Apuntes del natural

[Del 10 al 16 de septiembre de 2004]

 

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El valenciano

(Jueves 16 de septiembre de 2004)

El Diccionario de la Academia Española define el valenciano del siguiente modo: «Variedad del catalán, que se usa en gran parte del antiguo reino de Valencia y se siente allí comúnmente como lengua propia.»

Hace unos años, la Academia se ahorraba la exótica excursión final por el mundo de los sentimientos y se atenía al estricto rigor lingüístico, señalando que el valenciano es una variedad del catalán que se habla en esa zona. Sin más.

Porque es así.

¿Consecuencias políticas de semejante reconocimiento? Ninguna que provoque un efecto automático. Pretender que si se admite esa evidencia lingüística se abre la puerta al «anexionismo catalán» es tan absurdo como lo sería creer que la aceptación de que en Venezuela se habla una variedad del castellano obligara a reclamar que aquellas tierras vuelvan al seno del Reino de España.

En rigor, en la Comunidad Valenciana no se habla una variante del catalán, sino varias. Como en Cataluña. También se hablan formas dialectales del catalán en las Baleares, en algunas comarcas de Aragón, en Andorra –donde es la única lengua oficial, por cierto–, en el Rosellón francés e incluso en algún punto de Murcia y de la Cerdeña italiana.

Un conjunto de hechos que permiten establecer el mapa lingüístico del catalán.

El mapa lingüístico, insisto. Los mapas políticos se hacen con otros criterios, como saben muy bien, por ejemplo, los ingleses y los estadounidenses.

Ahora resulta que a un ministro sedicentemente socialista se le ha ocurrido que la UE podría admitir el catalán y el valenciano como dos lenguas distintas.

Es una demostración palpable de hasta qué punto un ministro sedicentemente socialista puede ser osado e ignorante a la vez.

Rodríguez Zapatero le ha prometido a Carod Rovira que va a formar un grupo de estudio para que le informe sobre el asunto. Tiene también bemoles. Quiere decir que a estas alturas de la historieta el compañero Rodríguez todavía no se ha interesado por algo que cualquier militante de izquierda de su edad (44 agostos, si no me equivoco) se sabe de memoria desde hace 25 años.

Si se informa finalmente –cosa que dudo–, se enterará de que los adalides a ultranza de la causa del valenciano como lengua específica no se han preocupado nunca de su defensa. Ni como lengua específica, ni como variante del catalán, ni como nada. Y sabrá que el gran jefe de filas de esa causa, Eduardo Zaplana, tuvo los santos bemoles de ejercer de presidente de la comunidad autónoma durante años y años sin tomarse el trabajo –nada excesivo, por cierto– de aprender su lengua cooficial.

Se comprometió a hacerlo cuando juró el cargo, pero luego se olvidó de la promesa. Y en su partido nadie se lo ha afeado jamás.

Tienen ahora una pelea importante entre ellos. ¿Alguien cree que discuten un Eduard con un Josep, un Lluís o un Antoni? Nada de eso: Eduardo, José, Luis y Antonio. Y van que chutan.

Esa gente no defiende su identidad valenciana. Lo único que quieren es estar muy lejos de la catalana, aunque ni siquiera la geografía les ayude.

¿Y a cuento de qué esa obsesión?

Ni idea. Quizá lo sepa su psicoanalista.

 

P. S.– He tenido quejas de algunos lectores que me reprochan haber empezado el apunte de ayer diciendo: «Un señor muy amanerado…». Se lo han tomado como una muestra de hostilidad hacia la homosexualidad (eso que algunos llaman «homofobia» con discutible rigor lingüístico).  No hay tal, y creo haber demostrado muchas veces el respeto que siento por todas las opciones sexuales, empezando por las mías.

La verdad es que no sé si es respeto o indiferencia. Sencillamente, me dan igual.

Señalar el amaneramiento de una persona es reconocer una realidad, que no hay por qué ocultar, que no tiene por qué relacionarse con su o sus opciones sexuales y que, además, tampoco tiene por qué tomarse como una valoración negativa. ¿Es necesario, para ser políticamente correcto, hacer como que no te das cuenta de que un señor tiene una pluma exagerada, afectada, extravagante? Es evidente que el caballero al que me referí juega con ello. Yo lo constaté. C’est tout!

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Esther Ofarim

(Miércoles 15 de septiembre de 2004)

Un señor muy amanerado que se hace llamar Paco Clavel y que algo me dice que debo conocer, aunque no recuerdo por qué, tiene ahora un mini-espacio en Radio Nacional en el que diserta sobre músicas antañonas y rarezas varias. Hace algunos días, y según estaba en la bañera –os vais a pensar que soy el tío más pulcro del mundo, por lo mucho que digo que me pasa cuando estoy en la bañera, pero fue pura casualidad– oí a ese menda hablar de Esther Ofarim.

Dijo que en España es «una perfecta desconocida».

Me hizo gracia. Porque no.

Los más viejos y melómanos del lugar sabemos que la israelí Esther Ofarim, que durante años hizo pareja con quien fue su marido, de nombre Abraham aunque más conocido por Abi, tuvo en los años sesenta hasta dos números 1 en las listas de éxitos de los EUA, el Reino Unido y la RFA. Aquí se oyó bastante en las radios una canción de ambos, de tipo festivo, llamada Cindarella Rockefella.

Así que de desconocida, nada. Vieja conocida, en todo caso.

El repertorio de Esther Ofarim se entroncaba en lo que ahora se clasifica en los estantes de los grandes almacenes como world music. Folk internacional. Cantaba con una voz muy sólida y personal, pero con un estilo que a veces recordaba demasiado al de Judy Collins. Canciones hebreas, sefardíes, rumanas, inglesas, irlandesas, alemanas, rusas… Estaba bien. Por aquel entonces me gustaba mucho.

Me contaron que salió zingando de Israel porque las autoridades se habían empeñado en darle un puesto de mando en el Ejército. Una leyenda, supongo.

De los discos suyos que conservo, hay uno que todavía era monoaural (o sea, no estéreo). Lo tengo catalogado con el número 26, lo cual, habida cuenta del frenesí con el que desde mi más tierna adolescencia he comprado discos –incluso cuando no tenía dónde caerme muerto–, indica que debí adquirirlo allá por 1966 o 1967.

Os voy a regalar una canción de Esther Ofarim. Se llama Morning of My Life. La he copiado en baja resolución, porque tampoco es cosa de que os paséis media hora bajándoosla (el original ocupa 4,76 MB). Si queréis oírla, pinchad aquí. (*)

Me pregunto por qué me he puesto a escribir esta tontería sobre Esther Ofarim.

Supongo que para llevarme la contraria a mí mismo. Como ayer escribí arremetiendo contra la nostalgia...

 

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(*) Para quien tenga interés en la letra (muy de los sesenta, por cierto), la copio aquí mismo:

In the morning / when the moon is out to trust / You will see me. At the time I love the best / Watching rainbows play on sunlight / Pools of water / ice cold nights. / In the morning

–'tis the morning of my life.

In the daytime I will meet you as before / You will find me waiting by the ocean floor / Building castles / in the shifting sands. /In a world that no one understands. / In the morning

–'tis the morning of my life.
In the morning of my life / The minutes take so long to drift away. / Please be patient with your life / It's only morning and you've still to live your day.
In the evening I will fly to the moon / To the top right hand corner of the ceiling in my room / Where we'll stay until the sun shines / Another day to swing on clothes lines / May I’ll  be yawning

– 'tis the morning of my life.

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Cualquier tiempo pasado

(Martes 14 de septiembre de 2004)

Un canal de televisión va a emitir –o está emitiendo ya, no sé– una serie sobre la década de los ochenta. Dice su publicidad que aquellos fueron los años más «emblemáticos» de la Historia de España.

(Primer aviso: me planteo la posibilidad de fundar una nueva variante de la Santa Inquisición, católica, islámica, samurai o gurkha, que tanto me da, nada más que para ajustar las cuentas a la legión de informadores y publicitarios, o de informadores-publicitarios, que se pasan el día haciendo el recuento de lo que consideran «emblemático». Me ocuparé de ellos en cuanto acabe con los infinitos cronistas que describen todas las desgracias habidas y por haber calificándolas de «espectáculo dantesco».)

Vuelvo a lo de la serie sobre los años ochenta.

Parece que se les ha ocurrido que valía la pena rodar esa cosa a la vista del enorme éxito logrado por otra serie supuestamente ambientada en los años setenta.

Se ve que la nostalgia vende.

Esto de la mitificación del pasado demuestra qué mala memoria tiene el personal.

Recuerdo una vez que, siendo niño, oí a mis hermanos mayores hablar de lo divertido que había sido su paso por el colegio. Yo, que iba por entonces al mismo antro escolar del que hablaban, pensé: «Cuando sea mayor, me acordaré de que el colegio es horrible». He cumplido la promesa: nunca he olvidado que aquella cochiquera era odiosa hasta decir basta.

Pasado el tiempo, he hecho extensiva la misma norma a otros supuestos recuerdos igual de sospechosos: que si la mili, que si la facultad, que si los sesenta, que si los setenta, que si los ochenta…

Hace unos días oí a un veterano político que empezaba su aburrido exordio diciendo: «Es que en mis tiempos…».

Le increpé voceando al aparato de radio:

–¿Qué pasa? ¿Te has muerto? ¡Si sigues vivo, tus tiempos son estos mismos de ahora!

(Segundo aviso: tengo la fea costumbre de discutir con la radio.)

Una vez me hicieron una pregunta curiosa en una entrevista para una revista alternativa:

–¿No crees que estamos más lejos de la Revolución que en los sesenta?

Respondí:

–No sé qué es «la» Revolución. Pero en todo caso, sea lo que sea, y si algo así ha de suceder, me parece obvio que cada día estamos más cerca.

Nunca he soportado a los pelmazos a lo Jorge Manrique, empeñados en que todo pasado fue mejor.

De adolescente, cuando el Borbón padre aún era pretendiente –aunque nunca lo fue con demasiado entusiasmo, tal vez porque eso le habría obligado a trabajar–, escribí unos ripios en los que me cachondeaba del autor de las famosas Coplas. Decían mis versitos: «¿Que qué se fizo el rey Don Juan? / Este don Jorge Manrique / estaba en la higuera. / ¡Mira que hablar de Don Juan / cual si Don Juan un rey fuera!»

Aunque reconozco que tampoco le faltaba razón a Ángel González cuando escribió sobre el porvenir: «Te llaman porvenir porque no vienes nunca».

Que ésa es otra.

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Sanidad deficitaria

(Lunes 13 de septiembre de 2004)

Según puede leerse hoy en El País, los servicios sanitarios públicos presentan un déficit creciente en la mayoría de las comunidades autónomas que han asumido esa tarea. No les llega con el dinero que reciben del Estado para cubrir el gasto que les supone. Algunos gobiernos locales (los de Madrid,  Cataluña, Galicia y Asturias) han tratado de solventar el problema lastrando con un impuesto especial el precio de los combustibles, pero ni por ésas.

No soy experto en los intríngulis de eso que se llama –con expresión bastante curiosa, por cierto– «la Sanidad Pública», pero algo he oído rezongar a algún médico amigo. Y, por lo que cuenta, parece que el déficit debería ser aún mayor, porque el incremento de población en las zonas en las que se está instalando más población inmigrante debería verse acompañado de un aumento equivalente tanto de personal sanitario como de medios, y no.

De todos modos, hay cinco reflexiones que creo vale la pena hacerse. Y que me hago.

La primera me recuerda que la atención sanitaria de la ciudadanía no es un negocio. Y que, en consecuencia, no cabe calificarla de deficitaria.

La idea de «déficit» no cuadra con esta materia. Mi comida diaria no es deficitaria. Mi salud, tampoco. Las necesidades imperiosas no son deficitarias. Tienen un coste –que hay que fiscalizar, por supuesto, para que sea el justo, y no más–, pero eso es todo. Se paga y ya está. Y si hay que ajustar el presupuesto, habrá que ver a costa de qué otras partidas.

La segunda me dice que, si se trata de sentir angustia por los capítulos presupuestarios que suponen mucho gasto y nulo ingreso, deberían empezar por hablar de las Fuerzas Armadas y de la Casa Real, partidas deficitarias donde las haya y de utilidad social más que dudosa.

La tercera me lleva a pensar que, si a las comunidades autónomas no les llega con lo que les da la Hacienda del Estado, habrá que comprobar si emplean bien o mal los dineros que reciben. Pero, si se ve que los gastan bien y a pesar de eso no les alcanza, la solución está clara: tendrán que darles más. Tal como plantean la cuestión, todo indica que se trata de un craso error de cálculo: el Estado les da para cubrir ese gasto menos dinero del necesario.

La cuarta es también de cajón: tratar de resolver un asunto así fijando un impuesto especial sobre los combustibles es una aberración. No sólo porque la ciudadanía ya paga un impuesto anual para sufragar el gasto de las administraciones públicas, sino porque este otro género de impuestos es rotundamente antisocial. La gasolina no es un producto de lujo. Y la pagan por igual tantos los que viven en la opulencia como quienes no tienen para llegar a fin de mes.

La quinta me sitúa en una cierta perplejidad. Porque no parece que el problema se plantee igual en todas partes. A modo de ejemplo: ¿acaso el servicio vasco de salud, Osakidetza, que tiene fama de funcionar (comparativamente) bien, no es deficitario?

Se me dirá que ése es otro problema, porque remite al cupo, a la fiscalidad especial de la CAV, etcétera. Pero no estoy tan seguro que remita a otro problema. Quizá ése sea el verdadero quid de la cuestión. Tal vez la cosa esté en que, gracias a esa chapuza que llaman «el Estado de las autonomías», que no es ni centralista ni federal, ni chicha ni limoná, la mayoría de las comunidades autónomas carecen de caja única y siguen obligadas a hacer día a día las cuentas de la vieja con la Hacienda del Estado. Viendo cómo arreglárselas con la paga que les da papá.

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¿La mayor catástrofe?

(Domingo 12 de septiembre de 2004)

Oigo en la radio una crónica sobre el ya célebre 11 de septiembre. Me refiero al de los Estados Unidos de América, porque 11 de septiembre desdichados –lo saben muy bien y desde bastante antes en Cataluña y en Chile– ha habido algunos más.

El cronista llama a ese 11 de septiembre «la mayor catástrofe terrorista de la Historia».

Qué ganas de fijar récords.

Se me ocurre así, a bote pronto, que los bombardeos de las ciudades de Hiroshima y Nagasaki fueron catástrofes terroristas bastante mayores, si las juzgamos por el número de sus víctimas, tanto inmediatas como posteriores. Podría añadir el bombardeo de Dresde, sin salirme de la Historia más o menos reciente.

No cito esos tres actos infames en tanto que grandes catástrofes –supongo que nadie negará que lo fueron–, sino por su intencionalidad específicamente terrorista. Se trató de ataques dirigidos contra las poblaciones civiles, ordenados a sabiendas de que violaban las leyes de la guerra y destinados a aterrorizar a los supervivientes.

Ya sé que hay gente que da por sobreentendido que cuando los autores de una matanza visten uniforme militar o actúan a sueldo de un Estado no se les puede llamar «terroristas». Pero aún no me he topado con nadie que teorice esa excepción. Me gustaría ver cómo lo intenta.

No me mueve el menor deseo de fijar la lista de Los 40 principales del terrorismo a lo largo de la Historia. ¿El incendio de Roma? ¿Yahvé acabando con Sodoma y Gomorra? ¿La horrenda masacre de los cátaros y albigenses? ¿Gernika?

Da igual. En todo caso, lo de las Torres Gemelas se queda corto.

Lo que ocurrió ese día en los EUA fue espantoso. A mí, lo mismo que a la mayoría de los ciudadanos del mundo, me dejó helado. Pero unos miles de víctimas en los Estados Unidos de América no son más víctimas por morir en los Estados Unidos de América.

Será la catástrofe más publicitada de la Historia. Pero no por ello la mayor, ni mucho menos.

 

P.S.– Un amigo me ha hecho ver el error que cometí ayer al citar de pasada la historia bíblica de Isaac. Fue a Abraham, y no a Jacob, a quien el Innombrable ordenó que matara a su hijo. Le he respondido la verdad: que cuando lo escribí pensé que no debía fiarme de mi memoria y que debía comprobar el dato, pero que mi memoria es ya tan rematadamente mala que me olvidé de hacer la comprobación. Si alguien tiene interés en recordar (o conocer) esa increíble historia repleta de amores incestuosos bendecidos por el Señor, puede hacerlo pinchando aquí.

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¡Condenado franquismo!

(Sábado 11 de septiembre de 2004)

 

Aviso.– El texto de este Apunte es exactamente el mismo que el de la columna que publico hoy en El Mundo.

De modo que si has leído la columna, puedes ahorrarte la repetición del ejercicio. O a la inversa.

 

Comentaba hace algunas semanas con un buen amigo el hecho de que las ciudades y pueblos de España sigan repletos de signos de homenaje –estatuas, placas, nombres de calle– dedicados a los protagonistas del golpe de Estado del 18 de julio de 1936.

–Tampoco te lo tomes así –decía mi amigo–. ¡Considéralo cosas de la Historia!

No estoy de acuerdo.

Un hecho de la Historia que no me enfurece, aunque me parezca que tiene bemoles, es que se ensalce y se apode el Bueno a un tal Guzmán que tiró un puñal a los captores de su hijo para facilitarles el infanticidio, en plan Jacob e Isaac, pero con intermediarios.

Eso no me enfurece porque sucedió hace la tira, y ni me va ni me viene. Es más: yo tengo un antepasado al que también le erigieron una estatua porque sacrificó la vida de su señora para fastidiar al invasor francés. Me quedo de piedra yo también al constatar que el título de honor se lo concedieron a él, y no a su señora.

Pero, en efecto, ésos son asuntos de la Historia.

Cosa muy distinta es que estén hoy, día a día, piedras y placas mediantes, homenajeando delante de tus narices a la gentuza que mató a tus padres, torturó a tus hermanos y te metió en la cárcel a ti. Y todo porque tu familia tenía un inocultable apego a las libertades democráticas.

Recuerdo que hace 20 años pregunté al alcalde socialista de un pueblo que llevaba en su propio nombre la exaltación de Franco: «¿No van ustedes a quitar eso?». Y el hombre me respondió: «Que la Historia decida». Me dije para mí: «Si ya los propios socialistas esperan que sea la Historia la que decida quién defendía qué en 1936, apaga y vámonos.»

Mi problema es que no he apagado. Y que seguimos aquí.

«Generalísimo», «Primo de Rivera», «Sanjurjo», «Mola», «Héroes del Alcázar»… ¿No les vale?

Ahora parece que el Gobierno de Rodríguez Zapatero se propone restituir el honor de las víctimas del franquismo.

Empezaré diciendo que por mí no se molesten: jamás pensé que mi honor estuviera en juego por haber sido perseguido, torturado y encarcelado por el franquismo. Antes al contrario.

Lo que sí creo que conviene es que tengan en cuenta la concatenación lógica que implica su decisión.

Si el levantamiento militar franquista fue ilegal e ilícito, todo lo derivado de él también.

Si se cataloga legalmente de abominable la dictadura franquista, también deberán recibir idéntico trato los títulos que otorgó.

Si la dictadura franquista fue horrible, quienes colaboraron con ella deberán ser considerados cómplices del horror.

No llevo la cuenta exacta pero, si quieren –y por situarnos en el terreno material, que es el que mejor suele entender esa gente–, les doy una lista nominal de los dineros que tendrían que dejar de abonar y de los que deberían empezar a pagar para ser coherentes con esa decisión.

 

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Notas de lectura

(Viernes 10 de septiembre de 2004)

Dentro de uno de mis ejercicios de buceo por la más o menos reciente Historia de Euskadi, me topo con una intervención de ETA (m) de mayo de 1977 en la que leo: «Lo que importa no son los votos… Lo que importa es que el pueblo consiga sus derechos». ETA describía al pueblo del que hablaba: «el pueblo que está luchando y se enfrenta en la calle continuamente».

Se me ocurren dos comentarios a este planteamiento.

 

El primero es tirando a doctrinal.

Puede haber quien piense que cuando ETA hablaba de «el pueblo que está luchando» se refería al conjunto del pueblo vasco, al que atribuía una actitud combativa global. No. Se refería a la parte del pueblo vasco que «luchaba», para distinguirla de la parte que «no luchaba» (o que no lo hacía como ella quería). En efecto, de haber entendido que era el conjunto del pueblo vasco el que luchaba, le habría parecido de perlas que pudiera manifestarse también con la papeleta del voto en la mano.

Vale la pena retener la frase porque desvela una línea clave de la tradición ideológica de los sucesivos movimientos políticos ligados a ETA, a saber, su apego a la división de la ciudadanía vasca en dos categorías: la de los vascos «conscientes» (los vascos de verdad, «los que importan») y la de la gente que es de Euskadi o vive en Euskadi pero no se gana el título de vasca, razón por la cual lo que vote o deje de votar no importa.

Un amigo me cuenta que un compañero de trabajo militante de HB le dijo hace algunos años: «Yo es que antes que demócrata soy abertzale». Alguien que a la hora de organizar la vida colectiva considera que hay algo que está por encima de la democracia no es demócrata.

Tiene derecho de no serlo, desde luego. Pero no lo es.

Y ahí nos topamos con uno de los nudos del llamado «problema vasco».

El otro –que en realidad es previo– lo ponen quienes piensan que antes que demócratas son españoles.

 

El segundo comentario que me sugiere la frase es de tipo más histórico.

ETA (m) hizo esa declaración en mayo de 1977, cuando ya Adolfo Suárez había convocado las primeras elecciones generales, que se realizaron el 15 de junio de ese mismo año. Lo que pretendía ETA era que los partidos vascos boicotearan las elecciones si el Gobierno de Madrid no dictaba antes una amnistía total. A la ETA de entonces –ya lo he señalado más arriba–, los votos le parecían filfa. Denunciaba que el PNV se presentara a las elecciones y decía: «El PNV se llevará gente, pero no incide en el pueblo que lucha». Por un lado, «gente»; por el otro, «pueblo».

Todo se liga con todo, y esta sobrevaloración de «la lucha» –o ese menosprecio por las urnas y por el papel de las instituciones conformadas a partir de los votos– tiene que ver, sin duda, con la falta de convicciones democráticas a la que me he referido más arriba, pero también cabe valorarla por su lado práctico: a la larga le ha resultado nefasta al abertzalismo radical vasco. 27 años más tarde, la consigna de amnistía total ha dejado paso a la demanda del acercamiento de los presos –que son más que entonces, por cierto– y la posibilidad de boicotear las elecciones ha quedado sustituida por la reclamación del derecho a participar en ellas.

¿Por qué había que elegir entre acudir a las elecciones y mantener la presión en la calle?

En mi criterio, no había ninguna necesidad de prescindir de nada.

Pero está claro que mi criterio ni era ni es el suyo.

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