[Del 29 de abril al 5 de mayo de 2005]

 

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Chulerías de señorito

(Jueves 5 de mayo de 2005)

Escupe el presidente extremeño, Juan Carlos Rodríguez Ibarra, en referencia a su homólogo catalán, Pasqual Maragall (y a los catalanes, en general, según parece): «Que se metan sus cuartos donde les quepan».

Primera respuesta, elemental: puesto que dice «donde les quepan» y no «por donde les quepan», lo más lógico es pensar en el bolsillo.

Claro que, de suceder tal cosa, Rodríguez Ibarra se encontraría con un grave problema. Porque la región que preside desde los tiempos de Mari Castaña se mantiene, mal que bien, con la ayuda de los fondos que recibe de los contribuyentes de las zonas del Estado que más aportan a las arcas centrales. Si las gentes de Cataluña se guardaran en la butxaca «sus cuartos», como les ha desafiado a hacer Rodríguez Ibarra con esa chulería suya tan de señorito, ¿con qué fondos contaría él para cerrar las cuentas regionales?

Soy firme partidario de la solidaridad interterritorial. Faltaría más. Pero también defiendo la exigencia de responsabilidades. ¿Qué ha hecho el gobierno de Rodríguez Ibarra por Extremadura? ¿Qué resultados han tenido sus presuntas iniciativas destinadas a estimular el desarrollo económico y la modernización de la región? No me exhiba esta obra o la otra: cada faraón tiene su pirámide. Compare sus logros con los de otras regiones. ¿Cómo explica que Extremadura tenga una tasa de crecimiento tan baja que la perspectiva de convergencia con la media no ya europea, sino española, se aleje, en lugar de acercarse? ¿En qué usa ese señor los cuartos que recibe? O, por emplear su propio lenguaje: ¿en dónde se los mete?

Yo no soy catalán, y menos aún Cataluña, pero sí contribuyente neto a las arcas del Estado. Muy neto. Incluida la primera acepción que da a ese adjetivo el DRAE: «Limpio, puro, claro y bien definido». Aunque ateo, pago religiosamente hasta el último céntimo de los impuestos que me corresponden. Y no sólo para no meterme en líos. También porque creo que de algún lado tiene que salir el dinero con el que se pagan las pensiones, y los hospitales, y la educación pública. Y el apoyo a las regiones que tienen menos. Pero, puesto que es mi dinero, me creo con derecho a pedir cuentas de lo que se hace con él.

Me indigna que se ponga chulo un señor que lleva la intemerata malbaratando la cuota parte solidaria de millones de sus teóricos conciudadanos. Un señor que se dice socialista pero que hace años que dejó de cerrar el puño porque comprobó que así no había manera de extender la mano.

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Oier, el gordito

(Miércoles 4 de mayo de 2005)

Me manda este correo mi amigo Mikel Iturria, de Donostia:

«Entre los muchos mensajes que tenía pendientes a la vuelta de vacaciones, me he topado con éste que enviaba Elena a la lista de Eibar. Nos cuenta en él que han diagnosticado un tumor ocular a su hijo pequeño de dos años y medio.

»Oigo y leo por ahí que los bloggers somos unos exhibicionistas. Ni entro ni salgo, pero me quedo con este tipo de exhibicionismo, a pecho descubierto; hay párrafos tremendos, como ese en el que cuenta lo que le sugieren las miradas de los niños enfermos.

»Me gusta cómo escribe Elena. Yo lo he traducido al castellano y os hago partícipes de su narración.

»Espero venir con noticias mejores la próxima vez. Seguro que sí. Como, por ejemplo, que Oier se ha curado, como se curó Joxe, quien también anima a la madre y a la familia en este mensaje.

»Un gran abrazo y muchos ánimos a la madre, al niño y a toda la familia.»

 

Esto es lo que escribe Mikel.

Aquí va lo escrito por Elena:

 

Oier el gordito tiene un retinoblastoma

Nuestro hijo pequeño, el gordito y parlanchín Oier, de dos años y medio, tiene un retinoblastoma. El retinoblastoma es un tumor cancerígeno que aparece en el ojo. Oier lo tiene en el ojo izquierdo y no tiene tocado el derecho.

El pasado martes teníamos hora con el oftalmólogo. Nos habíamos dado cuenta de que torcía algo un ojo y decidimos que lo mejor era hacer una consulta. Pensábamos que le pondrían gafas o un parche, que tendría algo de estrabismo.

El oftalmólogo se dio cuenta enseguida de lo que pasaba y sin ningún miramiento nos dijo: "Oier tiene un tumor, un retinoblastoma, y ha perdido la visión del ojo izquierdo. Hoy en día hay tratamientos para enfrentarnos al tumor, pero la principal pelea será salvar el ojo". Nos dijo que no le diéramos más vueltas y que le lleváramos al Hospital de La Paz de Madrid, al doctor Abelairas.

A las 8:00 de la mañana del pasado jueves estábamos en la zona infantil del Hospital de La Paz. Le vio el doctor Abelairas y confirmó el diagnóstico. "Retinoblastoma unilateral izquierdo". Estamos así-así de salvar el ojo. Tras hacer una ecografía y los correspondientes análisis, le pusieron un tratamiento que consta de seis sesiones de quimioterapia, a comenzar al día siguiente.

No es fácil entrar en el servicio oncológico de un hospital infantil, no por lo menos sin sentir un puñetazo en el estómago, sabiendo que uno de aquellos es tu hijo. Bebés de meses que todavía van en carro, niños en edad de jugar al fútbol, otros en edad de comenzar a frecuentar discotecas. Había de todo allí. La mayoría con la cabeza tapada. Es tremendo lo que se puede leer en los ojos de los niños que no tienen pelo. Me parecieron miradas tristes, serias, responsables, adultas. Todos a la expectativa en la sala de espera. Daba ganas de fugarse por la ventana mientras el sol entraba en la estancia.

El segundo día, el mismo día en que nos tocaba la primera sesión de quimioterapia, ya estábamos metidos de lleno en aquel mundo. Los niños preguntaban el nombre y comenzaron a jugar con nuestro hijo. Y éste también, como aquellos, empezó con el tratamiento.

Estuvimos toda la mañana en aquel pequeño laboratorio, enchufados al cable, contando cuentos, viendo vídeos, comiendo galletas. Terminamos a eso de las 2:00 de la tarde y nos largamos para casa, hasta el próximo ciclo, dentro de tres semanas.

A eso de las 4:00 de la tarde, comenzaron los primeros síntomas de la "quimio". Oier comenzó a devolver y así se pasó toda la tarde. No podía beber agua sin vomitarla, no podía dormir, porque aunque estuviera sin fuerzas, comenzaba a vomitar. Para cuando llegamos a casa, el niño era un trapo. Entonces le tocaba tomarse la medicina que le habían dado en el hospital contra las náuseas. A los cinco minutos de tomarla, el niño empezó a pedir comida, a comer, a cantar y a bailar. Cenó de maravilla y durmió mejor. Desde entonces, está bien y no ha tenido mayores secuelas.

Ahora el niño está bien. Mañana hemos de volver a que le hagan una resonancia para comprobar si tiene o no tocado el cerebro. Y luego, el día 12, el segundo ciclo de la quimioterapia.

El proceso será largo, seguramente duro, pero Oier se curará.

Hasta aquí la necesidad que tenía de contarlo, una necesidad tremenda. Si acierto con el blog, lo pondré allí. Pero ahora no tengo fuerzas para eso. – Elena

Éste es el relato de Elena. Realmente conmovedor. Seguro que se ha sentido mucho mejor después de sacar a la luz su pena. La mejor poesía ha sido siempre eso: catarsis.

Ahora voy a decir yo un par de cosas, con perdón.

Sé muy bien de lo que habla Elena. Ingresé a una hija mía en La Paz cuando no había cumplido todavía los tres meses. Hace de eso ahora 28 años. Le diagnosticaron una enfermedad que tenía peor pronóstico que la que sufre Oier. De hecho, nos dijeron que no tenía cura. Que pasarían unos meses y que, al cabo de ese tiempo, moriría.

La operaron a la desesperada, aplicando un método que acababa de ponerse a prueba en Japón, y lograron que fuera aguantando. Eso fue gracias a la pasión, cercana del fanatismo, del equipo médico, pero también a las propias ganas de vivir de la niña.

Vi en aquellos tiempos en La Paz a muchos críos como los que describe Elena. Críos adultos. Renacuajos curtidos. Serios. Responsables. Pero también con ganas de jugar, y de reír, y de contarse sus cosas. Todo a la vez.

Al cabo de 12 años, mi hija, después de que la gente estupendísima de La Paz le hiciera todo tipo de bricolajes quirúrgicos para mantenerla en vida, y gracias a los avances que había experimentado la medicina durante ese tiempo, pudo ser sometida a la operación definitiva –en la medida en que en esta vida algo es definitivo– y convertirse en una ciudadana normal, que tiene que tomar algunos medicamentos no demasiado molestos y pasar de vez en cuando alguna revisión. Pero eso es todo. Tiene 28 años.

Cada caso es irrepetible pero, sea como sea, Mikel, díselo a Elena: evolucione la enfermedad del gordito Oier como quiera –y no sabe cómo deseo que sea por la mejor vía–, que tenga en cuenta que la experiencia les va a marcar a todos. A ella, a su mozo... y a Oier.

Mímense muchísimo entre sí, que las desgracias las carga el diablo.

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Sobreactuantes

(Lunes 2 de mayo de 2005)

Cuando los políticos sin principios pretenden hacer como si los tuvieran, obran  igual que los actores que no acaban de comprender el personaje que interpretan: o se quedan cortos y no dan la talla o se pasan y sobreactúan.

He leído que el líder de los socialistas madrileños, Rafael Simancas, ha lamentado los enfrentamientos que se están produciendo entre el alcalde de la capital, Alberto Ruiz Gallardón, y la presidenta de la Comunidad Autónoma de Madrid, Esperanza Aguirre. Ha pedido a ambos «un ejercicio de mesura y de sentido común para que dejen sus enfrentamientos».

La cuestión no es que diga eso de manera hipócrita. Lo peor es que todo el mundo se da cuenta. Suena a hueco. Nadie ignora que desea todo lo contrario, en realidad. Trata de darse aires de estadista de altos vuelos pretendiendo que está por encima de esas pequeñeces, porque para él lo que prima es «el interés de todos los madrileños», pero resulta cualquier cosa menos creíble. Todo quisque sabe que el PSOE, y el propio Simancas muy en especial, viene esforzándose en alentar el enfrentamiento entre Gallardón y Aguirre, y que está encantado de que vaya a más.

Y además hace bien. Y no sólo porque conviene a sus intereses partidistas, sino también porque, en contra de lo que el jefe de los socialistas madrileños alega con estilo toscamente jesuitico, ese enfrentamiento no perjudica en nada a los intereses de la ciudadanía de la CAM.

De hecho, la rivalidad entre las administraciones local y regional estimula a ambas. Empuja a cada una de ellas a tratar de demostrar que es más eficaz y más útil que la otra.

Es cosa frecuente en países de larga tradición democrática que el electorado se incline por políticos de diferente signo según de qué elecciones se trate: locales, regionales, para los órganos de poder central... Lo hace precisamente para empujarles a rivalizar y a vigilarse mutuamente. Entiende que, gracias a esos contrapesos de poder, ningún partido puede sentirse por encima del bien y del mal, inmune a la crítica. En este caso, los rivales son del mismo partido, pero como si no lo fueran.

Simancas lo dice todo pensando sólo en qué caerá mejor y qué peor, y no se para a pensar qué sentido tiene, en el supuesto de que tenga alguno, y menos aún en si lo que dice tiene alguna relación con lo que hace. Sobreactúa constantemente. Y el público lo nota.

No le veo porvenir.

Su único punto fuerte es Trinidad Jiménez, que vale lo mismo que él y resulta igual de convincente.

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Amigos sobre la marcha

(Domingo 1 de mayo de 2005)

No sé cómo un misántropo como yo se las arregla para hilar la hebra con tanta gente. Hoy me he topado en un garito de Playa del Carmen –sigo en la costa de Quintana Roo, en el Yucatán mexicano– con un barbudo delgadísimo y de una pulcritud personal que no faltaría quien considerara más que discutible. En cosa de nada, ya estábamos charlando sobre la vida en general y sobre su vida en particular.

He sabido que es nieto de un canario que se vino para México y se enamoró de una nativa. Él nació en México DF, pero no le entusiasmó la capital –le aturdía, dice– y, tras tener dos hijos (Sebastián, que acaba de cumplir los 12, y Santiago, el menor, si se me permite la broma evangélica), decidió trasladarse a vivir a Palenque, Chiapas. Le gusta. Ahora está de bolos, en la costa.

Pinta al óleo con los dedos unas micropinturas muy curiosas. Todas muy hábiles, pero la mayoría sólo resultonas, para que los turistas se queden pasmados y le dejen unos dólares. Aprovecha las líneas de las huellas digitales para generar los trazos. Algunos de sus cuadritos muestran un punto de inspiración. Se apaña así.

No tiene ningún inconveniente en reconocer que lo que gana de día se lo bebe de noche, aunque para mí que habría sido más exacto decir que se lo bebe de día y de noche. 

En un cuarto de hora, él, un amigo suyo, cubano desdentado, otro que apenas hablaba pero que se fijaba mucho –he tardado en saber si era un hombre gordo lampiño o una mujer gorda sin tetas– y yo hemos alcanzado un alto grado de complicidad. Nos hemos reído de todo lo que se nos ha ocurrido.

Le he comprado dos de sus cuadritos, los que más me han gustado, a 50 pesos cada uno.  Ha puesto una dedicatoria muy cariñosa. Al reverso, claro, porque son microcuadros.

Al final, como quien cruza un Rubicón, me ha preguntado:

–¿Simpatizas con Castro?

–No –le he respondido–, pero menos todavía con el anticastrismo de Miami. Me llevo mal con todos los poderes y me cargan todos los farsantes.

–Vale, pues, Javier –me ha dicho, con una sonrisa de oreja a oreja–. Ya somos definitivamente amigos.

Y nos hemos despedido para siempre.

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Extranjeros

(Sábado, 30 de abril de 2005)

I

Hablo con un camarero mexicano, de aspecto maya (digo yo, pero muy a ojo, porque con todo lo que yo ignoro sobre los mayas se podría montar un larguísimo curso de verano).

–¿Qué tal España? –me pregunta.

–No sabría decirte. Según los días.

–¿Y de qué parte de España es usted? –trata de profundizar.

–De Euskadi.

–Ah, no me suena. ¿Hace buen tiempo por allí?

–De este estilo. Tropical –le digo, burlón, para ver hacia dónde deriva la cosa.

–Yo soy del Real Madrid. Me encanta Ronaldo –me confiesa con tal inocencia que sólo me puede suscitar ternura.

–Yo de la Real Sociedad –le pongo a prueba.

–No conozco.

–Te lo perdono –le absuelvo, en plan ecuménico.

Insiste en darme conversación:

–¿Y qué tal España para ir a trabajar?

 –No lo sé. Para contestarte, debería saber cómo vives aquí y cómo podría irte en España. Sólo puede decirte que aquello está muy lejos de todo lo tuyo y que allí tampoco atan los perros con longanizas.

Me mira con ojos como platos:

–¿Qué quiere decir eso?

–Que quizá hicieras bien en tratar de salir adelante en tu propia tierra. Todos deberíamos intentarlo. Aunque no siempre se puede, ya sé.

 

II

Ha salido una estadística que dice que en España hay 3,69 millones de emigrantes.

Algunas estadísticas son para partirse de la risa.

El dato que constata ésta es el de la población extranjera registrada. Pero, ya para empezar, en España hay del orden de un millón de residentes extranjeros que no son inmigrantes, porque se trata de jubilados, casi todos procedentes de la Europa fría, que ya no están en edad laboral, ni ganas. Son más bien, por así decirlo, turistas fijos, que están instalados en la costa mediterránea y en los dos archipiélagos.

En segundo lugar, para fijar el número real de emigrantes deberían ser capaces de contabilizar la inmigración ilegal, sumergida, lo cual es directamente imposible. Cabe hacer estimaciones, como mucho. Pero no dar cifras fijas.

Tienen ideas sobre la parte de la realidad que han estudiado.  Pero la realidad, en estos tiempos de ahora, es difícil de estudiar.

Hay demasiados intereses en contra de que sea conocida.

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Dos Méxicos

(Viernes, 29 de abril de 2005)

Ayer visité las ruinas mayas de Chichen Itza.

Algunos lectores me han preguntado que qué tal las ruinas.

Respondo: bien, gracias. En su sitio.

Subí a una pirámide de mil pares, altísima, llena de jeroglíficos, escalón a escalón, como si me fuera la vida en ello.

Llegué arriba hecho una mierda. Bajé todavía peor.

Supongo que la gracia consistía en demostrarme que era capaz de hacerlo. Tengo comprobado que basta con que me digan que algo es difícil, complicado o arriesgado para que me entren ganas de intentarlo.

O sea, que no soy más que otro idiota competitivo.

Cuando volví al campamento-base (o sea, al hotel que está al pie de las ruinas), me metí bajo una ducha y estuve un cuarto de hora dejando que el agua fría hiciera lo posible por reparar mi deterioro total.

–¿Qué tal? –me preguntó un compañero de travesía que, pese a tener treinta años menos, estaba igual de destrozado que yo.

–Excelente –le contesté–. He entrado muerto y he salido sólo agonizante.

Se lo tomó como una humorada. Era un diagnóstico científico.

Pero no fue eso, ni mucho menos, lo que más me impresionó de la excursión.

Lo que me dejó más hecho polvo, con diferencia, fue la contemplación de la miseria, la inseguridad y la desasistencia en las que malvive la población de los estados unidos mexicanos de Quintana Roo y Yucatán.  Chozas. Carreteras mugrientas con cientos de chozas a los lados, cada una con sus cuatro gallinas que se meten por delante de los coches destartalados que circulan con la indiscutible ayuda de Santa Rita, abogada de imposibles. Perros que sestean, a falta de algo mejor que hacer. Ni un cultivo. Tiendas que dan grima. Algunas mujeres que barren con tenacidad fanática entradas de cabañas que no tienen la más mínima posibilidad de llegar limpias a la media hora siguiente. Y niños. Y niñas. Muchas. Jugándose el tipo sin conciencia de estar haciéndolo, corriendo delante de los coches, rivalizando con las gallinas, cruzándose a su aire.

Y que sea lo que Dios quiera.

Comprendí por qué los tour operators han montado los macrohoteles de la costa, la famosa Riviera Maya, con su Cancún y toda la pera, en los que es posible pasar todo el tiempo que sea, semanas y semanas, sin necesidad de salir de sus enormes complejos, en los que hay de todo y todavía más. 

Se trata de que el turista no se entere de dónde está.

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