[Del 25 de noviembre al 1 de diciembre de 2005]

 

 

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Secretos reservados

(1 de diciembre de 2005)

«El juez ha decretado el secreto del sumario».

Ayer volví a oír la tópica fórmula al final de la información radiofónica sobre el triple homicidio de Castelldefels. Y me dije: «Pues a ver lo que dura».

En principio, los jueces están autorizados a decidir que un sumario sea secreto si consideran que su publicidad puede ser perjudicial para la instrucción del caso. Por lo que sea. Por ejemplo, porque tema que haya quien, al conocer qué derroteros están siguiendo las investigaciones, decida dificultarlas ocultando o alterando pruebas, o coaccionando a testigos.

El secreto sumarial es un instrumento judicial que puede ser útil, pero con mucha frecuencia no lo es (o no, por lo menos, para sus fines teóricos).

Cuando los sumarios se refieren a hechos que atraen el interés de la opinión pública, sus secretos no suelen tardar casi nada en airearse.

La gente supone que esto es así porque es bastante el personal que, por razones técnicas, tiene acceso a esos sumarios. Funcionarios de los juzgados, por ejemplo. Y es cierto: me consta que no pocos datos jugosos incluidos en algunos sumarios supersecretos han llegado a la Prensa gracias a la bien recompensada colaboración de empleados subalternos de la justicia.

Lo que muchos menos imaginan, y todavía menos saben, es que, en ciertos casos de amplia trascendencia política, son los propios jueces los que violan el secreto de sumario y revelan aspectos importantes de la instrucción que se traen entre manos. Puedo afirmarlo, porque algunos lo han hecho en mi presencia. (No doy nombres, porque el secreto profesional me impone cierta discreción, porque no quiero verme obligado a citar testigos y, sobre todo, porque el lector avisado se imaginará de qué jueces y de qué juzgados estoy hablando. No sólo se lo imaginará, sino que, además, acertará.)

El gran público no está al tanto de lo poco en serio que se toman los secretos oficiales quienes tienen la obligación de guardarlos.

No hablo sólo de jueces. Supongo que no habrá ni un solo periodista veterano ejerciente en Madrid que no haya oído contar a algún ministro o ex ministro tal o cual polémica acaecida durante una deliberación del Consejo de Ministros, pese a que a nadie se le oculta, y menos que a nadie a ellos mismos, que juraron mantener secretas esas deliberaciones.

A mí, hace ya años, me tocó presenciar, y no una, sino varias veces, cómo altos cargos —altísimos, en algún caso— proporcionaban documentación reservada al periódico para el que yo trabajaba y, horas después, declaraban que la publicación de esos documentos constituía una infamia incalificable «propia del amarillismo que practica ese medio». Y así.

Tengo en la memoria varios episodios que merecerían figurar en alguna comedia de enredo, de ésas en las que la gente se esconde en los armarios o debajo de las camas. Jamás olvidaré al ministro que se pasó media tarde llamándonos para confirmar que había llegado el motorista que nos había enviado con algunos documentos. Necesitaba esa confirmación para preparar la intervención pública que iba a tener a la mañana siguiente... ¡para desmentir la veracidad de lo publicado!

A un ministro que en cierta ocasión, en el curso de un programa radiofónico, se dirigió a mí aludiendo despectivamente a la falta de credibilidad de ciertas denuncias que estaba publicando El Mundo, le pregunté si me liberaba de las obligaciones del secreto profesional en lo tocante a su propia persona, para contar el papel que él mismo había jugado en la elaboración de la información de referencia. El hombre, pálido ya de por sí, empalideció aún más y me respondió con un seco: «¡Por supuesto que no le libero de ninguna obligación!».

Bueno, y por resumir: que lo de los secretos oficiales no merece demasiado crédito. Aunque supongo que habrá gente proba que los guarde de verdad. En esta vida hay de todo.

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P.D. El otro día hablé de traducciones al castellano de canciones de Bob Dylan. Un amable lector que reside en Irlanda me manda esta referencia que parece bastante de fiar: http://members.fortunecity.es/pachi2/albumes.htm

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El que rompe paga (sigue)

 (Miércoles 30 de noviembre de 2005)

Mi apunte de ayer («El que rompe paga», véase más abajo) me ha acarreado una buena cantidad de correspondencia. Una buena cantidad y, lo que es más importante, una buena calidad.

No pocos lectores han afrontado mis argumentos favorables a penalizar económicamente a aquellos que causen un mal colectivo por su gusto morboso por el riesgo y me han escrito para rebatirlos. Cosa que agradezco, y mucho: quienes me conocen saben que pocas cosas me resultan tan estimulantes como un buen debate destinado a establecer los criterios más certeros y más críticos (sobre lo que sea, con tal de que el asunto valga la pena).

Y si mi posición inicial sale mal parada, peor para ella. Y mejor para mí.

Entre las observaciones que se me han hecho en esta ocasión, hay algunas que, con ser pertinentes, cabe clasificar como secundarias. Aclaratorias, por así decirlo. Ejemplo principal: varios lectores me han hecho saber que los gastos producidos por los montañeros federados que se ven en apuros los cubre un seguro ad hoc que tienen suscrito. Me aclaran que esto vale sólo para los montañeros federados, de modo que mi argumentación seguiría siendo válida —de serlo— para quienes se meten a hacer montañismo en condiciones climatológicas adversas sin estar federados. Es algo que conviene saber, y qué no entiendo cómo no salió en el curso de la polémica de la que fui espectador. (Aunque tal vez salió y me pilló distraído.)

La objeción que se supone que apunta más directamente a la línea de flotación de mi posición es la de aquellos que señalan cuán difícil es determinar dónde está la frontera que separa el riesgo «socialmente aceptable» del riesgo «socialmente excesivo». 

Me ponen varios ejemplos. Alguno muy ilustrativo. Así, quien bebe alcohol en demasía o fuma tabaco ¿no corre también un riesgo «socialmente excesivo»? En tal caso, y por la misma regla del tres, ¿no habría que privarlo de los beneficios de la Seguridad Social si cae enfermo por culpa de su adicción? (Conste que ésta no es una idea peregrina aportada a la polémica con fines demagógicos: en Gran Bretaña ya se han planteado abandonar a su suerte a los alcohólicos cirróticos y a los que padecen cáncer de pulmón derivado de su tabaquismo, argumentando, básicamente, que «ellos se lo han ganado»).

Hay quienes llevan la cosa todavía más lejos. Incluso muy muy lejos. Dicen: «¿Por qué tiene la sociedad que pagar a los socorristas de la playa? Que quien no quiera correr riesgos no se meta en el agua. O que no tome el sol, no vaya a coger una insolación». Decía Lenin que no hay modo más eficaz de desprestigiar una causa que llevarla a sus últimas consecuencias. De admitir la objeción de los playeros y los socorristas, acabaríamos considerando que todo, salvo lo imprescindible para la supervivencia de la especie —y, ya de paso, del capitalismo—, acarrea riesgos innecesarios y, por lo tanto, excesivos. 

Pero el hecho es que en algún lugar hay que situar la línea divisoria. Más allá o más acá, pero en alguno. A no ser que consideremos que hay que abolir no ya el delito, sino incluso la noción de imprudencia temeraria.

¿Tratan de decirme que ésa es una noción cultural, no científica? ¡Por supuesto! Ése es mi punto de partida.

En los parámetros de esta o aquella cultura concreta, tal actuación entraña un riesgo que no se considera «socialmente excesivo» y tal otra, sí.

En el fondo, el debate remite a la cultura que deseamos que predomine en la sociedad de la que formamos parte. No pretendo que la mía sea la única concepción del mundo que vale la pena. Digo que en mi concepción de la vida tienen mal encaje los forofos del «al filo de lo imposible», los que se pirrian por la adrenalina que descargan cuando corren a mil por hora, los nobles y viriles toreros, los corredores de los encierros y los amantes del puenting y otros ings del estilo. Lo digo y trato de explicar por qué. Quien prefiera otro tipo de sociedad, en el que quepan algunas de esas conductas y no otras contra las que yo no tengo nada, o incluso me gustan, que lo argumente.

¿La solución? Pues a votos, digo yo.

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El que rompe paga

 (Martes 29 de noviembre de 2005)

«Que se den ellos la galleta, pero que no involucren a los demás», solía decir yo en tiempos refiriéndome a los automovilistas que conducen jugándose el tipo. Es una afirmación muy común. Un amigo me la desmontó: «Se den como se den la galleta, siempre involucrarán a los demás. Habrá que llevar una ambulancia al lugar del accidente. Si muere, habrá que retirar el cadáver. Si queda herido, la Seguridad Social deberá hacerse cargo de su recuperación, si es posible. Y si no, de su invalidez, en el grado que sea. Todo accidente de tránsito provoca un gasto social que, en tanto que tal, nos afecta a todos.»

Me convenció. Y tanto me convenció que, desde entonces, me hago esa misma reflexión cada vez que veo a alguien que se juega el tipo porque le gusta el riesgo, porque está desquiciado o porque le sale de las narices.

El pasado fin de semana hubo en Euskadi varios grupos de montañeros que, conociendo los avisos de temporal de nieve, decidieron echarse al monte para poner a prueba su pericia en situaciones de riesgo extremo. El dato me ha llegado de Euskadi, pero supongo que otras áreas del norte peninsular habrán conocido sucesos semejantes.

Querían jugársela, y se la jugaron. Tanto que, de no haber sido por las operaciones de rastreo y rescate montadas por los servicios públicos especializados en este género de emergencias, no habría tenido nada de especial que algunos de ellos hubieran perecido congelados.

Lo que yo propongo es que se cambie la ley, de modo que, una vez concluido el rescate, las autoridades tiren de impreso y hagan la factura correspondiente: «Por la utilización de tantos helicópteros durante tantas horas, tanto. Por tantas horas de trabajo de tantos especialistas y de tanto personal auxiliar, cuanto.» Y así todo. Con perfecta minuciosidad.

Algo me dice que, cuando los aguerridos montañeros comprueben que su gusto por el riesgo les ha salido a ruina por barba, perderán por completo las ganas de repetir su proeza. Y que los demás montañeros que sepan de lo sucedido tomarán también buena nota. Porque cuando el kilo de romanticismo sale por un riñón, los románticos desaparecen como por ensalmo.

Hay gente que se ve metida en líos sin comerlo ni beberlo. Estoy pensando por ejemplo —hoy precisamente— en tantos y tantos cientos de canarios que han sido sorprendidos por la furia devastadora de la tormenta tropical Delta. Los servicios de emergencia y de rescate deben estar a disposición de quienes se hallan en situaciones así. No de quienes las buscan, o incluso provocan.

Oí ayer a un montañero vasco que echaba balones fuera: «Si cobraran a los montañeros por esto, tendrían que cobrar también a muchos otros en situaciones semejantes», vino a decir. ¡Pues claro que sí! ¡A todos! También a los que se ponen delante de los toros en los encierros. Y a los que se tiran de un puente sujetos —eso esperan— por una cuerda. Y a los que toman las curvas de montaña a 150 kilómetros por hora.

¿Que les gusta el riesgo? A mí no. Pero, ya que les da por ahí, que, si provocan desperfectos, los costeen de su bolsillo.

Era un letrero que figuraba en tiempos en todos los billares: «El que rompe paga. Procurad no romper».

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Los árbitros, sin red

 (Lunes 28 de noviembre de 2005)

De viaje por las frías tierras del norte y centro peninsular —del norte al centro, en concreto—, ayer sólo pude poner la vista encima a un partido de fútbol, y no completo. Parece que tuve a los dioses de mi lado y que el partido en cuestión fue el mejor de la jornada, con diferencia.

Lo del Barça es, sin duda, un espectáculo de otro género.

Pero no voy a eso, sino al asunto de los malditos penaltis y demás materia de polémica. En el Barça-Racing hubo dos faltas máximas. La primera no la vi, aunque oí comentar que había resultado muy dudosa. La segunda me pareció discutible. En realidad, casi todos los penaltis acaban resultando discutibles, porque a los árbitros se les exige que aprecien si ha habido o no «intencionalidad» en la presunta infracción. Terreno resbaloso donde los haya, porque obliga a indagar en cabeza ajena. ¿Cómo puede tener la certeza de que el jugador ha hecho tal movimiento a propósito, con desprecio voluntario del reglamento, y no para protegerse de un balonazo o con el ánimo de jugar legalmente la pelota? La mayor parte de las veces es imposible saberlo. O la norma es objetiva, y se juzga el hecho con independencia de la intención que pudiera tener quien lo ha realizado, o las posibilidades de errar son altísimas.

Oí por la radio que en otros campos también se habían sancionado penaltis «discutibles». Lo cual no tiene nada de particular, por las razones arriba expuestas.

Hace tiempo que he dejado de asombrarme por el altísimo riesgo de error que presenta el sistema de arbitraje aplicado al fútbol. Antes me pasmaba que un supuesto deporte en el que están en juego cantidades de dinero tan astronómicas se hallara al albur de tantas y tan arrastradas contingencias humanas. Se reclama de los árbitros que vean demasiadas cosas a la vez. En algunos casos, a ellos o a sus auxiliares se les exige que vean lo que es físicamente imposible ver, porque no se puede dirigir la vista simultáneamente a dos puntos distantes entre sí (ciertas jugadas de hipotético fuera de juego, muy especialmente). Considerando todo lo cual, uno —si es tan ingenuo como yo suelo serlo— se pregunta por qué no se utilizan técnicas arbitrales mucho más fiables. Por ejemplo, por qué no hay más árbitros principales sobre el césped. Y por qué no hay un equipo de árbitros de mesa que contabilicen el tiempo efectivo de juego, como se hace en el balonmano y en el baloncesto. Un equipo de jueces que, convenientemente pertrechados con aparatos de grabación, puedan también repasar lo ocurrido en determinadas jugadas, asesorando de este modo a los árbitros de campo y ayudándoles a tomar una decisión más justa.

Ya digo que antes cometía la ingenuidad de preguntarme por qué no se cambia el reglamento arbitral para sacarlo del siglo XIX y plantarlo en el XXI. Ahora ya lo sé. Me consta que prefieren que haya un sistema arbitral aparatosamente falible. Para que falle. Porque de ese modo la polémica, la pasión y la bronca están aseguradas, y eso conviene al espectáculo. O sea, da dinero. Hágase la cuenta de los infinitos espacios deportivos (o sea, de fútbol, casi exclusivamente) de la radio y la televisión y súmense los ríos de tinta de la prensa especializada. ¿Con qué iban a llenar todo eso si se les priva de las polémicas sobre los árbitros, sobre sus tonterías, sobre sus filias y sus fobias, sobre sus ataques de garzonitis (de vedetismo, quiero decir) y sobre sus constantes patinazos?

El circo tiene sus leyes. Y una de ellas es la carnaza. Desde que se generalizó el uso de redes de protección, los números de trapecio dejaron de emocionar. No quieren que les suceda lo mismo con el fútbol.

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Cuando la resistencia es un matiz

 (Domingo 27 de noviembre de 2005)

Ya hace años —no sé: cuatro o cinco—, el entonces presidente Aznar intentó que las Naciones Unidas suscribieran una declaración en contra del terrorismo, en general. La iniciativa topó desde el comienzo con un obstáculo infranqueable: la representación británica se negó a aprobar una definición del terrorismo que pudiera acarrearle problemas innecesarios con el IRA, con el que Blair ya había entablado conversaciones más o menos indirectas para alcanzar la paz en Irlanda del Norte. Como quiera que Blair tampoco tenía el menor interés en que la definición acordada dejara fuera al IRA, optó por negarse a definir el terrorismo, sin más.

La posición del premier británico no escandalizó a casi nadie. Otros estados estaban en las mismas. Y es que, si bien nadie tiene especiales dificultades para emitir condenas genéricas contra el terrorismo, son bastantes los que prefieren no verse obligados a concretar cuántos tipos de terrorismo abarca su condena. ¿Se incluye el terrorismo de Estado? ¿La política israelí en tierra palestina debe ser catalogada como terrorista? ¿Y el activismo palestino contra la ocupación israelí? Los mujaidines afganos que se levantaron contra el Gobierno prosoviético de Kabul ¿eran terroristas? Y si lo eran, ¿qué consideración merece el apoyo que les proporcionó EEUU? Y si no lo eran, ¿cuándo empezaron a serlo, y a raíz de qué?

La Cumbre Euromediterránea que inicia hoy sus trabajos en Barcelona ha ido a tropezar con esa misma piedra. Varios estados árabes quieren que el Código de Conducta Antiterrorista que se pretende aprobar deje claro que la resistencia armada contra la ocupación extranjera, siempre que se desarrolle conforme a las leyes de la guerra, no puede merecer condena; que es la ocupación manu militari de territorios ajenos la que debe ser reprobada. La UE, fuertemente presionada por Israel, se niega a aceptar ninguna salvedad. Sostiene que «los últimos acontecimientos» desaconsejan introducir «matices» (sic) en la condena del terrorismo y que el reconocimiento del derecho de autodeterminación de los pueblos, ya previsto en el proyecto de acuerdo —interesante reconocimiento, dicho sea de paso—, cubre las justas aspiraciones planteables en ese terreno. Sus oponentes responden que, si la intención de los miembros de la UE fuera respaldar la posición palestina, lo harían, sin más, y no pastelearían con las pretensiones anexionistas de Israel.

De modo que tampoco parece que la Cumbre Euromediterránea de Barcelona vaya a producir una definición del terrorismo que concite un mínimo consenso internacional.

Al margen del lógico escepticismo que producen sus previstos llamamientos a la unidad en la lucha contra el terrorismo —¿cómo se van a unir contra algo que no tienen claro qué es?—, resulta más que preocupante el hecho de que estados de la Unión Europea como Francia, Italia y Grecia, y otros próximos y aliados, como los balcánicos y la propia Rusia, todos los cuales rinden culto a aquellos de sus compatriotas que se levantaron en armas contra la invasión nazi, digan ahora que preconizar la exclusión de la resistencia contra la ocupación extranjera de la lista de prácticas terroristas supone meter en danza «matices» inconvenientes.

Es una muestra de su profunda degradación moral. Otra. Por si hicieran falta más.

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Heras, otro peón comido

 (Sábado 26 de noviembre de 2005)

Con todo lo que yo desconozco sobre el ciclismo profesional podría hacer El Mundo una colección de fascículos la mar de completa. (De hecho, no descarto que acabe haciéndola: lo mío sería perfecto para tener una idea cabal de todo lo que cabe ignorar al respecto.)  De modo que este comentario debe tomarse como resultado de una reflexión hecha desde fuera de ese mundillo.

Lo primero que tiendo a pensar es que, si tanto el análisis como el contraanálisis de las muestras de la orina de Roberto Heras han detectado la presencia de EPO, será que la había. No creo que los dirigentes del ciclismo se hayan arriesgado a adoptar un método de análisis poco fiable, más que nada porque no veo qué pueden ganar mandando a los infiernos a algunos de sus deportistas más rentables. Comprendo que los abogados de los corredores acusados de dopaje pongan el acento en los puntos menos rotundos y contundentes del trabajo de laboratorio —a algo deben agarrarse—, pero mi experiencia en el comportamiento general de los abogados, sea en el ámbito que sea, me hace saber que cuando carecen de argumentos mejores son capaces de echar mano de los que sea, por peregrinos que resulten.

Sé que los ciclistas de elite tienen médicos particulares que supervisan su preparación —llamémosle así— fuera del control oficial del equipo en el que militan, aunque con su complicidad, según dicen. Lo sé porque se lo he oído decir a ellos. Oí preguntar hace un par de semanas a Heras, en concreto, quién era el médico con el que él contaba para esas funciones, y él se negó a dar el nombre del galeno en cuestión alegando que no quería «crear más problemas». Me pareció una respuesta mosqueante. Más que un lapsus; casi toda una confesión. Por lo que dijo a continuación el periodista de deportes que había formulado la pregunta, se trata de un médico que ya ha estado otras veces en el centro de fuertes polémicas sobre posibles dopajes, y no sólo de ciclistas.

Roberto Heras jura que él nunca se ha servido de ninguna sustancia dopante. Si lo que quiere decir es que nunca lo ha hecho conscientemente, estoy dispuesto a creerle. Pero ¿cómo puede pretender que tiene un conocimiento cabal y preciso de la composición de todos los medicamentos, compuestos vitamínicos y demás brebajes que le van proporcionando en cada momento? ¿Tiene su propio laboratorio personal, en el que analiza cada sustancia antes de ingerirla o de permitir que se la inyecten? Es la suya una afirmación que carece de valor.

Tampoco le veo mucho fuste al otro argumento que esgrime, cuando señala que la prueba de orina se la hicieron cuando ya tenía la Vuelta a España en el bolsillo, prácticamente ganada. Por lo que tengo oído de otros deportes, el rastro de EPO se mantiene en la orina durante bastantes días. Y bastantes días antes del día en que le tomaron la prueba Heras no tenía ganado nada.

Dicho todo lo anterior —y dicho a expensas de que gente con más conocimiento que yo en estas materias no me lo refute, insisto—, sigo pensando que Roberto Heras y todos los Roberto Heras del ciclismo son peones en el juego de gentes mucho más responsables, que sacan incluso mucho más beneficio que ellos sin arriesgar nada, que los fuerzan a estirar la cuerda de la preparación física mucho más allá de las puras fuerzas naturales y que cuentan con médicos que no paran de investigar para lograr nuevas sustancias dopantes (aún no prohibidas porque aún nadie las conoce) que consigan elevar todavía más el listón del espectáculo.

Luego, cuando un ciclista es pillado en falta, se dicen escandalizados, se lavan las manos y se preparan para la siguiente.

Ahora que tanto se vuelve a hablar de Bob Dylan, os aconsejo que, si no la conocéis, leáis la letra de una canción suya llamada  Who Killed Davey Moore? No tenéis más que pinchar en el hipervínculo. Si estuviera en Madrid, os incluiría la traducción. Supongo que andará también por la Red. Contiene todo lo que hay que decir en relación a los juguetes rotos de los sedicentes deportes de alta competición.

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P.S. Lamento lo tarde que actualizo hoy esta página. No lamento nada que el retraso se deba a que he dormido a pierna suelta hasta las 11:00. Más de 10 horas de sueño ininterrumpido. (Qué delicia, de verdad. Si dormir es morir un poco, creo que voy a pasármelo como Dios cuando me muera.)

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Calatrava y la arquitectura

 (Viernes 25 de noviembre de 2005)

Radio Nacional de España ha concedido su premio Especial «El Ojo Crítico» al arquitecto Santiago Calatrava. Creo que fue Fermín Bocos quien, al anunciarlo, afirmó que Calatrava es «sin duda el mejor arquitecto español actual».

Me fastidian los que emiten un juicio de valor —el que sea, sobre lo que sea— y añaden que su apreciación es correcta «sin duda». ¿Han preguntado a todo el mundo para confirmar que nadie opina otra cosa o que, caso de ver el asunto de modo distinto, desbarra como un lelo?

En este caso, en concreto, no estoy nada de acuerdo. A mí la arquitectura de Calatrava no me gusta. Y no porque las formas estéticas que elige me desagraden (que también, pero ya se sabe que sobre gustos no han nada escrito, salvo que hay gustos que merecen palos), sino porque creo que incumple el primer mandamiento de toda construcción arquitectónica: ser útil a quien debe servirse de ella.

Me toca convivir con cierta frecuencia con dos obras de Calatrava, ambas en Bilbao. Una es el puente de Zubi-Zuri, sobre la ría, a la altura del Paseo de Volantín. Su peculiaridad  más interesante es que, en cuanto caen dos gotas de lluvia —cosa no del todo infrecuente en Bilbao— se convierte en una estupenda pista de patinaje, gracias a su suelo de vidrio. El listo de Calatrava creyó que él resolvía ese inconveniente dando al vidrio una pintura antideslizante transparente. Pero la pintura en cuestión, que ignoro si recién dada es antideslizante, deja de serlo echando mixtos. Admito que el arquitecto tuvo la prudencia, digna de loa, de poner barandilla a su puente, de modo que puedes recorrerlo bien agarrado, con lo cual no te caes muchas veces y, caso de caerte, no te precipitas a la ría. Pero ese detalle, con ser importante, no justifica un premio de tanto ringorrango.

El otro engendro de Calatrava con el que convivo casi todas las semanas es el aeropuerto de Loiu. No me entretendré quejándome de minucias tales como que el techo presenta goteras —¿qué culpa tiene él de la fijación de Bilbao por la lluvia?— y me concentraré en lo esencial: a don Santiago no se le ocurrió la posibilidad de que los aviones con salida y llegada en Bilbao sufrieran atrasos, por lo que diseñó unos asientos para las salas de espera que es imposible utilizar durante más de diez minutos sin que el culo del usuario/a empiece a cobrar una coloración amoratada característica de los potros de tortura. Por supuesto carecen de nada en lo que apoyar los brazos y el respaldo es de una rigidez que compite ventajosamente con las opiniones de Ángel Acebes.   

Tal vez mis criterios sobre arquitectura sean injustos. Es posible que conceda demasiada importancia a la utilidad social de las obras. Pero no creo que mi punto de vista sea rotundamente descartable. Me permito reclamar que un puente sirva para pasar de una orilla a otra sin jugarse el tipo. Y que el mobiliario de una sala de espera ayude a esperar sin desesperar del todo.

Lo que más me llama la atención es que el premio que le han concedido a este señor se llame “El Ojo Crítico”. No me imagino qué habría podido ocurrir si en vez de crítico el ojo en cuestión hubiera sido papanatas.

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