[Del 11 al 17 de marzo de 2005]

 

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Carrillo

(Jueves 17 de marzo de 2005)

Estoy de acuerdo: Santiago Carrillo fue un hombre clave en la Transición. Ya sólo falta decidir si para bien o para mal. En mi criterio, para mal.

Ayer le hicieron un homenaje por sorpresa. María Antonia Iglesias le dijo que le invitaba a cenar con Martín Villa y, cuando llegó, se encontró con unos 300 comensales, entre los que estaban muchos otros protagonistas de la Transición, a los que se añadieron bastantes intelectuales y artistas de renombre. Curiosamente, muy pocos «históricos» del PCE. De la izquierda radical, para qué hablar.

Yo sabía desde hace bastantes días que ese homenaje por sorpresa iba a producirse, e incluso que se había cambiado de fecha por problemas de agenda de Jordi Pujol, pero mi escaso afecto por Carrillo no llega al extremo de reventarle la sorpresa para fastidiarlo. Huelga decir que no sabía del evento porque me hubieran invitado a participar en él. Los organizadores conocen bien a Carrillo y me conocen lo suficiente a mí como para saber que mi presencia no encajaba ni poco ni mucho en un acto como ése.

Sin embargo, en mi falta de simpatía por Carrillo no hay componentes que se salgan de lo puramente político. Personales sí, porque yo las cosas de la política me las tomo muy a pecho, pero no privados.

Nunca estuve en la órbita del PCE. Me inicié en política a los 16 años, en una época en que los prosoviéticos –y Carrillo lo era– no tenían un gran prestigio en los círculos juveniles radicales de Euskadi. Estaban más en boga las doctrinas revolucionarias tercermundistas y las disquisiciones teóricas de lo que por entonces se llamaba new left. Las posiciones del comunismo oficial español nos parecían timoratas por dos lados diferentes, pero complementarios: por el nacional (vasco, se entiende) y por el social (lo tildábamos de reformista, tanto en el plano local como en el internacional). Nada demasiado importante, visto desde la actualidad. Mis mayores mosqueos con respecto a la gente de Carrillo vinieron cuando, ya volcado en la actividad política, me topé con el lado lúgubre (llamémoslo así) del comunismo oficial. Sería largo de contar, y quizá tampoco tenga demasiado interés, pero llevé muy mal su negativa a hacer nada para oponerse a la ejecución del anarquista Salvador Puig Antich, que dos directos colaboradores de Carrillo me teorizaron personalmente, y, más tarde, el conocimiento preciso de los métodos de los que se había servido la Ejecutiva del PCE para «deshacerse» de algunos disidentes de su propio partido. Admito que, cuando se meten de por medio las cuestiones de ética elemental, tiendo a enfadarme.

Llegados los tiempos de la Transición, Carrillo hizo varias apuestas que consideré rotundamente erróneas. En primer lugar, se mostró dispuesto a aceptar cualquier cosa, incluida la Monarquía y la reconversión de los franquistas en protodemócratas, con tal de que su partido fuera legalizado (y aunque otros no lo fueran). En segundo lugar, se volcó en la promoción del PSOE, en un intento de fabricar su propio y local «compromiso histórico», sin darse cuenta de que, en cuanto pudiera, Felipe González apuñalaría al PCE con auténtica delectación (y ni siquiera por la espalda). En tercer lugar, se acomodó a la aversión de los partidos de orden por la movilización social, haciendo esfuerzos ímprobos por limitarla tanto en extensión como en radicalidad. En cuarto lugar, desactivó la propia fuerza organizada del PCE. En quinto...

Pero para qué seguir. Carrillo fue una pieza esencial en la reforma del régimen. Y en la desactivación de la ruptura.

En este punto siempre me salen algunos argumentando que lo que ocurrió es lo que tenía que ocurrir; que la cosa no daba para más, etcétera. A los cuales siempre respondo que la posible inutilidad de defender una causa justa no vuelve obligada la defensa de una causa injusta.

No sé qué hubiera pasado si Carrillo se hubiera empeñado en defender la ruptura real con el franquismo, al modo en el que los demócratas portugueses rompieron con los jefes de la dictadura salazarista (en un proceso que, por cierto, causó muchos menos muertos que «nuestra ejemplar Transición»). Lo que sí sé es que, si hubiera hecho algo así, me habría sorprendido muchísimo. Lo vi muy a gusto en su papel de enterrador de la resistencia antifranquista.

¿O alguien se piensa que Martín Villa lo homenajea por otra cosa?

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Palabras, palabras, palabras

(Miércoles 16 de marzo de 2005)

Ya se sabe, la cosa de Guillermo Shakespeare: «Words, words, words». El palabreo que no lleva a nada. Vanidad de vanidades.

Pero no tuvo razón, por una vez, el viejo Bill. Y supongo que lo sabía. El mal no está en las palabras, sino en el poco caso que hacemos de ellas. Incluidas las nuestras propias.

Ayer, rebuscando entre antiguas canciones –entre mis más antiguos recuerdos–, me reencontré con una de las piezas predilectas de mi juventud. Es de Pete Seeger y se llama así: «Words, words, words». Rezuma melancolía y parece el canto cansado –casi hastiado– de un viejo luchador que no está para mucho más.

Curioso: la canción es de 1967, cuando todo parecía animar al optimismo.

Pete Seeger estaba de vuelta de muchas guerras, incluyendo la de España. Pero siguió combatiendo en todas las siguientes. Y siempre –huelga decirlo– en el mismo bando.

He traducido la letra lo mejor que he sabido, aunque he visto que hay diferencias de cierta importancia entre unas y otras versiones. No importa demasiado. Dice así:

 

WORDS, WORDS, WORDS

 

Palabras, palabras, palabras

en mi vieja Biblia.

¿Cuánto de verdad conservan?

Si por lo menos las hubiera entendido

cuando salían de mis labios,

¿no habría cambiado mi vida?

 

Palabras, palabras, palabras

en la vieja Declaración de Tom. (*)

¿Cuánto de verdad conservan?

Si por lo menos las hubiera entendido

cuando salían de mis labios,

¿no habría cambiado mi vida?

 

Palabras, palabras, palabras

en mis viejas canciones y cuentos.

¿Cuánto de verdad conservan?

Si por lo menos las hubiera entendido

cuando salían de mis labios,

¿no habría cambiado mi vida?

 

Palabras, palabras, palabras

en viejas páginas ajadas.

¿Cuánto de verdad conservan?

Si por lo menos las hubiera entendido

cuando salían de mis labios,

¿no habría cambiado este mundo?

 

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 (*) Seeger se refiere –espero no equivocarme– a la Declaración de Independencia de los Estados Unidos de América, cuyo borrador fue obra de Thomas (Tom) Jefferson. Un texto vibrante y espléndido, una vez desprovisto de sus invocaciones religiosas. O incluso sin desproveerlo.

 

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Paraísos fiscales

(Martes 15 de marzo de 2005)

Algún seudoingenuo periodístico se pregunta hoy, a cuento de la razzia de la Costa del Sol, por qué las grandes potencias, los EEUU y la UE en particular, siguen permitiendo que existan los llamados «paraísos fiscales», es decir, los reductos geográficos en los que impera la impunidad económica.

No creo que esté esperando la respuesta.

Los paraísos fiscales son al capitalismo lo que la prostitución al matrimonio católico. Le sirven de contrapeso. Son las válvulas de escape que buscan sus sustentadores para liberarse de la presión que les supone la legalidad formal. Hacen como que está feo recurrir a esas cosas, pero las cuidan como oro en paño.

Tómese el caso de las llamadas «banderas de conveniencia» en la marina mercante. Hay grandes potencias, como los Estados Unidos, que tienen buena parte de sus grandes buques registrada en los países que proporcionan esas banderas, que han tomado el relevo de las patentes de corso. Los barcos tienen el mínimo de papeles, sus fletes lo mismo, el estado del propio barco se revisa cuando le apetece al armador –o sea, mal y cuando ya no queda más remedio–, las tripulaciones no están aseguradas, nadie supervisa en serio la titulación de los oficiales, ni su historial... ¡Así da gusto! Se sacan unos beneficios de aúpa.

Hablan de Gibraltar. Como si el estatuto jurídico de la roca fuera el único y verdadero mal. Gibraltar –insisto en el símil– es como un prostíbulo: si careciera de clientes, no funcionaría. Ignoro quiénes son los clientes de ese serrallo fiscal, pero constato la cantidad y la calidad de las oficinas que tienen allí los grandes bancos españoles. Hay en España capitales de provincia que no cuentan con instalaciones bancarias de tanto postín. Los que dicen saber de qué va aquello aseguran que muchos de los clientes del chollo gibraltareño son españoles de pro, de esos que dicen en sus discursos oficiales que la colonia «es una espina que todos los españoles llevamos clavada en el corazón».

¿Que por qué no acaban las grandes potencias con los paraísos fiscales? Porque son parte de su modus operandi. Un capitalismo sin paraísos fiscales sería como un jardín sin estiércol.

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Cómplices de clase media

(Lunes 14 de marzo de 2005)

–Sí, todo lo que tú quieras, pero lo cierto es que ahora, gracias a él, en Marbella casi ya no hay delincuencia y puedes pasear tranquilamente por la calle.

Recuerdo muy bien a la buena señora que me respondió así hace ya algunos años cuando me oyó despotricar contra los métodos fascistizantes de su alcalde, el difunto Jesús Gil.

¡Que no había delincuencia! Lo que apenas quedaba era delincuencia menor, de la que practican los raterillos, los tironeros, los navajeros y los salteadores nocturnos. A cambio, la delincuencia internacional de alto standing se había enseñoreado de la ciudad. Pero a mi discrepante eso no le importaba gran cosa.

–No sé de dónde sacarán el dinero, ni me importa. Lo que me interesa es que se lo gastan aquí.

Si los capi de las mafias de medio mundo decidieron negociar en la Costa del Sol, y bastantes de ellos incluso asentar allí sus reales, fue por dos razones clave: la cercanía del paraíso fiscal de Gibraltar y la permisividad de las autoridades locales hacia sus negocios, en general, y hacia el dinero negro, en particular. Pero, para que las autoridades locales pudieran ser permisivas, lo primero que se requería era que se convirtieran en autoridades. Para lo cual era imprescindible el voto popular. Porque esto es una democracia, y la vista gorda no se instala en los despachos oficiales si no es con el aval de las urnas.

Dejo la Costa del Sol y viajo algo más al norte. Me detengo en Murcia. Allí se ha atascado el proceso de regularización de la situación legal de la población inmigrante porque un sector muy influyente de la patronal no quiere renunciar a los pingües beneficios que le depara la contratación irregular en tres sectores punteros: la construcción, la agricultura y los servicios. En Murcia, según un estudio realizado recientemente por la Caja Rural Intermediterránea (Cajamar), el 30% de la población ocupada está contratada fuera de los cauces ortodoxos, el 28% de los trabajadores no está afiliado a la Seguridad Social, el 66% de los contratados realiza jornadas que superan el horario legal y el 20% de los empleados con nómina recibe parte de su salario en dinero negro. El resultado de esa situación es un auge espectacular de la economía, que hace las delicias no sólo de la parte menos escrupulosa de la patronal, sino también de las máximas autoridades locales. El jefe del Gobierno autónomo, Ramón Luis Valcárcel, del PP, está en esa posición. Pero no es una peculiaridad suya. Cuenta con el respaldo de sus muchos electores, que temen que una aplicación rigurosa de la legalidad pudiera frenar el crecimiento económico de la región, cuya tasa se viene situando durante los últimos años entre las más altas de toda España.

¿Qué tienen de común lo de la Costa del Sol y lo de Murcia? Si alguien no lo ha entendido, le ruego que vuelva a leer el título de este apunte.

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Sombra para la Costa del Sol

(Domingo 13 de marzo de 2005)

No sé si tendrán pleno fundamento las acusaciones que se vierten contra los detenidos en la operación judicial que está en marcha en la Costa del Sol. Imagino que sí, más que nada por la relevancia de las personas que aparecen implicadas: no es lo mismo lanzar acusaciones fantasiosas contra media docena de chavales vascos acusados de kale borroka, por los que nadie influyente se va a preocupar, que empurar a algunos de los abogados y notarios de más poderío de toda la costa cálida del Mediterráneo. (En ese sentido, tiene su punto de cómica la reacción del Colegio de Abogados de Málaga, cuyo órgano supremo de gobierno, reunido de urgencia, ha expresado «su preocupación» por las detenciones. ¿No deberían estar más preocupados los colegiados por la posibilidad de que entre sus miembros hubiera delincuentes de marca mayor y ellos anduvieran a dos velas? ¿O estaban más iluminados que eso y preferían mirar para otro lado?)

Digo que no sé cuánto de verdad habrá en lo que se está contando, pero añado de inmediato que no sólo no me extraña, sino que –en lo que se refiere a la trama, no a la identidad de sus integrantes, claro está– no hace sino confirmar lo que ya daba por supuesto. Blanqueo de dinero, ramificaciones en muchos países, prostitución, trata de blancas, tráfico de armas, tráfico de drogas, paraísos fiscales (con Gibraltar en primer plano), emporios inmobiliarios... y GAL.

Sobre este punto de la relación de esta trama en vías de desarticulación y la lucha ilegal contra ETA se ha apuntado poco y de puntillas, pero recuerdo que hace muy pocos días un magistrado de pro –cuyo nombre y cuyo cargo lamento no recordar– declaró que las mafias instaladas entre Gibraltar y Alicante, con sede principal en la Costa del Sol, habían gozado hasta ahora de una fuerte impunidad por dos razones principales: por su aportación al desarrollo económico de la zona y por su contribución a la lucha contra el terrorismo de ETA.

Dejando de lado por ahora esa supuesta «aportación al desarrollo económico de la zona», rica en crímenes ecológicos, me detengo en lo de ETA. ¿A qué se refería el juez? No lo sé, pero me lo imagino. Tras el fin de la guerra colonial de Argelia, la costa mediterránea española sirvió de cobijo a buena parte de los integrantes de las bandas paramilitares que habían practicado el terrorismo contra los independentistas argelinos y que no querían –y en bastantes casos no podían, por tener causas judiciales pendientes– volver a Francia. Alguna gente de ésa, de ideología netamente nazi-fascista, formó pandillas gangsteriles que han venido trabajando desde entonces unas veces para sus propios negocios y otras para quienes alquilaban sus servicios. Se sabe que el Estado español estuvo entre sus clientes en la época en que funcionaron los GAL, pero no tendría nada de particular que, habida cuenta de su relación con los ambientes dedicados al tráfico de armas y explosivos, hayan seguido prestando determinados «servicios a la Patria».

En todo caso, lo que se ha puesto en marcha en las últimas horas es una operación contra la delincuencia de cuello blanco que, si se lleva a fondo, puede destapar muchísimas complicidades. Y no sólo con Yukos, o con los negocios del extinto Gil, sino con toda la tupida y muy bien relacionada trama internacional que ha tenido desde hace décadas en Gibraltar la sede primera de sus paraísos fiscales y en la Costa del Sol la sede primera de sus paraísos policiales y judiciales.

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Solidaridad con las víctimas

(Sábado 12 de marzo de 2005)

Eran las 12 del mediodía de ayer y yo, que no sabía que eran las 12 del mediodía, caminaba hacia la oficina central de Correos de Bilbao para enviar una carta certificada. Suelo hacer cosas así: aprovecho los ratos libres de los viajes para pequeños recados y compras que me cuesta realizar cuando estoy en casa, porque me obligarían a interrumpir la jornada de trabajo. El caso es que acababa de salir de una reunión y quería ocuparme de tres o cuatro asuntillos. Me sorprendí cuando llegué a Correos y vi al personal en la calle, frente a la puerta de la oficina. «Anda, claro: por lo del aniversario», comprendí. No me acordaba de la convocatoria.

Y, si no me acordaba, era, obviamente, porque ni se me había ocurrido la posibilidad de participar en ella.

¿Insolidario? ¿Insensible? Me quedé pensando en ello mientras esperaba a que terminara la concentración. Como mi actitud no había sido resultado de una reflexión previa, hube de indagar en las entretelas de mi subconsciente. ¿Por qué había descartado de antemano sumarme a esos actos? Me di cuenta de que todas las conmemoraciones oficiales previstas para el 11-M me produjeron desde su anuncio un disgusto instintivo. Tenían un invariable regusto de hipocresía y exhibicionismo, con todas las planas mayores civiles y eclesiásticas en primer plano. Por ello simpaticé de inmediato con la posición de la Asociación que representa Pilar Manjón, que renunció a participar en ningún acto público. Eso de un lado. Pero está también que no consigo ver por qué debo homenajear de manera especial y extraordinaria a estas víctimas durante cinco minutos y puedo pasar el resto del tiempo tan campante haciendo como que no sé que hay muchisíma más gente que muere a diario en todo el mundo víctima de toda suerte de violencias, unas armadas, otras no (de modo visible, quiero decir). ¿Ojos que no ven, corazón que no siente? ¿El de al lado se merece más? No sé. Al final deduje –porque me caigo bien, probablemente– que quizá lo mío no sea insensibilidad, sino sensibilidad más repartida, más constante, más universal.

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Del terrorismo como pretexto

(Viernes 11 de marzo de 2005)

«Lamento decir que los expertos internacionales en derechos humanos, incluidos los del sistema de Naciones Unidas, coinciden unánimemente en considerar que muchas de las medidas que adoptan actualmente los estados para luchar contra el terrorismo vulneran los derechos humanos y las libertades fundamentales». La afirmación es del secretario general de la ONU. Y ni el lugar ni el momento que eligió para hacerla pudieron ser más oportunos: en Madrid y a muy pocas horas de la conmemoración de la masacre del 11-M.

Kofi Annan me despierta unas simpatías más bien limitadas. Está claro que se da cuenta de lo que sucede en este planeta que llamamos Tierra y de por qué sucede. Pero igual de claro está que siempre acaba inclinándose ante los poderes fácticos que conducen el mundo por las sendas que él desaprueba. Su actuación con respecto a la guerra, la ocupación y el avasallamiento estadounidense de Irak es un perfecto ejemplo de esa mezcla suya de lucidez y cobardía: primero denunció; luego se avino. A regañadientes, pero se avino. (Me dirán ustedes que ha de comportarse así, porque si no le privarían del cargo en cosa de nada. Lo cual no discuto. Pero que para ocupar un determinado puesto haya que tragar sapos y culebras sólo prueba que quien lo ocupa tiene en más la ambición que la decencia.)

Su discurso de clausura de la Cumbre de Madrid sobre Democracia, Terrorismo y Seguridad fue tres cuartos de lo mismo: denunció un hecho tan real como reprobable, pero no puso nombre a sus autores, con lo cual los representantes de todos los estados presentes en el acto –incluidos aquellos cuyo comportamiento acababa de ser denunciado– pudieron dedicarle un amable aplauso y quedarse tan anchos.

En realidad, Kofi Annan se quedó muy corto no sólo por lo anónimo de su crítica, sino también porque invirtió los términos de la realidad. En contra de lo que él insinuó de modo genérico, no es que muchos estados estén vulnerando los derechos humanos y las libertades en su lucha contra el terrorismo; es que están utilizando la lucha contra el terrorismo como pretexto para librarse del molesto corsé que representa para ellos la legislación que protege los derechos humanos y las libertades. Hágase el balance del cambio que ha experimentado el mundo tras el 11-S: no hay más seguridad, pero sí bastante menos libertad. La ola de iniciativas de todo género propiciada desde la Casa Blanca no ha conseguido nada de lo que decía pretender. Ni siquiera –y por anecdótico que resulte–, capturar a Bin Laden.

El terrorismo les ha hecho tantos servicios a modo de pretexto que uno se pregunta, en buena lógica, qué interés concreto podrían tener en acabar con él. Tanto más cuanto que, como es bien sabido, ellos también se sirven de los métodos del terrorismo cuando les conviene.

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