[Del 30 de septiembre al 6 de octubre de 2005]

 

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¡Zamora, puerto de mar!

(Jueves 6 de octubre de 2005)

La reivindicación, obra de libertarios con sentido del humor, nos hizo sonreír en los años 70: «¡Zamora, puerto de mar!», reclamaban. Era una variante local de la consigna del Mayo francés: «¡Sed realistas! ¡Pedid lo imposible!»

Valía como retruécano, y como modo de revolverse contra las prédicas del socialismo acomodaticio de la época, que siempre tenía el rollo del posibilismo en la boca. Era una forma de decir lo que pensábamos de su modo de hacer política: nada más difícil de lograr que lo que ni siquiera se exige.

Lo que jamás se me habría ocurrido es que ese tipo de consignas imaginativas y soñadoras de los 60 y 70 del siglo XX acabarían convirtiéndose en patrimonio de la derecha en estos comienzos del XXI.

Ayer al mediodía oí en la radio al representante de una asociación de regantes de la Región Murciana, vinculado con el PP y jaleado por éste, que afirmaba a grandes voces que ellos necesitan agua, mucha agua, y que la necesitan ya, y que al Gobierno de Zapatero le corresponde ver cómo se las arregla para proporcionársela.

¿Cómo? Yo se lo digo: lo que tiene que conseguir el Gobierno es que llueva de una vez en Murcia, pero no de golpe y porrazo, a cántaros, sino poco a poco, al cantábrico modo, de manera que los ríos se vuelvan caudalosos, los aljibes rebosen, las acequias se llenen, los pantanos alcancen de aquí a diciembre el 95% de su capacidad y las llanuras se cubran de verdes prados de tierno césped en los que quepa instalar decenas de campos de golf para deleite de propios y extraños.

Y si el Gobierno es incapaz de lograr eso, que dimita. Faltaría más.

La actitud de muchos regantes del sur de la costa mediterránea consigue sacarme de quicio. Alentados por sus respectivos gobiernos locales, han elegido un modelo de agricultura que no se acomoda ni de lejos a su medio ambiente natural. Han optado por cultivos intensivos que requieren unos recursos hídricos enormes, sólo alcanzables —con muy considerable esfuerzo— en los años de vacas gordas. Y luego se indignan cuando el cielo se pone esquivo, el agua no alcanza y los hipotéticos donantes de otras zonas no quieren privarse de lo suyo para cubrirles las necesidades que ellos se han creado de manera artificial.

Encima, y gracias siempre a la intercesión de los jerifaltes políticos con mando en plaza, se conchaban con unos empresarios turísticos que funcionan como otras tantas esponjas añadidas y que no paran de atraer más y más millones de turistas deseosos de duchas, prados de césped y piscinas cada medio kilómetro.

Se lo oí decir a una dirigente local de IU: «A esta gente toda el agua del Amazonas le parecería poca».

Lo de los libertarios del 70 era «Zamora, puerto de mar». Éstos le han dado un ligero retoque a la consigna: «Murcia, una Holanda de sol y playa», viene a ser lo suyo.

Y que quienes consideren que un planteamiento así es insensato, que dimitan.  

 

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Pensé ayer por un momento que los presidentes de Ceuta y Melilla se habían llegado a Madrid también en plan regante murciano, exigiendo del Gobierno solución inmediata para otro problema que, en buena ley, no la tiene: el que se ha montado en los enclaves españoles de África con la entrada masiva de inmigrantes sin papeles.

Lo pensé tras oír al mandamás de Melilla, el pepero Imbroda, que exclamó nada más poner pie en la capital del Estado: «¡Que el Gobierno nos diga cómo va a resolver esto!». Me dije: «Sí, hombre, como si fuera un asunto que el Gobierno pueda solucionar en dos patadas».

Me equivoqué. A lo que parece, el Gobierno piensa resolverlo precisamente en dos patadas. Dadas en el culo de los inmigrantes, precisamente. A las pocas horas de declarar eso Juan José Imbroda, la vicepresidenta primera, María Teresa Fernández de la Vega, anunció que las autoridades españolas se proponen expulsar a Marruecos a buena parte de los inmigrantes indocumentados que han entrado en Melilla. Dijo que lo hará en aplicación de un acuerdo con Rabat que autoriza la devolución inmediata al territorio de partida —a Marruecos, en este caso— de aquellas personas que sean interceptadas en tierra de nadie.

Me quedé de piedra. Para que el acuerdo invocado por la vicepresidenta pudiera ponerse en práctica, habrían de cumplirse por lo menos dos condiciones: en primer lugar, deberían estar fijados con precisión los límites de esa tierra de nadie; en segundo término, la medida debería aplicarse mientras las personas afectadas se hallaran en esa tierra de nadie, esto es, siempre que no hubieran entrado en territorio de soberanía española. Y ninguna de las dos condiciones concurre en este caso.

Fernández de la Vega rehusó ayer entrar en esos enojosos detalles. Dio toda la sensación de que el Gobierno se dispone a aplicar una política de hechos consumados. Que planea proceder a las expulsiones y, si luego algún tribunal determina que se ha saltado ilegalmente los pasos que la Ley de Extranjería establece para tales procedimientos, a buenas horas.

Parece que su plan consiste, como quien dice, en dictar por decreto que Zamora es puerto de mar. Y al que le pique que se aguante.

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La cuarta valla

(Miércoles 5 de octubre de 2005)

Los constantes y sangrientos incidentes provocados por quienes pretenden entrar en Ceuta y Melilla saltando o derribando las vallas que separan Marruecos de los dos enclaves españoles en tierra africana han suscitado muchas opiniones divergentes, pero también algunas reflexiones que casi nadie discute, ni en Marruecos ni en España.

La idea que parece congregar más conformidades es la que sostiene que la causa profunda del drama que se está produciendo en Ceuta y Melilla —y en Canarias y en Andalucía, aunque en su caso por otras vías— es la miseria en la que se ha hundido el África subsahariana, y que la única vía de poner término eficaz a tan terrible situación pasa por favorecer el desarrollo económico y social de los países de los que proceden los inmigrantes sin papeles. El razonamiento es bien sencillo: puesto que huyen de la miseria, erradiquemos la miseria. Y ya está.

Pero no está. Decir eso es como no decir nada. Porque cualquiera que se tome el trabajo de situar las piezas de ese razonamiento en la realidad del mundo de hoy se da cuenta inmediatamente de que está formulando algo muy parecido a un imposible.

Para acabar con la miseria en el África subsahariana se necesitaría, ya para empezar, que los países comparativamente ricos destinaran a ese objetivo enormes cantidades de dinero a fondo perdido. Primer punto. Y segundo, que cambiaran las estructuras de poder de los países receptores, para que ese dinero no acabara en un puñado de cuentas corrientes en Suiza y se utilizara realmente para realizar inversiones productivas.

Ninguna de las dos condiciones es cumplible. Si casi ningún Estado de los que sellaron hace ya muchos años el compromiso de destinar el 0,7% de sus riquezas nacionales a la ayuda al desarrollo del Tercer Mundo ha honrado su palabra, ¿cómo esperar que vayan a dedicar ahora a esa causa fondos aún mayores? En cuanto a la moralización y adecentamiento de las oligarquías que controlan el poder en buena parte de África, no sé ni si vale siquiera la pena hablar de ello. Cuesta hasta imaginar quién podría hacer tal cosa, y cómo, y con qué fuerzas, y con qué personal. 

He dicho antes que este par de condiciones serían necesarias «para empezar», y así es, porque habrían de reunirse más requisitos. Se precisaría también acabar con las guerras que desangran buena parte del continente, para lo cual sería necesario, de manera previa, acabar con el suculento comercio de venta de armas a los contendientes. Otro objetivo de aquí te espero.

«¡Pero es que, o se hace eso, o nos espera un futuro imposible!», señalan algunos. Ya. En Kyoto se dijo algo semejante con relación a nuestro porvenir medioambiental, y ya vemos los resultados.

Habría que hacerlo, pero no lo harán.

¿Entonces? No sé. Imagino que idearán una cuarta valla aún más alta. Y así sucesivamente.   

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El subvalor de la fama

(Martes 4 de octubre de 2005)

No presté atención al eclipse anular de ayer. No tenía las gafas de las narices —tampoco había hecho nada por procurármelas—, temía lastimarme todavía más la vista y el asunto, además, me apasionaba más bien poco. Ya sé que se trató de un fenómeno muy peculiar, que hacía más de dos siglos que no se producía, pero hay montones de sucesos que no sólo tardan más de 200 años en repetirse, sino que incluso no se repiten jamás, y eso no los vuelve más apasionantes. Me dije que ya lo vería en fotografía o en alguna filmación televisada, llegado el caso, y me dediqué a hacer lo que habría hecho cualquier otro lunes.

Salí más tarde a hacer algunos recados y oí en la radio del coche a un fotógrafo de El Mundo que se mostraba mucho más drástico que yo. Declaró que no le veía ningún interés a lo del eclipse y, elevando la anécdota a categoría, mostró su disgusto por el entusiasmo con el que la gente acude por miles y miles a convocatorias que parten de los medios de comunicación y que se centran en asuntos bobos, triviales y anodinos.

No compartí su desprecio total por el eclipse, pero me interesó su reflexión posterior. Es verdad que las poblaciones actuales —no sólo las actuales, pero muy en especial las actuales— actúan como si se vieran impelidas por una pulsión gregaria, que las empuja a valorar en mucho aquello de lo que más se habla en los medios de comunicación y a hacer lo mismo que los medios dicen que va a hacer o que está haciendo muchísima gente más. Existe una enorme tendencia a la fetichización de lo famoso. Se valoran los sucesos o los objetos no por lo que aportan o representan en sí mismos, sino por su importancia mediática.         

Hay una escena de la película Blow Up, rodada por Michelangelo Antonioni en 1966, que me vino ayer de inmediato al recuerdo después de oír el comentario del fotógrafo de El Mundo. En el curso de un concierto de rock, un famoso guitarrista destroza a golpes el instrumento —solían hacerlo por aquel tiempo— y tira los restos al público. Se produce una auténtica batalla campal para hacerse con algún pedazo de la guitarra del mito. Pero, por una serie de circunstancias que no vale la pena relatar aquí y ahora, el trozo más preciado (el final del mástil, incluido el clavijero) acaba en una basura. Algún tiempo después, un individuo que pasa por la calle repara en el objeto y lo mira. No ve en él más que un trozo de madera inservible, y lo desdeña.

Desprovista de mitología, la reliquia pierde su condición de tal.

Creo que el esfuerzo por valorar a las personas, a los acontecimientos y los objetos por lo que realmente pueden aportarnos, dejando de lado las hipotéticas razones de su fama, representa un ejercicio de salud ideológica digno de estima.

Quizá seguidores demasiado literales de esa máxima, a algunos nos basta con que «todo el mundo» hable de una película, de una exposición, de una obra de teatro, de un disco, de un fenómeno natural o de lo que sea para que nos entren unas enormes ganas de no ir, de no oírlo, de no verlo, de darle la espalda.

No siempre acertamos. A veces somos injustos. Pero por lo general damos en el clavo y nos libramos de un montón de patochadas.

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Los verdaderos separatistas

(Lunes 3 de octubre de 2005)

(Aviso. No lo tengo por costumbre, pero hoy incluyo como Apunte el mismo texto que aparece como columna en El Mundo. Que es éste que sigue.)

A mi buen amigo Gervasio Guzmán se le instaló hace poco, puerta con puerta, una nueva vecina que, a la segunda conversación que tuvieron, y tal vez mosqueada por su acento, lo miró ceñuda y le dijo: «Usted no será ni vasco ni catalán, ¿verdad? Porque yo con vascos y con catalanes no quiero saber nada».

La vecina de Gervasio es un ejemplo arquetípico de separatista.

Conozco muchos separatistas de su estilo.

Están, por ejemplo, los que declaran con gran solemnidad que ellos no compran en una determinada cadena de hipermercados porque sus dueños, vascos, son —dicen— «malos españoles». En consecuencia, acuden a comprar a hipermercados franceses, cuyos dueños deben de ser —digo yo— buenísimos españoles.

Están también —es otro ejemplo, aunque de género muy distante— los que consideran como la cosa más natural del mundo definir la guitarra como instrumento «españolísimo», pero que pondrían cara de perfecto estupor si alguien afirmara que la tenora catalana o la alboka vasca son «españolísimas».

Es gente que identifica España con su propio conglomerado cultural y recela —o abomina, directamente— de cuanto se separa de las pautas y las señas de identidad que tiene por buenas. (No del todo. Porque torcerá el gesto si sale en TVE alguien que canta en catalán o en euskara a traición y sin subtítulos, pero jamás de los jamases protestará porque lo haga en inglés).

Más de una vez he dicho que ejercer de vasco o de catalán —o de gallego, llegado el caso— en la España fetén, patria única e indisoluble de todos los españoles, viene a ser como ser zurdo en tierra de diestros. Sólo un zurdo puede calibrar lo molesto que resulta que casi todo esté previsto para comodidad de los que se manejan con la mano derecha. Para los diestros no hay problema. Ni reparan en el asunto: consideran que la vida funciona así porque es lo natural, y ya está.

Esa situación tiene como resultado que los que ejercemos de periféricos —y de zurdos, que a mí se me junta todo— no nos encontremos nada a gusto dentro de una supuesta comunidad en la que la mayoría oscila entre no tenernos en cuenta, desconfiar de nosotros y mirarnos mal. ¿A quién puede extrañarle que nos sintamos incómodos en semejante compañía?

Jamás he tenido vocación separatista. Soy de natural convivente. Es más: me caen bien —genéricamente— todos los españoles, lo sean por voluntad propia o por obligación. A decir verdad, me cae genéricamente bien toda la Humanidad. Pero, para llevarme bien con alguien, me hace falta que se deje. Es una condición muy elemental, pero imprescindible.

Hay algunos que, según se comportan, se diría que quieren que Euskadi y Cataluña estén en España más que nada para tener con quién hacer vudú.

Son los peores separatistas. En realidad, son los verdaderos separatistas, porque lo son por gusto, no forzados.

 

Más avisos.— He recibido la tira de correos electrónicos en los que se me dice que durante el pasado fin de semana ha habido serias dificultades para conectar con esta página web. No sé por qué. Tal vez los amigos del servidor que la alojan estaban realizando tareas de mantenimiento y limpieza, y desconectaron. Yo no me he enterado, porque sólo paseo por estos andurriales a muy primeras horas de la mañana, cuando compruebo si ha entrado lo que he escrito, y a esas horas no noté nada raro. A ver si mejora la cosa.

Otrosí: el contador de visitas de Webalizer, que registra (teóricamente) cuánta gente lee las paridas que escribo en este rincón de la Red, se ha vuelto majara y ha dejado de contar. Llegó al final de septiembre sosteniendo que tenía más de 2.700 visitas diarias. Ahora afirma que, desde que se inició el mes de octubre, ha tenido 48. No sé si rebautizarlo como «Hal» o cambiar de contador.

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Macedonia a la americana

(Domingo 2 de octubre de 2005)

Me suelen gustar las películas llamadas «históricas», hechas con grandes presupuestos, decorados fastuosos y miles de extras. Soy consciente de que casi nunca reflejan ni medianamente bien la Historia, pero me da igual: las veo como películas de aventuras, de pura ficción, y ya está.

Sólo hay un subgénero de las grandes superproducciones seudohistóricas que se me atraganta por principio, que es el de las películas con mucho rollo religioso-milagrero. El ejemplo más acabado de ese subgénero tal vez sea Quo Vadis?, aunque hay algunas otras que recuerdo vagamente (La túnica sagrada, Barrabás) que algo me debieron de hacer, porque ni siquiera he sentido el deseo de verlas de nuevo.

Ahora debo añadir otro título a la lista de mis fobias: Alejandro Magno, de Oliver Stone.

Traté de verla ayer, pero no pude culminar el intento. A algo así como 15 minutos del final, tiré la toalla. Consiguió hastiarme la ampulosidad y la torpeza con las que Stone malgastó kilómetros de celuloide y decenas de millones de dólares, desaprovechando una de las biografías más singulares de la Historia para centrarse con delectación de papanatas en un aspecto que debería haber integrado como parte del paisaje: que Alexandros, el rey macedonio, tuvo amigos muy íntimos, como Nearco, con los que compartió batallas y lecho. Se ve que Stone no lo sabía, que se enteró de ello y que creyó que podía resultar muy provocador y muy rupturista hacer una película en la que esa faceta de Alejandro —tan común y tan asumida socialmente en su tiempo, todavía no echado a perder por las fijaciones paulinas— estuviera todo el rato en primer plano.

Estoy dispuesto a aceptar que, según la película, los macedonios, los persas y todo pichichi de la época hablara en inglés moderno. Transijo con que vistieran y se maquillaran —muchísimo, además— al gusto norteamericano de los tiempos actuales. Me avengo a que el Alejandro de la película se parezca un pijo al Alejandro Azara de mármol que se exhibe en el Louvre, considerado réplica fiel del personaje original. No me importa que el Alejandro de Stone, que se supone que vivió algo así como tres siglos antes de nuestra era, utilice citas literarias de Virgilio, que nació cuando él ya llevaba más de doscientos años bajo tierra.

Paso por todo eso y por más. Por lo que no paso es porque Stone muestre su desprecio por los espectadores poniendo en danza elementos biográficos de los que luego se desinteresa, porque sea incapaz de describir de manera mínimamente inteligible batallas que son hitos de la Historia, porque no consiga que nos enteremos de casi nada de lo que ocurre y menos todavía de por qué ocurre, porque utilice con tanta profusión un artificio tan burdo y tan manido como el del narrador (al que, por cierto, yo al menos no conseguí situar en los hechos que relataba)... O sea, y por decirlo resumidamente: lo que me enfadó hasta llevarme a la dimisión es el dispendio que se montó ese hombre para acabar mostrándose incapaz de utilizar de manera competente la magia del cine.

No hay mayor fracaso para un cuentacuentos que llamar tanto la atención sobre lo mal que lo cuenta que vuelva imposible enterarse de lo que cuenta.

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Retales

(Apuntes sueltos que no dan para un apunte)

(Sábado 1 de octubre de 2005)

Retal 1

Se me ocurre el disparate: «En un alarde de españolidad y torería, la Conferencia Episcopal cambia el nombre de la festividad de San Francisco de Sales y la rebautiza como San Francisco de Ventas. “En latín, vale; pero en inglés, de ningún modo”, ha declarado un tal Blázquez.»

 

Retal 2

Escrito en un papelillo perdido sobre mi mesa de trabajo:

«Si es verdad, como se dice en casi todos los entierros, que “los mejores siempre se van los primeros”, ¿qué debemos pensar de la eyaculación precoz?».

No sé de quién es la salida. La copié porque era mía.

 

Retal 3

Me insisten: «Rajoy es homosexual. Tuvo un novio en Pontevedra durante siete años. Allí fue un asunto público y notorio. Se casó para disimular su condición».

El silogismo me deja pensativo.

Conozco a una mujer que se ha casado con otra mujer hace poco, inaugurando la cosa de los matrimonios gays. Me consta que durante decenios tuvo relaciones heterosexuales. No creo que nadie piense que se ha casado con otra mujer para disimular su condición de heterosexual.

En mi libro Matrimonio, maldito matrimonio (que, por cierto, se va a reeditar, aunque procuraré que sea con el nombre que yo puse al original: De cómo superar el matrimonio en 15 días y vivir con la obsesión eternamente) defendí la tesis de que muchas personas no son ni homosexuales ni heterosexuales: están homosexuales o heterosexuales en tal o cual momento de su vida porque la persona de sus apetencias concretas y tal vez pasajeras es hombre o es mujer.

Me da que esa tesis incomoda por igual a la mayoría de la gente gay y a la mayoría del personal heterosexual.

 

Retal 4

Siempre he considerado a la gente sin sentido del ridículo como poco española. De hecho, a los primeros individuos sin sentido del ridículo que conocí eran extranjeros. Nunca olvidaré a aquellos entrañables veraneantes europeos que se paseaban por el San Sebastián de los últimos 50 con pantalón corto, calcetines blancos y sandalias.

Tal vez por eso, con los años he dado en mirar con desconfianza el sentido del ridículo, y en especial el mío.

Cuando llegué a vivir a Francia, hablaba un francés bastante aceptable. Debía de serlo, porque incluso había ejercido en Donostia de profesor circunstancial de lengua francesa. Mi problema era que los franceses no podían apreciar la calidad de mi francés, porque me daba tanta vergüenza cometer errores que o bien no hablaba en absoluto o bien lo que decía lo emitía en voz tan tenue que no me oían. Mi sentido del ridículo me ponía en una situación ridícula.

He descubierto que mi sentido del ridículo me lleva a considerar ridículos los comportamientos que yo mismo asumo unos cuantos años más tarde. En 1992, sentí una honda sensación de vergüenza ajena en Milán, viendo cómo los italianos iban hablando por sus teléfonos móviles mientras paseaban por la calle. Ay, si hubiera sabido...

 

Retal 5

Miro por la ventana de mi casa, en Madrid. Pasa mucha gente.

Compruebo que cada vez hay más variedad de razas, de pieles y de estilos. También constato algo en lo que nunca había reparado: cada vez hay más mujeres. Por cada tipo de aspecto local que cruza la calle, lo hacen tres con traza de foráneos. Y por cada hombre, dos mujeres.

No sé en qué acabará esto, pero de momento tanto lo uno como lo otro me alegran la vista.

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O bailas o te parto el morro

(Viernes 30 de septiembre de 2005)

Supongo que todo el mundo conoce el chiste del chico que se acerca en un bailongo a una chica y le pregunta: «¿Bailas?». Ella le mira de arriba abajo con aire de desaprobación y le responde con un seco «¡No!». A lo cual, él, cariacontecido, apostilla: «Jo, pues entonces, de follar, ni te hablo».

Me ha acordado del presunto chiste esta mañana, según oía las noticias al poco de levantarme. La revista de prensa de Radio 5 no dejaba mucho lugar a dudas sobre la unanimidad de la reacción del conglomerado político—mediático de ámbito español ante el acuerdo que han alcanzado en Cataluña para votar —allí— el proyecto de nuevo Estatuto de Autonomía. Hay cierta diferencia de tonos, pero ninguna de contenido: «Intolerable».

Sucede que, si uno entra en el meollo del asunto para ver qué es lo que les resulta tan intolerable, se encuentra con algunos puntos de cierto fuste, pero poco o nada rupturistas: la catalogación de Cataluña como nación, la defensa de un modelo de recaudación de impuestos semejante al que rige en los territorios forales vasco—navarros, el fortalecimiento del poder judicial autónomo y un cierto blindaje de las prerrogativas autonómicas, para que no queden al albur de los estados de ánimo del Gobierno central. Nada que tenga que ver, ni de lejos, con ninguna amenaza separatista. Lo cual, para quienes defendemos el derecho de separación, viene a ser como una petición de baile.

Lo que pasa es que, cavilando en la relación entre el chiste antes mencionado y la abrupta reacción provocada en las altas esferas de Madrid por el acuerdo mayoritario catalán, me he dado cuenta de que la realidad es la contraria: es como si el chico le hubiera dicho a la chica que tenía que follar con él por narices.

Lo cual, desde luego, no habría tenido ninguna gracia.

Sin embargo, ése es el asunto, en realidad: el PP, el PSOE y sus corifeos creen que el pueblo de Cataluña debe someterse a las reglas que le vienen dadas, le gusten o no, y que no tiene derecho a proponer otras por su cuenta.

Lo que se dibuja en el acuerdo estatutario catalán es un planteamiento de signo federalista, basado en la idea de que el Estado común —que no central— debe ser fruto del acuerdo establecido en plano de igualdad entre los representantes de los diversos pueblos que desean integrarlo. Cosa que cada cual —político, periodista, fontanero o fraile (*)— es perfectamente libre de considerar excelente, aceptable, tirando a mala o espantosa, pero que, en todo caso, no tiene nada de novedosa. De hecho, el propio partido en el Gobierno viene definiéndose desde hace más de un siglo como federalista, lo que, por lo menos, podría haberle familiarizado algo con la idea. Hubo un tiempo —ahora hace tres décadas, exactamente— en el que ese mismo partido defendió el derecho de autodeterminación de Cataluña, Euskadi y Galicia, incluyendo su derecho a separarse de España y a constituir estados propios, lo cual es bastante más, o incluso muchísimo más, me parece, de lo que plantea el proyecto de nuevo Estatut catalán.

Cada vez que nos topamos con situaciones como ésta de ahora, me viene a la memoria la discusión que se produjo entre las fuerzas políticas vascas de orden cuando estaban redactando el acuerdo que finalmente se dio en llamar Pacto de Ajuria Enea. Se hizo constar en aquel documento que la izquierda abertzale debía acudir a las instituciones —eran decididamente otros tiempos— porque en ellas cabía defender cualquier planteamiento político. Y Carlos Garaikoetxea apostillaba, socarrón, una y otra vez: «Sí, cabe defenderlo, pero no lograrlo».

Aquí te dejan ser de todo, federalista y hasta separatista, siempre que no haya peligro de que se vaya a hacer ni de lejos lo que propones. De hecho, ya los hay que están apelando a la garantía de las Fuerzas Armadas y a otras intimidaciones del estilo. Y eso que lo que va a salir del Parlamento catalán no pasa de ser una propuesta tímidamente federalizante.

Esta gente no se da cuenta de que basta con que te digan que tienes que estar obligatoriamente en un sitio y hacer esto o lo otro, te apetezca o no, para que te entren unas ganas irreprimibles de largarte por piernas.

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(*) Oigo que la Conferencia Episcopal se va a pronunciar contra el proyecto de Estatut catalán. Fascinante.

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