[Del 26 de agosto al 1 de septiembre de 2005]

 

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La causa de la causa

(Jueves 1 de septiembre de 2005)

Afirma el presidente títere de Irak, Jabal Talabani, y se muestran de acuerdo con él casi todos los medios occidentales...

No; vuelvo a empezar.

Afirman casi todos los medios occidentales, y se muestra de acuerdo con ellos el presidente títere de Irak, Jabal Talabani —así está mejor—, que el verdadero culpable de la espantosa avalancha humana que se produjo ayer en Bagdad y que acarreó la muerte de más de 1.300 personas fue Al Zarqaui, al que consideran principal dirigente de Al Qaeda en Irak.

Vienen los unos y el otro a aplicar el viejo aforismo jurídico latino según el cual «la causa de la causa es causa del mal causado».

Lo hacen siguiendo el siguiente silogismo:

Premisa primera: Al Qaeda comete atentados terroristas en Irak.

Segunda premisa: la histeria colectiva se apoderó ayer de la muchedumbre chií en Bagdad tras correr el rumor de que había un terrorista suicida entre los congregados.

Conclusión: la responsabilidad de la matanza recae sobre Al Qaeda, como causa del mal causado (causa causatum).

Valiente patochada.

Para empezar, y de aplicar con rigor el mentado aforismo, a quien habría que culpar de la matanza es a George W. Bush. Porque, si bien puede ser cierto que el desastre se produjo porque hay terrorismo en Irak, no lo es menos que, si ese terrorismo existe, es porque los EEUU ocuparon Irak. De modo que, en aplicación del principio según el cual «la causa de la causa es causa del mal causado», se debe considerar que el responsable de la matanza es el Gobierno estadounidense.

Además, ¿a cuento de qué apuntar al terrorismo de Al Qaeda, en concreto? No veo más razón para ello que el oportunismo puro y simple: quieren aprovecharse de la animadversión que produce ese nombre. Pero lo cierto es que, en este momento, quienes tienen más razones para mostrarse hostiles con la comunidad chií son los dirigentes suníes, que carecen de relaciones con Al Qaeda.

Yo no creo que «la causa de la causa sea causa del mal causado». Se trata de una argumentación tan inquisitorial como simplista. De seguir su lógica, no sólo habría que buscar la causa de la causa, sino también la causa de la causa de la causa, y luego la causa de la causa de la causa de la causa, y así hasta llegar a Adán y Eva o al Big Bang, según las preferencias de cada cual.

Para mí que lo sucedido ayer remite a un conjunto de elementos, uno de los cuales es el miedo de la población iraquí a los atentados terroristas, otro el miedo a la brutalidad de los invasores norteamericanos —ya empiezan a aparecer informaciones que apuntan en esa dirección—, otro los peligros inherentes a toda concentración masiva, particularmente las religiosas mahometanas (recuérdense las tragedias vividas durante varias peregrinaciones anuales a La Meca)...

Lo que pasa es que a mucha gente las explicaciones complejas le resultan engorrosas. Y cansadas. Prefiere que haya culpables muy definidos. Y si tienen nombres y apellidos (Al Zarqaui, Bush), mejor. De eso se benefician los vendedores de explicaciones simplistas. Como Jabal Talabani y casi todos los medios occidentales. O, mejor dicho, como casi todos los medios occidentales y Jabal Talabani. Por ese orden.

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El síndrome posvacacional

(Miércoles 31 de agosto de 2005)

Poco a poco, buena parte del personal llega al final de las vacaciones y regresa a sus ocupaciones laborales o de estudio. No lo hacen ni las mujeres dedicadas al trabajo doméstico (las «amas de casa», que se les suele llamar, olvidando que la mayor parte de las veces las casas no tiene ama, sino amo, y que muchas de ellas carecen de vacaciones, porque durante el verano les toca seguir trabajando para que el resto de la familia no dé un palo al agua), ni quienes carecen de empleo, ni quienes han llegado a la edad del júbilo (o sea, a la jubilación), ni quienes no han tenido vacaciones en agosto, sea porque las tuvieron antes, porque las van a tener ahora o porque no las tienen nunca.

En fin, que vuelven muchos al trabajo asalariado, y casi todos regresan con una cara que llega hasta el suelo, abatidos, desganados y melancólicos, situación que los psicólogos al uso califican de «síndrome posvacacional». Dicen que no hay que darle mayor importancia «salvo en casos extremos», que los jefes deben ser comprensivos con ese estado de ánimo de sus empleados y que, además, no tarda en superarse.

Mi tesis es que el llamado «síndrome posvacacional» no es ningún síndrome, sino una reacción sana y lógica de ciertas personas que durante unas cuantas semanas se han ido situando en condiciones de juzgar con alguna distancia el absurdo alienante que encierra el grueso de la actividad profesional que desarrollan a lo largo de casi todo el año.

No todo el mundo odia su trabajo. Algunos tenemos la fortuna de dedicarnos —básicamente, se entiende— a una actividad con la que disfrutamos. Por eso no paramos de trabajar durante las vacaciones, aunque bajemos el pistón. Gozamos haciéndolo, e incluso nos frustraría no hacerlo. Somos adictos, en cierto modo.

Los hay que aman también su profesión, pero odian el modo en el que tienen que ejercerla. He conocido a muchísima gente así en el gremio periodístico. Les gusta escribir, pero no lo que les mandan que escriban. Disfrutarían contando noticias, pero les repugna manipularlas. Les haría felices escribir reportajes sobre cómo está el mundo, pero nadie les pide eso. Más bien lo contrario.

En esa misma categoría se sitúan muchísimos profesionales de las más diversas ramas. Todos amantes de su profesión u oficio; todos cabreados con la manera en la que deben llevarlo cada día a la práctica para que les paguen a fin de mes.

Hay que contar también con el efecto deprimente acumulado que acarrea tener que perder una parte importantísima del día yendo y viniendo de casa al centro de trabajo y del centro de trabajo a casa. Y con los devastadores efectos psicosomáticos de las comidas a salto de mata en cualquier sitio.

Concluyo: se llama «síndrome posvacacional»  al tiempo que tarda una persona medianamente lúcida en resignarse a su destino mediocre y dejarse vencer por los efectos anestésicos de la rutina.

Leí hace años que los prisioneros de los campos de exterminio nazi organizaban partidos de fútbol, unos contra otros, para entretenerse mientras les llegaba la hora de acudir a la cámara de gas. Comprendí que los humanos somos capaces de amoldarnos a todo.

Que la mayoría supere el llamado «síndrome posvacacional» es otra buena prueba de ello.

 

Nota 1.— Fui feliz ayer. Recibí más de una treintena de correros electrónicos haciéndome saber que había metido el cuezo con la observación final de mi Apunte, porque ya hace años que no todos los huracanes son huracanas, y que ahora los bautizan alternativamente con nombres de pila masculinos y femeninos. Mi felicidad vino con la comprobación de que cuando suelto una pata de banco me machacáis con vuestras críticas, lo que me permite deducir que la mayor parte de los días consideráis más o menos razonable lo que escribo, aunque no estéis necesariamente de acuerdo con ello (ni falta que hace). El castigo de una observación errónea supone un premio implícito para todas las muchas no castigadas. Gracias, por lo tanto.

Nota 2.— Concluyo el mes con una media de 2.156 visitas diarias a estos Apuntes, a expensas de lo que aporte el día de hoy. En años pasados, el mes de agosto venía a ser algo así como una travesía del desierto: las visitas descendían escandalosamente. La explicación que encuentro a lo sucedido este año es que está creciendo a buen ritmo el número de ordenadores personales; que cada vez es más la gente que navega por Internet fuera de su lugar de trabajo, y la que incluso se va de vacaciones con el ordenador portátil a cuestas. Sea como sea, también de esto me alegro. Supongo que os hacéis cargo de que uno escribe para ser leído.

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Katrina y el vasallaje

(Martes 30 de agosto de 2005)

El huracán Katrina —que ya no es un huracán, pero sigue siendo Katrina— llena las portadas de todos los periódicos y las cabeceras de todos los informativos de radio y televisión.

Estoy lejos de pretender que un huracán que mata a medio centenar de personas no es noticia. Pero constato que, para que un huracán que pasa por Haití, por Nicaragua o por Filipinas sea en España la principal noticia del día, con titular a tres o cuatro columnas en primera página y gran foto incluida, tiene que matar a muchas personas más. (Lo cual no es nada difícil, dicho sea de paso, dadas las condiciones de vida existentes en esos países.)

Alguna vez he llamado la atención sobre el hecho de que para los medios de comunicación con sede en Madrid la nieve sólo es noticia de apertura cuando empieza a nevar en Madrid.

Eso es muestra del centralismo intrínseco de esos medios, que dan por hecho —sin siquiera planteárselo, sin conciencia de ello— que Madrid es el ombligo de España, y que lo que sucede en Madrid es noticia principal para todo habitante de este Reino, así viva en Canarias.

Pero eso es lo que hacen los medios de comunicación afincados en Madrid. Los que se editan en otras latitudes del Estado pasan olímpicamente de la nieve de Madrid, y se quedan tan anchos. Sobre todo cuando algunos se dirigen a poblaciones que, en el momento en el que empieza a nevar en Madrid, llevan ya varias semanas conviviendo con la nieve. Y es que España es un Estado en el que tiene mucho peso el centralismo, pero no el vasallaje. Síntoma inequívoco de vasallaje sería que en Vitoria fuera gran noticia la nieve de Madrid. Por ejemplo.

Síntoma inequívoco de vasallaje es —por ejemplo— que el huracán que atraviesa el sur de los EEUU sea unánime noticia de apertura en todos los medios de comunicación españoles.

Si un chaval enloquecido de Kentucky va a su colegio con una pistola y se carga a cuatro de sus compañeros, nos lo encontramos al día siguiente hasta en la sopa. Si lo hace en Argentina, el suceso aparece en una columna de noticias breves en cualquier página perdida. Si es que aparece.

Y así todo.

Lo más deprimente no es que EEUU se considere el ombligo del mundo. Lo peor es que los demás demos por supuesto que lo es.

 

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Ah, y otra cosa no menos cabreante: los huracanes siguen siendo bautizados impepinablemente con nombres de mujer.

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Los derechos históricos

(Lunes 29 de agosto de 2005)

Muchos son los que dan por hecho que quienes reclaman tales o cuales derechos, sea a título individual o como parte de tal o cual colectivo, lo hacen porque quieren ejercerlos.

No es necesariamente así. Por poner un ejemplo que me parece claro: no pocos defendieron en su día el derecho al divorcio, aunque no tuvieran la más mínima intención de divorciarse. Ni de casarse, incluso.

La posibilidad del divorcio supone para la vida en pareja, sea de hecho o como hipótesis, una cierta garantía de que se trata de una opción replanteable en cualquier momento, no de una condena a perpetuidad.

Algo semejante sucede con los pueblos. Es perfectamente posible defender el derecho de autodeterminación de los pueblos y, a la vez, no desear que se sirvan de él para formar estados aparte. Es un derecho que pretende asegurar que la coexistencia entre los pueblos es voluntaria, no forzada.

Ahora se ha generalizado la tendencia a defender —o a denostar— los llamados «derechos históricos».

La fórmula tomó carta de naturaleza con la Constitución Española de 1978. Durante los debates sobre la redacción del texto constitucional, y ante la imposibilidad de lograr un reconocimiento expreso del derecho de autodeterminación del pueblo vasco, los diputados del PNV reclamaron —y lograron— que la mayoría de las Cortes aceptara que la Constitución hiciera explícita mención de su «amparo» y «respeto» de «los derechos históricos de los territorios forales». Se trataba, en definitiva, de que el Estado español reconociera que los territorios de Guipúzcoa, Vizcaya, Álava y Navarra albergan derechos anteriores al acto constituyente de 1978.

Quedó así establecido que la actual Constitución española no es nuestra única fuente de derechos colectivos; que ella misma está sometida a derechos previos. De paso fueron abolidas todas las disposiciones legales que, desde la Constitución de Cádiz, pretendieron el recorte o incluso la abolición de los Fueros vascos.

Primaron en aquel caso tanto el fuero como el huevo. Al obtener el reconocimiento constitucional de los derechos históricos, los nacionalistas vascos consiguieron también que el Estado español aceptara que no sólo Navarra y Álava, sino también Guipúzcoa y Vizcaya («las provincias traidoras», según la terminología franquista), tuvieran un régimen tributario propio.

Los líderes de Convèrgencia i Unió consideraron entonces atávico, e incluso absurdo, el empeño de los nacionalistas vascos por contar con su Hacienda particular. Pujol se lo dijo a Arzalluz: «¿Para qué queréis recaudar vosotros? ¡Que lo haga Madrid! ¡La gente coge manía a quien le cobra los impuestos!». Pero Arzalluz lo veía de otro modo. Estaba convencido de que quien controla el dinero controla el poder. Tanto mayor es la parte de los presupuestos que se administra, tanto más se pinta. Aunque luego haya que contribuir a las arcas del Estado, como es lógico, con la parte alícuota que corresponda al monto recaudado y a las necesidades del conjunto.

Ahora, algunos nacionalistas catalanes quieren que la Generalitat cuente también con una Hacienda propia semejante a la vasco-navarra. Me parece bien. Por qué no. Hay modos diversos de articular la solidaridad interterritorial, y ninguno es en principio peor que los demás. Pero se equivocan quienes defienden esa opción apelando a los «derechos históricos» de Cataluña. El pueblo de Cataluña tiene derecho a autodeterminarse no porque Jaume I el Conqueridor hiciera esto, ni porque el Conde-Duque de Olivares lo otro, ni porque Felipe V lo de más allá, sino porque todos los pueblos tienen derecho a autodeterminarse, historias al margen. Cataluña es un precipitado histórico, sin duda. Igual que Galicia, o que Asturies, o que Andalucía, o que Canarias. Pero los derechos que puede reclamar no se derivan de la Historia, sino del hecho de que ahora mismo alberga un pueblo que tiene conciencia de serlo y cuenta con la voluntad de actuar como tal.

En el proyecto de reforma del Estatuto de la Comunidad Valenciana, acordado por el PP y el PSOE, también se habla de los «derechos históricos» del pueblo valenciano. ¿Se referirán tal vez a los fueros que anularon los Borbones tras salir victoriosos de la batalla de Almansa? No veo yo al PP en esas lides.

El pacto estatutario valenciano PP-PSOE también reclama su derecho a acceder a cualquier prerrogativa autonómica que pudieran obtener otros gobiernos autónomos. No cabe ejemplo más acabado de ridiculez en materia autonomista: los Camps y compañía no piensan en qué conviene más a su pueblo, sino en no ser nunca menos que el de al lado. No conciben la autonomía como instrumento de articulación, sino de competición. Son capaces de reclamar competencias que no les sirven para nada, o que incluso les estorban, con tal de que Cataluña, muñeco permanente de su vudú particular, no cuente con algo de lo que ellos carecen.

De pintar algo mi criterio, yo dejaría que la cosa esa de los «derechos históricos» quedara reservada para quienes lograron meter tan particularísimo gol en la Constitución —a fin de cuentas, también otros sacan partido del tanto que se anotaron convirtiendo a las Fuerzas Armadas en garantes de «la unidad de la Patria»—, y me concentraría en obtener para cada pueblo integrado en el actual Estado español el derecho a acordar con los representantes legítimos de los demás pueblos las formas de colaboración que se convinieran entre todos como más convenientes para el conjunto.

Claro que yo me tomo muy poco a pecho los esencialismos de todo tipo. No me interesan gran cosa los derechos históricos. Me interesa el personal realmente existente.

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Tener datos no es saber

(Domingo 28 de agosto de 2005)

Siempre me ha asombrado la singular capacidad que poseen quienes mandan en los Estados Unidos para hacerse con la información más completa sobre las diversas situaciones conflictivas que afrontan a escala internacional y para no acertar a convertir esa ingente información en conocimiento efectivo, capaz de orientar sus decisiones. Tienen en su poder toneladas de datos, pero acaban comportándose como si no supieran de la misa la media.

Cuando se inició su intervención en Irak, no pocos dijimos que lo más probable es que sus poderosísimas fuerzas armadas dieran cuenta sin demasiado esfuerzo de la resistencia militar convencional del ejército de Sadam Husein; que los verdaderos problemas le vendrían a continuación, cuando tuviera que montar en semejante escenario una estructura de poder sumisa y estable.

Contábamos con la profunda división existente en la sociedad iraquí desde los orígenes del propio Estado que la encuadra, un Estado creado manu militari por el Imperio británico, obsesionado por impedir que la descolonización política de ese área del mundo se tradujera en la aparición de regímenes fuertes, capaces de poner coto al mangoneo neocolonial. En contra de la imagen que finalmente se ha impuesto, Sadam Husein y su partido Baaz fueron durante mucho tiempo fieles servidores de los intereses de las grandes potencias. Cuando así fue, ningún Gobierno occidental puso en solfa el predominio de la minoría suní sobre el conjunto de Irak, ni los expeditivos métodos con los que el régimen baazista mantenía sometidos a chiíes y kurdos. De hecho, Washington proporcionó al dictador de Bagdad las armas —a veces ilegales— de las que se sirvió para mantener a raya a ambas poblaciones, de cuyas aspiraciones sólo se acordó cuando Sadam Husein se le puso díscolo. Apoyó entonces la insumisión de chiíes y kurdos, abriendo con ello la caja de los truenos. Ahora se encuentra con que no tiene modo de unir por consenso lo que durante tanto tiempo estuvo unido por la fuerza. ¿Cómo no previó que se iba a topar de bruces con ese escollo?

Algo semejante cabría decir de la resistencia suní, que ensangrienta el país a diario. Era estúpido suponer que el aparato funcionarial baazista, compuesto por varios cientos de miles de civiles y militares, se iba a dispersar sin más problemas mientras los invasores extranjeros hacían y deshacían a su antojo, humillando de paso sus sentimientos más profundos.

Era estúpido suponerlo, pero hubo estúpidos que lo supusieron. El día en el que George W. Bush anunció el fin de la guerra, muchos dijimos —estas páginas son testigo— que la guerra de desgaste, la más difícil de encarar, no había hecho más que empezar. Pero Bush y los suyos se mostraban convencidos de lo contrario. 

Insisto: no es que tengamos más datos que ellos, ni que seamos más listos, ni que nuestra habilidad de analistas sea superior a la suya. Sencillamente, no nos ciega la soberbia. No creemos que la superioridad armada acarree la victoria siempre y en toda circunstancia. Ellos deberían saberse muy bien esa lección, por lo menos desde Vietnam. Pero Vietnam no es para ellos una experiencia de la que aprender, sino una angustiosa pesadilla de la que no conviene acordarse. Con lo cual hacen lo posible para repetirla.

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Hace un siglo, o casi dos

(Sábado 27 de agosto de 2005)

La fotografía fue tomada en 1904, pero Arthur —el Arthur que fuera— la compró convertida en postal y la envió en agosto de 1905. O sea, hace un siglo. Escribió: «Otra vista del pueblo viejo, con la Plaza de Toros». No es la Parte Vieja de Donostia, sin embargo, sino mi barrio, Gros, con la playa de la Zurriola al frente. En una de las villitas que se ven debajo, junto a la primitiva iglesia de San Ignacio, estaba el colegio de la Compañía de Santa Teresa de Jesús, donde este servidor de ustedes pasó su periodo de párvulo. Ya no existe, por supuesto.

 

Menos de un siglo antes, era el barrio entero el que prácticamente no existía, fuera de algún baserri suelto, como nos muestra esta (espantosa) reproducción de un grabado hecho por otro inglés, Wilkinson, en 1835, probable acompañante de las tropas inglesas que aparecieron por Donostia para cañonear a los franceses. Se supone que lo que se ve a la derecha, abajo, es la zona del Kursaal, que el arenal que se sitúa a este lado del viejo puente sobre el río Urumea es el comienzo de donde luego se levantaría Gros, y que el tal Wilkinson tomó su apunte del natural desde los promontorios en los que se iniciaba a la sazón el monte Ulía, más o menos por donde luego construyeron la Plaza de Toros.

A la derecha, Urgull y la Parte Vieja, fortificada, que concentraba el villorrio de entonces, y al fondo la bahía de La Concha, la isla de Santa Clara y el monte Igueldo.

 

 

Lo cual nos conduce, 170 años después, a esto que veis aquí arriba. Gros, 2005. Un barrio de postín postizo, con una enorme playa artificial —la natural casi desaparecía durante la pleamar—, con el horrible palacio multitusos del Kursaal, perpetrado por Moneo, y con un paseo de ésos que ahora se llaman «cosmopolitas».

La calle donde nací y viví hasta los 17 años es la que arranca a la izquierda, abajo. No está demasiado diferente.

¿Cual es la tesis de este apunte? En realidad, no la tiene. He metido estas tres imágenes porque me apetecía hacerlo. Pero, puestos a buscarles algún ángulo de reflexión no estrictamente personal, me quedaría con una idea sobre la que ya he escrito en más de una ocasión, a saber: de la misma manera que mi cuerpo ha renovado muchas veces el total de sus células, de modo que ya no quedará ni una sola pieza original del bebé que asomó al mundo el 24 de enero de 1948 con las primeras luces del alba, y eso no impide que uno y otro seamos el mismo Javier Ortiz, mi barrio natal ha cambiado por entero su fisonomía, desde su existencia como mero arenal, que José Gros compró por 1.800 pesetas mediado el siglo XIX, hasta su conversión paulatina en el muy cotizado lugar que es hoy. Un lugar en el que por el equivalente de las 1.800 pesetas que pagó Gros hace siglo y medio es probable que hoy no quepa comprar ni una casa.

Pese a lo cual, es el mismo sitio.

Me diréis que, para acabar llegando al viejo παντα ρέί de Heráclito, he hecho un recorrido un tanto extraño. Pero oigo tantas veces decir a otros —y me oigo tantas veces decir a mí mismo— que qué pena lo que están haciendo con todo, que si nos roban los recuerdos, todo tan cerca del absurdo «cualquier tiempo pasado fue mejor», que no me parece mal imaginar que el río de Heráclito es el Urumea. Lo único, que mejor no tratar de comprobar en él eso de que «nadie se baña dos veces en el mismo río». Lo más probable es que con la primera ya baste.

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Derechos y libertades

(Viernes 26 de agosto de 2005)

Bilbao amaneció ayer adornada con cientos de carteles de Batasuna que animan al personal a participar en la manifestación convocada para hoy por un ciudadano particular y respaldada por un nutrido grupo de personas conocidas, pertenecientes a ámbitos abertzales y de izquierda. De inmediato, el PP y el PSE-PSOE exigieron a la Consejería de Interior del Gobierno vasco que prohíba la manifestación, alegando que el respaldo de Batasuna demuestra que se trata de un acto ilegal.

El argumento no tiene ningún peso. Que Batasuna apoye o deje de apoyar tal o cual iniciativa no es, en el plano jurídico, prueba de nada. Si Batasuna respalda la actividad de Euskaltzaindia (la Real Academia de la Lengua Vasca), ¿habrá de ser prohibida? Y si manifiesta que desea que la Aste Nagusia (Semana Grande) de Bilbao transcurra en paz, ¿deberán los seguidores del PSOE y del PP echarse a la calle a quemar contenedores y apedrear escaparates, para no coincidir con los propósitos del partido ilegalizado? Alguna vez lo he señalado ya con respecto a ETA: si De Juana Chaos sostuviera que en este momento son las 05:55 del viernes 26 de agosto —minuto y hora a los que escribo esta línea—, ¿qué habría de hacer yo para que no me acusaran de coincidir con ETA? ¿Afirmar que son las 8? ¿Asegurar que hoy es jueves?

Dicen que el consejero vasco de Interior no ha aplicado a esta convocatoria los mismos criterios que esgrimió en relación a la de hace una semana en Donostia. Balza se defiende afirmando que la manifestación de Bilbao la convoca una persona que goza de todos sus derechos civiles, y que él no puede impedir que los ejerza. Sin embargo, también la manifestación de Donostia había sido convocada en esas condiciones, y fue prohibida. La diferencia fundamental estriba en que la de la pasada semana fue prohibida por el Tribunal Superior de Justicia del País Vasco, lo que ya no dejó opción posible a la Consejería de Interior. Pero previamente Balza ya se había pronunciado a favor de la prohibición. En suma: ha rectificado.

Y ha hecho bien. Porque, efectivamente, el derecho de manifestación es un derecho básico de los ciudadanos, y mientras éstos actúen a título personal y no en tanto que representantes de una asociación situada fuera de la Ley, nadie puede legítimamente coartar su ejercicio. A esta razón de principios se añade otra de mero sentido común: o mucho me equivoco, o la manifestación de hoy, si no es finalmente desautorizada, se desarrollará pacíficamente, sin degenerar en enfrentamientos y violencias varias.

De todos modos, mi objeción a los afanes prohibicionistas del PSE y del PP, con su coro inevitable de medios de comunicación, es de principio. De principio porque parte de mis convicciones más profundas, y de principio también porque es previa a todo lo demás. Estoy en contra de la ilegalización de partidos políticos. Considero que, de demostrarse que los dirigentes o los militantes de un partido han cometido actos delictivos, deben ser procesados y condenados individualmente, uno a uno, con nombre y apellidos.

En buena ley, nadie puede ser condenado por un delito si no está acreditada su participación concreta, directa y personal, en él.

Pero este género de consideraciones de principio, que hace dos décadas asumían todos los partidos políticos —aunque a rachas—, ha sido sustituido a buen ritmo por toscas consideraciones de conveniencia, de ésas que ahora justifican cualquier práctica jurídica y policial, por aberrante que sea.

Suele decirse que están cercenando los derechos y las libertades en nombre de la defensa de los derechos y las libertades. Pero no es así. Más correcto sería decir que cercenan nuestros derechos y libertades para mejor salvaguardar sus derechos y libertades.

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