[Del 19 al 25 de noviembre de 2004]

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Pero Mayor se salió con la suya

(Jueves 25 de noviembre de 2004)

Hay que recordar los sucesos tal como fueron, porque, si no, no se entiende nada.

Había en la Audiencia Nacional una Sala, la de lo Penal –también llamada Sala Cuarta– que, una y otra vez, rechazaba la teoría de Garzón y Mayor Oreja según la cual estar «en el entorno» de ETA es formar parte de ETA, y que, si un grupo de personas, una asociación o un periódico resultan útiles a los fines de ETA, se convierten en la práctica en parte integrante de la organización terrorista, por lo cual pueden y deben ser acusados de pertenencia a banda armada. La Sala Cuarta, considerando que esos criterios representan una aberración jurídica, echaba para atrás uno tras otro todos los autos de procesamiento que Garzón basaba en ellos.

Llegó un momento en el que el Gobierno del PP entendió que los tres magistrados de esa Sala suponían un obstáculo intolerable para el desarrollo de sus planes en Euskadi. Y puso en marcha toda la maquinaria del Poder para quitárselos de enmedio.

El instrumento principal fue el Consejo General del Poder Judicial, que decidió expedientar a los tres integrantes de la Sala Cuarta. Se amparó para ello en la decisión que había tomado esa Sala de poner en libertad a un presunto narcotraficante, Carlos Ruiz, alias El Negro. Según la mayoría de los miembros del CGJP, esa resolución judicial representó una falta muy grave de desatención, en razón de lo cual sancionó a dos de los magistrados con seis meses de suspensión y al tercero, con siete. Lo de menos era el tiempo de la sanción; lo de más que, al estar sancionados, hubieron de dejar la Audiencia Nacional, lo que permitió designar una nueva Sala Cuarta que –¿hace falta decirlo?– no tardó en dar su aval a todos los autos de Garzón.

La sanción impuesta por el CGPJ a estos tres magistrados fue un acto jurídicamente insólito, puesto que el Consejo no es un tribunal, sino un órgano de gobierno del estamento judicial, encargado tan sólo de mantener el orden y la disciplina en sus filas. No es ninguna Sala de apelación que pueda entrar a considerar fallos judiciales. Pero lo hizo.

El Gobierno llevó las cosas más lejos todavía. Instruyó a la Fiscalía para que denunciara a los tres magistrados por un posible delito de prevaricación. Aunque aquello no fue más que una manera de vestir el muñeco y dar a la sanción contra ellos un mayor empaque ante la opinión pública. De hecho, así que un magistrado tomó en sus manos la denuncia de la Fiscalía, dictó el sobreseimiento de la causa.

Ahora, la Sala Tercera del Tribunal Supremo, por amplia mayoría, ha decidido que la supuesta falta en la que el CGPJ basó su sanción a los tres magistrados no existió, por lo que la ha anulado, dando incluso a los injustamente sancionados la posibilidad de reclamar indemnizaciones. Pero lo que no ha hecho, porque no puede hacer, es devolverles su condición de integrantes de la Sala de lo Penal de la Audiencia Nacional. Con lo que las repercusiones políticas que tuvo su sanción seguirán en activo.

Es una técnica que no tiene nada de novedosa y que ha hecho sentir sus efectos en no pocas ocasiones dentro de la política vasca: se adopta una resolución que tenga efectos irreversibles –cerrar periódicos, por ejemplo– y tanto da que al cabo de los años haya otra resolución que desdiga la primera. El mal ya está hecho. Recuerdo una nota humor negro que Mao Zedong tuvo en un momento de lucidez: «Lo malo que tiene cortarle a alguien la cabeza», dijo, «es que, si luego descubres que fue un error, ya no hay manera de volver a ponérsela». Debería haberse tomado más en serio su propio pensamiento –me temo que los comunistas chinos cortaron muchas cabezas–, pero la idea es correcta. Y aplicable, a su modo, en este caso. Los magistrados Carlos Cezón, Juan José López Ortega y Carlos Ollero no volverán a poner una y otra vez en su sitio a Baltasar Garzón.

Por cierto que hay un dato que no he recogido más arriba y que me parece digno de ser tenido en cuenta. La resolución sancionadora que el CGPJ tomó en febrero de 2002 contó con la oposición de cuatro de sus miembros. Uno de ellos fue José Antonio Alonso, actual ministro del Interior.

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Chávez, España, el PP y el PSOE

(Miércoles 24 de noviembre de 2004)

Rajoy reclama a Rodríguez Zapatero que deje claro que España no apoyó el intento de golpe de Estado contra Chávez.

Acudo en su auxilio y lo aclaro yo: España no apoyó ese intento de golpe de Estado. Yo no recuerdo que se hiciera ningún referéndum al respecto. Tampoco recuerdo que el programa que el PP presentó a las elecciones de 2000, y que recibió el apoyo necesario para que Aznar pudiera gobernar, incluyera ningún punto sobre el apoyo a las intentonas golpistas en Venezuela. Lo que está en cuestión, en consecuencia, no es lo que hizo «España», sino el Gobierno del PP.

Y sobre eso no hay demasiada duda.

Rajoy afirma que el Ejecutivo de Madrid se apresuró a declarar, cuando se produjo la cacicada golpista, que deseaba que Venezuela volviera a la normalidad. Y así fue, pero eso no quiere decir nada. En ningún momento habló de la necesidad de que Hugo Chávez fuera liberado y restituido al cargo. No era ése el modo por el que deseaba que volviera la «normalidad» y de hecho no condenó el golpe hasta que hubo fracasado, e incluso entonces lo hizo a regañadientes.

La cuestión que se plantea es la de determinar qué autoridad tiene el PSOE para formular esa crítica. Porque el hecho es que varios partidos de la familia de la Internacional Socialista, y algún miembro del PSOE en su nombre, participaron con gran entusiasmo en las labores conspiratorias contra Chávez. El luego problemático diputado de Madrid, el tránsfuga Tamayo, en concreto, montó y mantuvo una oficina en Caracas en nombre de la IS que fue denunciada reiteradamente como centro de coordinación progolpista. Y el grupo de comunicación más vinculado al PSOE, Prisa, con el diario El País a la cabeza, adoptó una posición de descarada simpatía hacia los golpistas que fue en su momento muy comentada (y muy criticada, también). Como Moratinos estaba por entonces en Oriente Medio dedicado a otras cosas quizá no se enteró, pero habrán de darle ahora un cursillo acelerado para que salga lo mejor que sepa del berenjenal en el que se ha metido.

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En un lugar de La Mancha

(Martes 23 de noviembre de 2004)

Don Alonso Quijano, más conocido por Don Quixote de La Mancha, se lanzó lanza en ristre contra unos cuantos molinos de viento, tomándolos por gigantes malvados.

Su estupidez –la estupidez intrínseca del siempre alabado quijotismo– ha quedado en estos días más clara que nunca. Resulta que una de las muy pocas cosas verdaderamente rentables que existen en Castilla-La Mancha es el ingenioso invento de los molinos de viento.

La energía eólica que generan los molinos de viento ad hoc se ha convertido en una fuente de empleo (y de ingresos) clave para la región. 5.000 empleos directos. 12.000 indirectos.

Parece que los malandrines dan de comer. Entretanto, las españolísimas esencias siguen aportando páramo y miseria.

(Perdón: y lino. Que casi se me olvida.) 

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El chiste de Mao

(Lunes 22 de noviembre de 2004)

(Aviso previo: no voy a escribir lo que sigue con ningún entusiasmo, básicamente porque ya lo había escrito y se me ha borrado, por una de esas mierdas informáticas.

Así que vuelvo a escribirlo, pero resumiéndolo, y de mal humor.)

Estaba ayer pensando en las historias de los EEUU en Irak y demás cuando me acordé de un chiste ruso, que se contaba allá por los años 60.

Era en los tiempos en los que la URSS y la República Popular China estaban a la greña sobre las aguas del río Usuri y mucha gente temía que aquello terminara como el rosario de la aurora.

El chiste decía:

«Se declara la guerra y van las tropas rusas y entran en territorio chino. Y el primer día cogen un millón de prisioneros.

»Y siguen la ofensiva al día siguiente y capturan diez millones de prisioneros.

»Y continúan, y al tercer día pillan otros cien millones de prisioneros.

Y al cuarto, doscientos millones más.

»Al quinto día, Nikita Jruschov recibe un telegrama de Mao Zedong.

»El texto dice, lacónico: “¿Ha entendido? Ríndase.”»

  La anterior vez que lo escribí lo conté con más gracia, pero ya se me han pasado las ganas.

De todos modos, la conclusión era que Bush haría bien en acordarse de este chiste sobre Jruschov y Mao.

Y es que el que mucho abarca, poco aprieta.

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La patria

(Domingo 21 de noviembre de 2004)

El Gobierno se queja de que Aznar se reuniera con Bush y no le informara de nada. El Gobierno se queja de que Rajoy haya criticado lo chuchurría que le ha quedado la Cumbre de Costa Rica, sólo animada por un pequeño terremoto.

El Gobierno se queja una y otra vez de la actitud «poco patriótica» y «desleal» del PP. Lo cual no constituye ninguna novedad, porque el anterior Gobierno también se quejaba de la actitud «poco patriótica» y «desleal» del PSOE. (Recuérdese, por ejemplo, la que le armaron a Zapatero cuando viajó a Marruecos en medio de la crisis del islote de Perejil.)

Hay una especie de dogma político comúnmente admitido según el cual la oposición debe reservar sus críticas al gobierno de turno para la actividad realizada de puertas adentro, pero que de cara al exterior «la Nación» debe mostrarse unida «como una piña» (que es como todos los topiqueros describen las unidades fetén).

Valiente bobada.

Me venía ayer al recuerdo el eslogan al que tanto solía recurrir Rafael Vera: «Con la patria como con la madre: con razón o sin ella» (*). Pues no, señor. No hay que estar ni con la patria ni con la madre –eso quien cuente con ambas, claro– si se hallan en un error. Ni siquiera por cariño. Criticar los errores para ayudar a corregirlos es signo de aprecio.

En todo caso, la presencia exterior de los gobiernos es una parte importante de su actividad, y nadie que quiera presentarse como alternativa puede ahorrar ese capítulo a la crítica. Al rival hay que zurrarle dentro y fuera, por arriba y por abajo, sin darle respiro. De lo contrario, no hay oposición real.

Pero el problema de fondo es el de la llamada «patria». Es fantástico que la misma gente que se pasa el día zahiriendo a los nacionalismos periféricos, pretendiendo que en el mundo actual –supuestamente sin fronteras, globalizado, transnacional, etcétera– no hay lugar para los nacionalismos, se ponga tan seria y apele formalmente al «patriotismo» a la primera de cambio.

  Yo, que o no tengo patria o tengo muchas, según qué día me pille, sólo sé qué patria nunca tendré: ésa a la que apelan el PSOE y el PP.

 

(*) Lo recordé pensando en la actitud que a mí me inspiran los patronos y que alguna vez describí parodiando esa divisa, convirtiéndola en esta otra: «Contra el patrón como contra la patria: con razón o sin ella».

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El león de la Metro

Ayer descubrí que el famosísimo león de la Metro, por lo menos en la película que me tocó en suerte, no es un león. Es una leona.

Cuando le critican por hablar siempre de «los vascos y las vascas», Ibarretxe suele responder con una sentencia contundente: «Lo que no se nombra no existe».

Tal vez por eso nadie ha hablado nunca de «la leona de la Metro».

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Vergüenzas viguesas

(Sábado 20 de noviembre de 2004)

Manifestación de marineros de Vigo –no demasiados, todo sea dicho– contra los militantes de Greenpeace que denuncian la sobreexplotación de los caladeros y, más en concreto, la utilización de artes de pesca que destruyen los fondos marinos.

Les gritan «¡Sinvergüenzas!».

Hace falta tener poca vergüenza.

Si los manifestantes son realmente marineros –además de agentes de la patronal, quiero decir–, tienen que saber más que de sobra que los barcos de Galicia –y de muchas otras zonas, por supuesto–, vienen usando desde hace decenios sistemas de pesca que son una barbaridad. Incluida la dinamita. Tienen que saber igualmente que se pasan por el arco del triunfo las cuotas de capturas que les fija la UE para la pesca de determinadas especies. Si las cosas siguen más o menos como en los tiempos en los que yo me dediqué al periodismo marítimo-pesquero –y no me extrañaría que estuvieran peor–, sabrán también perfectamente que esas irregularidades son sólo una parte de la irregularidad general en la que vive el gremio.

Por no tener en condiciones, ni siquiera están utilizables en muchos casos los botes de salvamento.

«Vivimos de eso», se quejan.

Claro.

Recuerdo algunas conversaciones con trabajadores de Eibar, allá por finales de los 60. Se quejaban de las campañas que hacíamos contra la venta al Estado de Israel de armas fabricadas en su pueblo. También ellos decían: «Vivimos de eso». «Pues vivid», les respondíamos, «pero no pretendáis que hagamos la vista gorda ante la masacre del pueblo palestino a la que contribuyen vuestros patronos».

Cada cual trabaja en lo que puede y donde le dejan (empezando por mí mismo, desde luego). Pero una cosa es buscarse un modo de subsistir y otra pretender que el tipo que te paga es un benefactor de la Humanidad. Salir a manifestarse contra quien le pone las peras al cuarto con todo merecimiento es una perfecta desvergüenza. Una de las peores desvergüenzas en las que puede incurrir un trabajador.

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Vicios privados, públicas virtudes

(Viernes 19 de noviembre de 2004)

Suele argumentarse a favor de las privatizaciones apelando a la razón del bolsillo. Quien sólo cobra si hay beneficios –se arguye– tiene el máximo interés en que las cosas funcionen lo mejor y más racionalmente que quepa; en cambio, quienes viven a costa del erario pueden despreocuparse de los beneficios y dilapidar a su antojo. 

El argumento, sin ser falso al 100%, es muy tramposo. Porque no es verdad que quien vive de los beneficios tenga interés en que las cosas funcionen lo mejor posible. En lo que tiene interés es en que las cosas le aporten el máximo beneficio posible. Y si para ello hace falta rebajar la calidad de la producción (o del servicio, o de lo que sea), lo rebaja.

Habrá que ver qué es lo que pasó el jueves con la subestación eléctrica de Méndez Álvaro, en Madrid, cuyo incendio dejó sin electricidad a decenas de miles de usuarios, pero el hecho de que éste no sea el primer caso –hubo otro muy similar en julio– induce a sospechar que la compañía responsable de las instalaciones no invierte en su modernización y mantenimiento todo lo que sería necesario.

No se trata de una sospecha arbitraria. Por las tierras levantinas por las que suelo recalar, nos quedamos sin suministro eléctrico cada dos por tres. Cuando hace calor, porque se les ha recalentado no sé qué. Cuando hace frío, porque se les ha enfriado. Si llueve, porque se les ha humedecido. Y si hay tormenta, ya ni cuento. La razón es obvia: las labores de mantenimiento suponen mucho gasto. Y hay que ahorrar, para que los beneficios sean mayores.

Es cierto que la ley prevé castigar las eventuales negligencias de las empresas privadas que prestan (perdón: no prestan, venden) servicios de primera necesidad. Pero las sanciones que les imponen –cuando se las imponen– no tienen realmente un efecto disuasorio. Su importe es siempre muy inferior al ahorro conseguido.

No es éste un mal que afecte sólo al servicio eléctrico, ni mucho menos.

El Gobierno de Zapatero se está planteando dejar vía libre a la Ley del Sector Ferroviario, obra de la mayoría absoluta del PP. Esa ley implantaría en España el modelo británico, cuyos efectos son bien conocidos: descenso de los niveles de seguridad, eliminación de servicios, incremento de las tarifas, cierre de las líneas menos rentables con independencia de su interés social, reducción de plantillas... Lo cual corre el peligro de suceder en unos momentos en los que lo que necesita la red ferroviaria española es todo lo contrario: más cuidado, más inversiones.

Pero, qué digo yo. Eso es lo que necesitaría si se tratara de impulsar un tipo de transporte que supusiera una verdadera alternativa al automóvil.

Pero el objetivo real no es ése. De lo que se trata es de hacer dinero.

Privado, por supuesto. Porque ya se sabe que el dinero privado es más racional.

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