[Del 31 de diciembre de 2004 al 6 de enero de 2005]

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Un solidario de pega

(Jueves 6 de enero de 2005)

Oí ayer en la radio, aquí en Aigües: «Respondiendo al llamamiento de la Generalitat Valenciana, una veintena de personas ha rendido homenaje en Valencia a las víctimas del terremoto en Asia».

Curioso, para empezar, que el periodista hablara de «una veintena». Siendo tan pocos, le habría sido fácil contarlos. Se ve que le dio corte decir la cifra concreta. No quiso poner más en evidencia la ridiculez.

Pero nadie deduzca que en la ciudad de Valencia las personas que se solidarizan con las víctimas del maremoto en el Índico no llegan a veinte.

Para entender el fiasco de la convocatoria, conviene tener en cuenta que Francisco Camps, presidente de la comunidad autónoma, llamó a concentrarse... en un recinto interior de las dependencias de su propio Gobierno. Según don Francisco, lo hizo así «por el frío». Ayer, a esa hora, en Valencia, la temperatura no bajó de los 10º C.

Se trataba de estar en silencio durante sólo tres minutos. ¿Hay muchos valencianos incapaces de estar a esa temperatura durante tres minutos? Lo dudo.

De modo que la excusa no sólo era falsa, sino también torpe.

La verdad es que en ese mismo momento y en la calle había una manifestación en contra de Camps. El presidente pepero no quería que le vieran.

De modo que «la veintena» que se concentró estuvo compuesta por funcionarios de la Generalitat. A la vista de lo cual, la pregunta que se impone es: ¿sólo hay una veintena de funcionarios de la Generalitat Valenciana que sean solidarios con las víctimas de Asia? ¿O será más bien que sólo hay una veintena de funcionarios de la Generalitat Valenciana a los que les apeteció secundar el llamamiento ridículo de Camps?

Lo que el presidente valenciano demostró ayer es que, ante todo y sobre todo, caiga quien caiga, de quien él es solidario es de Francisco Camps.

Nota.– En mi columna del pasado lunes en El Mundo escribí «coligo», como primera persona del singular del presente de indicativo del verbo «colegir». Fue un error. Debería haber puesto «colijo».

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Los fetichismos legales

(Miércoles 5 de enero de 2005)

En el debate que celebró el Parlamento vasco el pasado 30 para ver qué se hacía con el plan Ibarretxe, el  portavoz del PP vasco, Leopoldo Barreda, emitió una sentencia que, según la oí, me dejó perplejo. Dijo: «Ninguna mayoría puede ir en contra de la legalidad».

Es una de esas frases que suenan tan rotundas que parecen incontrovertibles, pero que, en cuanto se analizan con un cierto detenimiento, no se sabe qué quieren decir. ¿Qué sentido tiene oponer así, en general, mayoría y legalidad, cual si fueran entidades independientes? La legalidad procede del poder legislativo, que se atiene al criterio de la mayoría parlamentaria. Son las mayorías las que deciden qué es y qué no es legal.

Lo que supongo que quería decir el señor Barreda es algo mucho más concreto: que ninguna mayoría vasca puede ir en contra de la legalidad española.

Pero precisamente eso era lo que se estaba discutiendo.

Le ha sucedido algo semejante al presidente del Gobierno, Rodríguez Zapatero, quien dijo anteayer: «Ibarretxe me va a escuchar que se puede dialogar de todo dentro de la Constitución. Fuera de la Constitución no cabe nada».

Pongamos que hubiera aspectos del plan Ibarretxe cuyo encaje legal precisara reformar algún artículo de la Constitución (como los puede haber en la reforma del Estatut que se está gestando en Cataluña, dicho sea nada de paso). Pongamos que así sea, aunque haya constitucionalistas –incluido uno de los llamados «padres de la Constitución»– que sostengan que no sería necesaria ninguna reforma, siempre que se aplicara con criterio amplio la disposición adicional primera de la propia Constitución. Pero, sea como sea, ¿qué razón de principio podría impedir que se debata sobre esa hipotética reforma? Fíjense ustedes que Zapatero no dice que se oponga a una reforma de ese género, sino que se niega incluso a dialogar sobre su conveniencia o inconveniencia.

¿Qué es eso de que «fuera de la Constitución no cabe nada»? La propia Constitución  (título X, art. 166 y ss.) prevé la vía de su reforma. Parece lógico que, de reformarse la Constitución, ha de ser para incluir en ella algo que antes no estaba o para quitar algo que estaba.

Es lo malo que tienen los simplismos, que conducen al absurdo: la pretensión de que «fuera de la Constitución no cabe nada» es... inconstitucional.

A los Zapatero y a los Barreda –y a los Bono, y a los Rajoy, y a cuantos no quieren ni oír hablar de replantearse el modelo de organización territorial de España– les encanta librarse de sus propias responsabilidades descargándolas sobre la legalidad, haciendo como si las leyes fueran fetiches intangibles, inalterables por la voluntad de los hombres.

Pero no; no hay nada de eso. Podemos organizarnos como queramos. Y si no estamos de acuerdo en lo que queremos, debatámoslo tranquilamente. Pero sin anatemas ni dogmas previos, por favor.

 

Nota.– Este Apunte es igual a la columna que El Mundo me ha publicado hoy.

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Entre dos y siete

(Martes 4 de enero de 2005)

Uno de los muchos problemas que afronta la llamada «izquierda real» o «izquierda transformadora» –la gente que se considera a la izquierda del PSOE, por entendernos– es el predicamento que tienen en su seno los criterios superficiales y los juicios sumarísimos.

 Lo estoy comprobando estos últimos días gracias –o por culpa de– la lectura de algunos artículos en los que sus autores, tratando de hacer balance de lo sucedido en 2004, emiten valoraciones de conjunto sobre la actuación del Gobierno de Rodríguez Zapatero.

Constato la existencia de dos fuertes corrientes igual de unilaterales. La primera fija su atención casi exclusivamente en lo que el Gobierno debería haber hecho y no ha hecho y, complementariamente, en lo que debería no haber hecho y ha hecho. En lógica consecuencia con ello, muestra un cabreo de mil pares y se apunta a la consigna –que me acabo de inventar– «Aznar, Zapatero: el mismo estercolero». En la segunda corriente se sitúan los que admiten que hay «muchas cosas que se podrían haber hecho mejor, sin duda alguna», pero subrayan con evidente alivio los cambios que se han producido en tales o cuales terrenos.

Por poner un par de ejemplos.

Uno: la política internacional.

Los primeros dicen que Zapatero se fue de Irak porque no tuvo más remedio, puesto que ésa había sido la columna vertebral de su campaña electoral, pero que se ha retratado como el reaccionario que es enviando más tropas a Afganistán y dando un giro espectacular a su política norafricana, alineándose con Mohamed VI y dando la espalda al Frente Polisario.

Los segundos subrayan la retirada de Irak, el alineamiento con Francia y Alemania para la formalización de un eje europeo sólido frente al hegemonismo de Washington y su intento de favorecer la distensión internacional promocionando la idea del «encuentro entre culturas».

Otro ejemplo: las medidas legislativas en favor de las mujeres, de las parejas gays y de la laicización de la sociedad española.

Los primeros subrayan que la llamada Ley Integral sobre la Violencia de Género queda muy bien de cara a la galería, pero que la falta de una dotación presupuestaria a la altura de los objetivos pretendidos la convierte en poco menos que papel mojado. A la vez, recuerdan que el Gobierno, que situó durante la campaña electoral entre sus prioridades la reforma de la legislación sobre el aborto, la ha aparcado sine die. Ponen eso, la renuncia a replantearse la financiación estatal de la Iglesia Católica y los «retoques» a la ley sobre el matrimonio gay como muestras de lo mucho que se ha achantado Rodríguez Zapatero ante la ofensiva de la Conferencia Episcopal.

Los segundos llaman la atención sobre la gran diferencia que hay entre la posición general del Gobierno del PSOE, por insuficiente que resulte en algunos extremos, y el ultramontanismo fanático de los máximos exponentes del Ejecutivo de Aznar, que oscilaban entre el Opus Dei y los Legionarios de Cristo. Recuerdan también que el Gobierno ha paralizado la reforma de la Enseñanza que estaba a punto de perpetrar Pilar del Castillo.

Se podrían poner otros muchos ejemplos. Sobre política económica. Sobre política social. Sobre globalización. Sobre actitudes solidarias o insolidarias en relación con el Tercer Mundo. Y no digamos nada sobre política autonómica y sobre política vasca.

Me parece un debate mal planteado. Leyendo entre líneas –y equivocándome, tal vez–, atisbo en la primera posición una férrea voluntad de negar que se hayan producido algunos cambios, como si admitir tal cosa condujera ineluctablemente al conformismo y a la renuncia al combate –como si para decidirse a combatir hubiera que ponerse anteojeras–, y en la segunda un desmesurado alivio posibilista, como si haberse librado en cierta medida y en algunos terrenos del sofocante agobio aznarista –sobre todo en materia de fe y de costumbres– fuera ya motivo más que suficiente para sentirse alborozado.

No veo que haya razón ni para lo uno ni para lo otro.

Me recuerda este debate –cambiando lo muchísimo que debe ser cambiado– al que se produjo durante la Transición tras el triunfo de la UCD. ¿Debíamos negar los cambios que se estaban produciendo? Algunos lo hacían, apoyándose en hechos reales: la pervivencia de la tortura –que aún sigue, por cierto–, el terrorismo de Estado, la negación de los derechos nacionales... Otros decían: «¡No compares!» y arrimaban el hombro para que se mantuviera lo recién aprobado.

No creo que haya que eludir las comparaciones –y, puestos a comparar, casi mejor atenerse a la realidad de los hechos–, pero no veo por qué la comparación deba ocupar el centro del debate. Hay unos objetivos por los que luchar y unos principios que reclamar. Si alguien propicia algo, bien está, pero el horizonte sigue lejano y lo único que asegura que no se retroceda en el camino es precisamente la presión constante para seguir caminando.

Cuando se reclama 100, porque 100 es lo justo, siete es mejor que dos, sin duda. Pero siete sigue siendo una mierda.

No hay ni por qué decir que siete es lo mismo que dos ni por qué quedarse extasiado en la contemplación del siete.

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Magos de la televisión

(Lunes 3 de enero de 2005)

Los presentadores de los telediarios dan noticias sobre los Reyes Magos –en qué almacenes se abastecen de juguetes, a qué hora y dónde montarán sus cabalgatas, en qué fincas cuidan sus camellos, etcétera– con una sonrisita de picardía, como quien está haciendo una pequeña maldad, contando una mentirijilla. 

No se dan cuenta de que hacen con esa parte de la realidad lo mismo que con el resto: relatan mentiras apoyadas en algunos datos ciertos para que los crédulos las acepten como verdades.

No mienten del todo, puesto que es verdad que hay quien compra juguetes, que se realizan cabalgatas y que en algunas fincas cuidan camellos, etcétera. Es el hilo que da supuesto sentido a la noticia el que lo falsea todo.

Igual que cuando hablan de todo lo demás: de las guerras, de las hambrunas, de los mal llamados «desastres naturales», del plan Ibarretxe...

Hablan de cosas que suceden. Son sus supuestos héroes benéficos los que no existen.

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El «plan Zapatero»

(Domingo 2 de enero de 2005)

Acabo de leer que José Luis Rodríguez Zapatero se propone dejar el plan Ibarretxe fuera de juego por la vía más resolutiva: derrotando al propio Ibarretxe en las próximas elecciones autonómicas.

Supongamos por un instante que efectivamente se esté haciendo ese planteamiento.

De ser así, ¿en qué victoria estaría pensando? Imagino que no en la posibilidad de que el PSE-PSOE, que en las autonómicas de 2001 obtuvo el 17,8% de los votos, vaya a lograr cuatro años después desbordar a la coalición PNV-EA, que logró el 42,4% y forjó una alianza posterior con Ezker Batua, que le añadió un 5,5% complementario.

Soy capaz de atribuir a Zapatero una gran confianza en el porvenir, pero me niego a creer que cifre sus esperanzas en la hipótesis de que los socialistas vascos remonten una diferencia de 30 puntos. 

Dando eso por hecho, supongo que la victoria a la que aspira Zapatero –si es que realmente cree en alguna– la ve como resultado de un auge electoral importante del PSE-PSOE, que le sitúe en posición de hacerse con el Gobierno vasco gracias al posterior apoyo del PP y de Unidad Alavesa.

No es que para ello no les hiciera falta subir bastante –deberían mejorar más de un 7% entre todos–, pero por lo menos no se trataría de un objetivo directamente imposible.

Ahora bien, ese planteamiento afronta también problemas de considerable peso. Unos de política general, otros estrictamente electorales.

Primer punto clave: casi todo el mundo está de acuerdo –al menos en Euskadi– en que si Patxi López y los suyos pueden recuperar posiciones en las próximas elecciones autonómicas es gracias a que se han distanciado de la política de unidad incondicional con el PP que su partido mantuvo durante el mandato de Redondo Terreros. Si el electorado percibe que el PSE se dispone a regresar a esa política, su augurada mejoría puede verse más que comprometida.

Segundo punto: aunque el PSE mejore resultados, si el PP los pierde, la suma de ambos seguirá siendo la misma. Lo cual encaja bien con las peculiaridades de la  sociología electoral vasca, que suele registrar algunos trasvases de votos –tampoco demasiados–dentro del campo nacionalista, y otros dentro del campo estatalista, pero casi nunca  de un campo a otro (con la excepción de Ezker Batua, que tiene una posición trasversal).

Tercer punto: habrá que ver qué sucede con el amplio porcentaje de votos (entre el 10% y el 18%) que solía recoger HB, EH, Batasuna o como se llamara en cada momento, y que ahora se ha quedado sin candidatura propia, una vez que se le ha aplicado el principio democrático según el cual, si un sector de la población vota lo que no interesa que vote, se le prohíbe hacerlo y asunto concluido. Una parte de los votos de la izquierda abertzale (amplia, imagino) puede ir a la abstención o al voto nulo, otra puede orientarse hacia Ezker Batua, pero otra, con toda seguridad, irá a la candidatura PNV-EA. Con que los votantes que tomen esa opción representen del orden de un 4%, Ibarretxe puede lograr no ya la victoria, sino la mayoría absoluta.

En fin, cuarto asunto, y probablemente el más importante de todos: como a Zapatero se le ocurra plantear las elecciones autonómicas cual si de un referéndum se tratara, y como el electorado vasco perciba que lo que se le está preguntando es quién debe gobernar, si quienes quieren que el destino de Euskadi se decida en Euskadi o si quienes afirman –en tono amenazante, además– que eso se tiene que decidir en las Cortes de Madrid, se lo auguro desde ahora: va a vencer el día menos pensado.

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¿Álava? ¿Qué Álava?

(Sábado 1 de enero de 2005)

El diputado general de Álava, el pepero Ramón Rabanera, declaró ayer de manera muy solemne que, si el plan Ibarretxe sigue adelante, «Álava se considerará liberada de la palabra dada en el año 1979». Amenazó, lisa y llanamente, con salirse de Euskadi.

«Álava», dice. Como si «Álava» fuera un ente pensante.

Lo que Rabanera anunció ayer en realidad –aunque no se atreva a formularlo así de crudamente– es que quien se plantearía la posibilidad de separarse de Euskadi es el PP de Álava. Su partido.

Rabanera hace como si no supiera que le sería del todo imposible llevar a término esa amenaza separatista, porque él es diputado general gracias a los votos del PSE-PSOE, que ni está ni podría estar por esa labor, entre otras cosas porque sus propios militantes no le dejarían. Rabanera no desconoce, ni mucho menos, que el PSE-PSOE está planteándose desde hace meses la posibilidad de presentar una moción de censura en su contra, y que si no lo ha hecho hasta ahora es, en resumidas cuentas, para no entregar la Diputación de Álava al PNV. Como para irle con propuestas aventureras de ese género.

Rabanera sabe eso de sobra, del mismo modo que sabe que el PP no podría romper con ninguna «palabra dada en 1979», porque el PP, por entonces llamado Alianza Popular, votó en contra del Estatuto.

A efectos formales, Ramón Rabanera puede hablar en nombre de Álava, puesto que es su diputado general. Pero sólo a efectos formales. Porque, entre las muchas cosas que Rabanera sabe pero no dice, se encuentra el hecho estadístico de que él llegó al cargo respaldado por menos votos que los obtenidos por la coalición PNV-EA. O sea, que él es menos representativo de la población alavesa que los nacionalistas. En efecto, los partidos que apoyan el Gobierno de Ibarretxe lograron en Álava en aquellas elecciones el 43,27% de los sufragios, frente al 28,87% de su PP (el cual, para más inri, contó con los votos que le prestó Unidad Alavesa, partido con el que ahora dista de estar en las mejores relaciones, sobre todo después de que apoyara los Presupuestos del Gobierno vasco).

Pero es que, y aunque prescindiéramos de todo lo anterior, ¿qué futuro pretende este hombre que podría tener Álava fuera de Euskadi? ¿Propondría que fuera reconocida como comunidad autónoma uniprovincial, o trataría de asociarla a Castilla y León, para darle más sentido al condado de Treviño, o a la Rioja, tal vez, por el aquel de los vinos? 

Hace falta ser un perfecto botarate para atreverse a formular una amenaza tan ridícula, por absurda y por irrealizable. ¡Y es ésta la gente que se sulfura con los separatismos ajenos, reales o imaginarios!

Puede leerse en el Diccionario de la Academia Española a propósito del adjetivo «rabanera»: «Dicho de los ademanes y del modo de hablar: Ordinarios o desvergonzados».

No es lo mismo. Este Rabanera alavés no tiene nada de ordinario. Es, por contra –y gracias al cielo–, verdaderamente extraordinario. En lo de desvergonzado, en cambio, ya no me meto. Sus vergüenzas –las que tenga– son cosa suya.

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P. D. (Al margen de todo lo cual, y como cosa con su punto.) Un lector me cuenta que hace algún tiempo vio por tierras de España una pintada que decía: «Vascos, ¡qué raros sois!».

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Sa función determina el ser

(Viernes 31 de diciembre de 2004)

Escribí en el apunte de hace diez días, frente a quienes daban ya por seguro que Sozialista Abertzaleak votaría ayer en el Parlamento de Vitoria en contra del llamado plan Ibarretxe:

«Más lógico veo yo que presten tres de sus votos al proyecto de Ibarretxe, y que aclaren a toda velocidad que lo hacen tan sólo para propiciar que pueda ser discutido y que haya finalmente una consulta popular que cobre un sesgo rupturista, no tanto porque el plan Ibarretxe lo sea, sino porque las fuerzas del Estado a buen seguro lo declararán inaceptable. Eso sería lo lógico, visto desde mi atalaya». Ay, esos expertos...», 21 de diciembre de 2004)

Así lo veía yo, y así ha sucedido. (*)

El miércoles hice ese mismo comentario en la tertulia de Radio Euskadi. Francisco Letamendia, Ortzi, se limitó a decir que, en su criterio, mi hipótesis dibujaba algo poco menos que imposible. Los otros dos contertulios añadieron que eso sería «lo peor» para Ibarretxe. «Razón de más para hacerlo», respondí.

Tiene sentido. Porque una cosa es lo que el proyecto de nuevo Estatuto regulador de la inserción de la Comunidad Autónoma del País Vasco en el Estado español –o sea, el plan Ibarretxe– diga en su articulado, que muy pocos se han tomado el trabajo de leer, y otra muy distinta la función que acabe cumpliendo, con independencia de la voluntad original de sus autores.

Algo de eso ya ha sucedido. El proyecto de Ibarretxe no pretendía excluir a los partidos españolistas. Es más: el lehendakari se hubiera sentido muy feliz si el PSE-PSOE (supongo que la hostilidad del PP ya la daba por descontada) se hubiera avenido a discutir y enmendar su proyecto. «A la catalana», por así decirlo. Se le llevan el alma los diablos cada vez que oye decir a los de Patxi López que el suyo es un plan separatista, secesionista, independentista. Porque no lo es. Es un proyecto de inspiración más o menos confederal, que prevé una muy amplia autonomía, pero dentro del Estado español, a cuyo poder central reconoce los poderes propios de todo Estado. Pero ¿qué más da lo que la letra del proyecto diga o deje de decir? Puesto que los partidos españolistas lo consideran excluyente y de hecho se excluyen, lo convierten en la práctica en un plan exclusivamente nacionalista (o soberanista, mejor dicho, habida cuenta del respaldo de EB-Berdeak). Cuando dicen: «Es un plan de una parte de la sociedad vasca contra otra» falsean la intención, pero no la realidad. Puesto que ellos se ponen en contra y lo convierten en enemigo, el enfrentamiento existe.

Lo mismo que digo de los partidos vascos de obediencia centralista cabe decirlo en relación al propio poder central. Ayer, cuando no había transcurrido ni una hora de la votación del Parlamento vasco, el ministro Jordi Sevilla ya estaba haciendo una declaración oficial de rechazo. Ibarretxe acababa de anunciar su intención de ponerse en contacto con Rodríguez Zapatero para darle cuenta del resultado de la votación y de sus intenciones. Así fuera por mero respeto a las normas de la cortesía política, el Gobierno central debería haber esperado a la conversación entre Ibarretxe y Zapatero antes de emitir una condena en términos tan tajantes.

¿Qué es lo que va a suceder a partir de esto? Que el plan Ibarretxe, que realmente pretendía facilitar «una relación amable» –según la tantas veces repetida expresión del propio lehendakari– entre Euskadi y España (o el resto de España, según prefiera cada cual), va a transformarse en el curso de los próximos meses en un casus belli, en un factor de confrontación grave. Ya se están cavando las trincheras: de un lado –y por pintarlo en los trazos gruesos en los que de hecho se presenta–, quienes consideran que el destino nacional del pueblo vasco debe ser decidido por la propia sociedad vasca, sin injerencias foráneas; del otro, quienes entienden que Euskadi no pasa de ser una región que, como tal, habrá de hacer lo que se le diga, cuando se le diga y como se le diga.

Es esa pelea –descorazonadoramente simplista, en mi modesta opinión– la que se nos viene encima, me da que inevitablemente. Y en esa pelea, Batasuna encuentra cobijo. Se beneficia de alianzas, así sean forzadas. Escapa del aislamiento.

Que alguien me explique qué habrían ganado los de Otegi impidiendo que algo así se produjera.

La Historia recoge muchos casos de personas, de iniciativas e incluso de corrientes sociales amplias que pretendían algo relativamente modesto o moderado y que se vieron arrastradas a posiciones mucho más radicales sin realmente pretenderlo, por el lugar inaceptable al que acabaron siendo empujadas. Supongo que eso es lo que HB está tratando de hacer con el tripartito y con el propio Ibarretxe, sacando partido de la inagotable torpeza de Rodríguez Zapatero.

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(*) No deja de ser curioso que Otegi utilizara en su discurso de ayer el símil del delantero que renuncia a marcar un gol porque el portero contrario está lesionado. Un símil que me señaló un lector –véase el apunte de ayer– y que yo utilicé también en mi tertulia del miércoles en Radio Euskadi cuando hablé del mismo asunto abordado ayer por Otegi. La vida está llena de casualidades. (Por cierto: me aclaran que el jugador se apellidaba Di Canio, y no Di Mateo. Bueno, a los efectos...)

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