Diario de un resentido social

Semana del 25 de febrero al 3 de marzo de 2002

Un tanque israelí

Casi todos los medios de comunicación españoles han puesto el mismo titular a la noticia: «Un tanque israelí mata a un niño palestino».

Curiosa coincidencia.

Que yo sepa, los tanques no matan por iniciativa propia. Ni siquiera los israelíes. Les pasa lo mismo que a los revólveres: alguien tiene que accionarlos. ¿Os imagináis un titular de prensa que rezara: «Un revólver ruso mata a un viandante madrileño»?

Se me dirá que las licencias literarias de ese estilo son a veces admisibles. ¿Acaso no se escribe, por ejemplo: «Un camión arrolla a cinco transeúntes y se estrella contra un escaparate»? Sí, se escribe, y es correcto. Pero es correcto en la medida en que fue el camión, en concreto, el que arrolló a los transeúntes y se estrelló. En el caso de la noticia que comentamos, el tanque no hizo nada de nada. El niño no murió atropellado. Fueron las balas disparadas por los soldados israelíes las que acabaron con su vida. Que se desplazaran en tanque, en jeep o en moto da exactamente lo mismo. Presentar lo ocurrido como lo ha hecho buena parte de la prensa española viene a ser como si un comando de ETA disparara contra alguien desde un coche y al día siguiente los periódicos titularan: «Un coche mata...».

Pero eso no lo escribirían nunca. Porque los periódicos españoles no tienen el menor interés en quitar hierro –o plomo– a los crímenes de ETA.

En cambio, Israel se beneficia de todas las licencias. Hasta de las literarias.

 

 (3-III-2002)

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La autopista del PSOE

El espectáculo que ofrecieron anteayer los socialistas españoles en el Parlamento Europeo fue realmente singular. Había que votar una enmienda que eludía expresarse en términos explícitamente críticos con respecto al Plan Hidrológico del Gobierno de Aznar. Ante lo cual, ellos decidieron hacer una exhibición del más perfecto pluralismo: mientras la mayoría se abstuvo, conforme a las consignas de su grupo, cuatro votaron a favor, cinco en contra y otros cuatro, quizá para que no faltara de nada, optaron por ausentarse del salón de plenos.

Lo peor del episodio es que no tuvo nada de especial. Fue tan sólo la enésima muestra de uno de los muchos males que aquejan al PSOE: cada organización territorial trabaja, en lo esencial, pro domo sua. Convencidos –digan lo que digan–, de que no tienen ninguna posibilidad de desbancar al PP en las próximas elecciones generales, renuncian a la batalla unificada por La Moncloa y se vuelcan en la denodada búsqueda del voto local, con la esperanza de conservar esas parcelas de poder.  

Pero, a fuerza de tratar de contentar en Cataluña y Aragón a la mayoría opuesta al trasvase del Ebro, y en Valencia y Murcia a la mayoría favorable a ese trasvase –y, en general, a fuerza de prometer A a quienes reclaman A y B a los que exigen B–, dan toda la sensación de haberse convertido en un  mero batiburrillo de taifas, incoherente e indisciplinado. ¡Qué lejos quedan aquellos tiempos en los que Alfonso Guerra advertía de que «el que se mueve no sale en la foto»! Ahora cuesta ponerlos de acuerdo hasta para que haya foto.

El PSOE hace gestos de oposición, a veces incluso muy aparatosos y altisonantes, pero no sigue una línea crítica sistemática y constante, que se refleje en todos y cada uno de los grandes focos de interés de la opinión pública. Da la sensación de experimentar ataques espasmódicos de furia opositora, pero a la misma velocidad que se le vienen se le pasan y, en cuanto se descuida, ya está de nuevo marchando a remolque de las iniciativas del PP y de sus constantes ofertas de «pactos de Estado». En conjunto, transmite una imagen deslavazada y sin fuelle. Lo cual es más que grave, porque las imágenes son, en nuestras sociedades mediáticas, las que a la postre atraen o ahuyentan el voto procedente de la amplia franja de electores sin adscripción político-ideológica definida.

Nada de lo cual me importaría demasiado si no fuera porque la prepotencia gubernamental es un magma que tiende a expandirse hasta ocupar todo el espacio disponible. Es ley de vida: o se le pone coto o se desmanda. Y el PSOE le está dejando vía libre. Qué digo vía: le ha abierto una autopista entera. Y con derecho a cobrarnos peaje.

 

Agradecimiento.– No uno: hasta siete lectores me enviaron ayer los apuntes del Diario correspondientes a la semana del 3 al 9 de diciembre del 2001, que yo había extraviado. Se ve que algunos los coleccionan. Todo un detalle. Gracias infinitas.

 

(2-III-2002)

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16 meses

Como ya sabe alguna gente habitual de esta página, hoy retorno a las andadas laborales. Al trabajo por cuenta ajena, en suma.

Dejé de practicar esa modalidad hace exactamente 16 meses, cuando pedí en El Mundo –y me dieron– un año de vacaciones sin sueldo. Acabado ese plazo, La Esfera de los Libros (editorial ligada a El Mundo) me encargó que escribiera un libro sobre Ibarretxe, lo que me llevó a solicitar que se me prorrogara por cinco meses más ese ventajoso estatus.

Llegada también esa prórroga a su término a finales de enero, se me presentaban tres opciones: reintegrarme a mi puesto de subdirector en El Mundo, solicitar una excedencia... o forzar mi despido por razones de incompatibilidad político-ideológica.

La primera posibilidad la descarté de inmediato: no me sentía en condiciones de volver a la esquizofrenia diaria de pensar unas cosas y escribir otras. Qué digo otras: las diametralmente opuestas.

También renuncié desde el principio a la tercera hipótesis. Por muchas que sean mis diferencias con Pedro J. Ramírez, he de reconocer que el trato que me dispensó durante los once años que trabajamos juntos fue muy considerado, y hasta deferente. Cuando entré a formar parte de la plantilla de El Mundo, yo era un periodista más, del montón, escasamente conocido fuera del propio gremio, y tampoco demasiado dentro de él. Ramírez confió en mí en muy diferentes planos, incluido el que más satisfacciones me ha reportado: el de columnista. Y lo ha seguido haciendo, pese a nuestros cada vez más amplios desacuerdos. En todo ese tiempo, sólo he tenido un incidente de importancia con él –en relación a una columna mía sobre Botín: algunos ya conocen la historia– y, ahora que ya nadie puede tomarlo como un gesto de sumisión, reconoceré que aquel encontronazo lo gestioné con habilidad tirando a limitada.

De modo que, por elemental gratitud, renuncié también a la posibilidad de provocar una ruptura traumática, dineros al margen.

Eso sin contar con que un enfrentamiento de ese tipo habría entrañado necesariamente el cese de mi colaboración en El Mundo como columnista. No es que mi marcha amistosa asegure que Ramírez vaya a continuar de por vida publicando mis artículos –ahora puede darme puerta en cualquier momento, sin necesidad de ninguna explicación–, pero por lo menos no seré yo el que provoque mi abandono de ese rincón que el diario me reserva dos veces por semana desde hace ya más de diez años.

Descartadas las otras dos teóricas salidas, la única viable que me quedaba es la que tomé en enero: solicitar mi paso a la situación de excedencia.

¿Qué pierdo y qué gano renunciando a mi puesto de subdirector en El Mundo? Gano, obviamente, en tranquilidad de espíritu. Y en calidad de vida: jornadas laborales con término a una hora normal, fines de semana libres... Pierdo –bastante– en información sobre la trastienda de la vida política. Aunque eso tenga su contrapartida: cuando se está rodeado a todas horas de tantos árboles, no siempre es fácil apreciar los límites del bosque. A cierta distancia se calculan mejor.

Ahora voy a trabajar como editor, encargando y supervisando libros –sobre política, principalmente– elegidos según mi criterio. Es una perspectiva francamente interesante.

Vaya todo lo que antecede como comparación entre lo que tenía antes del 1 de septiembre de 2000 y lo que tengo ahora, a 1 de marzo de 2002.

Queda por hacer el balance de estos 16 meses en los que he estado trabajando por cuenta propia: montando esta página web, escribiendo libros y artículos para publicaciones diversas, viajando por ahí dando conferencias, refugiándome de vez en cuando en mi casa a orillas del Mediterráneo...

Mi balance al respecto es –supongo que no extrañará a nadie– estupendo. Me lo he pasado muy bien.

Pero tampoco es una situación que pueda mantenerse hasta el infinito, al menos cuando uno todavía no ha llegado al horizonte de la jubilación. Para no entumecerse intelectualmente es conveniente oxigenarse, salir a la calle, trabajar mano a mano con otros, someterse a una disciplina menos arbitraria que la de la real gana.

Pregunta final que me hago: ¿podré reintegrarme a la vida laboral y seguir alimentando a diario este rincón de la Red? No lo sé. Si sí, pues magnífico. Si no, cerraré la persiana, que tampoco la levanté hace año y medio con la idea de dejarla alzada para siempre.

En tal caso, ya se encargarán otros de tomar el relevo.

Tampoco sería para tanto. Otra experiencia más, y a continuar el camino.

 

PD.– ¿Alguien guarda archivado, por fortuna, lo que escribí en este Diario durante la semana del 3 al 9 de diciembre de 2001? De las siete anotaciones había dos que recuerdo: una sobre los días que pasó con nosotros en Aigües la delegada internacional de RAWA, Zoya, y otra sobre el agravamiento del estado de salud de mi madre. Si alguien conserva aquellos apuntes, le agradeceré que me los pase, porque los he perdido.

 

(1-III-2002)

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   Cosmopolitismo

En todas las discusiones sobre los nacionalismos se hace notar un sector que se proclama no nacionalista. Internacionalista o, alternativamente, cosmopolita.

Yo mismo suelo declararme a veces internacionalista, para abreviar. Pero soy consciente de que se trata de una simplificación francamente abusiva.

Nadie está en condiciones de superar por completo toda inclinación nacionalista. Del mismo modo que nadie, por crítico que sea, puede superar nunca del todo la ideología dominante. Los sustratos sentimentales, sedimentados durante nuestra infancia en el inconsciente, no se borran a voluntad, y menos todavía de un plumazo.

Sólo en la medida en que seamos conscientes de esa realidad nos será posible mantenernos vigilantes ante sus inevitables manifestaciones, y reprimirlas (o, si se prefiere un término más suave, corregirlas). Aquellos que se creen libres de toda influencia nacionalista están expuestos a los mismos peligros que los periodistas que se consideran objetivos. Unos y otros sitúan su subjetividad en el limbo de lo incontaminado. Pero ese limbo no existe.

En alguna ocasión he escrito en este mismo Diario que mi internacionalismo (relativo) no es resultado de ninguna superación angelical de toda querencia nacionalista, sino del armisticio que decreta mi cerebro tras ver cómo pelean en su interior los diferentes nacionalismos que lo habitan. Como quiera que soy algo nacionalista vasco, un poco nacionalista catalán, un poco nacionalista valenciano, un tanto nacionalista español, otro tanto francés, no poco eurocentrista... se me monta un cacao (senti)mental considerable, que sólo puedo neutralizar haciendo valer el imperio de la ley: mi ley ideológica dice que esas cosas deben someterse –con fórceps, si se tercia– al valor superior de la Razón, acotando tajantemente el campo de acción de las pulsiones tribales.

Nadie es internacionalista. El internacionalismo constituye, todo lo más, un desiderátum: algo a lo que algunos tratamos de acercarnos en sorda pelea con nosotros mismos.

Precisamente por ello, no debemos permitir nunca, cuando hablamos de estas cosas, que nuestras vísceras tomen el lugar de nuestro cerebro. Porque, en cuanto lo hacen, hablan por boca de los nacionalismos que habitan en los pozos ciegos de nuestro inconsciente.

––––––––––

P.S.– Varios amigos me han escrito, tras la lectura de algún anterior apunte de este Diario, para pedirme que no meta en el mismo saco el nacionalismo agresivo de quienes avasallan  y el nacionalismo defensivo de quienes tratan de no permitir que se les avasalle. Por supuesto que no es lo mismo el orgullo nacional de quienes se creen superiores que el orgullo nacional de quienes reclaman un trato de igualdad. Pero, cuando de lo que se habla es del menosprecio hacia tal o cual modo de ser –o de vivir– ajeno, también el desdén del sometido merece su correspondiente crítica (v. gr.: el desprecio hacia el pueblo de los EUA, bastante habitual en aquellos lares que han sufrido las consecuencias del imperialismo norteamericano).

 

(28-II-2002)

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   Más vueltas de tuerca

El PP ha encontrado un nuevo motivo para abroncar al PSOE. Le acusa de haber acudido a la reunión que mantuvieron el pasado viernes con el lehendakari tras haber alcanzado un pacto secreto con el PNV.

No tiene ninguna prueba de que tal acuerdo se produjera: lo deduce de la similitud que ve entre las posiciones que defendieron en la reunión los socialistas y los nacionalistas. Una similitud que aprecia ahora, porque ni se quejó para nada de ella durante la propia reunión ni la denunció tras su conclusión. Es más: de entrada, se mostró muy agradecido a los socialistas porque apoyaron varias de sus propuestas fundamentales.

El PP no sólo ha concluido (o inferido, más bien) que el PSOE le es «desleal». También ha descubierto, con efecto no menos retardado, que lo que se acordó el pasado viernes en Vitoria es filfa. Todavía el sábado lo daba por positivo, por más que insuficiente. Ahora lo desdeña, porque cree que no ahonda en «los temas importantes». Los «temas importantes», según Carlos Iturgaiz, son el aislamiento y la ilegalización de Batasuna.

Todo lo que no sea hablar de eso les parece perder el tiempo. Aunque se trate de la adopción de medidas excepcionales para la protección de los cargos electos.
        Los socialistas creen que el pasado viernes los partidos vascos recuperaron un cierto clima de diálogo y entendimiento, y afirman que ese cambio es importante. El PP, por boca de su secretario general, responde que no se produjo ningún cambio, porque el PNV «sigue en sus posiciones soberanistas». De lo que se deduce que, para el él, el PNV sólo tiene una salida: renunciar a su ideología. Estamos ya definitivamente lejos de aquellos tiempos en los que Aznar y los suyos proclamaban que todos los planteamientos políticos son legítimos, con tal de que nadie trate de imponerlos por la fuerza. Ahora ya no es sólo cuestión de métodos: también hay ideologías culpables.

A fuerza de llevar más y más lejos su obsesión antinacionalista, a fuerza de no querer coincidir con el PNV ni al dar la hora, lo que la dirección del PP está logrando es que hasta sus más próximos se sientan incómodos, cuando no directamente hartos. No ya sólo el PSOE: también una parte de su propia base social, que se da cuenta de que no será a golpe de anatemas y descalificaciones sumarias como se podrá avanzar hacia la normalización de la política vasca.

Le pasa al PP lo mismo que a todos los que insisten en dar más y más vueltas de tuerca: se pasan de rosca. Lo único que consiguen es acabar girando a tontas y a locas, sin ajustar realmente nada.

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La posición en la que queda el PNV con todo esto no puede decirse que sea agradable. A cambio, resulta comodísima. Porque ya sabe que da exactamente lo mismo qué propuestas formule o cómo responda a las propuestas ajenas: los dirigentes del PP siempre lo rechazarán. Si dice A, porque A. Y si B, porque B.

Me recuerdan a una compañera de clase que tuve en Sexto de Bachillerato y Preuniversitario. La pobre chica me exhibía una hostilidad de mucho cuidado. Me llevaba la contraria siempre, dijera lo que dijera. Todavía la recuerdo preguntándome: «Ortiz, ¿tú a quién prefieres: a Heráclito o a Parménides?». Mi respuesta fue tan previsible («A Heráclito») como la suya («¡Pues yo a Parménides!»).

Pena que no respondí lo contrario: la habría empujado a hacerse una estudiosa de la dialéctica.

Pasamos dos cursos así. No puede decirse que anduviéramos como el perro y el gato, pero sólo porque, como su persecución me aburría notablemente, casi nunca respondía a sus provocaciones.

Lo curioso vino al final de todo, cuando fuimos a examinarnos de Preu. Me tocó sentarme a su lado en el examen escrito de griego. Nos pusieron una traducción de La Anábasis francamente difícil o, por lo menos, francamente difícil para mí. No para ella, que era una empollona. Para la media hora, la chavala ya se había percatado más que de sobra de lo mal que lo estaba pasando yo con el texto de marras. Y ahí vino mi sorpresa: en un gesto rapidísimo, de consumada tahúr, cogió mi folio de borrador y lo sustituyó por el suyo, en el que había escrito... ¡una perfecta traducción del pasaje de Jenofonte! Lo copié, limitándome a hacer algunas correcciones para que no fueran iguales, empeorándolo ligeramente. Saqué notable.

Nunca se sabe qué esconden realmente ese género de fijaciones.

 

(27-II-2002)

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                                                  La fortaleza

Ignoro qué habrá de verdad y qué de mero rumor en la noticia publicada ayer en El País, según la cual varios alcaldes y concejales de Batasuna –algunos de ellos situados al frente de ayuntamientos clave para el MLNV– han anunciado a la dirección del partido que o ETA inicia una tregua indefinida de modo inmediato o ellos no se presentarán a las elecciones municipales del año próximo. Cuenta El País que hay importantes cargos municipales que no quieren representar una opción política con la que están en franco desacuerdo, que les ha acarreado berrinches de mucho cuidado y a la que no atribuyen mayores posibilidades de éxito. Batasuna y algunos de los electos aludidos han negado que se haya producido nada de ese género, pero eso tampoco quiere decir gran cosa: no sería la primera vez que niegan divergencias realmente existentes en nombre de la necesidad de «lavar los trapos sucios en casa».

De ser cierto lo relatado por el periódico de Polanco, el problema que afrontaría Batasuna sería importante. Porque, a diferencia de otros comicios, los municipales dependen en muy buena medida del prestigio local de los candidatos. En las anteriores elecciones, celebradas en plena tregua, Euskal Herritarrok consiguió animar a bastantes líderes vecinales de ideología abertzale para que encabezaran sus listas o participaran en ellas en puestos destacados. Muchos de los votos que obtuvo entonces –220.000– los logró precisamente por contar con el concurso de esos candidatos con tirón popular. Si ahora le dan la espalda, no tendrá más remedio que confeccionar las listas echando mano de sus incondicionales, cuyo ascendiente ante en el vecindario es muy inferior. Entre otras cosas, porque es gente poco o nada implicada en el trabajo municipal diario.

Los incondicionales –incondicionales de ETA, mayormente– sostienen que la lógica de estos representantes municipales no apunta a la obtención de tal o cual objetivo táctico, sino que va directamente en contra de la existencia de ETA. Que lo que en realidad están reclamando no es una tregua, sino el cese definitivo del activismo armado. Y tienen razón. Lo califican de «tregua» tan sólo para hacérselo más digerible. Para ayudarles a salvar la cara. Lo que quieren es que ETA haga como aquellos tenderos que tenían puesto un cartel que decía «Hoy no se fía; mañana sí» y nunca lo quitaban.

La perspectiva que afrontan los Otegi y compañía es fina. Para empezar, porque no depende de ellos que ETA declare o deje de declarar la tregua. Si se lo reclaman públicamente –en privado muchos de ellos ya lo tienen planteado desde hace tiempo–, corren el riesgo de verse desautorizados, lo que les abocaría a la escisión. Pero, si no lo hacen, pueden encontrarse con un revés electoral de los que hacen época y quedar desprovistos de muchos de los resortes de poder local con los que han contado hasta ahora, lo que ahondaría gravemente su marginación política.

Esa es la nada envidiable disyuntiva que se les presenta.

Sólo una cosa puede librarles de afrontar tan incómoda opción: que los astutos estrategas de Madrid decidan ilegalizar Batasuna. En ese caso, la reacción del MLNV será monolítica: prietas las filas, y a ver quién es el guapo que se pone a dar la murga con disidencias.

Es cierto que no hay mejor modo de tomar una fortaleza que sembrar la división entre quienes la defienden. Pero también lo contrario es exacto: no hay peor modo de asaltarla que atacarla alocadamente.

 

(26-II-2002)

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Inventarse al oponente

«Eres un antisemita de mierda, como la mayoría de los españoles», me escribe un lector que se identifica como Jacobo Szapiro y al que parece que no le ha gustado la columna sobre Sharon que me publicaron el pasado sábado en El Mundo.

El señor Szapiro se identifica como judío. No creo que sea posible que un judío que tenga cierto nivel cultural –nada muy glorioso en este caso, pero lo suficiente– ignore que «semita», «judío» y «sionista» no son en absoluto sinónimos. Son distinciones que casi todos los judíos conocen: les pillan demasiado de cerca. En consecuencia, ha de saber por fuerza que también los palestinos son semitas, de modo que nadie que tome partido en ese conflicto puede ser antisemita. Por las mismas, tampoco puede desconocer que hay muchos judíos que tienen una actitud radicalmente hostil al Estado de Israel (yo me sé de un buen puñado de ellos).

De modo que, incluso respetando la alusión a la mierda, de lo que me debería haber acusado es de ser antisionista. Con lo cual, además, habría acertado.

Yo nunca me he sentido antijudío. Es incompatible con mi modo de ser. Jamás me he proclamado hostil a ningún pueblo, considerado en su conjunto. Recuerdo una vez que una compañera de El Mundo, al enterarse de no recuerdo qué noticia procedente de Oriente Medio, exclamó: «¡Malditos judíos!». Salté como una pantera: «¡Mucho ojo con lo que dices! ¡Yo soy judío!», bramé. La chica no sabía dónde meterse.

Me indignan ese género de manifestaciones. Por la misma razón, en otras ocasiones me ha tocado declararme homosexual, gallego y –aun a riesgo de provocar la incredulidad general– gitano, y hasta alemán.

Claro que si el señor Szapiro hubiera considerado la posibilidad –a falta de cualquier alusión étnica de mi parte– de que lo mío sea antisionismo, a secas, entonces habría tenido que centrarse en la defensa del sionismo, sin poder refugiarse ni en los Reyes Católicos, ni en los campos de concentración, ni en el fanatismo de los grupos declaradamente antijudíos. Y eso no es nada cómodo. Lo cómodo es deformar la posición opuesta para mejor rebatirla.

El señor Szapiro, aunque escribe en un castellano pasable, hace construcciones sintácticas y comete faltas de ortografía que parecen demostrar que no es de por estos pagos. Lo que me hace pensar que esa costumbre, consistente en hacer caso omiso de lo que realmente dice el oponente y atribuirle lo que uno preferiría que dijera para mejor ridiculizarlo, no es patrimonio nacional.

Lo que viene a confirmar mi criterio general: en todas partes cuecen habas.

 

(25-II-2002)

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