[Del 25 de febrero al 3 de marzo de 2005]

 

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Las lenguas

(Jueves 3 de marzo de 2005)

Leo que la representación del Estado español boicoteará la celebración de un acto de la UE porque la documentación preparatoria que ha llegado a sus integrantes no está en castellano. Parece que no se trata de ninguna pijotería, sino de un episodio enmarcado dentro de la lucha que se está librando en la UE contra el intento más o menos soterrado de convertir en idiomas preferentes el inglés, el francés y el alemán, reduciendo a una segunda categoría de facto al resto de las lenguas teóricamente oficiales.

Ha tenido lugar ese incidente a las pocas horas de otro a raíz del cual Manuel Marín decidió prohibir que en la tribuna del Congreso de los Diputados español, que él preside, se produzcan intervenciones en cualquiera de las lenguas oficiales distintas del castellano. Aduce Marín que él había decidido permitir que se hablara en otras lenguas de manera más o menos testimonial, brevemente y con traducción rápida, pero que algunos diputados se estaban aprovechando de esa tolerancia para hacer intervenciones cada vez más largas y sin traducir.

En estos asuntos –en ambos– hay que distinguir entre lo que son cuestiones jurídico- formales, de un lado, y lo que son asuntos de fondo, de otro.

Es muy posible que, en términos estrictamente jurídicos, tengan razón tanto los delegados españoles en Bruselas como Marín. Los primeros, porque no hay ninguna norma comunitaria que les obligue a saber inglés, alemán o francés, y menos todavía con el grado de perfección que se requiere para debatir y acordar asuntos que pueden acabar resultando trascendentales. También cabe que tenga razón Marín porque quienes se oponen al uso del catalán, el gallego y el euskara en la tribuna del Congreso pueden protestar alegando que no entienden lo que se ha dicho y que, en consecuencia, no pueden debatirlo, y él está obligado a darles amparo, de acuerdo con el reglamento en vigor.

En lo que hay contradicción entre ambas posturas es en cuanto a los argumentos de fondo que están utilizando quienes creen que autorizar el uso de todas las lenguas oficiales del Estado en el Parlamento de Madrid crearía una situación «de torre de Babel», «muy poco práctica», etcétera, y quienes alegan que la UE debe tratar con idéntico respeto y consideración todas las lenguas oficiales de los estados que la componen, las hablen tantos o cuantos. De hecho, los problemas prácticos que plantearía que algunos diputados en Cortes intervinieran en catalán, en gallego o en euskara serían mínimos comparados con los que representa que toda la actividad de la UE deba realizarse en todas las lenguas oficiales. El argumento según el cual el caso del Estado español es diferente, porque aquí todos los ciudadanos se expresan perfectamente en castellano, no vale. Hay diputados a los que se les nota que no se expresan en castellano con la misma fluidez que en su lengua materna, y sus derechos lingüísticos –que son reflejo de los derechos de quienes le han confiado su representación política– merecen tanto respeto como los de cualquier otro.

Una cosa es que pueblos distintos –de distintas culturas, de diferentes tamaños– decidan coordinarse para cubrir en común determinadas necesidades y otra es que opten por su disolución como tales pueblos. La variedad cultural no es sólo enriquecedora; también es trabajosa. No me parece razonable que haya gente que se eche las manos a la cabeza cuando se habla del uso igualitario del catalán, del gallego o del euskara en las instituciones del Estado español y que, en cambio, esté reclamando que sean tratadas en plano de igualdad las lenguas oficiales de todos los estados de la UE, lo cual incluye –por ejemplo– al maltés, variedad del árabe magrebí hablada por una proporción realmente mínima de la población comunitaria.

Más problemático que todo esto es decidir qué hacemos con los parlamentarios que se expresan horriblemente en castellano... y que no conocen ninguna otra lengua. Tampoco.

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Diagonal

(Miércoles 2 de marzo de 2005)

Mañana, jueves 3, sale a la calle un nuevo periódico quincenal, Diagonal. Estará a la venta en los kioscos de Madrid y en numerosas librerías y centros alternativos del conjunto del Estado.

Diagonal es el resultado de la iniciativa de un grupo de gente joven que considera que España padece un grave déficit de medios de comunicación que proporcionen informaciones y opiniones críticas.

Los promotores de Diagonal tuvieron la deferencia de pedirme que presentara ayer el nuevo periódico en un acto público que se celebró en el Ateneo de Madrid. No tengo más vinculación con su iniciativa que la de cualquier otro suscriptor, pero acepté con gusto su invitación. Dije en mi intervención lo que pienso: que me parece un producto cuidado, bien hecho, crítico y muy poco sectario, aspecto éste que no tiene nada de desdeñable dentro del panorama de lo que se suele llamar convencionalmente «la izquierda alternativa».

Está bien que hayan tenido la valentía, la entrega y la capacidad necesarias para poner en marcha esta idea. Ojalá se vean acompañados por el éxito. Nadie ignora (ellos tampoco) las dificultades con las que van a toparse, pero no aspiran a arrollar en el mercado de la prensa, ni mucho menos: su planteamiento es modesto y realista.

No estamos sobrados de esfuerzos como éste. Os recomendaría que mañana os interesarais por el periódico. Son 2 euros. Leedlo y juzgad luego si estáis de acuerdo conmigo en que vale la pena dar a este conjunto de jóvenes entusiastas un generoso margen de confianza. 

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Un dedo en dos llagas

(Martes 1 de marzo de 2005)

Quienes hemos seguido el curso de la vida política desde la Transición hasta ahora sabemos que un problema generalizado de los grandes partidos es que gastan mucho más dinero del que tienen. Sobre todo en las campañas electorales y en los referendos.

Ese grave desfase han tratado de solucionarlo por diversas vías, según los partidos, según los tiempos y según, sobre todo, su capacidad para influir en las decisiones de las administraciones públicas. Cuando del arbitrio de un partido dependen negocios de primera importancia, quienes disponen de más dinero –bancos, grandes empresas locales, firmas multinacionales– no dudan en cooperar a la satisfacción de las necesidades financieras del partido de que se trate, sea para obtener esta o aquella concesión o sea, más en general, para dejarlo en deuda.

Hemos visto de todo al respecto. De todo. Fuertes créditos bancarios que no se devuelven y no pasa nada, maletas (e incluso bolsas de grandes almacenes) llenas de billetes que se pasean por las sedes, empresas inventadas sobre la marcha que hacen informes sin el menor interés (o que ni siquiera llegan a hacerlos) pero que cobran a precio de oro, rutilantes cuentas corrientes abiertas en Suiza o en paraísos fiscales y alimentadas de los modos más variopintos... Desde las mayores chapuzas a los recursos más elaborados.

Me cuentan que en los últimos años ha funcionado mucho una técnica que se diría inspirada en la obra de Mario Puzo: el partido en el poder –en el poder que sea, donde sea– adjudica tal o cual obra importante a una empresa sin exigirle nada a cambio; se limita a hacerle ver lo cara que está la vida política y lo bien acogidas que son las donaciones voluntarias. Suelen entenderlo perfectamente.

Al margen del blindaje legal de los métodos a los que se recurra, la viabilidad de los tinglados de financiación irregular de los partidos depende siempre de la complicidad colectiva de los que intervienen en la trama: de los que pagan, de los que reciben... y de los que no reciben en esa operación concreta, pero están interesados en no decir nada porque están recibiendo en otras, o porque recibieron ayer, o porque esperan volver a recibir mañana. Si alguien rompe el pacto de silencio sobreentendido, todo puede venirse abajo. Recordemos el caso Filesa: allí fue un gerente maltratado y con principios el que optó por contar lo que sabía. El alma humana es así. Hasta en el submundo de la corrupción política puede aparecer gente con vergüenza.

Pero no es el caso de Maragall. Él no ha roto la omertà porque se haya caído del caballo y haya visto súbitamente la luz. Más bien todo lo contrario: le cegaron las ganas de tapar como fuera el hoyo del Carmel y se puso a matar moscas a cañonazos.

Cuando Pujol ha salido de su retiro y ha acusado a su sucesor de haber provocado «una ruptura profunda del país» ha puesto el dedo en dos llagas: en la frivolidad de Maragall y en la concepción de país que manejan.

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Todos me tocan

(Lunes 28 de febrero de 2005)

La UE estudia hoy la adopción de medidas económicas contra el cultivo del tabaco o más bien, si es que he entendido la noticia, para no incentivar su producción.

Ayer estuve particularmente sensibilizado con el problema del tabaco porque arrastré durante todo el día las consecuencias de haber participado la víspera en una larga y concurrida reunión en la que bastantes de los asistentes fumaron todo lo que les dio la gana. Tuve las vías respiratorias hechas unos zorros, con una carraspera de padre y muy señor mío. Encima, mi compañera de piso –o sea, mi mujer– continuó dándole al fumeque sin parar.

No sé qué habría que hacer con el tabaco. Penalizar el consumo aumentando los impuestos no me convence. Se logra que los sectores con menos disponibilidades –la juventud entre ellos– moderen su consumo, y eso está bien, pero se privilegia a los ricos, y eso está mal. Además, me fastidia que el Estado saque aún más rentas de su hipocresía: no para de precaver contra el consumo del tabaco, pero tampoco para de llenar sus arcas con los impuestos que aplica al vicio de marras.

En todo caso, me parece una completa pasada la campaña que se está haciendo contra el tabaco. La idea ésa de prohibir que fumen los conductores, porque fumar les distrae, es disparatada. No creo que valga la pena perder el tiempo haciendo una lista de todas las cosas –¡y las personas!– que pueden distraer a alguien que conduce. De seguir ese criterio, debería prohibirse casi todo: desde llevar niños sin amordazar hasta que camine por la calle gente atractiva, pasando por las radios. (Por cierto: he escrito montones de veces que deberían estar prohibidos los anuncios radiofónicos en los que se oyen ruidos propios de la circulación viaria: bocinazos, frenazos, etcétera, porque confunden un montón a quien está conduciendo, pero a eso no le dan ninguna importancia. Como tampoco parece importarles que esté prohibido circular a más de 120 km./h. pero buena parte de los coches a la venta sean capaces de superar los 200 km./h. sin mayor dificultad.)

Mi problema es ése: que me tocan las narices con sus prohibiciones... pero los fumadores me tocan la garganta con su tabaco.

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Esto no puede ser

(Apunte de domingo y, en consecuencia, festivo)

No me conmueve el estado de irreversible decrepitud en el que se encuentra Karol Wojtyla –con los años me voy haciendo cada vez más duro de corazón: debe de ser la arteriosclerosis–, pero admito que su lenta agonía me interesa, y bastante, como pieza clave del tétrico fenómeno social que protagoniza.

Antes, los jefes máximos de la Iglesia Romana tenían a bien cruzar la laguna Estigia de manera más discreta y, sobre todo, más rápida. Te enterabas casi seguido de que no se encontraban del todo católicos y de que ya estaban haciendo cola en el santoral. Lo de este hombre, que se aferra al cargo con aún más determinación que a la vida –que ya es decir–, resulta en verdad extraordinario. Hay voces autorizadas que afirman que no lo mata ni Dios.

«¿Y a ti qué te importa?», me dicen algunos. «Deja que los católicos se organicen como les parezca.»

Ése es un criterio del que no participo. Me ocupo de cómo se organizan los católicos porque, en toda formación social respetuosa con los principios democráticos, el derecho de asociación ha de acomodarse a ciertas reglas, de modo que no haya nadie que contraríe tales principios. Esto es algo que requiere una muy especial vigilancia cuando se trata de organizaciones que, como es el caso, están sometidas a disciplina extraterritorial.

Y es que a veces se tiende erróneamente a otorgar libertades que no existen. Si un grupo de gente quiere constituir una asociación de bebedores de sangre –y que conste que no estaba pensando en este preciso momento en la Santa Misa–, los demás no podemos declararnos neutrales. Por ello mismo, creo que tenemos algo que decir ante el espectáculo combinado de enseñamiento y autoensañamiento médicos que está ofreciéndonos el Estado Vaticano.

Soy el primero –bueno: quizá el segundo; no sé– en respetar los derechos de la Santa Madre Iglesia. Pero sólo cuando encajan sin conflicto dentro del marco natural de los Derechos Humanos. El pasado jueves me topé en ETB con Txaro Arteaga, directora de Emakunde (el Instituto Vasco de la Mujer). Dijo que, a partir de la nueva Ley de Igualdad promulgada por el Parlamento vasco, las instituciones autonómicas se van a negar a tener relación con las entidades y empresas que no acepten la igualdad de derechos de los hombres y las mujeres. Le pregunté cuándo, en aplicación de esa ley, el Gobierno vasco va a romper relaciones con la Iglesia católica, entidad que, como es requetesabido, no concede igualdad de derechos a las mujeres. No me dio una respuesta precisa.

A mí, que crean en Dios y que se junten para sus cosas me da igual. Lo que reclamo que se les exija, al igual que al resto de los ciudadanos, es que se comporten con arreglo a las leyes comunes, ya se trate del respeto a la igualdad de oportunidades de las mujeres o a las normas que prohíben los espectáculos crueles y degradantes como el que nos están ofreciendo estos días desde el Vaticano en horario de máxima audiencia. 

Sencillamente, porque eso no puede ser.

Bueno, perdón: sí que puede ser (y ahí está la cosa). Pero no debería.

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El pasteleo

(Sábado 26 de febrero de 2005)

Escribí en mi Apunte de ayer –e insisto en ello en la columna que El Mundo me publica hoy– que las aguas de la política catalana volverán a su cauce anterior.

Quizá sea una profecía demasiado arriesgada. Quizá no.

El tono en el que se están hablando los políticos de CiU y el PSC es muy fuerte. La aparición de la Fiscalía también resulta conflictiva. Se ha armado buena.

No es para menos.

Uno de los inconvenientes que presenta Maragall es su tendencia al descontrol. No es sólo que los demás tengan dificultades para controlarlo; es que él mismo parece no arreglárselas muy bien para controlarse. A veces se le nota problemáticamente espeso.

¿A cuento de qué salió con lo del 3%? ¿Lo pensó antes de decirlo? Me da que no.

Dejo de lado que la sesión parlamentaria no estaba para debatir de esas cosas y que la arruinó por completo, lo que no han agradecido nada, como es lógico, los vecinos de El Carmel. Eso es grave, pero de consecuencias más a ras de suelo. La cuestión fundamental es que dio suelta a un bicho de mucho cuidado, que a ver cómo se las arregla para devolver ahora a los corrales. Porque la alternativa es de una sencillez aplastante, y todo el mundo la está planteando ya: si dijo lo del 3% a la ligera, sin pruebas, ha demostrado ser de una frivolidad pasmosa, intolerable en alguien que ocupa un cargo de esa responsabilidad; y si lo dijo sabiendo bien de qué hablaba, no puede ahora desdecirse por oportunismo político.

Doy por hecho que Maragall sabe que CiU cobraba comisiones por la concesión de obras públicas. Tal vez incluso, si se lo propusiera, podría demostrarlo. Pero también ha de saber, obligatoriamente, que los de CiU no ignoran que el PSOE las ha cobrado igual que ellos, cuando y donde ha estado en el poder. Y que tal vez, si se lo propusieran, podrían demostrarlo.

La perspectiva no tiene nada de desagradable: si se decidieran a sacarse los trapos sucios, en plan «¡Pues mira que tú!», la dura realidad de la clase política catalana –y, ya de paso, también de la clase mediática– quedaría al desnudo en cosa de nada. Porque es imposible levantar la tapa de una fosa séptica y que no apeste.

Pero no veo qué interés pueden tener en deslizarse todos por esa pendiente.

Es lo que me hace pensar que se las arreglarán para pactar el rápido regreso a la normalidad. Es decir, al pasteleo de siempre.

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El 3% catalán

(Viernes 25 de febrero de 2005)

Admiro desde mi más tierna juventud los modos suaves y relajados que rigen en la vida política catalana y la capacidad de sus políticos profesionales para coexistir sin mayores tensiones mutuas, criticándose entre sí sólo lo estrictamente imprescindible para que no parezca que son del mismo partido. Lo normal es verles sonriéndose mucho y dándose palmaditas en la espalda interesándose por sus respectivas familias, con frecuencia emparentadas.

Durante los primeros tiempos de la Transición, los antifranquistas vascos, que andábamos a la greña –ya por entonces–, mirábamos con fascinación no desprovista de envidia la unidad que reinaba en la Assemblea de Catalunya, que agrupaba al conjunto de la oposición, incluidos los grupos sindicales, sociales y ciudadanos, y al Consell de Forces Politiques, en el que se sentaban todos los partidos que querían estar en él. Luego ambas plataformas se disolvieron para dar paso a las instituciones actuales, pero el estilo quedó. Prueba de ello es el aliento unitario con el que han emprendido la reforma de su Estatut, reforma que casi todo el mundo da por hecho que será aprobada por amplísimo consenso, si es que no por aclamación.

La política catalana tiene desde hace más de 40 años un aire versallesco, alejado del estilo tosco, e incluso bronco, en el que otros nos hemos instalado. A ello ha contribuido lo suyo también la propia prensa de Barcelona, que nunca ha sido demasiado dada a importunar a sus administradores políticos con denuncias referidas a sus vidas corrientes y a sus cuentas no menos corrientes. (Algo sí, claro, pero sólo lo justo.)

Hay que considerar esa arraigada tradición para entender hasta qué punto tuvo que perturbar el ánimo de la mayoría de los parlamentarios catalanes que el president Pasqual Maragall se permitiera interpelar ayer a los diputados de CiU diciéndoles aquello de que  tienen un problema, que es el del 3%, en alusión a las presuntas comisiones que habrían cobrado por las obras públicas realizadas durante los largos años en los que Jordi Pujol estuvo instalado en el Palau de la Generalitat. El líder de Convergència, Artur Mas, saltó al punto y, con gesto un tanto descompuesto, sentenció que Maragall había mandado «a fer punyetes» toda la legislatura, amenazando de manera no demasiado velada con boicotear la reforma del Estatut. Fue todo a la vez muy confuso y muy clarificador. No se sabía a cuento de qué había salido a relucir lo del 3%, pero quedó clarísimo que el consenso se apoya en un complejo entramado de silencios mutuos. Así devuelto a la realidad, el president, como si se sintiera un tanto escandalizado de sí mismo, retiró la acusación a toda velocidad, con lo que todo retornó más o menos a su cauce.

Maragall ya ha recordado que esas cosas no se dicen. Aunque sean verdad.

Una anécdota

Lo voy a contar tal como lo oí, pero no puedo certificar que lo que oí sea cierto, razón por la cual tampoco proporciono los nombres de los protagonistas de la historia. Procede del encuentro entre el mandamás de una firma de primera importancia en el ramo de la construcción con sede en Madrid y un reputado periodista.

La conversación de referencia se produjo hace algo así como 14 o 15 años. En ella, el constructor contó al periodista en todo muy confidencial que pocos días antes había recibido una llamada procedente de la Administración catalana. Le pidieron que acudiera cuanto antes a Barcelona para hablar con determinado dirigente político, cuyo nombre también callo. El empresario, que acababa de concursar para obtener la concesión de una obra por valor de miles de millones de pesetas, acudió a la cita presuroso. Y allí se encontró con que el alto dirigente político –alto en dignidad, quiero decir– le comunicó que la obra sería para su empresa, siempre que antes pasara por la caja del partido para depositar el tanto por ciento correspondiente.

Al constructor no le había sorprendido que le reclamaran el peaje. Ya contaba con eso. Lo que le dejó de piedra es que la gestión la asumiera personalmente un tan destacado dirigente político y que la afrontara con ese descaro.

Así lo oí, y así lo cuento.

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