[Del 5 al 11 de agosto de 2005]

 

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De depresiones y crisis de ansiedad

(Jueves 11 de agosto de 2005)

Como en la canción El gorila, de Brassens, que cuenta cómo un juez, víctima de las ansias amorosas de un gorila, acaba gritando «¡Mamá!» y llorando mucho, «igual que el hombre al que aquella misma mañana había ordenado que le cortaran el cuello», algunos servidores del Estado caracterizados por la cruda frialdad de su actuación en el ejercicio del cargo demuestran que, cuando se trata de sus propias personas, son de una sensibilidad literalmente enfermiza. 

Tenemos el caso de Rafael Vera, otrora secretario de Estado de Seguridad. Se decía de él que era frío como el hielo y que podía mostrarse realmente implacable. No aceptaba vacilaciones ni remilgos de sus subordinados, y jamás se le vio ni siquiera enarcar una ceja cuando tenía noticia de los crímenes de los GAL o de los casos más obvios de tortura en dependencias policiales. Sin embargo, así que se ha encontrado metido en chirona por haber decidido que los fondos reservados estaban reservados a él, así que se ha visto encarcelado, solo y dejado de la mano del César, ha caído víctima de una profunda depresión, el pobre. Menos mal que el Estado sabe distinguir entre los malos malos y los malos buenos y comprende que no es lo mismo la depresión de Vera que la de los demás presos, así estén al borde del suicidio e incluso acaben suicidándose. Gracias a ello, Vera ha sido autorizado a marcharse a su casa y a no pasar en la cárcel más que los fines de semana. Por lo menos hasta que alegue que acudir a la prisión los fines de semana le deprime.

Algo parecido ha pasado con los guardias civiles del cuartel de Roquetas que no se han visto involucrados en los procedimientos penal y disciplinario derivados de la muerte de Juan Martínez Galdeano. Todos, súbitamente, han pedido la baja porque –dicen– están psicológicamente muy afectados. Y se han ido a sus casas. Habrá quien considere que eso tiene todas las características de un plante, pero yo no. Yo me creo que su sensibilidad es de ese tipo: no se inmutaron porque Martínez Galdeano muriera en su cuartel tras sufrir una paliza de tomo y lomo, pero les ha fulminado el alma ver a sus compañeros en apuros. Tienen, por así decirlo, una sensibilidad corporativa.

¿Y qué decir –o mejor: que no decir– de la jueza del caso, que también ha pedido la baja laboral, alegando que sufre una crisis de ansiedad? Es la misma que no se inmutó cuando le llegaron otras denuncias por malos tratos contra integrantes de ese mismo cuartel. Ni se molestó en abrir diligencias. Porque, para remango, ella. El mismo remango con el que decidió poner en libertad a todos los guardias implicados en la muerte de Martínez Galdeano, importándole un pito la petición fiscal.

Pero ha bastado, ay, con que se descubra que envió a las partes personadas en el caso un informe amputado –lo que implica, como poco, una grave negligencia– para que le haya entrado una súbita crisis de ansiedad y haya tomado las de Villadiego.

Gente singular ésta. Tan insensibles, tan sensibles.

Nota.– A mediodía del propio 11 se supo que la jueza en cuestión no había pedido la baja laboral. Mi comentario se basaba en una información emitida por los propios Juzgados de Roquetas, que aseguraron que, efectivamente, estaba de baja. No se aclaran demasiado entre ellos. En todo caso, lo que sí confirmó fue lo de la «crisis de ansiedad»..

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Tránsitos

(Miércoles 10 de agosto de 2005)

La gente cuidadosa de la lengua castellana se queja de que en España se llame «tráfico» a lo que, en rigor, habría que denominar «tránsito», cuando del desplazamiento de personas, de automóviles o de mercancías legales se trata. En América Latina lo llaman «tránsito», y con razón. Pero es inútil rebelarse contra esa impropiedad terminológica, entre otras cosas porque la Academia Española, siempre acomodaticia, ya ha metido en el DRAE la segunda acepción de marras.

«Tránsitos» también era el nombre que recibía antes en muchos periódicos la sección dedicada a dar cuenta de los fallecimientos noticiables. «Obituarios», la titulan en El Mundo, utilizando otro arcaísmo. «Necrológicas», escribe la mayoría.

Tal como funciona el tráfico, no sobra ese emparentamiento entre la conducción de vehículos y la muerte.

Se ha vuelto a disparar la cifra de muertos en las carreteras españolas, y es de temer que esa negra estadística suba algún peldaño más durante el próximo puente de la Virgen de Agosto.

Coincide esto con la entrada en vigor de nuevas normas de circulación que incrementan de manera considerable el castigo de determinadas infracciones.

Cabe criticar tanto esas normas como el espíritu que las inspira.

Es rechazable, en primer término, la hipocresía en que se basan. De un lado, las autoridades fomentan los desplazamientos en vehículos particulares, no esforzándose en convertir el transporte público en una alternativa real (*) y facilitando de diversos modos la expansión de la industria del automóvil. Del otro, autorizan la fabricación y la impúdica exhibición publicitaria de vehículos que alcanzan velocidades que exceden en muchísimo los límites autorizados (que incluso pueden correr al doble de la velocidad máxima permitida). Y luego se echan las manos a la cabeza ante las consecuencias de lo que ellas mismas han contribuido a provocar.

Las nuevas normas me disgustan igualmente porque tratan igual lo desigual. No se conforman con penalizar conductas, sino que también castigan los estados, desconsiderando que, por ejemplo, la misma cantidad de alcohol en sangre puede ser desastrosa para algunas personas y casi insignificante para otras. Se montan aparatosos controles de alcoholemia por los que deben pasar conductores que no han hecho nada irregular mientras justo al lado transitan sin problemas veinte motoristas sin casco y cien locos hablando por su móvil.

Pero no quiero esgrimir coartadas. Esas críticas son válidas, de acuerdo. Pero algo hay que hacer y, en tanto no mejoren las bases de la situación, veo bien que se endurezcan las normas, a ver si lo que no nace de la sensatez –de la que tantos conductores carecen, según me toca comprobar viaje tras viaje– lo reemplaza el miedo al varapalo económico o a la pérdida del carné.

Aunque tampoco confío demasiado en ello. Tómese el ejemplo del famoso carné por puntos que va a instaurarse. En Francia, después de varios años de funcionamiento de ese tipo de permisos de conducir, el número de víctimas ha vuelto a incrementarse durante el pasado julio.

Soy muy escéptico con respecto a la naturaleza humana. Según mi experiencia, toda tarea compleja que depende de una sola persona para que funcione bien acaba por fallar. Esta página web lo demuestra cada dos por tres.

 

(*) Ejemplo al canto. Un servicio de Renfe que presenta considerables ventajas y representa una alternativa muy atractiva al desplazamiento en coche es el que permite viajar en ferrocarril llevando el coche en el vagón de cola. Subes al tren por la noche en Bilbao –es un suponer–, viajas beatíficamente dormido y te encuentras a la mañana siguiente en Alicante –es otro suponer– con tu cochecito bajado del tren igual que tú, dispuesto a llevarte al pueblo, a la playa o a donde sea. Estupendo, ¿verdad? Pues no, porque cada vez hay menos trayectos que ofrezcan ese servicio. Lo que debería potenciarse se desmantela.

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La incompetencia

(Martes 9 de agosto de 2005)

Cuando los EEUU y la URSS rivalizaban ante el mundo para exhibir sus adelantos científico-técnicos y postular la superioridad de sus sistemas económicos, sociales y políticos respectivos, desplegando cual pavos sus plumajes para llamar la atención sobre los atractivos de los distintos modelos de civilización que representaban, los detalles de escaparate se cuidaban al máximo. No podían permitir que un fallo los dejara en ridículo. Tenían que apuntarse más y más éxitos, costara lo que costara. Y costaba, vaya que sí. La carrera espacial, sin ir más lejos, suponía una partida muy considerable de los presupuestos de ambos estados.

Se hundió la URSS, los EEUU se quedaron sin rival con el que competir, la Federación Rusa renunció a mantener ningún pulso digno de ese nombre y ambos gobiernos, cada uno a su nivel, relajaron por completo su esfuerzo. ¿Para qué iban a mantenerlo? Los Estados Unidos no tienen ya por qué convencer a nadie de los atractivos del sistema capitalista: no hay ningún otro que se presente como alternativa. En cuanto a Rusia, la mera idea de que pretendiera convencer a nadie de la superioridad de su actual sistema económico-social produce risa.

El resultado de esa descarada relajación formal por parte de ambos lo hemos visto escenificado a la perfección en el plazo de pocos días. De un lado, EEUU y la chapuza de su Discovery, al que han tenido que hacerle bricolajes sobre la marcha y cuyo aterrizaje han debido retrasar –dicen– «por el mal tiempo». Del otro, Rusia y su batiscafo atrapado en el mar de Bering, rescatado  –qué humillación– por un robot submarino británico. 

¡Quién me iba a decir a mí que acabaría echando de menos la competencia!

Me oponía a la imposición de las leyes de la libre competencia, salvajes, darwinianas. Propugnaba su sustitución por normas ponderadas, ajustadas a las necesidades sociales. Pero no es eso lo que ha sucedido, sino todo lo contrario. La competencia ha sido reemplazada en parte por la imposición, en parte por la pura incompetencia.

 

P. D.– ¿En qué estaría yo pensando? Quien estaba al frente de la alcaldía de Benidorm cuando el megaproyecto turístico se puso en marcha –y quien aplicó con total entusiasmo las teorías de Mario Gaviria– fue Pedro Zaragoza, y no Zaplana, como escribí ayer. El murciano llegó bastante después, presto a meter la cuchara, según su propia confesión. Pero aquello había tomado carrerilla en los inicios del boom turístico mediterráneo, a finales de los 50.

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Democrático Benidorm

(Lunes 8 de agosto de 2005)

Tengo oído que el sociólogo Mario Gaviria, profesor de la Universidad Pública de Navarra, fue el ideólogo del proyecto turístico que hoy es realidad en Benidorm. El plan se puso en marcha en la época en que Eduardo Zaplana ejercía de alcalde de la ciudad.

Gaviria lo explica así: «Benidorm se ha adelantado a su tiempo, es la concreción urbanístico-arquitectónica del derecho a las vacaciones pagadas y a la pensión de jubilación, logros del Estado del bienestar en Europa. Benidorm es el símbolo de la Europa rica, de la democratización del turismo de la sociedad de masas, y como tal hay que entenderlo. Los nostálgicos de un Mediterráneo tercermundista, con pequeños pueblecitos de pescadores serviciales y serviles, los amantes de las playas solitarias y/o privatizadas tampoco caben en Benidorm».

No hay nada como ridiculizar al oponente y atribuirle lo que no dice para refutarlo con más comodidad.

Quienes ponemos en cuestión el modelo turístico de Benidorm no deseamos que existan pueblecitos pesqueros habitados por gentes «serviciales y serviles». De hecho, que yo sepa, la gente servil no es patrimonio exclusivo de los pueblecitos pesqueros. Tampoco pretendemos –¿por qué habríamos de hacerlo?– la privatización de las playas, cosa por otro lado venturosamente imposible, según la legislación española. Con argumentaciones de esa categoría se hace imposible establecer una polémica sensata.

El pasado sábado nos acercamos a La Cala, zona costera que, aunque forma parte del municipio de Finestrat, está de hecho integrada en el complejo turístico de Benidorm. Fuimos a la búsqueda de un restaurante de playa, ponderado en alguna publicación especializada, que luego resultó muy caro y bastante malo. También llevábamos la idea de darnos un baño previo a la comida, pero renunciamos, a la vista del panorama.

Hacía tiempo que no me acercaba a Benidorm en verano. Eso hizo que el efecto me resultara más anonadante: los espantosos rascacielos de apartamentos y más apartamentos sin ninguna pretensión de armonía arquitectónica, las tiendas anodinas, iguales a las tiendas de los destinos playeros de medio mundo, las playas atestadas, la orilla del mar lo mismo, el griterío mareante... ¿Ésa es «la concreción urbanístico-arquitectónica del derecho a las vacaciones pagadas»?

Se parte de una idea de las vacaciones según la cual la playa, el sol de justicia y la aglomeración son ingredientes obligatorios. No tendría por qué ser así. Comprendo que los padres con criaturas prefieran las playas –tienen a los churumbeles entretenidos sin demasiado riesgo–, pero hay mucho turismo adulto al que cabría ofrecer otros objetivos no menos estupendos e igual de baratos. Eso sin contar con que todavía quedan playas mediterráneas en las que, incluso en temporada alta, cabe disponer de una porción razonable de arena en la que tumbarse y de un mar en el que dar cuatro brazadas sin chocar con nadie. Yo estoy en el monte, pero a apenas 20 minutos de mi casa, carretera abajo, hay una playa larguísima, inacabable, en la que es posible tomar el sol y bañarse muy tranquilamente.

Benidorm no sólo es un lugar problemático para el descanso (apuesto a que la mayoría vuelve a su casa más agotada que cuando la dejó, aunque allá ella, si ése es su deseo). También aporta graves inconvenientes infraestructurales y de servicios para los habitantes de toda la comarca. Los casi cinco millones de turistas que pasan por Benidorm a lo largo del año gastan un cantidad enorme de agua, que sólo se consigue importándola y detrayéndola de otras necesidades, incluida la agricultura; producen una basura difícil de recoger y dificilísima de eliminar; utilizan masivamente los servicios de una Sanidad Pública que pagamos entre todos... Podría seguir con la lista de los inconvenientes de un modelo turístico que hace las delicias de los tour operators... y de los especuladores inmobiliarios.

Y ya que hablo de especuladores. Se acaba de anunciar que los terrenos que fueron expropiados en su día para que sirvieran de zona de expansión a Terra Mítica van a ser recalificados, a la vista de que no habrá expansión del parque de atracciones de Zaplana, que ha supuesto un tremendo fiasco, y serán utilizados para edificar más hoteles y más edificios de apartamentos. Con lo que la «concreción urbanístico-arquitectónica del derecho a las vacaciones pagadas» y la «democratización del turismo de la sociedad de masas» encontrarán una aún más elevada expresión.

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Otro novelón por entregas

(Domingo 7 de agosto de 2005)

El diario La Reppublica ha desvelado los detalles de una oscura trama político-empresarial montada para neutralizar el consorcio periodístico RCS, propietario del Corriere della Sera y bastantes más medios de prensa en Italia, amén de máximo accionista del diario español El Mundo y la editorial francesa Flammarion, entre otras empresas del campo de la comunicación de diversos países. El plan apuntaría a hacerse con el control accionarial de RCS (Rizzoli – Corriere della Sera) mediante una OPA.

Al frente de la trama se encuentra un constructor, Stefano Ricucci, desconocido hasta hace muy poco y convertido súbitamente en multimillonario gracias a un conjunto de operaciones financieras favorecidas por el Gobierno de Silvio Berlusconi. En la sombra, pero no invisible, aparece Umberto Livolsi, mano derecha de Berlusconi en Fininvest, el holding mediático del primer ministro italiano.

El asunto ha salido a la luz porque uno de los últimos pelotazos de Ricucci ha despertado el interés de la justicia italiana, que considera que el comportamiento del constructor ha podido ser delictivo. La investigación judicial ha desvelado la maniobra para apropiarse de RCS.

La intencionalidad política de la trama es evidente. Se aproximan las elecciones italianas, Berlusconi no ve claro su porvenir como gobernante y quiere acallar como sea las voces discrepantes con más influencia en el electorado italiano, la principal de las cuales es el Corriere della Sera y su grupo. Ricucci es el encargado de cumplir esa misión, para la que, según dice La Reppublica, contaría con el respaldo de un muy poderoso pero no identificado «grupo extranjero».

Y, ya que hablamos de extranjeros: cuenta La Reppublica que una de los protagonistas de la trama no es otro que el yerno de José María Aznar, Alejandro Agag. Aparece constantemente en las conversaciones mantenidas entre los cabecillas del plan, que aluden a él como pieza clave. Citándolo unas veces sólo por el nombre, pero otras con nombre y apellido, dan cuenta de sus movimientos, de sus consejos, de sus viajes: «Estaba muy contento porque la reunión de París ha ido bien», «Alejandro me ha pedido que le eche una mano para demostrar que el precio que queréis lanzar sigue en pie», «Alejandro Agag llega mañana por la noche a Roma; podríamos vernos», etc.

Cabría sospechar que el interés de Ricucci por hacerse con el control de El Mundo no es tan alto como pretende. A cambio, no cabe pensar que Agag considere que ése es un punto secundario. Establecido lo cual, la cuestión que se plantea es: las maniobras de Agag para alterar el control accionarial de El Mundo, en la actualidad favorable a Pedro J. Ramírez, ¿las hace por su cuenta o con la autorización, si es que no el encargo, de su suegro? Lo primero no es impensable: desde el paso de Juan Villalonga por Telefónica, Aznar tiene acreditada su habilidad para criar cuervos que le saquen los ojos. Pero tampoco cabe descartar, ni mucho menos, lo segundo. Porque el ex presidente de Gobierno tiene muchísimos defectos, pero uno que destaca sobre todos los demás: es rencoroso hasta lo enfermizo. No admite que quienes él catalogó en su momento como aliados, si es que no como seguidores, lo hayan pasado a la reserva, dándolo por amortizado.

Como en los novelones por entregas de antes, este comentario sólo puede tener un final: «Continuará».

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Un cálculo inmoral

(Sábado 6 de agosto de 2005)

Entre los artículos de prensa dedicados a reflexionar sobre el bombardeo nuclear de Hiroshima y Nagasaki que se publican hoy, no pocos se detienen a analizar los pros y los contras que hubo de afrontar el presidente norteamericano Harry S. Truman antes de tomar la horrible decisión. Muchos coinciden en que la opción no era fácil.

No estoy de acuerdo. La opción era sencillísima. De hecho, no había opción: sólo una mente insensible a los principios de la Ética y del Derecho podía –puede– pensar que la hubiera.

Alegan que el Imperio japonés estaba dispuesto a resistir lo que hiciera falta y que el desembarco en el archipiélago nipón habría causado cientos de miles de bajas en el Ejército de los EEUU. Añaden que era de temer que la URSS pudiera iniciar un ataque por el norte para tomar posesión de las islas Curiles y cualquiera sabe de cuántos territorios más. Concluyen que Truman decidió bombardear Hiroshima y Nagasaki tanto para evitar un infierno a sus propios ejércitos como por razones estratégicas, y que eso, en todo caso, no fue un disparate.

Cabe objetar incluso el propio retrato histórico. Para empezar, es falso que Japón estuviera en condiciones de alargar la guerra por mucho tiempo. Ni podía ni quería: el emperador estaba ya sondeando con los aliados las posibles condiciones de su rendición, y Truman lo sabía. En segundo lugar, es dudoso que un pueblo exhausto y harto de la guerra hubiera podido oponer demasiada resistencia a un ejército invasor mucho más poderoso que el suyo. En tercer término, cabía examinar otras opciones, fuera del desembarco masivo sin mayores preliminares. En cuarto lugar, se entiende mal que a los norteamericanos les fuera a resultar tan difícil ocupar territorio japonés y a los soviéticos no.

Pero, aunque fueran rigurosamente históricos todos los argumentos esgrimidos por quienes tratan de que entendamos lo que hizo Truman, su decisión seguiría siendo igual de abominable. Porque, al atacar de manera deliberada, alevosa y masiva a una población civil, Truman cometió un crimen de lesa Humanidad, expresamente tipificado por todas las leyes de la guerra. Y no hay ninguna circunstancia o coyuntura que pueda justificar la comisión de un crimen como ése.

El mero hecho de entrar a considerar si lo que hizo el trigésimo tercer presidente de los EEUU tenía o no motivación suficiente es ya, en sí mismo, una inmoralidad.

Ahora va a resultar que el bombardeo de Gernika estuvo mal tan sólo porque lo hicieron los nazis.

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Alimentos, fines y medios

(Viernes 5 de agosto de 2005)

La salmonelosis masiva producida por el consumo de pollos precocinados en mal estado está dando materia para muchas conversaciones de barra de bar interesantes, no sólo porque reflejan sentimientos generalizados, sino también porque plantean problemas reales de nuestro tiempo.

Los comentarios más frecuentes apuntan por la línea del: «¡A saber qué nos venden!».

Buena parte de la población desconfía de los alimentos que distribuyen los mercados. Ahora más todavía, tras descubrir que las etiquetas de homologación sanitaria no aportan certeza de nada.

A ello se añade el desdén generalizado por el escaso sabor de los productos: «¡Sí, todo muy bonito, pero parece de plástico!».

Este género de críticas se oye sobre todo en boca de personas de cierta edad, que conservan aún en la memoria el sabor primigenio de los pollos, los tomates, la leche de vaca y demás alimentos en vías de degeneración.

La desconfianza hacia la calidad sanitaria de los alimentos que se comercializan en la actualidad está más que justificada por la experiencia. Aciertan quienes reclaman que exista un control menos burocrático y más eficaz de los productos que se ponen a la venta. Pero se equivocan quienes afirman que en tiempos pasados los alimentos eran más sanos. Al revés. Antes había muchas más enfermedades producidas por alimentos en mal estado. La mejora de las condiciones sanitarias de los alimentos es, de hecho, una de las razones que explican el fuerte aumento de las expectativas de vida de las que gozan hoy las poblaciones de los países mejor abastecidos.

Lo que no tiene discusión posible es lo del sabor de los productos. No hay más que hincarle el diente a un pollo realmente de corral –rara avis– para apreciar la abismal diferencia. «Sí, claro –te objetan de inmediato–, pero cuando los pollos eran así los comían cuatro, y ahora están al alcance de cualquiera». Lo cual tiene también fácil respuesta: «No son los pollos de aquella calidad los que están ahora al alcance de cualquiera, sino estas otras cosas que tienen forma de pollo y apenas saben a nada».

Es frecuente toparse en las polémicas sobre alimentación –en el debate sobre los productos transgénicos, muy en especial– con argumentos de ese género, de apariencia democrática y fondo tramposo: «Gracias a las técnicas de producción de alimentos en masa, se podrá acabar con el hambre en el mundo», dicen sus defensores. La afirmación sería muy digna de aprecio si los hechos la sustentaran. Pero no. Desde que empezaron a aplicarse a gran escala esas dudosas técnicas productivas, no se ha avanzado ni un milímetro en la erradicación del hambre en el Tercer Mundo. A cambio, algunas empresas han visto crecer de manera espectacular sus beneficios.

No sacrifican la calidad para producir más y que comamos todos, sino para ganar más.

Lo cual es razón suficiente para que los poderes públicos desconfíen de esas empresas. Si sus fines son dudosos, es fácil que sus medios también lo sean.

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