[Del 1 al 7 de julio de 2005]

 

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Londres, el no París

(Jueves 7 de julio de 2005)

Me lo dijo secamente José María Aznar pocas semanas antes de acceder por primera vez a la Presidencia del Gobierno español: «Es usted una persona muy suspicaz». Lo dijo porque le había dado a entender que desconfiaba de la sinceridad de su distanciamiento ideológico del franquismo. Acertó de lleno: soy propenso a sospechar. (*)

Pero desconfiar de la pureza de las razones que han llevado al Comité Olímpico Internacional a designar a Londres como sede de los Juegos Olímpicos de 2012 no me parece que sea ningún exceso. Ha cantado mucho.

No dudo de que, con siete años por delante, las autoridades británicas podrán poner en pie las infraestructuras necesarias para la celebración del acontecimiento, pero el hecho concreto es que, a día de ayer, su proyecto apenas tenía existencia fuera del papel. En comparación con los preparativos realizados por París y por Madrid, la candidatura de Londres era casi una broma.

Pero fue la elegida. ¿Por qué?

Descartar la oferta de Madrid tenía sentido, principalmente por la cercanía de los Juegos de Barcelona. Además, los trabajos realizados o en marcha en la capital de España tienen utilidad social con o sin Juegos. Madrid puede esperar a 2020 sin mayor trauma. Pero lo de París es muy diferente. Su candidatura había sido rechazada sin demasiado fundamento en las anteriores ocasiones en que se presentó. Volver a echarla para atrás ahora, cuando exhibía los informes más favorables, y hacerlo en beneficio de una capital cuya oferta había sido justamente calificada de virtual, tiene todos los elementos de una humillación.

Dicen los que saben de estas cosas que el Gobierno británico llevaba meses haciendo saber a los integrantes del COI procedentes del Tercer Mundo que, de ser elegida como sede los JJOO del 2012, Londres daría a los equipos de sus países –y a ellos mismos, llegado el caso– un trato «del que no podrían olvidarse jamás». La labor de Blair durante las últimas semanas presentando a Gran Bretaña como la campeona de los intereses de los países pobres, especialmente de África, apuntaría en la misma dirección. Según estos expertos, Blair se habría ganado el favor de muchos miembros del COI apelando a sus estómagos... y a sus carteras. Dicen que lo ha hecho hasta el último momento. Cuentan que el trajín de representantes del COI entrando y saliendo de la suite del premier británico en Singapur parecía salido de una comedia de los Marx Brothers.

El argumento del soborno en todas sus variantes es de peso, pero hay otro que tampoco puede ser menospreciado. Me refiero al hecho de que Londres no sólo representaba ayer en Singapur a Londres; era también –y puede que sobre todo– el no París. En cuanto Estados Unidos registró la derrota de la candidatura de Nueva York, que había presentado sin ningún entusiasmo, puso el grueso de sus influencias al servicio de Londres. No sólo para favorecer a su mejor aliado sino también para impedir la victoria de su actual bête noire, Francia. Una Francia que no sólo aparecía allí como representación de sí misma, sino como emblema de esa vieja Europa que se empeña en constituir un polo de referencia internacional distinto del que reside en Washington.

Algunas autoridades francesas han declarado que, visto lo visto, no tiene sentido que París insista en ser sede olímpica. Es una reacción comprensible, pero muy débil, sin proporción con la afrenta sufrida. Aunque representativa: demuestra la contumaz tendencia de los representantes de la vieja Europa a arrugarse ante la prepotencia de sus oponentes, obren directamente desde Washington o por delegación.

Lo siento por Londres, que es una ciudad muy hermosa y cuya población, cosmopolita como pocas, me parece fascinante. Me temo que la han escogido para un trabajo francamente sucio.

 

(*) A veces demasiado. Por ejemplo: hace tiempo que me escama la tendencia que muestran los rivales de Lance Armstrong a rodar por los suelos en el Tour de France. Se caen, a veces de manera rarísima. Doy por hecho que ese sentimiento no es sino una manifestación más de mi exagerada –y confesa– tendencia a desconfiar. Por mi maldito modo de ser, tiendo a pensar que si algo puede hacerse, y si ese algo beneficia a alguien, ese alguien se planteará la posibilidad de hacerlo.

Nota.– En el apunte del martes hice una referencia crítica a «los sanfermines», en general. Me expresé mal. Trataba de aludir a los encierros y las corridas de toros, no al conjunto de las fiestas.

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Menos mal

(Miércoles 6 de julio de 2005)

Rodríguez Zapatero dijo ayer que España no tiene rival en materia de simpatía. Que eso lo sabe todo pichichi.

Un menda al que no identifiqué afirmó horas después en Radio Nacional que «los franceses» son «muy chovinistas, como su nombre indica» (sic), pero que «nadie duda» de que Madrid es una ciudad «mucho más simpática que Londres y que París».

Quienes lo acompañaban en la tertulia vespertina de la radio pública lo respaldaron con un entusiasta «¡Ole!».

Sumo y sigo.

Por esas mismas horas, Javier Mariscal, que es el genio que diseñó el monigote que sirvió de emblema de los Juegos Olímpicos de Barcelona 92, diagnosticó que los logotipos de las candidaturas de Londres y de París son malísimos, y se dedicó a ridiculizarlos. El uno parece –dice– una chorrada con el Támesis como idea bobalicona, y el otro un anuncio de un cierto almacén de juguetes. Sentenciado lo cual, dejó dicho que lo que a él le gusta es predicar el amor, aunque parezca cursi (lo es),  y favorecer que entre «la gente» haya «buen rollo». No aclaró cómo se fomenta el «buen rollo» hablando en esos términos de Londres y de París.

Oí todo eso, y tanto más, y me quedé helado pensando que estamos en 2005, y preguntándome en qué condiciones podríamos llegar al 2012.

Por fortuna, todo este disparate va a tener su conclusión, según todas las trazas, hoy mismo.

Menos mal.

Supongo que el Supremo Hacedor me llevará a su lado antes de que llegue el 2012, pero no quiero ni imaginarme lo que hubiera podido ser el trauma de sobrellevar siete años de papanatismo celtibérico llevado a sus extremos de mayor euforia.

Bendito sea el COI, por esta vez. A ver si podemos conjurar la amenaza nuclear roja y gualda que se atisbaba en el horizonte.

( Ya queda poco. Cruzo los dedos.)

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Los toros y la demagogia

(Martes 5 de julio de 2005)

Veo en la página web de Gara un reclamo de los sanfermines con un cartel muy cuidado sobre la presencia de toros de Victorino Martín en la feria pamplonesa.

Ya sé que hay un sector de la izquierda abertzale que es muy amante de la tauromaquia. El difunto Jon Idigoras, torero él mismo en sus años mozos, sostenía que el punto de arranque peninsular de la lidia de toros bravos se sitúa en Euskadi, por lo cual, en caso de hablarse de «fiesta nacional», debería entenderse que se habla de la nación vasca.

Aunque fuera así –que me da que no–, me resultaría indiferente. Por el hecho de que una fiesta ritual salvaje no sea estrictamente bárbara (del latín barbarus, extranjero), nada nos obliga a aceptarla. En lo que a mí respecta, me sería indiferente que las peleas de gallos tuvieran su remoto origen no ya en Euskadi, no ya en Donosti, sino incluso en el mismísimo barrio de Gros, que me vio nacer: me seguirían pareciendo igual de horribles y rechazables.  Nunca he creído que el argumento «Es que se trata de una cosa muy nuestra» exculpe nada, y menos que obligue a defenderla.

En todo caso, no es mi deseo meterme hoy con la gente que, por las razones que sea, se siente identificada y se emociona con la (mal) llamada fiesta. A lo que voy esta vez es al comportamiento de aquellos que, tocándoles las narices los presuntos encantos de la tauromaquia, se lo callan con mucho cuidado o fingen lo contrario para «sintonizar con las masas». Porque saben que decir en voz alta que los sanfermines son un festejo extremadamente reprobable –por el innecesario riesgo al que se someten algunos humanos, por el maltrato que se impone a algunos bichos y por la conversión de todo ese conjunto en una forma de problemática estética– puede aportarles la animadversión de mucha gente, entre comerciantes y comerciados.

Ésa es la esencia misma de la demagogia: no ya sólo aceptar las inclinaciones más dudosas del gentío, sino incluso azuzarlas, para caer bien. ¿Que a la mayoría le va la marcha? Pues viva la marcha. ¿Que se divierte viendo cómo se engaña y mata a un animal? Pues que se coja a los bichos, se les haga correr sin cuento, se les engañe con trapos, se les alancee de diversos modos y, finalmente, se les estoquee hasta que fenezcan. Y viva la fiesta.

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España en Singapur

(Lunes 4 de julio de 2005)

El despliegue es enorme. Han ido en tropel, desde la reina a los presidentes del Real Madrid y el Atlético, pasando por Gasol, Raúl, Indurain, Gallardón y no sé cuántos más. Hoy acudirán Zapatero, Moratinos y algunos otros ringorrangueros que todavía seguían por aquí.

Agradézcanoslo todos ellos: el viaje y la estancia los sufragamos nosotros.

No les envidio nada. Estuve en Singapur y, la verdad, es un sitio muy poco atractivo, donde te pueden ejecutar por llevar algo de hachís en la maleta o castigarte a sufrir un ominoso castigo en la plaza pública por tirar una colilla en la calle. Está lleno de edificios modernísimos, impersonales y radicalmente aburridos. A mí me llevaron a cenar a un restaurante afincado en el último piso de un rascacielos. Había un comedor que giraba sin parar –se suponía que eso tenía que gustarme– y tres chinos que cantaban boleros con acento boliviano. Me quitaron el apetito.

Singapur es un paraíso para los evasores fiscales y un infierno para cualquier persona que sienta apego por las libertades civiles. Me pregunto por las oscuras razones que habrán llevado al Comité Olímpico Internacional a reunirse en un lugar tan fanático del neoliberalismo económico y tan decididamente hostil al liberalismo político.

Llevo horas oyendo en las radios españolas lo muy interesados que estamos todos los españoles en que la decisión olímpica del miércoles resulte favorable a la candidatura de Madrid. «Nada... une... más... a... los... españoles... que... la... candidatura... de... Madrid», dice el presidente del Gobierno, que ha decidido que todo estadista que se precie debe separar bien las palabras, para que quede claro que son muy profundas.

No creo que la historieta de Gallardón vaya a triunfar, y me congratulo, mayormente por los madrileños. Supongo que le tocará a París y a los parisinos hacerse con el muerto. Lo siento por ellos.

Pero eso es lo de menos. Lo más terrible es ver el despliegue de nacionalismos encontrados que está rodeando esta designación. Blair haciendo el canelo a favor de Londres. Chirac, igualito. Zapatero, tal cual. ¿Cómo se va a tomar nadie en serio el proyecto unitario europeo si, en cada ocasión que se les presenta, los estados europeos se despedazan entre sí con el mayor de los entusiasmos?

¿Alguien ha oído a algún dirigente francés, británico o español decir que da lo mismo que los Juegos Olímpicos de 2012 se celebren en París, Londres o Madrid, con tal de que a fin de cuentas se desarrollen en la patria común europea?

No, ¿verdad?

Pues entonces, ¿de qué mierda de Constitución europea y de qué mierda de Unión Europea nos están hablando?

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El viejo

(Domingo 3 de julio de 2005)

La vejez no es problema; la decrepitud, sí.

Algunas gentes presuntamente caritativas me reprochan mis ataques implacables a Manuel Fraga. «¡Deja ya en paz al pobre viejo!», me dicen.

¿Por qué? ¿Por viejo? Desde luego que no.

Hace años, Xosé Manuel Beiras se refirió despectivamente al PP gallego llamándolo «el partido del viejo y de la puta». Los más veteranos quizá recuerden cómo consiguió enfadarme. 

Lo de «la puta» venía a cuento de que Fraga contaba con el apoyo de una señora, bastante divertida y nada ortodoxa en materia de fe y de costumbres, que regentaba una casa de lenocinio. Lo de «el viejo» iba, obviamente, por el propio Fraga.

¡Pues vaya una caracterización acerada y profunda! Dije entonces, y repìto ahora, que lo que descalificaba y sigue descalificando a Fraga como gobernante no es ni mucho menos la edad. La Historia da profusa cuenta de grandes pensadores, artistas y políticos que conservaron un muy elevado grado de lucidez y competencia hasta edades muy superiores a la del propio Fraga. También guarda nutrida constancia de bastantes otros a los que se les fue la olla con bastantes menos años. Y me sé de más de uno que ha ascendido a las más altas cumbres del poder habiendo sido un perfecto inútil desde su más tierna infancia.

Fraga me ha resultado siempre muy desagradable. Me fastidia de modo muy particular esa tendencia tan suya a perder el control de sus humores –incluidos los lacrimales– y a oscilar entre la irascibilidad y la sensiblería. Con el paso del tiempo se le han acentuado todos sus rasgos, y con frecuencia resulta hasta grotesco.

Pero me da igual. Si no sólo él se considera apto para la acción política, sino que también lo ven así los miembros de su partido e incluso la mitad de los electores gallegos, lo normal es que los demás también encaremos su presencia en la vida política como la de cualquier otro miembro del gremio, sin reservarle ninguna consideración especial, ni para bien ni para mal, en razón de su edad.

Del mismo modo que el Pinochet de hoy sigue siendo el Pinochet de siempre, el Fraga de hoy sigue siendo el Fraga de ese pasado que él mismo reivindica con estúpido orgullo y con macabro cinismo.

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El voto en conciencia

(Sábado 2 de julio de 2005)

La diputada del PP Celia Villalobos votó el pasado jueves a favor de la ley que permitirá casar a personas del mismo sexo y su partido ha decidido imponerle una multa. A la vez, estudiará la posibilidad de obligarla a abandonar determinadas responsabilidades parlamentarias a las que accedió en representación de su grupo.

En esto, como en no pocos asuntos más, hay en la vida política española una considerable confusión. Celia Villalobos, como cualquier otro electo o electa del Parlamento, no es diputada del PP. Llegó a diputada en las listas del PP, cierto, pero una vez elegida se convirtió en diputada, a secas. Los diputados no representan a un partido, ni siquiera a unos electores en concreto, sino al conjunto de la ciudadanía, y sólo a ellos –a cada uno de ellos o de ellas, de forma individual– corresponde decidir qué debe votar en cada caso para ejercer esa representación con más rigor, según su particular saber y entender. Los grupos parlamentarios son agrupaciones que se forman para facilitar el funcionamiento interno de la Cámara, pero no pueden imponer a sus integrantes ninguna forma de voto imperativo, porque tal práctica está expresamente prohibida por la Constitución. Lo que sí pueden hacer, por supuesto, es no admitir a tal o cual diputado en su grupo, pero en ningún caso coaccionarle para que vote en determinada dirección.

Por eso es tan aberrante –desde la lógica de la Constitución, me refiero– que, en algunas ocasiones, determinados grupos parlamentarios anuncien que van a permitir a sus integrantes «votar en conciencia». Dejando a un lado que sea ya de por sí llamativo que se dé a entender que hay sólo dos o tres asuntos a lo largo de una legislatura que puedan plantear serios problemas éticos a sus señorías, lo que ya resulta directamente impresentable es que se pretenda que en el resto de los asuntos los diputados y diputadas, si quieren comportarse adecuadamente, no puedan votar sino lo que se les manda.

Esta perversión partitocrática de la vida parlamentaria española se deriva muy evidentemente del hecho de que, en la práctica, son los partidos los que acaban concediendo los escaños, de modo que quien desee volver al Parlamento en la siguiente legislatura lo mejor que puede hacer es mostrarse lacayuno en ésta, pero no por ello deja de ser una perversión que los propios partidos, así fuera sólo por guardar las formas, deberían disimular.  

No lo hacen, y supongo que con cierta razón, porque no veo que nadie les abronque demasiado por ello. Es bien sabido que, en la vida de los pueblos, la arbitrariedad de los poderes tiende a ocupar todo el espacio que se le deja disponible.

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La ruptura vegetativa

(Viernes 1 de julio de 2005)

Ahora que algunos tanto peroran, a propósito del hipotético «final dialogado» a la violencia de ETA, sobre lo horrible que les parecería que algunos crímenes políticos quedaran sin completo castigo, no resulta ocioso recordar, una vez más, que el paso del régimen franquista a la democracia parlamentaria –la llamada Transición– se realizó en España sobre la renuncia de los principales partidos a reclamar que fueran debidamente enjuiciados los crímenes cometidos por quienes habían impuesto al pueblo español una dictadura de cuatro décadas. Con la circunstancia añadida de que no sólo les eximieron de toda responsabilidad penal, sino que incluso les otorgaron bula para ostentar cargos de la más alta responsabilidad política, militar y policial en el nuevo régimen.

Algunos, partidarios de lo que se llamó «la ruptura democrática», defendimos que se llevaran a juicio público los desafueros cometidos por los jerarcas del franquismo, no tanto por deseos de venganza cuanto por interés en que el régimen parlamentario no se cimentara sobre bases de tan escaso contenido ético.

No tuvimos ningún éxito en nuestra demanda, y ahí han estado durante todos estos años Manuel Fraga y algunos más –bien es cierto que no todos tan persistentes– para recordárnoslo.

Sea como sea, el caso es que los años pasan y pesan, y también a Fraga le toca retirarse ya.

Vale.

Digo que vale, y entiéndaseme. Quiero decir que me parece normal que sus seguidores lo lamenten. Y que no me extraña que se nieguen a examinar su largo y oneroso pasado como yo lo hago. (Los hechos son los hechos, pero es bien conocida la vieja sentencia: «Si los hechos me contradicen, peor para los hechos».) Tampoco me extraña que quieran homenajearlo sin parar. Sacan partido de la ley, que les autoriza a ello.

Lo que no me vale ni de lejos es que Emilio Pérez Touriño, que se proclama socialista y está llamado a sustituir a Fraga en la Presidencia de la Xunta, se apunte al homenaje y quiera obsequiarnos, casi tres décadas después, con otra afrenta a la memoria histórica y a la justicia. Supongo que no pretenderá ahora, como hicieron sus congéneres en 1976, que hay que obrar así para evitar que los militares ultras den un golpe de Estado.

Es lo que se está publicando: que el futuro presidente socialista de la Xunta quiere ofrecer a Fraga un cargo institucional honorífico. ¿Para qué? ¿Qué clase de pedagogía democrática cree que ejercería con ello?

Espero que Pérez Touriño reflexione por sí mismo, o que sus futuros socios del BNG le animen enérgicamente a hacerlo. Porque una cosa es aceptar que la Historia ha sido la que ha sido y asumir que eso ya no tiene remedio, y otra, muy distinta, declararse encantado y cantar loas a la desgracia.

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