Diario de un resentido social

Semana del 11 al 17 de febrero de 2002

La barbaridad del pañuelo

Que unas monjas vestidas de riguroso hábito, con su toca y toda la pesca, cerraran el paso escolar a la ya famosa niña Fátima alegando problemas de vestimenta tiene unas narices que hubieran convertido en chatito al mismísimo Cyrano de Bergerac.

El pañuelo que Fátima quiere llevar en la cabeza –que no se parece lo más mínimo al chador, prenda que ninguna mujer usa en el Magreb– no tiene nada de humillante. Ella quiere ponérselo –es ella la que quiere– porque, si no, se siente rara. Como yo me sentiría raro vistiendo faldas. Más que nada porque me eduqué en San Sebastián, y no en Escocia. Son ritos culturales. Alejada de todos sus puntos de referencia cotidianos, Fátima se aferra a ese: es el nexo –medio sentimental, medio religioso– que le une a la tierra y las gentes que abandonó hace tan solo un año.

Tras la hiriente patochada de las monjas, fueron luego los responsables de un colegio teóricamente laico los que trataron de cerrarle el paso, no sé si por el pañuelo o con el pretexto del pañuelo. Los miembros del Consejo Escolar de ese centro se buscaron un argumento insostenible para negar a Fátima su derecho a la escolarización. ¿Qué tiene ese pañuelo de más discriminatorio que los tropecientos mil signos diferenciadores de género usados en Occidente por las mujeres (o por los hombres, según se mire)? Siguiendo su supuesto razonamiento, habría que prohibir, sin ir más lejos, la depilación femenina.

Comparar el uso de «vestimentas discriminatorias» con la ablación del clítoris, como ayer hicieron tantos –empezando por el ministro de Trabajo, Juan Carlos Aparicio, pobre bufón–, revela unas ganas verdaderamente enfermizas de hablar por hablar. Ya no sé a qué pedorra le escuché anoche decir en la TV que el uso del pañuelo en la cabeza «nos retrotrae a la Edad de Piedra». ¡A la Edad de Piedra! Cuando yo era crío, las mujeres todavía se cubrían por aquí la cabeza con  un pañuelo. Aún se usan toquillas y mantillas como prendas de adorno femeninas en muchas ceremonias y festejos del oeste y el sur de España. ¿Se han dado ustedes una vuelta por la Feria de Sevilla, o por las Fallas, o por Les Fogueres? Es una viejísima costumbre mediterránea que se está perdiendo poco a poco, pero que pervive en múltiples formas.

Dicen que lo intolerable no es que lleve un pañuelo, sino que lo lleva por motivos religiosos, y que no cabe admitir en las aulas la exhibición de manifestaciones de fe. Bien: espero que, a partir de ahora, no sólo se retiren todos los crucifijos que quedan por las aulas, sino también, y sobre todo, que no se permita que los chavales y chavalas vayan al cole con medallas al cuello en las que aparezcan vírgenes, cristos y sagrados corazones. Sobre todo sagrados corazones: ¡vísceras colgadas del cuello! ¡Como si no fuera ya suficiente con que presuman de practicar la teofagia!

Y espero también que mañana mismo sean expulsadas de las Universidades todas las monjas que acuden a ellas con hábitos.

¿Laicismo? ¡Y un pimiento! Son tan solo excusas supuestamente laicas destinadas a disimular su muy reaccionaria aversión hacia la multiculturalidad. Y hacia la emigración.

 

(17-II-2002)

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«¡Ha ganado usted!»

Regreso ayer a las tantas de un concierto de Javier Krahe, que terminó a las 2 de la madrugada. Recojo la correspondencia del buzón. No sé qué empresa me comunica que me ha tocado en un concurso un televisor Philips estupendo. Ya es mío. No tengo más que recogerlo.

No sigo leyendo. Deposito cuidadosamente la carta en el cubo de la basura.

Mi primera experiencia en estas lides fue realmente traumática.

Debió de ser mediados los 80 del pasado siglo.

Por aquel entonces, mis ingresos eran más que magros, lo que me obligaba a ponderar con sumo cuidado cualquier compra. Incluso la de una camiseta.

Otro dato que conviene considerar, para la mejor comprensión de esta historia, es que habitaba yo a la sazón en una buhardilla del centro de Madrid que tenía un techo que era muy bonito, con las vigas al aire, pero que permitía la libre circulación de corrientes de aire con liberalidad que para sí quisieran incluso los capitales en estos tiempos de globalización. En invierno, hacía allí un frío que pelaba.

Así las cosas, vi un buen día en un folleto de la casa Darmart –creo recordar que ese es su nombre– que vendía por correo unas camisetas «termolactiles» o «termoláctiles» (como el palabro no viene en ningún diccionario, no sé cómo diablos será) que presentaban la doble virtud de tener un aspecto de lo más calenturiento y un precio francamente asequible. Las había azules y blancas. Me decidí y pedí una blanca, adjuntando el cheque correspondiente.

Pasaron 15 días. El invierno iniciaba su curso cruel y de mi camiseta, ni noticias. De modo que mandé una carta de reclamación (la casa central de Darmart estaba en Barcelona y yo no podía andarme con conferencias).

Una semana después, recibí una misiva suya. «Estimado Sr. Ortiz», decía. «¡Ha sido usted seleccionado entre 10.000 clientes para participar en un sorteo restringido que le permitirá recibir un extraordinario regalo de Darmart!».

«Estupendo», me dije. «Pero, ¿y mi camiseta?».

Siguieron pasando los días. Nueva carta de reclamación. Y nueva misiva de Darmart. El ya de por sí selecto grupo de los que habíamos sido seleccionados para el sorteo restringido se había reducido todavía más. ¡Quedábamos solo 50! Pero de la camiseta, nada.

Mi mosqueo era para esas alturas más que considerable, sobre todo porque el invierno seguía haciendo estragos en mi buhardilla. ¡Con decir que llegué a evaluar la posibilidad de dejar abierta la puerta del frigorífico, como fuente de calor!

Mando una nueva carta de reclamación. Les hago ver, con lenguaje nada protocolario, que su concurso me importa un soberano bledo; que yo lo que quiero es mi camiseta, pagada mes y medio antes.

Su respuesta es fulminante: ¡ya sólo quedamos diez supervivientes en el sorteo!

¡Y los tíos tenían el morro de comunicármelo mediante un impreso, como si alguien mandara a la imprenta un escrito que va a enviar solo a diez personas!

Agarré un rebote épico. Me abalancé sobre la máquina de escribir y saqué toda la bilis literaria de la que soy capaz, que no es necesariamente poca. Les dije de todo, incluyendo diversas hipótesis sobre lo que podían hacer con su extraordinario regalo. Finalmente, les exigí que me remitieran inmediatamente mi camiseta porque, si no, la siguiente vez no recibirían una carta de reclamación, sino una citación del Juzgado.

A los pocos días recibí una dolida carta de la casa Darmart: no entendían mi actitud, ellos que tanto estaban haciendo por mí, pero, puesto que me ponía así, habían dado instrucciones para que se me remitiera de inmediato el producto de mi compra.

Una semana después recibí un paquete de Darmart.

Lo abrí. Contenía unos espantosos calzoncillos azul celeste.

Del selecto sorteo nunca más supe nada.

 

(16-II-2002)

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Milosevic acusa

El ex presidente serbio Slobodan Milosevic inició ayer su defensa ante el Tribunal Internacional que lo juzga en La Haya por crímenes contra la Humanidad.

Milosevic presentó un vídeo de una emisora de televisión alemana que daba cuenta de una matanza indiscriminada de serbios en Kosovo. Dijo que los hechos reflejados en esa grabación no eran sino «una mínima muestra» de lo que sucedió realmente.

Deduzco que quería demostrar que, en esa guerra, las matanzas fueron cosa de todos contra todos.

Argumentó también que la pretendida «catástrofe humanitaria» que las potencias occidentales utilizaron en 1999 como coartada para iniciar el bombardeo intensivo del territorio serbio fue «un enorme montaje realizado con la colaboración de los grandes medios de comunicación occidentales, utilizados como instrumento de guerra».

En fin, insistió en que también las fuerzas occidentales cometieron crímenes de guerra, bombardeando deliberadamente objetivos civiles.

Los tres argumentos se apoyan en hechos contrastados.

Hoy en día se sabe que, en efecto, también la población serbia de Kosovo sufrió una persecución implacable, destinada a lograr la «limpieza étnica» de la zona.

Está igualmente demostrado que las cifras de víctimas civiles kosovares que el mando occidental proporcionó para justificar su intervención militar –cifras que todos los grandes medios de comunicación dieron por buenas, avalando la tesis del genocidio–, estaban escandalosamente exageradas. Así lo ha establecido la investigación posterior realizada sobre el terreno por equipos ad hoc, y así lo han venido a reconocer a regañadientes las propias autoridades de la OTAN.

En fin, poco puede decirse de los pretendidos «errores» de los bombardeos de la aviación aliada, salvo que o no fueron tales errores o la capacidad de sus generales para equivocarse alcanzando por casualidad objetivos civiles de primera importancia –el edificio de la radiotelevisión serbia, por ejemplo– fue ciertamente pasmosa.

Ahora bien, ¿en qué modo estos hechos podrían excusar la terrible actuación de Milosevic? En ninguno.

Milosevic no está presentando un alegato de inocencia. Trata tan solo de difuminar su culpabilidad específica enmarcándola en el retrato de una responsabilidad más amplia.

Que haya otros muchos a los que habría que sentar junto a él en el banquillo de los acusados no significa que él esté mal sentado.

La suya es una mala línea de defensa.

Disculpémosle, al menos, en eso: no tenía otra.

 

(15-II-2002)

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Los efectos de la paranoia

Si ETA trata de matarte, tienes derecho a reclamar el apoyo de la sociedad y la protección del Estado.

Lo que no puedes pretender –o no deberías pretender, al menos– es que, a partir de tan reprobable circunstancia, se te conceda todo cuanto pides. Por ejemplo: no hace al caso que te plantes ante la persona de tus amores, que te viene dando calabazas sistemáticamente, y le espetes: «O me haces caso de una puñetera vez o te acusaré de cómplice del terrorismo». Tampoco parece adecuado que compres un boleto de la Primitiva y hagas saber al organismo de apuestas del Estado que más vale que te toque, porque, si no, se entera.

Edurne Uriarte, profesora de la Universidad del País Vasco y miembro del Foro de Ermua, se libró por los pelos de un atentado de ETA. ¿Apoyo social, protección? Cuanto mayores, mejor. Qué duda cabe.

Meses después, Uriarte optó a una cátedra y el tribunal se la otorgó. La decisión causó extrañeza en el mundo universitario bilbaino, porque el oponente de Uriarte, Francisco Letamendia, reunía no más méritos académicos, sino muchísimos más. No faltaron las suspicacias, dada la militancia política de varios de los miembros del tribunal. Letamendia recurrió la decisión y la Comisión de Reclamaciones de la UPV decidió hace tres días anular la decisión del tribunal. No le ha «despojado» de la cátedra, como se ha dicho, porque nunca llegó a tomar posesión de ella: sencillamente, le han dicho que no la asumirá.

Gran escándalo anteayer y ayer en los mentideros político-periodísticos de la Villa y Corte, jaleados por la propia Edurne Uriarte. Ríos de tinta, editoriales, entrevistas... Sin conocer ni jota del contenido académico del asunto, dieron de inmediato por hecho que la Comisión de Reclamaciones había tomado una decisión política. El propio vicepresidente primero del Gobierno, Mariano Rajoy, afirmó que la actuación de la Comisión había sido de una «sinvergonzonería preocupante» y subrayó que Letamendia fue «diputado de HB». Incluso acusaron al propio rector de la UPV, Manuel Montero, de haberse plegado a las presiones del «entorno de ETA».

El disparate fue completo. Para empezar, Letamendia no tuvo nunca acta de diputado de HB, sino de la primera Euskadiko Ezkerra. HB ni siquiera existía por entonces. En segundo lugar, la Comisión de Reclamaciones de la UPV está presidida por un catedrático que milita en el PSE-PSOE, tendencia Redondo Terreros: ¡curioso instrumento del abertzalismo radical, a fe! En tercer lugar, para tener derecho a hablar de injusticia –no digamos ya de sinvergonzonería–, lo primero que deberían haber hecho los medios informativos con sede en Madrid –no digamos ya el vicepresidente del Gobierno de Aznar– es cotejar los méritos académicos de los dos candidatos a la cátedra. Cosa que, por supuesto, no hicieron.

Larga conversación ayer por la mañana entre el rector de la UPV y Rajoy. Montero le ilustra sobre las circunstancias concretas del caso. El vicepresidente comprende que no tiene escapatoria: admite que habló sin contar con la suficiente información (!), le pide excusas y le autoriza a que haga pública su rectificación. Montero lo hace.

¿Han leído o escuchado ustedes las autocríticas de los medios que tanta verborrea y de tan grueso calibre pusieron en circulación al respecto? Yo no. Quizá es que no he buscado bien.

 

(14-II-2002)

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A decretazo limpio...

Oigo decir a Rajoy: «Quedará prohibido el consumo de alcohol en la vía pública». Y pienso: «¡Qué pena, con lo que me gustaban las terrazas!».

Hablan por hablar. Sueltan lo primero que les viene a la cabeza o, mejor dicho, lo que creen que más puede complacer a la gente de orden: a su gente.

¿Prohibir el consumo de alcohol en la vía pública? Apuesto con quien sea lo que quiera a que jamás detendrán a un grupo de adultos que esté de alegre charla en una  noche veraniega, copa en mano, en la puerta de un pub.

¿Especificará su ley que se refiere solo a la gente joven?

Dicen que no prevén la aplicación de penas de cárcel a los infractores; que les impondrán castigos de servicios a la comunidad. ¿Y qué harán con los jóvenes turistas británicos y alemanes de veraneo en la costa mediterránea? ¿Impedirles el regreso a su país hasta que cumplan su cuota parte de auxilio social? ¿O tal vez los multarán en masa día tras día, hasta que decidan irse con la música a otra parte?

Será interesante también ver cómo imponen esa ley en las innumerables fiestas populares de este país, empezando por los sanfermines. Muy interesante, sin duda. Toda una revolución.

Como no tienen ningún interés en indagar en las causas –eso les conduciría a donde no quieren ir–, la emprenden a decretazos con los hechos. Como cuando Franco prohibió por decreto la lucha de clases.

...o a estupidez supina

Aunque no todos proponen legislar. Los hay que tienen alternativas más creativas. Alejandro Ballesteros, diputado del PP, avanzó ayer que otra solución para el problema del botellazo puede ser la generalización de Operación Triunfo, programa televisivo que, según él, compendia perfectamente la escala de valores que defiende el PP. Con programas así, que unen a toda la familia frente al televisor –dijo el bisoño diputado–, se aleja a los jóvenes de la calle y, de paso, se les educa en un sano espíritu competitivo y en la necesidad de superar los obstáculos. «Como la reválida», añadió, dispuesto a no dejarse ningún palo sin tocar.

Lo de Operación Triunfo les ha afectado mucho y, dentro de ese sano espíritu competitivo, han puesto en marcha su propio concurso: a ver quién dice la parida mayor. También ayer, el portavoz del PP en la Comisión de Defensa del Senado, Agustín Díaz de Mera, afirmó: «No hay que tener ningún complejo en referirse a la utilidad innegable de las Fuerzas Armadas en la represión del terrorismo interno».

Eso sí que está claro: no tienen ningún complejo.

 

(13-II-2002)

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El lío autonómico

La clave de las múltiples escaramuzas que tiene abiertas el Gobierno de Aznar en el frente autonómico me la dio hace meses una persona muy próxima al presidente del Gobierno. «A partir de la Transición», me dijo, «España se escoró más y más hacia la disgregación, como reacción al enorme centralismo del franquismo. Eso tuvo ventajas indudables, pero nos llevó al peligro de diluir la idea de España, de disgregar su unidad esencial. Ahora ha llegado el momento de hacer que el péndulo inicie un recorrido en sentido contrario, en búsqueda de un equilibrio razonable».

Todos los incidentes autonómicos a los que venimos asistiendo a lo largo de los últimos meses tienen ese telón de fondo. Aznar está decidido a cortar por lo sano cualquier tendencia que apunte tanto hacia la mayor autonomía de las llamadas «nacionalidades históricas» como hacia la federalización del Estado. Su ideal es que las comunidades autónomas no sean sino un escalón administrativo más; una correa de transmisión de ida y vuelta entre los poderes local y provincial, de un lado, y el poder central, de otro.

Su problema es que esa idea de España se acomoda mal con la España de las Autonomías y con las tendencias que ésta marca. Con la España real, en suma.

Tomemos el asunto de la participación de las comunidades autónomas en las delegaciones del Estado español ante los organismos comunitarios. Aznar y sus disciplinados voceros se han esforzado mucho para tratar de convencer a la opinión pública de que esa no es sino una típica iniciativa «soberanista» del Gobierno vasco. Pero al poco le aparece Manuel Fraga –que, francamente, como separatista no da el tipo– y reclama lo mismo que pedía el Ejecutivo de Ibarretxe: que una representación de la Xunta acuda a Bruselas, dentro de la delegación del Estado español, cuando lo que se vaya a discutir allí afecte de modo particular a la comunidad autónoma que él preside. Y el viernes pasado sale José Bono –que tampoco goza de una enorme fama de soberanista– y declara: «Yo no tengo ningún inconveniente en que el Gobierno de España represente a Castilla-La Mancha ante la UE, pero no veo por qué el Gobierno de España habría de tener inconveniente en que Castilla-La Mancha participe en tal o cual representación española ante Europa». Dudo de que haya un solo presidente de comunidad autónoma que no piense así. Sencillamente, porque es de sentido común.

La lógica a la que conduce el Estado de las Autonomías apunta en ese sentido. Y cuando Fraga, para nuevo disgusto de Aznar, pide que se reforme la Constitución para convertir el Senado en una verdadera cámara de representación territorial,  lo cortan en seco. No se dan cuenta de que lo que Fraga pretende es asentar el modelo actual, para evitar una dispersión mayor y descontrolada. Como alternativa, el Gobierno central propone una Ley de Cooperación Autonómica que limitaría el papel de las comunidades autónomas en la conformación de la política general del Estado a su presencia en meras Conferencias sectoriales.

No hace falta ser adivino para vaticinar que esta intentona pendular de Aznar hacia el centralismo va a provocar que aquí salten muchas chispas. Y no sólo porque choque con los nacionalistas. Es que hace chirriar también los goznes de la Constitución.

Doctor, ¿qué me pasa?

Me telefonea mi buen amigo Gervasio Guzmán:

–Bueno, ¿qué te ha parecido lo de Operación Triunfo?

–No sé. No lo he visto –le respondo.

–¿No viste lo de ayer?

–No lo he visto jamás. Ni siquiera sé de qué va. No sólo no lo he visto, sino que tampoco he leído nada sobre ese programa. Oí en la carnicería que tenía algo que ver con el Festival de Eurovisión. No tenía ni idea de que ese Festival volviera a ser importante.

–¡Pero si eso es lo de menos! –se me enfada–. A ti lo que te pasa es que te gusta darte aires de intelectual.

–No creo que sea eso. A la hora en la que ayer se desarrollaba la cosa de Operación Triunfo, yo estaba viendo Arma Letal III.

–¡Pero no compares! ¡Operación Triunfo ha sido un fenómeno sociológico!

–Quizá eso lo explique todo. Odio los fenómenos sociológicos a la carta. Cada vez que noto que alguien quiere que me ajuste al guión de un fenómeno sociológico de diseño, tomo la dirección opuesta.

–No te entiendo.

–Sí, hombre. El estreno de Nautilus también fue un fenómeno sociológico. Así que me negué a ver esa película. La Expo de Sevilla fue otro fenómeno sociológico. De modo que no fui. La magna exposición de Velázquez de hace no sé cuántos años fue otro fenómeno sociológico que congregó a decenas de miles de personas, todas haciendo cola para entrar. Como cuando llegó a Madrid el Guernica. No acudí a ninguna de esas convocatorias. Y mira que me gusta Velázquez, y también el Guernica, aunque sea en blanco y negro. En cuanto veo que alguien toca el silbato para que la gente acuda en masa, emprendo la marcha en dirección contraria.

–¿Y eso?

–No lo sé. Me gustaría verlo como una muestra de rebeldía, pero lo mismo es sólo individualismo. Me pasa como a Brassens, que cantaba aquello de que «la música que marca el paso / no me interesa para nada».

–Pues deberías hacértelo mirar.

–Bueno, ya se lo contaré a mi médico la próxima vez que lo visite.

 

––––––

Nota de régimen interno.– Algunos lectores me preguntan, extrañados, por qué en estos últimos días estoy actualizando la página tan tarde. Tienen costumbre de que esté disponible ya para las 08:00 (07:00 hora universal, je, je) o incluso bastante antes.

La explicación es sencilla: después de un par de meses de trabajo agotador, estoy haciendo una cura de sueño. Es una decisión que ha tomado mi cuerpo por su propia cuenta. De repente, él ha decidido que tengo que dormir 8 horas, en vez de 5 o 6. Y le estoy dejando hacer. Seguro que sabe bien lo que se trae entre manos.

 

(12-II-2002)

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La ortografía

La correcta ortografía es importante, pero no tanto como algunos pretenden. O fingen pretender.

Ellos mismos lo saben. Saben que incluso quienes nos dedicamos a escribir de modo profesional tenemos de vez en cuando patinazos importantes, cuando no de auténtica vergüenza.

Y no siempre por despiste. A lo largo de los años, muy afamados escritores me han entregado para su publicación originales cuya ortografía resultaba verdaderamente penosa. De haberlos mandado tal cual a la imprenta, la crítica los habría puesto de vuelta y media. En cambio, una vez convenientemente peinados –con los puntos, las comas y los acentos en su sitio, con sus bes y sus uves, sus haches, sus ges y sus jotas, etcétera–, pasaron por piezas muy dignas.

Los fallos de ortografía pueden producirse por mera inadvertencia, por desidia dolosa o, incluso, por crasa ignorancia, pero también –lo tengo comprobado– por insuficiente memoria fotográfica. Es lógico que los adolescentes tengan menos memoria fotográfica que los adultos: han contado con menos tiempo para desarrollarla. Hay gente, por lo demás, que no alcanza un buen nivel de memoria fotográfica nunca.

En todo caso, las faltas de ortografía no pueden tomarse directamente como prueba de incultura.

Me molestan las faltas de ortografía, pero me preocupo bastante más cuando me encuentro con escritos que contienen verdaderos galimatías, de ésos que te obligan a preguntarte qué narices es lo que su autor estará tratando de contar, en el supuesto de que esté tratando de contar algo.

Es muy frecuente encontrarse con bodrios así en los mismos foros donde se pone a caldo a «estos chicos de ahora» que cometen tantas faltas de ortografía. Por lo demás, esos bodrios también suelen abundar en faltas ortográficas.

La batalla ésta de la ortografía que se han montado no es más que un modo de desviar la atención para que no se centre en los verdaderos problemas de la enseñanza secundaria. Que son, como casi siempre, de dinero.

 

(11-II-2002)

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