Apuntes del natural

[Del 3 al 9 de septiembre de 2004]

 

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Le llaman Ibarra

(Jueves 9 de septiembre de 2004)

Acabo de repasar lo que publican hoy los periódicos sobre los exabruptos del presidente de la comunidad autónoma de Extremadura.

Me he leído las resmas que los unos y los otros han dedicado al asunto y me he aburrido muchísimo, porque ya me lo sabía.

Lo único que ha acabado por llamar mi atención es el empeño que ponen en llamarle «Ibarra». No Rodríguez Ibarra, sino Ibarra a secas. Todos.

Es curioso.

La primera explicación que uno encuentra a ese unánime desdén por el primer apellido del caballero es que, si no le identifican como Rodríguez, es porque el apellido resulta demasiado común. Según eso, se le llamaría Ibarra para distinguirlo.

Pero esa razón no vale. Su Rodríguez es tan vulgar como el del que fue portavoz de Aznar, Miguel Ángel Rodríguez, al que nunca se le conoció por su segundo apellido. El García de José María García tampoco es más singular, ciertamente. Ni el Ramírez de Pedro J. Ni el Vázquez del defensor de Juan Carlos Rodríguez, el alcalde coruñés. Si él hubiera optado por esconder su primer apellido, sea tras una inicial (caso del periodista de El País Luis Rodríguez Aizpeolea) sea haciéndolo desaparecer por completo (caso del filósofo Fernando Fernández Savater), se entendería. Pero no es el caso.

Cabría argumentar que a los otros antes citados no se les conoce por el segundo apellido porque ellos mismos lo han dejado en la reserva. Pero tampoco esa explicación resulta convincente. Obsérvese que a los árbitros de fútbol –a todos los árbitros (o ex árbitros), sin excepción– se les llama por los dos apellidos, incluso cuando el primero es poco común y el segundo no. (V. gr.: Pes Pérez.) Los Fernández Ordóñez –con la parcial excepción de Miguel Ángel, al que a veces llaman «Mafo», quedándose con las iniciales, como al Bush de Florida– también han sido citados siempre por los dos apellidos, como el Fernández Tapia, el Fernández Flórez y tantos más.

Ha habido también casos de políticos a los que algunos diarios han querido que fueran conocidos por el segundo apellido –más que nada para ganar espacio en los titulares–, pero sin éxito, porque las radios y las televisiones no les han secundado. Fue el caso del políticamente extinto Francisco Álvarez Cascos. Es verdad que los amigos le llaman Paco Cascos, pero se ve que no tiene muchos amigos, porque la idea no cuajó. Aparte de que lo de Cascos se prestaba a chistes fáciles, tratándose de alguien que los tiene tan ligeros.

Retomando el inicio del asunto: ¿por qué los medios de comunicación identifican a Juan Carlos Rodríguez Ibarra por su segundo apellido?

Supongo que es uno de esos misterios insondables que tiene el alma humana, doblemente insondables cuando se trata del alma humana celtibérica.

Llegado a tal punto, me pregunto si habré de decir algo sobre el discurso que se soltó este hombre en los actos oficiales del Día de Extremadura.

Supongo que no. Para qué.

Un solo comentario sobre algo que dijo y que no he visto (ni oído) en demasiados medios.

Tras ponerse morado de criticar los «blasones» –para él ridículos– que unas y otras comunidades autónomas tratan –dice– de desempolvar, fue el tío y se descolgó reivindicando… ¡que el monasterio de la Virgen de Guadalupe deje de depender de la archidiócesis de Toledo y pase a la jurisdicción eclesial de Extremadura!

Ésa sí que es una reivindicación como Dios manda. Un blasonazo.

Cuando lo oí, llegué a pensar que este hombre no sólo es de coña, sino que además lo sabe. Que todo le da igual. Que actúa. Y que, si insiste en ese papel, es porque vive de él.

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Jugando a los barcos

(Miércoles 8 de septiembre de 2004)

Lamento no ofrecer datos más concretos, pero es que estaba en el baño y no suelo meterme en la bañera con papel y pluma, como Marat. El caso es que oí ayer una entrevista con un caballero (no retuve el nombre) que había ejercido un cargo en la UE (no recuerdo cuál) y que ahora está en una Universidad de Madrid (una) y que es experto (¡de eso sí me enteré!) en asuntos de la industria naval.

Empecé a poner interés en lo que decía cuando dejó sentado que sus opiniones las expresaba a título meramente personal y sin ningún deseo de beneficiar o perjudicar a ningún partido en concreto, porque no está vinculado a ninguno. También me llamó la atención la delicadeza con la que supo rectificar al entrevistador, que se soltó un rollo sobre la competencia desleal que ejerce Corea del Norte. «Perdone –le dijo amablemente–. Se trata de Corea del Sur. Me temo que la del Norte no tiene capacidad para competir en nada».

Lo que el experto en cuestión dijo es que Corea del Sur, en efecto, hace una competencia desleal a los astilleros europeos ofreciendo precios a la baja, pero que eso no lo consigue tanto porque pague salarios de miseria a sus trabajadores, como suele decirse, sino porque les impone horarios y  ritmos laborales que en Europa no serían posibles. Denunció que no sólo Corea, sino también Japón y los EUA, aplican a su industria naval, civil y militar, leyes descaradamente proteccionistas, que prohíben a los armadores de sus respectivos países comprar barcos fabricados fuera de sus fronteras. Tampoco se cortan un pelo a la hora de inyectar fondos públicos a la industria naval, cuando les parece necesario. Hace cuatro años, la Unión Europea, presionada por los astilleros civiles –que no por los gobiernos concernidos, que estaban mano sobre mano–, denunció esas prácticas ilícitas de Corea, Japón y EUA ante la Organización Mundial de Comercio, pero la OMC aún no ha tomado ninguna resolución al respecto. Dicho de otro modo: Bruselas impone a los estados integrantes de la UE un respeto escrupuloso de las leyes de la libre competencia en un mercado que está dominado por estados que violan a su conveniencia esas leyes. (Me pregunto por qué la UE no hace lo mismo. Por qué no permite que sus estados miembros adopten medidas proteccionistas, hasta que la OMC se vea forzada a imponer que todo el mundo se atenga a las mismas reglas.)

Según el mencionado experto cuyo nombre lamento no proporcionar, los sucesivos gobiernos españoles han cometido graves errores no tanto en las grandes decisiones que han ido tomando como en la tardanza con la que lo han hecho. Dijo que, si el Estado español hubiera estado más despierto, podría haber inyectado a la industria naval militar los fondos que hubiera querido antes de unirla a la civil, porque sobre los astilleros militares no había ninguna prohibición, con lo que la subvención habría valido luego para el conjunto. Añadió que, de todos modos, la fusión de los astilleros civiles y militares fue un acierto, porque las demandas de los respectivos mercados siguen sus propias tendencias: ocurre a veces que el mercado de la construcción de buques civiles apenas registra demanda, pero el mercado de los barcos de guerra se mueve, o al revés, lo que permite contar con una cartera de pedidos menos fluctuante. (Horas después se supo que el Gobierno de Zapatero planea volver a separar los astilleros militares de los civiles, lo que abocará a la quiebra a la Naval de Sestao).

Un último dato que retuve de lo dicho por este experto, de cuyo nombre no consigo acordarme: pese a que las condiciones que rigen para todos los estados de la UE son las mismas, los astilleros alemanes cerraron el pasado ejercicio con un saldo bastante positivo, parece ser que con todo tipo de encargos navales, civiles y militares, mientras los españoles navegaban bastante a la deriva. ¿Por qué? ¿Qué hacen –o que no hacen– allí que les permite funcionar mejor que aquí?

Yo, no tengo ni idea.

Ni de esto ni tampoco de lo anterior, todo sea dicho.

Lo único que he aportado aquí es la intuición de que ese experto anónimo al que oí sabía de qué hablaba. Y que no tenía ganas ni de sacar la cara por nadie ni de perjudicar a nadie.

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No quieren ni oír a Aznar

(Martes 7 de septiembre de 2004)

Ignoro si el acuerdo será tácito o resultado de contactos ad hoc, pero es un hecho: el PSOE y el PP han convenido que José María Aznar no sea llamado a declarar ante la Comisión Parlamentaria sobre el 11-M.

Comprendo que el PP no viera con buenos ojos esa citación. Sólo podía venirle mal.

Había dos posibilidades.

La primera es que Aznar defendiera sus argumentos peor que Acebes: que incurriera en alguna contradicción, que aportara datos inconvenientes, que se mostrara en exceso soberbio o agresivo... Eso no convendría nada a la imagen del PP, porque acentuaría la evidencia de que tras la masacre del 11-M metió la gamba hasta el corvejón.

La otra posibilidad –improbable, pero no imposible– es que Aznar lo hiciera mejor que Acebes. Tampoco eso ayudaría en nada a Rajoy, que no puede ver sino con preocupación cómo pasan los meses y la tasa de popularidad del ex presidente sigue siendo superior a la suya.

Al actual jefe de filas del PP lo que le interesa es que no se hable tanto de Aznar, ni para bien ni para mal.

Las dudas acuden en tropel cuando nos ponemos a examinar la decisión del PSOE. ¿Por qué no quiere Zapatero que Aznar declare? La excusa esgrimida por el secretario de Organización socialista, José Blanco, es que ya el propio Rajoy ha dicho que Aznar no tienen nada nuevo que aportar y, si no tiene nada nuevo que aportar, para qué llamarlo a declarar. La ciudadanía debería sentirse ofendida por la nula capacidad de raciocinio que le supone este señor. ¿De cuándo a aquí las opiniones de Rajoy tienen valor de prueba para el PSOE? Eso sin contar con que la propia base del sofisma era falsa: Rajoy no dijo que Aznar no pudiera aportar nada.

Una vez descartado que la razón por la que el PSOE no quiere ver a Aznar ante la Comisión del 11-M sea la que confiesa, habrá que concluir que actúa por razones inconfesables. ¿Cuáles? Tal vez temía que el PP forzara la comparecencia de Zapatero en justa correspondencia, y que eso desluciera la imagen del presidente, o que el PP pudiera sacar partido de la intervención de Aznar por una u otra vía. Son hipótesis plausibles, pero más probable me parece que los cerebros del PSOE hayan llegado a la conclusión de que la tragedia del 11-M ya les ha dado todo el rédito político que podía proporcionar, que la investigación de lo sucedido no resulta demasiado prometedora, que el interés de la ciudadanía por ella ha bajado mucho y que –«por consiguiente», como diría el otro– más vale ir dando carpetazo al tratamiento parlamentario del asunto.

Es un cálculo de ésos que se suelen llamar «políticos».

De ésos que contribuyen a denigrar la política, porque demuestran cuán poco interés por la verdad y qué nulo respeto por las víctimas tienen ese tipo de políticos.

 

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Otro pase de modelos

 

 

Pensando en el tal Pepiño Blanco y en el staff de politicastros que Zapatero ha tomado como cohorte, me he acordado de algo que vi el pasado 29 de agosto. Fue la imagen de los representantes de los grupos parlamentarios durante su visita al Cuartel General del Ejército. Obsérvese el detalle: el ínclito Alfredo Pérez Rubalcaba y el no menos ínclito Eduardo Zaplana iban vestidos igual.

Me dije: «Tal vez no tengan las mismas opiniones, pero se ve que sí los mismos gustos».

Más de una vez he pensado que hay políticos que son perfectamente intercambiables.

El que más desentonaba era José Antonio Labordeta, que lucía una vistosa camisa de color rojo e iba sin corbata.

Lo que no sé es para qué fue, con corbata o sin ella.

 

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El PP vasco

(Lunes 6 de septiembre de 2004)

El presidente del PP vasco en Estrasburgo, Carlos Iturgaiz, ha aparecido por Euskadi y ha declarado que el plan Ibarretxe «está fuera de la ley», «no es legítimo ni democrático» y, caso de ser sometido a referéndum, representaría «un golpe de Estado». Sólo le ha faltado afirmar que va en contra del protocolo de Kyoto y viola el Tratado de No Proliferación de Armas Nucleares.

Ya se sabe que Iturgaiz no es ningún genio –más bien todo lo contrario–, pero tampoco hay que atribuir esta intervención estrafalaria suya a una ventolera personal. Es obvio que le han pedido que se haga notar, para ver si así se habla de su partido. Porque el PP vasco está pasando por un momento realmente patético. No pinta nada, nadie habla de él y a nadie parece interesarle qué opina. La última ha sido fina: el ministro del Interior, José Antonio Alonso, se ha montado una visita a Euskadi, ha organizado una ronda de contactos y ni se ha tomado el trabajo de hacer un hueco para ver a los jefes actuales del PP.

De los que se fueron para el Parlamento Europeo –Mayor y el propio Iturgaiz–, podrá decirse de todo, y casi todo con razón, pero tenían un poco más de chispa para hacerse notar. Cierto es que trabajaban con el viento mediático de popa, pero tampoco puede decirse que los de ahora tengan a la Prensa ferozmente en contra. Cuentan con el apoyo de diarios influyentes –El Correo y El Diario Vasco son los de más venta en Euskadi–, de emisoras de radios, de cadenas de televisión... y, pese a ello, no logran hacerse notar.

Ahora se disponen a promocionar a María San Gil, la licenciada en Filología Bíblica que el difunto Gregorio Ordóñez aupó al Ayuntamiento donostiarra y que han decidido finalmente presentar como candidata a lehendakari. Para nadie es un secreto que San Gil no tenía gran interés en meterse en una aventura en la que imagino que sabe que habrá de sufrir duros reveses (Iturgaiz, siempre tan discreto, ya ha dicho que el horizonte de San Gil hay que situarlo «más allá de las elecciones autonómicas de 2005») y que una parte de su propio partido, que defendía la candidatura de Loyola de Palacio –los alaveses, sobre todo–, no ve con los mejores ojos. No es difícil imaginar que San Gil ha sido designada para que se estrelle en las próximas elecciones y dar tiempo para que se prepare un liderazgo de verdad, pero conviene recordar que un tal José Luis Rodríguez Zapatero también fue promocionado en el PSOE con fines similares.

En todo caso, lo que está claro es que el PP vasco, en este momento, pinta muy poco.

Y lo sabe. Se le nota.

Conclusión: el PSE-PSOE volverá a subir. Porque el mapa electoral de Euskadi funciona en dos mitades, que son casi fijas. Si el PP baja, sube el PSOE; si baja el PSOE, sube el PP. Lo mismo sucede en el bando nacionalista: si éstos bajan, suben los otros, y al revés.

No es demasiado divertido, la verdad. Sólo tiene su punto de gracia cuando alguno que se creía destinado a subir y subir hasta alcanzar las más altas cumbres se ve de repente bajando en caída libre. Como el PP ahora.

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Repetirse

(Domingo 5 de septiembre de 2004)

Me preguntó el martes pasado el médico que tengo asignado en la Seguridad Social –que además de esforzarse por cuidar de mi físico se interesa también por mis escritos, el pobre– cómo me las arreglo para tener siempre algo sobre lo que escribir. Le contesté, como suelo hacerlo en estos casos, señalando la gran variedad de asuntos sobre los que es posible hacer algún comentario y apuntando, tal como lo hice por aquí hace unos días, que el mayor problema no es encontrar el tema, sino el enfoque, para no resultar demasiado topiquero, etcétera.

Horas después estaba escribiendo un artículo, no recuerdo bien cuál, en el que me pareció que encajaba una cita de un texto clásico latino. Para no patinar confiando demasiado en mi memoria, busqué en la Red alguna referencia a esa frase. Y encontré una: era mía, de una columna que publiqué en El Mundo hace años.

Eso ya me dejó bastante mosca. Pero lo peor vino cuando leí la columna: con otro pretexto –no demasiado diferente, por lo demás– seguía el mismo hilo y empleaba los mismos argumentos que creía haber imaginado ex nihilo momentos antes.

Me estaba copiando a mí mismo. Me estaba repitiendo.

El descubrimiento, para qué negarlo, me dejó un tanto abatido. Pero, así que me paré a pensar sobre ello, entendí que tampoco tenía nada de extraño. Si uno escribe a diario durante años y años, es fácil que al final no sea capaz de recordar qué ideas se le han venido a la cabeza, sin más, qué otras ha comentado con la gente cercana, pero sin llegar a escribir sobre ellas y, finalmente, cuáles se han convertido en artículos. Y, como a fin de cuentas uno saca siempre el agua del mismo pozo –el que le proporcionan sus limitados recursos ideológicos y culturales–, no resulta nada sorprendente que acabe repitiéndose.

¿Como limitar ese peligro? ¿Cómo saber que lo que estás escribiendo no lo has escrito ya antes?

Contar con un archivo que pudiera consultarse sobre la marcha estaría bien, pero sería muy trabajoso hacerlo: habría que incluir temas, ideas, nombres propios, citas... No parece factible.

Un remedio más sencillo sería escribir menos. A menos artículos, menos posibilidades de repetirse.

Debo confesar que durante un buen rato consideré seriamente la posibilidad de clausurar ya de una vez por todas este espacio en el que escribo a diario. Me dije que, puesto a hacer economías, lo más propio sería empezar por aquello que resulta menos productivo. 

Pero luego derivé hacia otro tipo de ideas. O de sensaciones, no sé.

Me pregunté si repetirse es tan grave. Recordé cuán frecuente es en las parejas de viejos amantes que empiecen a contarse cosas que ya se tenían contadas, y no por ello se separan, y hasta se lo toman como motivo de chanza.

Se me ocurrió también que lo mismo estos Apuntes me pueden servir para que, cuando me repita y algún viejo lector se dé cuenta, me avise a tiempo y evite repetirme en el periódico, si es que pensaba llevar esa misma idea al gran público.

Con todo lo cual me fui dando cuenta de que cada vez me tomo menos en serio. Estoy rebajando sin parar mi nivel de autoexigencia.

Y eso no es lo peor. Lo más grave es que no me importa.

 

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100% Putin

(Sábado 4 de septiembre de 2004)

Sabía que el secuestro de los niños de la escuela de Beslán iba a terminar con una carnicería. No porque sea adivino, sino por mera y dura experiencia de la vida: Putin es así y, una vez más, se ha comportado como el Putin que es. No soporta la idea de parecer débil, transigente. Le va la mano dura. Parte del convencimiento de que su brutalidad cae bien tanto a una parte importante de su base social como a muchos dirigentes occidentales, capaces de los más insólitos malabarismos con tal de justificar sus decisiones dacronianas.

En esa línea, el ministro de Exteriores de Holanda, que ejerce la Presidencia de turno de la UE, ha declarado que «comprende» el «terrible dilema» al que se enfrentaban las autoridades rusas.

Dejaré sentado, antes de seguir con esto, que los métodos de los guerrilleros chechenos me producen indignación y asco. Ninguna lucha llevada adelante por vías como ésas puede conducir a nada bueno. No lo digo sólo por razones éticas –porque rechace que el fin justifique los medios– sino también por convencimiento político: está probado y más que probado por la Historia que los medios prefiguran los fines. Lo conseguido por métodos abyectos acaba siendo irremediablemente abyecto.

Dicho esto, vayamos al «terrible dilema» de Putin.

En primer lugar: es imposible hablar de este asunto sin ponerlo en su contexto. Es obligado referirse a las raíces del conflicto de Rusia con Chechenia y recordar que no hay ni una sola razón presentable que justifique que las autoridades de Moscú se hayan resignado a la independencia de muchas de las repúblicas de la ex URSS y, en cambio, se hayan negado a hacer lo mismo con Chechenia.

En segundo lugar: por lo que se sabe, nada obligó a las fuerzas de seguridad rusas –nada, salvo la orden de Putin, claro está– a iniciar el asalto a la escuela de Beslán. Se han justificado de diversas maneras (contradictorias entre sí, por cierto), pero ninguna medianamente convincente. La última que he oído es que dicen que hubo una explosión y que dedujeron que los secuestradores habían empezado a matar a los niños. Se ve que, efectivamente, estalló una granada en el interior de la escuela, pero fue porque se desprendió de la cinta adhesiva con la que la habían sujetado a una ventana. De no estar esperando el menor pretexto para montar la marimorena, las fuerzas rusas habrían podido saber que lo sucedido era eso y que, en realidad, la situación seguía siendo la misma.

En tercer lugar, y poniéndose en el lugar de las autoridades rusas (a título puramente retórico, se entiende): no hay ninguna causa razonable por la cual, si va a producirse una matanza, la tengas que provocar tú. En el caso de que el grupo guerrillero empiece a matar niños, tendrás que evaluar la situación, haciendo un cálculo comparativo entre el desastre que están produciendo ellos y el que puedes causar tú si intervienes.

Cualquier observador medianamente sensato que examine lo sucedido con atención llega a la conclusión inevitable de que las fuerzas rusas han intervenido con el objetivo principal de salvaguardar eso que llaman «el principio de autoridad». Resultado: todos esos muertos y heridos. Un suceso 100% Putin. Que seguirá ahí, con el visto bueno de EEUU y la UE, para que pueda seguir haciendo muchas como ésta.

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La cigarra y la hormiga

Esta mañana he estado examinando durante un buen rato el comportamiento de una fila de hormigas. Más que nada para ver cómo exterminarlas.

Acabada mi observación, puedo decir que La Fontaine o no tenía ni idea de lo que hablaba o era un perfecto reaccionario. Las hormigas son de un gregarismo feroz. Y de una laboriosidad enfermiza.

¡Proponer el comportamiento de esos bichos como ejemplo para los humanos!

Nada más alejado de mi intención que preferir el ejemplo de las cigarras, que cantan fatal y hacen un ruido espantoso. Pero ¿qué necesidad hay de imitar a los animales?

Anoto en mi cuaderno de tareas pendientes: «Escribir algo contra las fábulas».

 

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Los yo que mueren

(Viernes 3 de septiembre de 2004)

Es curiosa la memoria. Y sus variaciones. Y sus vacíos.

He vuelto a ver Let It Be, la película de The Beatles. La vi en su día, allá por 1970, durante mi exilio francés. Y cómo son estas cosas. Entonces me pareció un espectáculo penoso. Saqué la conclusión de que aquella gente estaba a matar. Lennon a lo suyo, como ausente, embobado con la japonesa de las narices, McCartney tal cual pero con su chica Kodak, Harrison en estado de perpetuo cabreo rencoroso con el tándem Lennon-McCartney, Starkey a su aire…

Creo que era deudor del buen rollito –cómo me carga esa expresión, dicho sea de paso– de Qué noche la de aquel día, Help!, Yellow Submarine y el Magical Mistery Tour. Supongo que daba por hecho que los Beatles siempre estaban de risas, encantados de haberse conocido, haciendo juegos de palabras y diciendo maldades contra la buena sociedad, y que me ponía de mal cuerpo verlos tal cual eran. Ahora, recuperándolos en aquel ejercicio de sinceridad documental, me he dado cuenta de cómo funcionaban realmente.

Entonces me dije: «¿Y cómo podían estar juntos?». Ahora veo claro que se separaron porque estaban hasta arriba de soberbia y de dinero, pero no porque no pudieran soportarse. Porque, cada vez que en la sesión de grabación que recoge la película empezaba a sonar algo con aire de rock & roll, se les veía entenderse, resucitar. De acuerdo: es muy posible que a uno le ponga de los nervios alguien que te cuenta cómo se refugia en la Virgen María cuando tiene problemas, pero todo se arregla si a continuación se arranca con los acordes de Get Back o One After 909. Y no digamos si encima tiene la idea de grabar en la azotea del edificio para montar el escándalo en el centro de Londres.

Porque ésa es otra. Todo progre que se precie da por hecho que Lennon era el estupendísimo del grupo y que McCartney no era más que un burguesito gilipollín con conocimientos de música. Falso. La película es una prueba irrefutable, y no sé cómo pude verla hace treintaitantos años y no darme cuenta. A la altura de 1970 Lennon era un tío que apenas movía el culo. ¿Qué McCartney era el 50%? Puede ser, pero sólo porque Harrison (y Ringo, en su especialidad) ponían lo suyo. Lennon pasaba cantidad. Sólo resucitaba cuando aquello sonaba a rock. Y a menudo sonaba a rock porque McCartney volvía a las fuentes. Entonces –se ve en la película– John miraba a Paul con complicidad, con cariño, como un amigo, como al loco con el que anduvo encantado por Hamburgo. Para esas alturas, el trabajo esencial, tanto en talento como en ganas, lo ponía McCartney.

Cuento esto no porque lo de Lennon y McCartney me parezca trascendental para el destino de la Humanidad, sino para llamar la atención sobre un hecho más general y hondo: cómo lo mismo –la misma película, las mismas escenas, las mismas personas, experiencias similares– podemos verlas de maneras totalmente diferentes, incluso opuestas, con el paso de los años.

La película es la misma. Yo no.

Mi yo de 1970 ya no existe.

Me pregunto: cuando nos morimos ¿cuántos yo no están ya enterrados?

 

P.S.– Ya sé que es tarde. Para las 7:30 tenía prácticamente escrito el Apunte, pero me han llamado de Radio Euskadi para incorporarme a un programa y he tenido que dejar esto, porque de lo otro es de lo que vivo. De todos modos habría podido acabar antes, si no hubiera gente que me telefoneara para ver qué pasa y por qué a estas horas todavía no está actualizada la página.

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