Apuntes del natural

[Del 9 al 15 de abril de 2004]

 

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 Terrorismo doméstico

(Jueves 15 de abril de 2004)

No soy un fanático del rigor verbal. Mayormente porque no sabría cómo serlo. Por ejemplo: hace años que no discuto con nadie porque llame socialistas a los dirigentes del PSOE. Lo hacía cuando creía tener claro en qué consistía el socialismo, considerado como sistema de organización social. Hoy en día no sólo sé que ese supuesto sistema de organización social no ha existido jamás en ningún lado –salvo de modo aproximado y en la cabeza de unos cuantos–, sino que dudo seriamente de que sea posible. En consecuencia, me parece tirando a absurdo reprochar a nadie su infidelidad a esa meta ideal (en el sentido de ideada). Es más, ni siquiera sé por qué habría de reprochar a esos señores (y señoras) nada de nada. No han defraudado en absoluto las expectativas que tenía depositadas en ellos.

Creo que era René Descartes el que decía que estaba dispuesto a no discutir nunca por palabras a condición de que los demás le dijeran en qué sentido las empleaban. Es una buena norma. Por volver al ejemplo anterior: basta con oír las explicaciones de los dirigentes del PSOE, en general, para no llamarse a engaño y comprender no sólo qué entienden por «socialismo», sino también por «obrero», por «partido» y hasta por «español».

Pese a lo cual (y sentado lo anterior a modo de advertencia) debo decir que me toca las narices la machaconería con la que los medios de comunicación hablan de «terrorismo doméstico».

Es –creo haberlo explicado ya en alguna otra ocasión– un modo impropio de referirse al asunto, porque la idea misma de terrorismo implica la existencia de una organización dedicada a unos determinados menesteres, y los hombres que ejercen grave violencia física contra las mujeres que consideran de su propiedad no lo hacen como integrantes de ningún grupo constituido con esos fines. Que todos ellos respondan a una ideología similar es condición necesaria, pero no suficiente: hay millones de hombres que no llevan su machismo a semejantes extremos.

En consecuencia, considero que llamar terrorismo a eso es una extravagancia intelectual.

Pero lo que más me molesta de la mentada denominación no es su escaso rigor, sino lo que tiene de coartada. Porque, en la medida en que se aborda como un fenómeno que responde a una actividad específicamente delictiva y antisocial, deja ya de tener nada que ver con quien lo condena. Los medios de comunicación aparecen entonces como enemigos jurados de tales brutalidades, escapándose con esa trampa del hecho de que todos ellos están integrados en muy buena medida por hombres cuya ideología tienen no poco de común con la de esos tipos que disparan, atropellan o golpean.

Pero, bueno, lo dejo aquí, que esto no pretendía ser más que un apunte del natural, no un estudio de la condición masculina en nuestra civilizadísima sociedad.

 

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 13 y martes

(Miércoles 14 de abril de 2004)

Ayer por la mañana me telefoneó mi buen amigo Gervasio Guzmán.

–¿Vas a viajar hoy? –me dijo con voz de escándalo.

–Tengo que hacerlo. Mañana he de estar en Madrid –le respondí.

–¡Es 13 y martes!

Hay montones de gente supersticiosa. Mi difunto padre se apuntaba a la vieja gracia: decía que no era supersticioso «porque eso trae mala suerte». Mi madre se echaba a temblar si alguien dejaba una prenda sobre una cama, se derramaba vino o sal sobre la mesa, un gato negro hacía no sé qué... Al final, para cuando me quise dar cuenta yo también miraba con respeto los números capicúas. Para no contrariar mi espíritu rebelde, pasaba por debajo de todas las escaleras que se me ponían por delante y abría el paraguas en cuanto entraba en un sitio cerrado. Hacer lo que se supone que tiene mal fario es otro modo de tomarse en serio las supersticiones.

¿Trae mala suerte el 13 y martes? Sí. Y el 20 y jueves. Y el 2 y sábado. Si uno se pasa mirando el día, el que sea, con la atención puesta en las malas nuevas, no hay fecha que se vaya de rositas. Yo ayer hice mi viaje en coche sin ningún contratiempo: apenas había nadie en la carretera, el tiempo era excelente y el motor de mi envejecido coche –casi 300.000 kilómetros a cuestas– decidió no dar la murga. Pero, puesto a mirar el día con el ánimo de mal agüero, no me habrían faltado motivos para confirmar que la fecha era nefasta. Irak arde. Bush no para de cagarla. Pepiño Blanco está que se sale, vaticinando que el Gobierno de Zapatero va a ser mucho más carca de lo imaginado por tirios y troyanos.

Ahora bien: puestos a elegir una noticia mala, pero mala mala, me quedaría con la confirmación de que los diputados de IU van a votar a favor de la investidura de Zapatero, pese a que ya se sabe que el nuevo presidente del Gobierno español enviará más tropas a Afganistán, va a respetar los términos del Pacto Antiterrrorista PP-PSOE... y todo lo demás. Ayer también, oí unas declaraciones de José Bono que habrían hecho las delicias del propio Mayor Oreja.

E IU se dispone a apoyar eso.

Decididamente, fue un 13 y martes.

 

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 Los mil días

(Martes 13 de abril de 2004)

José Blanco, al que algunos medios de comunicación llaman «número 2 del PSOE», ha dicho que el nuevo Gobierno no se apartará ni un milímetro del pacto sobre Euskadi que su partido firmó con el PP. Que lo que hará es tratar de ampliar ese consenso al conjunto de las fuerzas parlamentarias. Es una pretensión absurda, y el secretario de Organización de los socialistas lo sabe. Sabe de sobra que aquel no fue un pacto que apuntara exclusivamente contra el terrorismo (entre otras cosas porque, de pretender eso y sólo eso, no les habría hecho falta). Que lo que tuvo de específico fue que estableció un nexo de culpabilidad entre el terrorismo y el nacionalismo democrático vasco, razón por la cual no sólo los partidos nacionalistas vascos sino todas las organizaciones nacionalistas periféricas, CiU incluida, le negaron su respaldo. Por lo cual, la pretensión de que ese acuerdo sea suscrito por la totalidad de las fuerzas parlamentarias equivale a invitar a algunos partidos a oponerse a sí mismos.

Saco a colación el asunto del Pacto Antiterrorista no tanto por su importancia particular –que la tiene– como porque resulta representativo de lo que el PSOE parece que se dispone a hacer en bastantes terrenos: cada cosa y su contrario. Quiere llevarse bien con los nacionalistas vascos, catalanes y gallegos sin salirse del rebufo centralista del PP. Quiere defender la escuela pública laica sin enfadar a la jerarquía católica. Quiere distanciarse del belicismo de Washington sin romper con los halcones de Washington. Y así.

Para algunos de esos bailes en la cuerda floja ya ha redescubierto las contrastadas virtudes de ciertos métodos muy empleados por anteriores practicantes del mismo juego. El de la constitución de comités es uno de los más socorridos. Sostiene el tópico de la marrullería política que no hay nada mejor para conseguir que un asunto se empantane que asignar a un comité la tarea de resolverlo. El PSOE ya ha anunciado que va a formar varios comités «de expertos». A uno va a encargarle de decidir cómo convertir las radiotelevisiones públicas en entes no partidistas. Para quien no sepa cómo funciona esto de los comités, se lo cuento: 1º) Se nombra un comité (cuanto más numeroso, mejor); 2º) Se asigna a sus integrantes ciertas compensaciones de interés, de uno u otro tipo (o de varios a la vez); 3º) Para mantener esas ventajas, los miembros del comité necesitan que la existencia del comité se prolongue al máximo; 4º) Para que el comité dure, ellos tienen que encargarse de no llegar a ningún acuerdo. Y eso es lo que hacen. Resultado: los gobernantes dan la sensación de que quieren encontrar una solución imparcial a los problemas... y, entretanto, siguen aprovechándose del mantenimiento del status quo ante.

Es un viejo truco que a veces resulta. Como el de dejar para mañana lo que se podría hacer hoy (por ejemplo: retirar las tropas de Irak). O como el de jugar con las palabras para parecer que se dice lo que no se dice y fingir que no se dice lo que se dice («OTAN de entrada NO»: algunos lo recordamos). Pero la acumulación excesiva de esos artificios puede llevar a que el conjunto acabe sonando a hueco, incluso a no tardar.

Durante un tiempo, Rodríguez Zapatero se beneficiará de un factor que le será muy favorable: lo fresco que estará el recuerdo de José María Aznar. Pero eso no le durará demasiado. Sobre todo si no se distancia pronto, clara y prácticamente de la línea trazada por su antecesor.

«Déjale cien días», me dicen algunos. ¿Cien? Si es para cambiar, le dejo mil.

 

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 Patera en tierra

(Lunes 12 de abril de 2004)

Hace tres años y medio, si las cuentas no me fallan, un par de amigos me propusieron crear una lista de correo (o foro, o como quiera llamársele) que permitiera relacionarse, directamente y sin mi intermediación, a alguna gente vecina de los planteamientos genéricos de esta página web, por entonces casi recién creada. Me pareció bien y apoyé la idea, una vez que confirmé que nadie tenía la menor intención de obligarme a ejercer de gurú de nada. Así fue como nació la Patera.

La iniciativa se llevó adelante y el objetivo perseguido se logró: en efecto, un buen puñado de gente de ideas y sentimientos similares se conoció y hasta trabó amistad. Fueron desarrollándose algunos intercambios de información y de opiniones interesantes, muchas polémicas con miga... La verdad es que, así que la nave se puso a flote, yo apenas intervine en su gobierno, porque ni tenía tiempo, ni venía muy a cuento. Además, quienes se ocupaban de ella lo hacían muy bien. Sí me aproveché de la iniciativa –lo admito sin recato– para ganarme un buen número de amistades de primera, que he venido cultivando en la medida en que he podido (por desgracia escasa).

Con el paso del tiempo, y cumplido su objetivo inicial, entiendo –entendemos– que la Patera ha perdido buena parte de su interés. La Red cuenta con suficientes foros de discusión y, a estas alturas, no tiene demasiado sentido un lugar de encuentro que aparece vinculado a un comentarista de Prensa que, por lo demás, sólo se asoma por él de ciento en viento. Las personas que asumieron en su día el trabajo y los sinsabores del mantenimiento del tinglado han cumplido de sobra con unas obligaciones que ni tenían ni nadie puede exigírselas, y yo tampoco veo a cuento de qué debo figurar como punto de referencia de un ágora de ese estilo (ni de ningún otro).

Quienes nos hemos vinculado personalmente gracias a la Patera seguiremos en contacto al modo en que nos venga, y todos tan felices.

Creo que la idea de los moderadores de la Patera es «congelarla» a partir de pasado mañana. Quien tenga interés en saber en qué ha consistido su singladura podrá seguir viéndolo en el mismo sitio de la red (http://es.groups.yahoo.com/group/patera).

Dicho sea todo lo cual sin ningún ánimo de despedida: yo sigo por aquí, para lo que se tercie.

 

Aviso.– Esta mañana me he encontrado con... ¡157 mensajes de correo electrónico! La mayoría, por supuesto, de publicidades varias (un buen número de ellas relacionadas con el consumo de Viagra y el alargamiento del pene, lo que me produce una cierta melancolía, dicho sea de paso).

Con todo y con eso, muchos otros emilios incluyen cartas de verdad, que me dirigís los unos y las otras. Lo comento para que, si veis que me escribís y no os contesto, no me lo toméis demasiado a mal. Tengo capacidades muy limitadas. Muy, de verdad. 

 

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 El amigo americano

(Domingo 11 de abril de 2004)

Las crónicas menos edulcoradas que llegan de Irak cuentan que las tropas españolas –mandos incluidos– están de un más que notable cabreo con sus supuestos colegas de los Estados Unidos de América. Se sienten tratadas como personal sulbalterno. Y, por los datos que proporcionan, se sienten así porque las tratan así. O peor: el otro día oí que habían sufrido un asalto porque una radio local, controlada por las autoridades norteamericanas de ocupación, había dicho que los soldados españoles eran los responsables de no sé qué despropósito que se había montado. Lo cual era mentira y no tenía más finalidad que la de desviar la atención, exculpar a los propios estadounidenses y evitarles otro lío más.

No pretendo que los mandos políticos y militares de los EUA destacados en Irak tengan manía a sus congéneres españoles. No. Tenerles manía sería ya una forma de considerarlos. Los desprecian, sin más, y se sirven de ellos como mejor los viene, si les viene. Les informan cuando y de lo que les da la gana, se inmiscuyen sin ningún reparo en asuntos que son de su competencia española, establecen por su cuenta las líneas de mando que les petan... Y el Gobierno de Aznar no sólo lo admite, sino que lo aplaude. ¿Nacionalistas españoles, estos chiquilicuatros? Quiá. Son mayordomos de la política, que inclinan la cerviz ante el amo y sólo la yerguen ante quienes ven aún más débiles que ellos.

Ayer, en el aeropuerto de Miami, la Policía estadounidense decidió registrar el equipaje del príncipe Felipe y su novia. Fue una impertinencia insólita, ofensiva e improcedente. Hay quien dice que la culpa no fue suya, sino de los responsables del séquito principesco, que cometieron el error de no avisar con tiempo a las autoridades locales de la llegada de la pareja. Paparruchas. Si cometieron ese error, se les reprende, pero un fallo técnico no puede justificar que se lleven las cosas a extremos tan inadecuados. Porque ordenar que se inspeccionen las maletas supone, lisa y llanamente, poner en duda la honorabilidad de sus propietarios, y eso es del todo inaceptable en las prácticas diplomáticas al uso, no digamos ya tratándose de Estados amigos.

Supongo que no hará falta que deje constancia aquí de la altísima consideración en que tengo al príncipe y a su prometida. De depender de mí la cosa, resultaría imposible ofender su regia condición, porque no la tendrían. Pero ése no es el asunto. Para mí, la bandera monárquica –«la estanquera», como era antes conocida– podrá no ser más que un trapo chillón y desagradable, pero si veo que George W. Bush la utiliza para limpiarse el agujerito del pompis después de defecar, me sentiré inclinado a pensar que hay algo que no acaba de funcionar en «las tradicionales relaciones de amistad entre nuestros dos países», como suelen decir ellos.

Pues eso es lo que digo: que los están chuleando, y tragan que no veas.

Que dan bochorno, en suma.

 

P.S. Pido disculpas por haber dado a este apunte el nombre de una película (bueno: de una novela convertida en película). Es un paupérrimo recurso periodístico que odio. Estoy hasta las narices de las Crónicas de loquesea anunciadas, de los Dos hombres y un destino de turno.

Haber echado mano de semejante topicazo es un modo de mostrar mi mal humor. Mi mal humor porque llueve, porque voy a tener que regresar a Madrid con la sensación de que ha pasado la semana sin mayor disfrute, porque me esperan dos decenas de tareas peñazo... y porque Solbes, y porque Bono, y porque Caldera, y porque todo lo demás. ¡Y porque Aznar! En fin...

 

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 Esa ciencia llamada fútbol

(Sábado 10 de abril de 2004)

Quizá por un oscuro sentimiento de rencor, si es que no de envidia, tengo la insana costumbre de cachondearme de los comentarios de los cronistas deportivos, en general, y futboleros, en especial.

Me lo paso en grande con sus constantes patas de banco, sus pifias gramaticales, su tendencia a inventarse palabras (o a acoger con infinita alegría las inventadas por el vecino), su gusto por los barbarismos (robados a idiomas de los que no tienen ni idea, por supuesto)...

Pero cuando más me divierten es cuando están retransmitiendo un partido, lo que ocurre no encaja ni a la de tres con los augurios que habían realizado y van inventándose sobre la marcha teorías ad hoc para justificarlo.

Esta semana hemos tenido dos casos de primera. El martes, antes de empezar el encuentro entre el Mónaco y el Real Madrid –y no digamos a la altura del descanso–, todos tenían clarísimo que el equipo de Florentino Pérez era infinitamente superior al otro y que el partido iba a ser un paseo. El Madrid perdió al final y ellos –los mismos que habían vaticinado que los Ronaldo, Raúl, Zidane y compañía lo tenían chupao– teorizaban lo sucedido como si llevaran días y días anunciándolo. Uno hubo que, en su desenvoltura, olvidó por completo que se había pasado una hora apuntándose a la presupuesta victoria, más forofo que nadie («¡Vamos a ganar de tres o de cuatro!»), para situarse en cosa de nada a distancias siderales, puesto que de galácticos hablamos («¡Si es lo que vengo diciendo durante toda la temporada! ¡No tienen defensa!»).

Igual, sólo que al revés, les sucedió al día siguiente con el Deportivo frente al Milán. Todas sus fórmulas matemáticas daban como resultado que los del Depor no tenían nada que hacer frente «al mejor equipo de Europa, si es que no del mundo». Y el Depor ganó. En cuanto se vio que era eso lo que podía pasar, aparecieron en tropel los que recordaron que ellos ya habían anunciado que algo así era posible (olvidaban recordar cómo lo habían dicho: «Hombre, siempre puede darse el milagro...»).

Mis axiomas en materia de fútbol son de un arrastrado que da pena, pero no creo que los haya mejores. Son del estilo: 1º) Un equipo debe ser, ante todo, eso: un equipo. Es decir, piezas distintas que encajan en una misma maquinaria; 2º) Sus integrantes, empezando por el que administra los dineros y el entrenador, deben tener eso muy claro; 3º) Una vez establecido de qué tipo son los jugadores que convienen para que la maquinaria funcione bien, es muy preferible contratarlos buenos; 4º) Los mejores jugadores no son necesariamente los más caros, pero suelen serlo (o lo devienen en seguida). En consecuencia, para hacer un buen equipo es importante tener mucho dinero; 5º) Una vez trabajados con esmero todos los puntos anteriores, es decisivo, a la hora de la verdad, que la suerte te sonría.

Y así.

Para mí, todos los mandamientos del fútbol se resumen en dos, ya formulados hace más de 80 años por Alfonso Capone (sólo que él los aplicaba al juego del póquer): 1º) Es muy preferible tener buenas cartas, o conseguir que te las den; y 2º) Cuatro reyes y un revólver ganan a cuatro ases.

Pero ¿cómo llenar horas y horas de retransmisión radiofónica y páginas y páginas de periódicos deportivos con semejantes simplezas? Hay que darle muchas más vueltas a todo, aunque sea para no decir nada. No diciendo nada, a poder ser. O consiguiendo decir lo que sea de manera que nadie se acuerde de que lo has dicho cuando le estés contando ya lo contrario.

 

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 Conocerse el percal

(Viernes 9 de abril de 2004)

Llevo desde el 15 de marzo preguntándome por la razón o razones que animan a los jefes del PP a comportarse como lo están haciendo: mirando a los dirigentes de los demás partidos por encima del hombro, cual si sólo ellos estuvieran a la altura de las circunstancias y todo lo exterior a sus dominios no fuera sino un repulsivo compuesto de estupidez supina, ambición sin principios y antipatriotismo de la peor especie.

La pregunta que me planteo es simple: ¿actúan así por ciego despecho, por pura incapacidad para hacerse cargo de la que se les ha venido encima cuando menos lo esperaban o, por el contrario, han realizado un análisis frío y sereno de la situación y han trazado un plan de combate a medio y largo plazo para retomar el Gobierno a la primera de cambio?

Mi buen amigo Gervasio Guzmán se inclina por esta segunda hipótesis.

–Desengáñate, Javier –me dijo anoche–. Éstos se conocen muy bien el percal. Saben que el PSOE se va a pasar la legislatura haciendo apaños y enjuagues parlamentarios para mantenerse como sea, permitiendo que todas las minorías habidas y por haber se le suban a las barbas, y dan por hecho que la derecha sociológica mayoritaria va a reaccionar contra eso reclamando que retome las riendas un partido con autoridad y mano dura. No se comportan con ese sectarismo porque sean incapaces de obrar de otro modo, sino porque han decidido que esa imagen de firmeza es la que más frutos electorales puede reportarles.

Estoy de acuerdo con él en un punto: todo va a ser cuestión de ver quién se conoce mejor el percal. Porque los que piensan como Gervasio –y como la dirección del PP, tal vez– dan por hecho que la mayoría del electorado español forma parte de lo que llaman «la derecha sociológica».

Pero eso no está tan claro, ni mucho menos. Hay electores que votan a la derecha porque son de derechas, sin duda –y bastantes de ellos por profunda y muy legítima convicción, faltaría más–, pero también hay muchísimos votantes que respaldan al que gobierna, sea quien sea –porque es pájaro en mano, a fin de cuentas–, y hay asimismo una amplísima proporción de la ciudadanía que se identifica con un espíritu vagamente tolerante, moderadamente laico, difusamente progresista... En fin: que se siente más cómoda con el PSOE que con el PP, aunque en determinadas condiciones pueda no tenerlo demasiado claro.

El problema que plantea esa muy considerable franja de la sociedad española es que, a nada que te descuides, se asquea y no vota. Y entonces sí que funciona lo que Gervasio llama «la derecha sociológica».

Resumiendo: que como el PSOE se las arregle para mantener una amplia tasa de participación en las elecciones, la astutísima táctica intransigente del PP puede mantenerle extramuros por varias legislaturas. Así que allá Rajoy, si quiere llegar a algo.

 

 

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