[Del 28 de enero al 3 de febrero de 2005]

 

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La otra elección

(Jueves 3 de febrero de 2005)

Hoy se inicia la campaña electoral que culminará con el referéndum por el que se aprobará o rechazará el Tratado que establece una Constitución Europea.

No creo que sea necesario insistir en lo muy insatisfactorio que me parece ese Tratado. Ya lo he hecho otras veces. He explicado que, para empezar, es falso que se trate de una verdadera Constitución, que tiene todos los caracteres –y los inconvenientes, por ende– de una carta otorgada, que presenta una relación de derechos ciudadanos muy incompleta y que pone graves trabas al desarrollo de una Unión Europea digna de ese nombre. El mero hecho de que los actuales gobernantes de Washington vean con buenos ojos ese Tratado dice ya no poco sobre él: si realmente sirviera de armazón a una Europa independiente, lo rechazarían.

La propia campaña institucional de cara al referéndum es de auténtica vergüenza. So capa de favorecer la participación, se hace propaganda descarada a favor del «Sí». (Aunque reconozco que, por lo menos en lo que a mí se refiere, ver a Luis del Olmo, a Butragueño y a otros semejantes defendiendo el voto afirmativo me parece una eficaz propaganda a favor del «No».)

Convencido de la conveniencia de rechazar ese proyecto, el único dilema que se me presenta es el de qué vía seguir para mejor manifestar mi posición.

Es posible que el voto negativo –alternativa propugnada por un cierto número de fuerzas de izquierda– sea el que confiera una traducción más clara y visible al rechazo, en tanto que la abstención militante corra el riesgo de diluirse en la marea de la abstención motivada por la indiferencia y la despolitización. En ese sentido, el voto «No» parece preferible.

Pero hay otro aspecto que me parece digno de consideración. Responder «No» a una pregunta es aceptar la pregunta. Participar en una votación es aceptar su fundamento. Y éste es un referéndum que me parece tramposo incluso en su propia concepción. No creo que les importe realmente la opinión ciudadana. Aspiran sólo a legitimar en las urnas el apaño que han hecho por las alturas. Votar «No» es admitir de antemano el resultado. Es decir, avenirse al «Sí», en el caso –más que probable– de que triunfe. Un elevado grado de abstención, con independencia de las razones que la motive, dará cuenta de la incapacidad de los dirigentes europeos para ilusionar a la población en sus tejemanejes.

No hago propaganda de nada. Tampoco quisiera criticar la campaña de los que propugnan el «No». Que cada cual obre conforme mejor le parezca. Yo me limito a abrir alguna vía complementaria de reflexión.

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¿Deseos? ¿Realidades?

(Miércoles 2 de febrero de 2005)

No me sorprendió casi nada de lo que tuvo ayer por escenario el Congreso de los Diputados.

De Ibarretxe esperaba más o menos lo que dijo, tanto en el tono como en el contenido.

También Rodríguez Zapatero se atuvo a mis expectativas, incluidos los excesos verborreicos en los que incurrió (retengo su afirmación de que España es «un espacio para compartir identidades» y su confesión de que él se considera un «optimista antropológico»: dos vaciedades  como las copas de sendos pinos, ambas muy de la casa).

Me chocó, en cambio, la desagradable agresividad de Mariano Rajoy. De entrada, no vi a cuento de qué venía tamaña acumulación de insultos y descalificaciones sumarias. Aparentemente, resultaban fuera de lugar: el ambiente no iba de eso. Pero, según me paré a reflexionar sobre ello, comprendí que el presidente del PP estaba haciendo un discurso destinado a sus propias bases, tratando de ganar enteros en la consideración de sus presuntos seguidores, que corren el riesgo de irse irremisiblemente tras la estela de Ángel Acebes y sus planteamientos ultraderechistas. Intentaba demostrar a los suyos que no es el blando que pretenden sus rivales internos. Ignoro con qué resultados.

También me llamó la atención la pobreza, casi patética, del discurso de Llamazares. En términos políticos, IU está consiguiendo ser un cero, pero un cero patatero, que diría el otro: imposible de tenerla siquiera por un cero a la izquierda. Que en una formación política teóricamente unida quepan a la vez el sí (Ezker Batua), el no (IU) y la abstención (IC-EV) es de auténtica traca. A fuerza de querer serlo todo, están a punto de no ser nada. Madrazo habló ayer de la falta de valentía de la izquierda española. Por las mismas podría haber hablado de la inexistencia de una verdadera izquierda española que se muestre como tal.

Desde mi personal y no sé si intransferible punto de vista, lo más interesante que se percibió ayer fue la posibilidad –la posibilidad– de que el PSOE y el PP inicien un proceso de distanciamiento que culmine en la ruptura del bloque monolítico que ambos partidos han formado durante los últimos años. Ese distanciamiento podría –sigo hablando de una mera hipótesis, por supuesto– marchar en paralelo con la crisis interna del PP, que apunta a su escisión interna, de la que saldrían dos partidos: uno de extrema derecha, vinculado a la herencia de Aznar y capitaneado por Ángel Acebes, y otro más moderado, con Rajoy, Ruiz Gallardón y Piqué en los puestos de mando.

Ese sería un panorama bastante novedoso en la política española, en general, pero lo sería muy especialmente en la política vasca.

Me asalta la poderosa duda –y la reconozco abiertamente– de estar confundiendo mis deseos con las realidades. Iremos viendo.

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¿Y ahora?

(Martes 1 de febrero de 2005)

El Congreso de los Diputados rechazará esta tarde por amplia mayoría el proyecto de nuevo Estatuto para la Comunidad Autónoma Vasca que respaldó el Parlamento de Vitoria por mayoría absoluta.

Los promotores de la iniciativa pueden abordar de diversos modos el conflicto que se crea a partir de esa decisión.

Tienen la posibilidad, obviamente, de negar que el Congreso de Madrid esté legitimado para imponer a Euskadi una decisión rechazada por la representación de la mayoría del electorado vasco. En coherencia con ello, pueden pedir a la ciudadanía vasca que demuestre en las urnas de qué lado se inclina. Cabe igualmente que el lehendakari, por el aquel de darle al hierro cuando está al rojo y para que no se prolongue una situación de interinidad poco deseable, adelante las elecciones autonómicas previstas para mayo.

Probablemente será eso –o algo por el estilo– lo que sucederá en el inmediato porvenir.

Pero no es el corto plazo lo que me preocupa. Pienso a medio término.

Pongamos que se celebran las elecciones autonómicas y que el tripartito obtiene la mayoría absoluta, quizá con el añadido de Aralar. (Me pongo en esa eventualidad porque, de no ser así, si el tripartito quedara en minoría, habría de replantearse toda su estrategia de punta a cabo.)

En tal caso, digo, ¿le convendría insistir erre que erre en el proyecto denominado plan Ibarretxe o haría mejor en explorar otras posibilidades?

Creo que hay algunos puntos clave en los que Ibarretxe tiene toda la razón. Por ejemplo: cuando los socialistas de Patxi López le reprochan no haber buscado acuerdos más amplios, «a la catalana», hace muy bien en recordarles que los convocó una y otra vez para dialogar y que fueron ellos, por boca de su entonces secretario general, Nicolás Redondo Terreros, quienes no quisieron participar en ninguna conversación.

Cuantos aceptaron debatir el proyecto de reforma del Estatuto pudieron hacerlo. Ellos no quisieron. Nadie los marginó: se automarginaron.

Pero ¿de qué se trata: de tener razón o de avanzar? El PSE-PSOE se equivocó, y mucho, pero tampoco es cosa de exigirle que se dé golpes de pecho en público pidiendo perdón. Si ahora se aviene a hablar sobre un posible nuevo Estatuto de Autonomía, ¿por que no explorar hasta dónde está dispuesto a llegar? ¿Por qué no meter esa cuña entre el PSOE y el PP, contribuyendo a quebrar el bloque que han formado en los últimos años?

Tampoco hay demasiadas razones para hacer del llamado plan Ibarretxe un fetiche intangible. Dos de los tres socios del tripartito (EA y EB) admiten que han asumido ese proyecto, pero que no es el suyo. Y el ideario del PNV tampoco es ése exactamente. El lehendakari lo concibió como terreno propicio para el consenso, pero no ha podido serlo. Puestos a buscar un mínimo común denominador político para la mayoría de la ciudadanía vasca, doy por hecho que cabría encontrar otras formulaciones.

Lo que planteo, detalles al margen, es una gran opción de fondo. Me parece que, pasadas las próximas elecciones autonómicas, va a venir el momento de elegir entre aferrarse al plan Ibarretxe, en plan «o lo tomas o lo dejas», o explorar nuevas vías que puedan propiciar un nuevo escenario político. A mí el PSOE me produce una desconfianza de aquí te espero, pero es lo que hay. Y tiene apoyos en Euskadi. Y va a tener aún más, tras el batacazo que cabe augurar a María San Gil y compañía.

Son ésos los mimbres con los que hay que ir tejiendo la cesta.

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Ir a Madrid

(Lunes 31 de enero de 2005)

Finalmente habrá representación del Parlamento vasco en las Cortes madrileñas para defender el proyecto de nuevo Estatuto.

Cuando escribo esto todavía no se sabe si será el propio Ibarretxe quien asuma la tarea, aunque supongo que sí, al menos parcialmente (no me extrañaría que decidan subir varios a la tribuna de la Carrera de San Jerónimo, para mejor subrayar que no se trata de una propuesta personal, sino de una decisión de la mayoría de la Cámara de Vitoria).

«¡Qué menos!», dicen los más conspicuos comentaristas políticos con sede en Madrid. «¡Sólo faltaría, después del cristo que han montado, que encima no acudieran al Congreso a dar la cara!»

Admito que, cuando oigo esos comentarios, me da por pensar que lo mismo habrían hecho mejor no yendo.

Lo que molesta al enemigo suele ser bueno.

Defendí desde el principio –sin mucho entusiasmo, todo sea dicho– la conveniencia de acudir a las Cortes de Madrid para explicar lo votado por la Cámara vasca. Me pareció que representaba una ocasión interesante para llegar a un buen número de ciudadanos de España y hacerles ver que el llamado plan Ibarretxe podrá estar mejor o peor, pero no es una aberración criminal que pretenda la ruina de las buenas gentes.

Ahora bien: consideré también –y sigo haciéndolo– que la decisión final de subir o no a esa tribuna es meramente táctica, variable de acuerdo con las circunstancias. Tan legítimo es hacerlo como no.

«¡Sería intolerable que despreciaran de ese modo al Parlamento!», claman.

Ah, ¿sí? ¿Y por qué? A mí, personalmente, el Congreso de los Diputados –y no digamos ya el Senado– me produce un respeto tirando a escaso.

«¡Es la sede de la soberanía popular!», replican.

–Sí, y las oficinas centrales de la empresa del señor D'Hont –contesto.

Oigo que Madrazo era partidario –aunque también sin demasiado entusiasmo– de no subir a esa tribuna, para mejor subrayar su rechazo a la decisión centralista de limpiarse el pompis con la propuesta vasca. Era otra posibilidad.

¿Aprovechar la oportunidad propagandística o darles en los morros mandándolos al guano? Como diría Hamlet, ésa es la cuestión.

 

P. D.– Sé de sobra que la carretera de Aritxulegi lleva de Oiartzun a Lesaka, y no a Leiza, como escribí ayer por error. He hecho montones de veces ese recorrido porque me gusta parar arriba, visitar el monumento de Jorge Oteiza al Padre Donosti, ver los cromlechs neolíticos que lo circundan –unas cuantas piedras mal paridas, si bien se mira– y bajar luego tranquilamente a Lesaka, que es un pueblo precioso donde te ponen unas alubias rojas que te cagas.

Me equivoqué: quería poner Lesaka y puse Leitza. ¿Vosotros no os equivocáis nunca, o qué? Jodé, el chorreo que me he llevado. ¡Nueve correos corrigiéndome!

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Un punto de vista interesante

(Domingo 30 de enero de 2005)

Por razones que no hacen al caso, almorcé hace unos días con un militar español de alta graduación y de reconocido prestigio entre los de su gremio.

Charlamos en tono distendido durante más de dos horas, lo que nos dio ocasión a los dos de conocer con cierto detalle los puntos de vista de alguien situado en las mismas antípodas –formales, al menos– de nuestros respectivos lugares mentales de residencia.

Como es lógico, tuvimos algunos momentos de fricción, que hicimos lo posible por sobrellevar con educada cortesía. Uno se produjo cuando él comentó lo mucho que le había impresionado ver en las obras del Valle de los Caídos, en el año de la Tarara, a un grupo de prisioneros de guerra que hacía trabajos forzados. «Ni nos imaginábamos que algo así pudiera suceder, ¿verdad?», dijo, como buscando mi complicidad. Le contesté: «Los míos, en Euskadi, fueron condenados a trabajos forzados por los tuyos. Murieron muchos. Los restos del padre de un buen amigo mío yacen bajo el asfalto de la carretera que lleva de Oiartzun a Leiza pasando por Aritxulegi. Y como él, cientos. ¿Me preguntas qué nos imaginábamos y qué no? Te lo digo: yo no me imaginaba que entre los vuestros hubiera gente que ignorara lo que estábais haciéndonos».

Pero, lógicas diferencias aparte, lo que más me llamó la atención fue lo que dijo cuando la charla recaló en el próximo referéndum sobre la mal llamada Constitución Europea. «Defiendo firmemente –subrayó– que Europa cuente con una política exterior y de defensa propia, diferenciada. Si este Tratado supusiera un paso adelante por esa vía, lo apoyaría sin dudar. Pero representa un gravísimo paso atrás. No sólo no ayuda a progresar en esa dirección, sino que la cierra. Convierte la Defensa europea en materia susceptible de acuerdos separados entre los estados miembros, pero al margen de la UE. Como si fuera un asunto lateral, que no nos concerniera a todos. Es una vergüenza. Nos condena a ser lacayos de Washington. Así fuera tan sólo por eso, me sentiría en la obligación de rechazarlo. Todo lo otro de lo que tú me hablas, me viene por añadidura. Votaré No por dos razones: en tanto que militar de vocación y en tanto que europeísta convencido.»

Me pareció un punto de vista curioso. Interesante.

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Los temores de la camarada Aguirre

(Sábado 29 de enero de 2005)

Leo en una página web falangista lo a gusto que la alegre tropa joseantoniana se sintió en la manifa del sábado pasado en Madrid. Cuentan los del yugo y las flechas que acudieron con toda su parafernalia y que estuvieron como en casa. En muy pocos minutos acabaron con todas las pegatas que llevaban, en las que se veía la bandera monárquica con el escudo del aguilucho. Se las quitaban de las manos, como quien dice.

Supongo que exagerarán algo, pero tanta euforia no parece inventada. Encaja bien, además, con lo que hemos oído contar del ambiente que reinó en la concentración de marras.

Y tiene sentido. Todos sabemos que en España hay una derecha que añora las formas puras y duras del franquismo. Esa derecha no cuenta con una representación política específica: está dentro del PP. Durante bastantes años se ha visto obligada a conformarse con tener presencia sólo en los niveles locales de dirección, pero ahora está eufórica, porque cree que ha encontrado en Acebes al jefe que buscaba. Los falangistas de la web a la que me refiero no están en el PP, pero hacen muy buenas migas con ese sector.

Teniendo eso en cuenta, cobran especial surrealismo las palabras que la presidenta de la Comunidad Autónoma de Madrid, Esperanza Aguirre, pronunció ayer a propósito del Holocausto. Copio de la reseña publicada hoy en El País:

«Aguirre manifestó: Ayer hemos celebrado el aniversario de la liberación de Auschwitz, precisamente para que no se olvide el Holocausto. El último paso de un totalitarismo en la abyección más absoluta, en lo más incalificable, en lo más degradante de todo, es el Holocausto".

»"Pero mucho antes de eso", prosiguió, "empiezan los pequeños pasos en los regímenes totalitarios. No se permite a los judíos que ocupen determinados puestos, no se les permite votar en unas elecciones, no se les permite vivir en unos barrios... Y hay que denunciar los pasos en la mala dirección desde el primer momento. Evidentemente, puede ser una exageración, pero yo lo que quiero decirles es que la detención de unos ciudadanos honrados, normales, gente de orden, por el hecho de acudir a una manifestación y ser militantes del PP, es un paso en la malísima dirección. Y luego, el descalificarme a mí etiquetándome de derecha más radical y todas esas cosas es otro paso en la mala dirección".»

Olé sus narices.

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Hablando de cobardes

(Viernes 28 de enero de 2005)

Afirma Mariano Rajoy que, si el lehendakari Ibarretxe no acude al Congreso de los Diputados el próximo martes a defender el proyecto de reforma del Estatuto de Autonomía aprobado por el Parlamento vasco, demostrará «su absoluta falta de valentía política» y su «carencia de argumentos». (En realidad lo dijo de manera bastante más extensa y mucho más agresiva. Tanto, que a mí me sonó a una de esas peroratas que se sueltan en las películas de lanza y espada antes de arrojarse un guante a la cara y retarse a duelo.)

No descarto que, a fuerza de no haber querido nunca hablar con él, el presidente del PP no tenga ni idea de cómo es Ibarretxe. De todos modos, hubiera podido informarse. En tal caso, se habría enterado de que el lehendakari ha dado siempre la cara cuando ha considerado que era su obligación darla, razón por la cual no ha dudado en acudir a manifestaciones, funerales y actos públicos celebrados lejos de Euskadi en los que corría el riesgo de pasar muy malos tragos. Y los ha pasado. Digamos, por comparar: es poco probable que Ibarretxe se hubiera refugiado en su pueblo para escapar de una manifestación en la que el vitoreado pudiera ser otro dirigente de su propio partido, y no él.

Estamos, una vez más, ante el ladrón que grita «¡Al ladrón!».  Cualquier observador capaz de mirar la realidad con cierta imparcialidad, por poca que sea, estará obligado a constatar que los planteamientos soberanistas vascos y catalanes están sometidos a un bloqueo informativo casi total fuera de sus dos comunidades de origen. En España todo el mundo se dice ya hasta el gorro de oír hablar del plan Ibarretxe –y probablemente con mucha razón–, pero ¿cuántas veces ha tenido ocasión de escuchar argumentos a favor de ese plan, o no hostiles, por lo menos?

El argumento es ampliable. Hacen legión los que protestan porque los periódicos, las radios y las televisiones no paran de dar vueltas y más vueltas al llamado «problema vasco». Pero ¿no será más bien que están hartos de oír siempre a los mismos argumentando siempre lo mismo, y nunca a otros aportando razones en sentido opuesto?

En las tertulias radiofónicas matritenses, tan influyentes en el modelado de la opinión pública española, hay algo así como ocho o diez opinadores de origen vasco, pero no hay ni uno solo que muestre comprensión hacia las posiciones soberanistas y pueda explicárselas a una audiencia que, con muy contadas excepciones, las desconoce. Esto no vale sólo para los medios de comunicación privados: también para los públicos, que en ese punto hacen exactamente lo mismo.

Quienes consideran que están en lo cierto, y creen que puede demostrarlo, no sólo no temen confrontar sus puntos de vista con los opuestos, sino que se prestan gustosos a ello. Entienden que de ese modo la ciudadanía apreciará más la fuerza de sus argumentos. Son quienes no confían en el valor de sus razones los que hacen lo posible por silenciar al contrario, para mejor deformar lo que dice y lo que pretende.

No llamo a nadie cobarde. No me gustan las palabras grandilocuentes. Pero los hechos son los hechos.

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