[Del 25 al 31 de marzo de 2005]

 

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Rajoy, con vídeo y sin fundamento

(Jueves 31 de marzo de 2005)

La empresa de publicidad de Miguel Ángel Rodríguez ha realizado por encargo de la fundación FAES, que preside José María Aznar, un vídeo de propaganda política que, por lo que cuenta El Mundo en su edición de hoy, es una porquería de panfleto de agitación que insiste hasta el aburrimiento y con argumentos reduccionistas y falaces en la patética tesis aznariana según la cual la victoria electoral del PSOE el 14-M fue el resultado de una larga y tétrica conspiración de «la izquierda y las fuerzas antisistema» (sic).

El Mundo publica un editorial en el que pone de vuelta y media el vídeo en cuestión y afirma que la utilización de armas políticas tan rastreras como ésa perjudica la imagen de moderación y templanza de Mariano Rajoy. Sin embargo, se dice que el propio Rajoy, acompañado de Ángel Acebes, vio hace algunos días el vídeo y que no sólo mostró su conformidad, sino que lo aplaudió. Lo cual, de ser cierto, obliga a concluir que no es que sea Aznar, con sus obsesiones y su FAES a cuestas, quien mete goles a Rajoy dejándole con el pompis al aire, sino que es el propio Rajoy el que se dedica a tirar los balones contra su propia puerta.

El PP tiene un muy grave problema de liderazgo. Rajoy es un mal presidente. Carece de autoridad. Pero no sólo porque se muestre incapaz de parar los pies a Aznar y obligarlo a dejar de meter las narices donde no debe, sino también, y quizá principalmente, porque carece de criterio propio. No sabe imponerse porque tampoco tiene claro qué es lo que debería imponer. Se habla de su estilo moderado, poco dado al fanatismo, pero ésa es sólo la cara positiva de un carácter básicamente irresoluto, dubitativo, vacilante. Puede ver con buenos ojos a las 7 la idea de moderarse, dar lo pasado por pasado y volcarse en la tarea de reconquistar la parte del electorado centrista que perdieron el 14-M... y a las 8 aprobar una rabieta rencorosa y ultra como la del vídeo de Aznar-Rodríguez. Tiene talante; no línea. Y quien carece de línea no puede marcársela a los demás.

Cuando Aznar llegó a la Presidencia del PP, sabía lo que quería. Lo primero de todo, mandar en su propio partido, lo que le llevó a neutralizar a sus congéneres con ambición de liderazgo, a los que redujo al ostracismo con mano implacable. Lo segundo, sacar partido de las debilidades del mandato de González: la corrupción económica, los crímenes de los GAL, la manipulación de los medios públicos, etcétera. Rajoy no tiene claro nada de eso. Está rodeado de una banda de conspiradorcetes que sueñan con ser califas en lugar del califa, como el gran visir Iznogoud del Pilote, y que hacen lo que les peta. En cuanto a su labor de oposición, sigue una deriva errática: hoy quiere pactar, mañana no quiere ni ver a Zapatero, pasado le reprocha una chorrada, al día siguiente le pasa por alto una pifia de aúpa, al otro se viste de moderado y moderno, al de más allá se deja meter en una gilipollez retrofranquista... Como dicen en mi pueblo, no tiene fundamento.

Lo único que tiene a su favor es el enemigo con el que cuenta, que tampoco puede decirse que sea un genio.

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Los jueces supremos

(Miércoles 30 de marzo de 2005)

Se echan las manos a la cabeza cuando Ibarretxe dice que la resolución del Tribunal Supremo sobre Aukera Guztiak atiende a los intereses políticos del PP y el PSOE. Sostienen que esa afirmación es una barbaridad; que hay que dar por supuesta la independencia de los más altos tribunales del Estado.

Para mí que Ibarretxe se ha equivocado en la formulación de su crítica. No puede demostrar lo que ha dicho. Se ha metido en una polémica que no tenía por qué asumir personalmente.

Pero mi reproche se refiere a la forma en que se ha expresado; no al fondo.

En cuanto al fondo, no me cabe la menor duda. Pero no en este caso. Sé que es así en todos los asuntos que tienen una dimensión política de cierta importancia. Y lo sé porque he mantenido durante los últimos años un trato bastante cercano con personas que cuentan con un conocimiento detallado del funcionamiento interno del Supremo y del Constitucional. Les he visto muchas veces hacer cálculos precisos sobre el sentido que va a tener tal o cual sentencia considerando la adscripción política de los magistrados: «Esa Sala la componen Fulano, Mengano, Zutano, Perengano, el otro y el de más allá. Fulano apoya al PSOE porque está muy unido a Tal y Cual, que lo llevan a cursos de verano y le encargan conferencias pagadas a precio de oro. Mengano le debe demasiados favores al PP y además utiliza muchos fines de semana la lujosa villa que Pepito Pérez tiene en la sierra...». Y así con todos. Al final, hacen las cuentas y dictaminan qué sentido tendrá la sentencia. Y lo que es más definitivo: aciertan de pleno.

Eso cuando se trata de asuntos en los que el PP y el PSOE están enfrentados. Como cabe suponer, todo es mucho más sencillo cuando los dos partidos están de acuerdo.

Los jueces del Supremo son elegidos por el Consejo General del Poder Judicial, que es un órgano de representación política. Ahora mismo hay un tira y afloja importante porque el PSOE quiere cambiar la ley del CGPJ, para que los nombramientos que efectúa requieran una mayoría más amplia, porque los consejeros favorables al PP están copando todos los puestos vacantes. Así las cosas, ¿quién puede indignarse cuando se dice que los pronunciamientos de ese Tribunal están políticamente contaminados?

Todos dicen que hay que respetar a los jueces supremos... cuando lo que sentencian les viene bien. Pero todos saben de qué van y de qué vienen.

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Bush en el diván

(Martes 29 de marzo de 2005)

A propósito de la actuación de George W. Bush en caso Schiavo y de la calificación de «tipejo» que le reservé en un anterior apunte, me escribe un lector desde California para, de un lado, decirme que le parece una catalogación decididamente benévola y, de otro, contarme que ha salido en Estados Unidos un libro titulado Bush On the Couch, del que es autor Justin A. Frank, psiquiatra afincado en Washington D.C., que tiene bastante buena pinta.

Me cuenta el lector lo que el doctor Frank escribe en el prólogo del libro. Dice:

«Si alguno de mis pacientes dijese con frecuencia una cosa e hiciera otra, querría saber por qué.

»Si descubriese que usa palabras que ocultan su verdadero significado y afectasen a  alguien y oscureciesen el sentido de sus actos, comenzaría a preocuparme más.

»Si revelara que tiene una visión del mundo rígida, caracterizada por su tendencia a hipersimplificar la distinción entre lo justo y lo injusto, entre el bien y el mal y entre los aliados y los enemigos, dudaría de su capacidad para entender la realidad.

»Y si sus acciones reflejasen una indiferencia poco común –o incluso una actitud sádica– hacia el sufrimiento humano, revestido de una pía pretensión de compasión, me preocuparía seriamente por la seguridad de las personas cuya vidas tengan relación con él o dependan de él.

»En estos tres últimos años he observado con creciente alarma las incoherencias y las contradicciones de un individuo así. Pero no se trata de uno de mis pacientes. Es nuestro presidente.»

La descripción es correcta: se trata, sin duda, de un caso clínico.

Pero no de un caso muy excepcional. Hace años que vengo observando lo propicio que es el mundo de la política para los psicópatas. Encuentran en él un ambiente perfecto para adaptar sus obsesiones y disimularlas. Los paranoicos, en particular, se sienten a sus anchas: pueden sentirse perseguidos, porque de hecho lo están. No es nada raro que se encaramen a altos puestos de responsabilidad.

A partir de ahí, todo el asunto está en el grado de poder que alcancen. Cuando se trata de líderes psicópatas que ejercen en una democracia que limita severamente sus poderes, la cosa puede mantenerse dentro de límites más o menos tolerables. Lo malo es cuando tienen en sus manos una muy amplia capacidad de maniobra, sea porque se han hecho con las riendas de un estado presidencialista, sea porque se han encaramado a la cumbre de una dictadura. El caso de Bush es particularmente espantoso porque ocupa el puesto de más poder del mundo, sólo limitado por el control que ejercen sobre él fuerzas que son tan peligrosas como él, si es que no más.

Nota.– Quienes regresen hoy de vacaciones y quieran leer los apuntes de la semana pasada, pueden hacerlo pinchando aquí.

 

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Montesquieu cruzó el charco

(Lunes 28 de marzo de 2005)

Ignoro las verdaderas razones por las que los tribunales de Florida que entienden en el caso de Terri Schiavo se han negado a plegarse a la santa voluntad de George W. Bush. Es muy posible que sus integrantes estén luchando más por el fuero que por el huevo, que la polémica sobre la eutanasia y el enseñamiento médico les importe un bledo y que lo que estén defendiendo con uñas y dientes sea la autonomía del poder judicial ante el ejecutivo, o los derechos de los estados frente a las intromisiones del poder federal, o ambas causas a la vez. No lo sé.

Lo que sé es que lo hacen y que, según todas las trazas, Bush y su cohorte de senadores y congresistas van a tener que comerse su ley ad hoc con patatas.

Lo cual demuestra que en los Estados Unidos de América, si bien es cierto que hay sectores de la población que son de un primitivismo ultrarreaccionario verdaderamente anonadante –y este caso lo ha demostrado más que de sobra–, también existe una muy apreciable dinámica interinstitucional: llegado el caso, los diversos poderes pueden chocar entre sí y contrapesarse. Montesquieu, mal que bien, sigue vivo por aquellos pagos.

Aquí, sólo los más viejos del lugar recordamos los tiempos en los que en alguna ocasión –siempre de modo muy limitado y con prudencia rayana en el miedo cerval– algún tribunal de los que zanjan en última instancia se atrevió a contrariar los designios del Ejecutivo de turno. Más difícil aún es recordar las ocasiones en las que han desautorizado medidas acordadas de consuno entre el PSOE y el PP.

Hay quienes se ofenden cuando oyen decir que esos tribunales son lacayos del poder político, pero no conozco a nadie que, pasados los años y superado el asunto objeto de polémica, no admita que ha habido sentencias del Supremo y del Constitucional que fueron de auténtica vergüenza ajena, por su clamorosa falta de rigor jurídico y su evidente servilismo. Estoy seguro de que, dentro de cinco o diez años, los mismos que ahora fingen escandalizarse cuando algunos afirmamos que el dictamen del Tribunal Supremo contra Aukera Guztiak es un disparate jurídico, lo admitirán sin el menor sonrojo.

El asunto va ahora al Tribunal Constitucional. Hay optimistas que piensan que no es imposible que el TC contraríe la decisión unánime de la Sala Especial del Supremo. Se basan en el hecho de que la presidenta del TC, María Emilia Casas, votó en su día el amparo a la Mesa Nacional de HB, forzando su excarcelación, y se opuso a la impugnación del plan Ibarretxe promovida por el Gobierno de Aznar. Puestos a buscar argumentos, recuerdan que el marido de Casas, el ex magistrado Jesús Leguina, fue en su día asesor del PNV y realizó un dictamen jurídico contrario a la LOAPA, contribuyendo a su parcial declaración de inconstitucionalidad.

Se habla de la posibilidad de que el TC esté dividido en el asunto de Aukera Guztiak y que el voto de Casas pueda inclinar la balanza del lado de la candidatura anulada. Sin descartar tal posibilidad, he de recordar que la señora Casas ha sido solidaria de otras sentencias del TC muy poco presentables. Además, no es lo mismo tomar postura en un asunto que ha provocado división de opiniones en el Supremo que hacerlo en otro que ha merecido un voto unánime, como es el caso. Supondría desautorizar a la Sala en pleno.

Mi vaticinio, expresado con las debidas reservas, es que el TC va a tragar.

Echará una llave más al sepulcro de Montesquieu.

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A por el tongo electoral

(Domingo 27 de marzo de 2005)

Me he pasado los últimos diez días buscando a alguien que quisiera apostar conmigo sobre el sentido que iba a tener la sentencia del Tribunal Supremo (TS) acerca de Aukera Guztiak. Concedía una ventaja de 10 a 1. Hacía propaganda de mi oferta: «Venga, apostad contra mí. Es una apuesta muy ventajosa. Si, por lo que sea, el TS dice que la candidatura de AG puede seguir adelante, os lleváis un buen pellizco. Fijaos: te juegas 5 euros contra 50, por ejemplo. Es un chollo». Pues nada, ni por ésas. Nadie.

Lo que me ha hecho más gracia es que se hayan tirado tres días haciendo como que deliberaban. Para estas alturas, a los miembros del TS les da lo mismo el asunto del que se trate; ellos dicen amén y santas pascuas. Otra sentencia injusta de más o de menos –ya, para estas alturas– no les crea el más mínimo problema de conciencia. ¡Han firmado tantas y tan aberrantes! Ya sé que está feo hacer procesos de intenciones e investigar en cabezas ajenas, pero no puedo creerme que haya magistrados del Supremo tan zotes como para no darse cuenta de que algunas de sus resoluciones son un puro disparate, impresentables en el plano jurídico. Pero a ver quién tiene los redaños de desdeñar los favores del poder político y se atreve a ponerse en contra de la demoledora corriente dominante.

Otra comedia, no menos cínica pero más engañosa, es la que están representando el PSOE y el PP, pretendiendo que han promovido la ilegalización de Batasuna, primero, y ahora la de Aukera Guztiak, pese a ser conscientes de que la ausencia electoral de la izquierda abertzale –dicen– beneficia al PNV. Pretenden que han obrado así, aunque el resultado les perjudique, porque son gente de principios. Es rigurosamente falso. Los estudios técnicos que se han realizado al respecto revelan que la desaparición del mapa electoral de una opción tan poderosa como la que representa Batasuna, en cualquiera de sus modalidades, potencia los restos de votos de un modo que resulta mucho más favorable al bloque españolista que al del tripartito. Un artículo de Eduardo J. Ruiz Vieytez, profesor de Derecho Constitucional de la Universidad de Deusto, que salió publicado el pasado jueves en el derechista El Correo de Bilbao –interesantísimo artículo sobre el que un lector de Cataluña me llamó la atención, cosa que aprovecho para agradecerle–, lo demuestra datos en mano. Os aconsejo su lectura. Evidencia que es el tándem PSOE-PP el que tiene todas las probabilidades de salir ganando con la ilegalización de las candidaturas afines a HB. Hasta tal punto que no es ni mucho menos imposible que logre mayoría de escaños en el Parlamento de Vitoria aunque quede muy por debajo en el número de votos.

Las próximas elecciones autonómicas vascas pueden representar un fiasco para la democracia todavía más severo del que ya es norma en todas las elecciones españolas, sistemáticamente viciadas por las técnicas correctoras de la voluntad popular que aporta la legislación electoral.

Me parece obvio que, cegados por la obsesión de tumbar a Ibarretxe como sea, los dos grandes partidos españoles ni se plantean las gravísimas consecuencias que podría tener que acabaran frustrando la voluntad política de la mayoría vasca mediante un tongo electoral fáctico.

Ellos ni se lo plantean. Yo prefiero no planteármelo.

Nota.– Si seré burreras. Ayer no salió publicada en El Mundo ninguna columna mía sencillamente porque ayer no había periódicos. Yo recordaba que en Viernes Santo no se trabaja en los periódicos, pero soy tan cenutrio que no me di cuenta de algo tan de cajón como que, si no se trabaja el viernes, es el sábado cuando no hay periódicos. Y eso después de pasarme media vida en esta maldita profesión.

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La mayoría que les viene en gana

(Sábado 26 de marzo de 2005)

La vicepresidenta primera del Gobierno, María Teresa Fernández de la Vega, ha declarado que el Ejecutivo de Rodríguez Zapatero apoyará la reforma del Estatuto vasco siempre que el proyecto que la promueva cuente con el respaldo de una «muy amplia mayoría social».

Deduzco de ello que el Gobierno considera conveniente la reforma del Estatuto vasco, lo que me congratula. Pero constato a la vez que pone condiciones al proceso jurídico-político correspondiente: le exige que concite una «muy amplia mayoría». Así, en general.

Me pregunto quién es el Gobierno para establecer el respaldo que se requiere para reformar el Estatuto vasco. El porcentaje de votos legalmente exigido para tal menester aparece prefijado en el propio Estatuto, que tiene categoría de ley orgánica. ¿Con qué autoridad se permite el Gobierno de turno desconsiderar lo legalmente establecido y arrogarse el derecho a demandar otro nivel de apoyos?

No es que me extrañen las intromisiones del Ejecutivo de Zapatero en los terrenos reservados a los poderes legislativo y judicial. Hace bien poco, el jefe del Gobierno se permitió fijar qué requisitos debería cumplir Batasuna para concurrir a las elecciones, cosa que –teóricamente– no es materia de su competencia.

Pero lo afirmado por la vicepresidenta es peor, aunque sólo sea porque da prueba de algo que se está convirtiendo en una peligrosa manía en estos tiempos: cada vez son más los prebostes del Estado que se creen autorizados a dictar qué mayorías son de rigor para hacer esto, lo otro o lo de más allá, aunque las leyes establezcan otras.

«Para reformar la Constitución haría falta un consenso no menor al que se logró para aprobarla», dicen ahora muchos. ¿Y por qué? ¿No les valen las condiciones que plantea la propia Constitución? ¿En nombre de qué y con qué autoridad se permiten fijar otras exigencias superiores, más estrictas?

Lo más molesto de estos levantadores y rebajadores de listones legales es su carácter visiblemente sectario. Les vale con un tercio de los votos para dar por bienvenida la Constitución europea, pero se creen con derecho a reclamar un 70%, si es que no más, para que se apruebe aquello que no les gusta.

Vengo diciéndolo desde hace años: si la mayoría absoluta no es suficiente para decidir qué se ha de hacer, ¿deberá entonces seguirse el camino que prefiere la minoría? ¿Es eso lo democrático?

Pero lo que están planteando ahora es todavía más arbitrario: pretenden que, según de qué votación se trate, el Ejecutivo pueda establecer qué mayoría es suficiente y cuál no. Digan las leyes lo que digan. ¿Que se trata de la Constitución Europea? Con que cuatro y el del tambor aplaudan, basta y sobra. ¿Que es el Estatuto vasco? Hará falta una «muy amplia mayoría». Y cuando llegue el caso, ya fijarán el porcentaje que les venga en gana.

 

Notas.– 1) El anterior Apunte debería haber sido publicado hoy en El Mundo como columna. Ignoro por qué razones, no ha aparecido. Supongo que se deberá al hecho de que ayer, festividad de Viernes Santo, en este país tan laico no se publican periódicos, y que eso habrá generado algún problema de organización. Hay que tener en cuenta que esta semana ya había publicado dos columnas, puesto que hice una sustitución el lunes. De deberse a razones menos coyunturales, ya informaré de ellas. 2) Pido disculpas a los muchos lectores que me mandan cartas a las que no respondo. Sencillamente, no tengo tiempo. De dar contestación a todas, dedicaría media jornada diaria a ello y, como se comprenderá, tengo que hacer otras cosas para ganarme la vida. Y también descansar, que estoy convaleciente y –supuestamente– de vacaciones.

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Aquel día

(Viernes 25 de marzo de 2005)

(Aviso: Este Apunte no es apto para quienes

odien las batallas de los abuelitos)

25 de marzo de 1975. 10:00 de la mañana. O sea: hace ahora mismo 30 años. A esa hora, en la Sala de juicios del Tribunal de Orden Público (TOP) entró, convenientemente esposado y flanqueado por dos miembros de la Policía Armada, un joven que había pretendido llamarse Francisco Javier Pérez Borderías y ser natural de Calatayud, provincia de Zaragoza, pero que finalmente pudo establecerse que se trataba de Francisco Javier Ortiz Estévez y ser natural de San Sebastián, provincia de Guipúzcoa.

Lo habían detenido un año antes en la cumbre de Nuria, no lejos del monasterio del mismo nombre, en el Pirineo catalán, cuando intentaba pasar a Francia clandestinamente. Llevaba en la mochila un paquete cuyo contenido no pudieron establecer los miembros de la Guardia Civil que le dieron el alto porque el joven lo sacó haciendo como que iba a entregárselo y, de súbito, se dio la vuelta y lo arrojó por un precipicio. Fue interrogado sin que se pudiera saber de él mucho más de lo que se leía en el DNI a nombre de Pérez Borderías que exhibió: dijo ser estudiante universitario en Barcelona y encontrarse allí de excursión, por más que su comportamiento en el momento del arresto desmintiera su versión de los hechos. Fuera como fuere, no se salió de esa versión en ningún momento.

Al mes de su estancia en la prisión de Gerona, el verdadero Pérez Borderías supo de su teórico encarcelamiento y se presentó ante un juez para aclarar la situación. Ortiz, informado de ese enojoso contratiempo por su abogado, pidió declarar ante un juez para confesar que se había arrepentido espontáneamente –circunstancia atenuante que podía alegar porque aún no se le había notificado nada de manera oficial– y reconocer su auténtica identidad.

Aunque nunca admitió tener relación con ninguna actividad subversiva y reiteró una y otra vez que era refugiado político en Francia y que había entrado en España tan sólo para ver a su hija de 5 años de edad porque su alejamiento le desgarraba y que volvía a Francia una vez apaciguada su angustia paterna, el juez del TOP, apoyándose en informes policiales, decidió procesarlo por propaganda ilegal y asociación ilícita en calidad de dirigente –además de por uso de documentación falsa, claro está–, delitos por los que el fiscal reclamó una pena de 15 años de cárcel.

Y en tales circunstancias se presentó en la Sala del TOP el 25 de marzo de 1975 el llamado Javier Ortiz, de 27 años.

Según llegó, el juez, apellidado Mateu de Ros, ordenó a los policías que quitaran al detenido los grilletes y le devolvieran el cinturón y los cordones de los zapatos, que le habían sido retirados conforme a la norma. «Hagan el favor de no tratarlo como a un vulgar delincuente», les dijo (lo que Ortiz, aunque de natural desconfiado, interpretó como un augurio positivo).

Igual sentimiento, aunque algo más confuso, le produjo otro suceso inmediatamente posterior. Su abogado, Miguel Castells, se acercó al estrado del Tribunal para consultar un aspecto del sumario del que dijo no tener constancia. Ojeó durante un par de minutos el legajo y, según  regresó a su puesto en la Sala, dirigió al procesado una amplia sonrisa, casi vecina de la risa.

Menos satisfacción obtuvo Ortiz del interrogatorio del fiscal –apellidado, al parecer, Mariscal de Gante–, quien exhibió un comportamiento tan errático que sólo cabía atribuir a un estado de intoxicación etílica no por matinal menos avanzado. En efecto, era difícil encontrar otra explicación al hecho de que, por ejemplo, le hiciera con voz pastosa varias preguntas sobre el funicular que conduce a la cumbre del monte Igueldo, en San Sebastián, y sobre si las vistas que se contemplaban desde allí seguían siendo tan hermosas como cuando él frecuentaba el lugar. Otro momento de embarazosa confusión se produjo cuando el hombre instó a Ortiz a que reconociera que había sido detenido cuando llevaba un pasaporte falso. Él lo negó y el fiscal montó en cólera, insistiendo ambos varias veces en lo mismo: el uno en exigir el reconocimiento de la existencia del pasaporte falso y el otro en negarla. Hubo de ser finalmente el propio juez, en tono hastiado, el que aclarara al de la toga que se trataba de un DNI, y no de un pasaporte, momento que aprovechó para rogarle encarecidamente que dejara de divagar y fuera abreviando.

Ortiz no dejó de insistir en que, si había regresado clandestinamente a España, lo hizo sólo porque sus sentimientos de amor paterno fueron más fuertes que su prudencia, y no olvidó comunicar al Tribunal que, precisamente ese día, 25 de marzo de 1975, su hijita, la niña de sus ojos, cumplía 6 años. (Su abogado le había aconsejado la víspera que soltara ese rollo melodramático, porque el detalle podía conmover al tribunal.)

Con todo lo cual terminó la vista oral del juicio y Ortiz fue conducido de nuevo a la cárcel de Carabanchel, en la que ocupaba una confortable celda.

Siguió transcurriendo el día como habían pasado tantos y tantos otros desde que lo trasladaron de Gerona a Madrid con escala en las cárceles de Barcelona, Lérida, Zaragoza y Alcalá, hasta que, a media tarde, se oyó una voz en el patio que puso a nuestro hombre la piel de gallina: «¡Francisco Javier Pérez Borderías! ¡Con todo!». [Esto requiere de un par de aclaraciones: 1ª) En la burocracia penitenciaria de entonces, a uno lo llamaban por el nombre con el que había ingresado, aunque todo el mundo supiera que no era el suyo; y 2ª) En la jerga carcelaria, «¡Con todo!» quería decir que el convocado debía presentarse con todas sus pertenencias, porque salía de la cárcel.]

Bajó Ortiz a enterarse y confirmó la buena nueva. El TOP le había condenado a 50.000 pesetas de multa por uso de documento de identidad falso. Y nada más. Salía en libertad.

La razón de tan benévola sentencia no se le escapaba en absoluto: su padre era amigo del entonces ministro de la Vivienda, Luis Rodríguez de Miguel, y había conseguido que éste pidiera al juez, como una gracia especial, que hiciera lo posible «por ese pobre chico». El juez, que era un corrupto, le concedió el favor.

Horas después, Ortiz se enteró también de la razón por la que su abogado había puesto cara de guasa tras consultar el sumario. Castells se había encontrado con que el juez Mateu, que probablemente tenía prisa, había redactado la sentencia antes de que empezara el juicio y la había unido al sumario. El abogado, que ya la había leído, sabía que daba igual lo que pasara a continuación, porque era un puro paripé.

La noticia de la puesta en libertad de Ortiz provocó cierto revuelo en la Tercera Galería de la cárcel de Carabanchel, que acogía a más de un centenar de presos políticos, porque nuestro hombre, como lidercillo que era de una de las varias comunas en las que se agrupaban los presos (y también como fabricante de hornillos y como poseedor de una radio, circunstancias ambas muy apreciadas por la colectividad), gozaba de bastantes simpatías.

Hizo al caso que, fuera por franca simpatía o por amistoso ritual, los presos de todas las tendencias formaron un largo pasillo en la salida de la galería, y que Ortiz hubo de atravesarlo al abandonar el recinto, mientras sus compañeros de tantas fatigas –y también de tantas risas, y de tantas discusiones sobre fútbol, y de tanto todo– le dedicaron un cariñoso canto de La Internacional.

El protagonista del evento admite tres décadas después que llegó al final del pasillo llorando a moco tendido.

Eran algo así como las 20:00 horas del 25 de marzo de 1975 cuando Ortiz, con la congoja de dejar a tantos amigos dentro, atravesó el portón de la cárcel de Carabanchel y respiró hondo el aire libre de Madrid.

Lo primero que hizo fue mirar lejos. Todo lo lejos que pudo. Hacía muchos meses que sólo contemplaba distancias cortas.

Minutos antes, dos soldados de la Policía Militar se le habían presentado para que cumplimentara otro trámite. Porque –quizá por el aquel de no dejar ningún palo sin tocar– Ortiz era también prófugo del Ejército. Le exigieron que firmara una declaración jurada en la que se comprometía a presentarse en el cuartel de Loyola, en San Sebastián, «en el plazo más breve posible». Cuando vio la fórmula que le proponían los militares, Ortiz sonrió de oreja a oreja. ¡«El plazo más breve posible»!

Como cabía esperar, han pasado 30 años y todavía no ha encontrado el momento de hacerlo.

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