Anteayer cité lo poco y malo que cabe esperar de ellos con respecto a los problemas de la autonomización del Estado. La prensa habla hoy de lo mal que han sentado en las direcciones de UGT y CCOO las propuestas económicas que Zapatero ha anunciado que va a incluir en su programa electoral. Excuso decir cómo serán, si gente tan habituada a tragar carros y carretas tuerce el gesto.

Hay algo peor que equivocar el rumbo: no ser capaz de marcar ninguno.

Zapatero navega a la deriva, a merced de los vientos que le soplan en el cogote.

Si este hombre no es un chisgarabís, la verdad es que lo disimula muy bien.

 

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Las emociones

(Sábado 10 de enero de 2004)

Sintiéndose ya en la puerta de salida de La Moncloa –aunque todavía le queden unos meses de inquilinato gratuito–, Aznar se vio ayer sorprendido por sus propias emociones. Se le vinieron las lágrimas a los ojos. Y se sintió avergonzado. «Mi obligación es contener mis emociones», se excusó (sobre todo ante sí mismo, me temo).

Siempre he considerado que las lágrimas constituyen un modo totalmente válido de manifestar los sentimientos. Lo mismo que la risa. Admito que no sea cosa de echarse a llorar a todas horas y en todas partes. Sobre todo porque los demás no conocen el motivo de nuestra pena y puede resultarles incómodo y desazonante vernos tan afectados. Pero, cuando la razón es obvia, resulta ridículo tragarse las lágrimas. Entre otras cosas porque luego se te queda un dolor de cabeza de mucho cuidado.

La cuestión no es que se te salten las lágrimas, sino por qué se te saltan.

Siempre recuerdo unas lágrimas que me indignaron. Estaba Martín Villa contando los sucesos de 1976 en Vitoria, cuando la policía de su Gobierno abrió fuego contra la muchedumbre y mató a cuatro trabajadores. Habló con perfecta tranquilidad de los terribles hechos y trató de justificarlos apelando al nerviosismo del momento, pese a que todos sabemos que los grises dispararon porque les dieron esa orden (un radioaficionado grabó la conversación entre el destacamento policial y sus mandos). Contó luego que él se desplazó al hospital donde estaban los heridos. Y cuando le llegó el momento de recordar que los familiares le obligaron a largarse gritándole «¡Asesino!»… ¡se emocionó y se le pusieron vidriosos los ojos!

A Aznar le pasa lo mismo. No se le saltan las lágrimas hablando de las decenas de emigrantes que pierden la vida tratando de cruzar el Estrecho. No llora por los miles de víctimas de la guerra de Irak. Puede sonreír plácidamente mientras –le consta– mueren de hambre en todo el mundo miles y miles de personas, víctimas de un hambre que podría no existir si la economía mundial no funcionara con los criterios que él defiende y contribuye a mantener. Ni siquiera llora en los entierros de las víctimas de ETA. Sólo llora cuando se ve embargado por la emoción de su propia generosidad: ¡deja La Moncloa pudiendo seguir instalado en ella! ¡Qué gesto tan conmovedor!

«Mi obligación es contener mis emociones», dijo. Y, siendo como es, se entiende que dijera eso. Pero, de ser un hombre menos superficial y menos pagado de sí mismo, habría reflexionado sobre esas lágrimas espontáneas por lo que tienen de reveladoras.

Entonces habría dicho: «Mi obligación es pensar en el por qué de mis emociones».

Pero la respuesta le habría resultado insoportable.

 

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La luz que ilumina

(Viernes 9 de enero de 2004)

Rajoy puede estar tranquilo: una simple ojeada a la composición del «comité de apoyo» que ha designado Rodríguez Zapatero para que le «ilumine» –eso ha dicho– durante la próxima campaña electoral le habrá bastado para comprobar que la dirección central del PSOE mantiene inquebrantable su adhesión a las esencias nacionales.

Trácese una raya horizontal sobre el mapa de España tomando los cursos del Ebro y del Duero como punto de referencia. Mírese luego el origen de las personas que integran el tal comité iluminador. Se comprobará que Zapatero quiere que le den luz exclusivamente desde el centro y el sur.  El norte sólo verá su sombra.

No merecería especial mención la ausencia de asesores procedentes de las comunidades situadas por encima de esos dos grandes ríos si hubiera entre los elegidos gente que, con independencia de su origen geográfico, fuera conocida por su sensibilidad hacia los muchos problemas históricos causados por el uniformismo nacional de las sucesivas castas dirigentes del Estado español. Si reparo en el dato es sólo tras comprobar que el secretario general del PSOE ha decidido rodearse de políticos caracterizados precisamente no ya por su nula sensibilidad hacia esos problemas, sino por su defensa cerrada de que ni siquiera existen. Con Bono, Rodríguez Ibarra y Peces Barba como cerebros de la asesoría, el papel de las llamadas «nacionalidades históricas» en la campaña electoral socialista va camino de ser de celofán.

En coherencia con ese disparate, a la hora de designar su «comité de apoyo» Zapatero ha tenido en cuenta otro criterio fundamental: poner en lugar destacado a caracterizados representantes del equipo que acompañó a Felipe González durante su trecenato en La Moncloa. «Es un capital humano valiosísimo», dice. Ante lo cual me pregunto qué clase de luces necesita Zapatero. O más bien qué clase de luces no necesita. Porque, en lugar de hacer lo imposible para que el PP se vea obligado a olvidar de una vez la cantinela de pues-mira-que-lo-que-hicisteis-vosotros, sigue poniendo en primer plano a quienes lo hicieron. Es como si quisiera asegurarse de que, cada vez que ellos denuncien un caso de corrupción del PP, los de Aznar puedan responderles con el consabido «quién fue a hablar». ¿Qué clase de imagen renovadora puede dar alguien que se rodea de fantasmas de un pasado del que quizá él esté muy orgulloso, pero que buena parte de la población identifica con una política económica y una política exterior antecesoras de las actuales, con negocios privados hechos con dinero público, con prácticas policiales planeadas a imagen y semejanza de las terroristas, con unos medios de comunicación públicos puestos al servicio del Gobierno… y con todo lo demás?

El director de campaña del PP, Gabriel Elorriaga, declaró ayer que no vale la pena debatir las propuestas programáticas del PSOE, porque todo el mundo sabe que los socialistas no va a conseguir los votos suficientes para gobernar en solitario; que a lo único que pueden aspirar, y como mucho, es a gobernar formando una gran coalición con el resto de los partidos, cosa que, de producirse, les obligaría a trazar un programa conjunto, diferente del que van a llevar a las elecciones.

Él lo planteó como crítica, pero yo lo veo más bien como ventaja. Si el PSOE se viera obligado a llegar a acuerdos con IU y los partidos nacionalistas, la luz iluminadora de Bono, Rodríguez Ibarra y compañía tendría que bajar de watios a toda velocidad. O apagarse.

 

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