Diario de un resentido social

Semana del 1 al 7 de abril de 2002

¡Taxi, taxi!

Firmemente decidido a impedir que el fin de semana me proporcione sus teóricos beneficios de reposo, acepté ayer la invitación de un amigo para  participar en su casa en una partida nocturna de diccionario.

Ignoro si tú, oh lector –o lectora–, conoces el juego. Por si el caso fuera que no, me limitaré a decirte que se trata de un divertimento que, con suerte, puede resultar desternillante. Todo depende del ingenio de los invitados. Anoche éramos siete y, pese a que casi todos formaban parte del incierto gremio de los artistas e intelectuales, la cosa resultó un éxito completo: pasamos horas y más horas riendo a mandíbula batiente. Tal vez influyera en nuestra hilaridad el abundante dispendio de alcohol que hizo nuestro anfitrión, pero tampoco la ingesta debió de ser tanta, a juzgar por el estado relativamente aceptable que presenta mi cerebro a estas horas de la mañana.

Debían de ser algo así como las 5 de la madrugada cuando, tras tan reiterados como inútiles llamamientos a la compostura, logramos culminar la segunda ronda del juego. Estábamos en un punto de degeneración gamberra tal que nadie se sorprendió cuando uno de los invitados se apoderó de una guitarra y entonó una canción de María Ostiz. Aquello podría haber durado hasta el infinito de no haber decidido yo asumir la tutela del instrumento y entonar una pieza de Jacques Brel. Mi gesto tuvo los efectos de una orden de desbandada general. Cada cual pilló su prenda de abrigo y salió zingando para la calle lo más rápidamente que le fue posible.

Hicimos nosotros lo propio al cabo de unos minutos. Hacía un frío increíble, totalmente impropio de estas fechas del año, cosa que no paramos de comentar mientras nos dirigíamos hacia la cercana plaza de Alonso Martínez con el ánimo de pillar un taxi que nos devolviera a casa.

Asomados a la calle de Génova, mi avanzado sopor se convirtió en incrédula sorpresa. ¡Aquello estaba lleno de gente! Cientos, miles de personas, todas ellas bulliciosas, gritonas, la mayoría en estado de ebriedad más que evidente. ¿Y qué diablos hacían allí a esas horas, tan cercanas del alba? Pronto lo comprobé: lo mismo que nosotros. Esperar a que apareciera un taxi libre.

No me recuerdo desde hace años en una situación tan desairada. Y tan darwiniana: los pocos taxis que aparecían eran de inmediato capturados por los más fuertes. Vista la situación, traté de pegarme con una jovencita escuchimizada, que era lo único que parecía a la altura de mis fuerzas. Pero sólo logré que ella tampoco consiguiera un taxi.

Echamos a andar. Cogiéramos la calle que cogiéramos, el panorama era el mismo: hordas y más hordas de gente aparcada en el bordillo, oteando el horizonte en busca de alguna lucecita verde.

Plaza de Bilbao. Plaza de Chamberí. Rubén Darío. Nada. Imposible. Ni un puñetero taxi.

Ignoro si acabé por perder el conocimiento. Supongo que sí. Sé que ya clareaba el día cuando por fin me vi sentado en el asiento trasero de un vehículo autotaxi. Supe que era un automóvil de ese gremio porque escuché la sintonía de la Cope y una voz que anunciaba que estaban finalizando la repetición del programa de José María García.

Según llegué a casa y me metí en la cama, tomé una decisión definitiva: para mí se ha terminado la vida nocturna. O, alternativamente, me hago taxista madrileño y me planto a las 5 de la madrugada en la plaza de Alonso Martínez, otrora sede mundial del botellón, y saco mis servicios a subasta.

Seguro que me da para vivir sin dar un palo al agua durante toda la semana.

 Y luego dicen que no hay alternativas.

 

(7-IV-2002)

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El cine

Anoche fui al cine.

Ya me hago cargo de que ir al cine no es un gran acontecimiento para casi nadie. Pero para mí sí, porque es una actividad que realizo tan de tanto en tanto que lo de las Pascuas y los Ramos no me vale para nada como unidad de medida.

No había acudido a una sala de cine desde hace más de dos años.

Veo bastantes películas, sí, pero por televisión. Cuento con un aparato receptor de pantalla bastante hermosa, conecto la salida de sonido a mi potente equipo de música –cosa que no creo que aprecien demasiado mis vecinos– y me veo lo que me apetece. No tengo a mi disposición tanta variedad como quisiera, pero me las arreglo, gracias a los beneficios de las antenas parabólicas y a una videoteca relativamente aceptable.

Mi gusto por el cine en televisión horroriza a la mayoría de mis amistades cinéfilas. «¡No compares!», dicen mirándome por encima del hombro (lo que les es relativamente fácil, dada mi escasa estatura).

¿Que no compare? ¿Y por qué no habría de comparar? ¡Claro que comparo!

Ver cine por televisión tiene ventajas difícilmente discutibles:  la comodidad del asiento; la posibilidad de fumar, beber y picotear durante la proyección; la elección del volumen de audición; la versatilidad del horario; la selecta compañía... y, sobre todo, la nula obligación que uno tiene de tragarse la película entera en el muy probable caso de que no le interese.

Frente a todas esas ventajas, presenta un inconveniente indudable: el tamaño de la pantalla. Sin duda. Y otro, aunque éste salvable: que el teléfono se ponga a sonar justo en el momento más emocionante del filme.

Tampoco es para tanto.

Decía que ayer fui al cine.

Llovía a mares. Hubimos de presentarnos hora y media antes del comienzo de la sesión para asegurarnos de que encontrábamos entradas. Había, pero laterales. Las compramos. Qué remedio.

Fuimos con una pareja de amigos. Una vez con las entradas en la mano, nos pusimos a buscar un sitio donde cenar algo. Los bares y restaurantes que encontramos cerca se dividían en dos categorías: los que estaban bien, pero llenos a rebosar, y los que daban grima. Cenamos un par de raciones y nos dimos por contentos con que no nos envenenaran, por lo menos de manera fulminante.

Cuando llegamos al cine, comprobamos que la sala estaba a rebosar. Hacía un calor que te morías. El sonido estaba puesto a un volumen que sólo podía haber sido fijado por la Asociación para la Salvación Ubicua de los Sordos Totales y demás Audífobos (ASUSTA). Nos obligaron a soportar un atronador anuncio de Mahou.

Luego vino lo peor de todo: la película. No diré cuál era, para no verme obligado a continuar con el público lector de estas líneas la discusión que tuve a la salida con mis acompañantes, a los que el bodrio les gustó. Me limitaré a decir que, de haber podido salir de la sala sin obligar a la gente a levantarse para dejarme paso –y de haber tenido adónde ir, solo y a esas horas–, no habría aguantado aquello ni veinte minutos. Soñaba acordándome de las películas en las que el guionista controla qué asuntos ha planteado y qué personajes ha metido en danza, y de los directores –sé que existen– que tienen conciencia de que hay una cosa que se llama unidad de estilo. Una pregunta me obsesionó durante toda la proyección, hasta la aparición de los títulos de crédito: «¿Por qué?».

Cuando salimos del cine, me limité a hacer una sucinta relación del cúmulo de incoherencias y muestras de desidia narrativa que encerraba lo que acabábamos de ver. No tuve el menor éxito: a mis acompañantes les había gustado la cosa y no estaban dispuestos a dejarse conmover. Me dejaron perplejo: se habían enternecido con una historia sin sentido, hecha por un tío al que no conocían de nada, y, en cambio, se mostraban totalmente insensibles ante mi tragedia personal. Toma amigos.

Seguía lloviendo a placer. Me dolía la espalda por culpa de la postura forzada en que había estado durante casi dos horas. Dedicamos media más a saltar sobre charcos como lagos a la búsqueda de un sitio abierto en el que nos dieran una maldita copa. Al final, encontramos uno en el que había una mesa libre. En la de al lado, cuatro pijos disertaban a grandes voces sobre los males del nacionalismo gallego.

Llegamos a casa a las 3 de la mañana.

Según me quitaba la gabardina empapada, atisbé el televisor al fondo del salón.

Lo miré con auténtica nostalgia.

Pobrecillo. Yo, por supuesto.

 

(6-IV-2002)

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No me creo nada

Ahora resulta que la Guerra de Angola la provocó Gerald Ford, Kissinger mediante, con la colaboración del régimen racista sudafricano. EEUU justificó su total respaldo a la guerrilla ultraderechista de Unita alegando que actuaba así para contrarrestar la injerencia militar castrista. Acaba de probarse, sin embargo, que no hubo intervención militar cubana en Angola hasta bastantes meses después de que Washington se decidiera a tomar en sus manos las riendas de aquella historia. El propio ex director de la CIA en Angola ha revelado que Kissinger les obligó a fabricar informes falsos para utilizarlos como justificación de su opción bélica. 

Dicho de otro modo: durante 25 años, la opinión pública internacional ha tenido como verdad indiscutible lo que no era sino una patraña. Una patraña con resultado de muerte. Y cuánta: un millón de víctimas.

Prosigo mi reflexión.

He estado estudiando en los últimos tiempos algunos trabajos referentes a la actuación de determinados servicios secretos. De la CIA, sobre todo, pero también de organismos de inteligencia de otros Estados, menos poderosos, aunque no peor organizados. Hablo de largos informes que han sido elaborados a partir de documentos internos de los propios servicios y de los testimonios de algunas personas que ocuparon puestos del máximo nivel en su jerarquía. Pues bien: me ha dejado con la boca abierta su demostrada capacidad para modelar a placer el remedo de realidad que llamamos «noticias», para meter su nariz en los sancta sanctorum supuestamente menos manipulables y para mediatizar las más importantes decisiones sin que ni siquiera quienes las tomaban fueran conscientes de estar actuando como marionetas.

Ítem más. Estoy devorando estos días un libro sencillamente anonadante que acaba de aparecer en Francia. Se llama «L’effroyable imposture» («La farsa espantosa»). El autor, Thierry Meyssan, sostiene... ¡que ningún avión se estrelló el 11 de septiembre de 2001 contra el Pentágono! Se pensarán ustedes que el hombre desvaría. Pero el hecho es que su exposición no se apoya en ninguna hipótesis más o menos ingeniosa sino, pura y exclusivamente, en el análisis comparado de documentos oficiales norteamericanos, todos ellos verificables, y en declaraciones públicas de responsables políticos y militares de los EEUU. Meyssan no pretende contarnos qué ocurrió realmente: se limita a evidenciar que la versión oficial, que tantos hemos dado por buena, no es más que una sarta de mentiras. Ya metido en gastos, también deja patas arriba el relato made in USA de la tragedia de las Torres Gemelas.

Entiéndanme: ya no sé qué creer. O mejor dicho: ya sé lo que, de entrada, más vale no creer.

 

(5-IV-2002)

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Albiac

Algunos lectores me escriben mostrando su perplejidad ante las posiciones que defiende Gabriel Albiac con respecto a la agresión sionista contra Palestina. Ayer volvió a salir este asunto en el chat que mantuve con los lectores de El Mundo (intercambio escrito que quien esté interesado puede consultar en http://www.elmundo.es/encuentros/invitados/2002/04/415/ ). Se pregunta este personal cómo «un intelectual de izquierdas» ha podido caer «tan bajo».

A mí es su perplejidad la que me deja perplejo. No sé de dónde se han sacado que Albiac es un intelectual de izquierdas.

Ni lo es ni pretende serlo. Él mismo lo ha dejado claro en numerosas ocasiones.

Albiac utiliza un estilo de escritura tajante y despectivo, y da prueba de un aristocraticismo intelectual francamente portentoso. Esa actitud suya será más o menos meritoria y digna de aprecio –decídalo cada cual– pero, en todo caso, no le coloca per se en ningún bando, empleado el término en su sentido político, económico y social. Porque las definiciones socio-políticas no son asunto de estilo, sino de trinchera.

Albiac presenta siempre objeciones muy elaboradas –que él acostumbra a respaldar con numerosas citas de autoridad, algunas divertidamente anacrónicas– que le impiden –en nombre del rigor– situarse del lado de la gente oprimida que se rebela. Los zapatistas le parecen ridículos; las feministas, unas aburridas; el movimiento antiglobalización, un prodigio de incoherencia; los nacionalistas (excluidos los nacionalistas españoles, de los que no suele hablar, tal vez por consideración a algunas de sus amistades), unos provincianos; los defensores de la Justicia Penal internacional, unos panolis formalistas (recuérdese su alternativa al enjuiciamiento de Pinochet: darle cuatro tiros)... Su recorrido es sistemáticamente el mismo: discursos furibundos, conclusiones inocuas, en nada incómodas para el Poder.

Hay quienes me critican porque dicen, molestos por mi manera de expresarme, que disimulo: que escondo un puño de hierro en un guante de seda. La verdad es que no me sirvo de afeite alguno: odio lo aparatoso, sin más; eso es todo. A Albiac supongo que le criticarán por lo contrario: dirán que, al fin y a la postre, su guante de hierro recubre un puño de seda.

¿Somos tan diferentes? Bueno: nada es absoluto. Tenemos algunos gustos musicales y literarios comunes. Y ciertas fobias parecidas.

Lo cual es de agradecer. Así, cuando nos topamos, nos concentramos en esos tópicos, con lo que nos evitamos discutir de lo mucho que sabemos que nos separa.

En todo caso, insisto en lo que decía al comienzo: él no tiene la culpa de que alguna gente se empeñe en colocarlo en donde ni quiere ni sabría estar.

 

(4-IV-2002)

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Los señores de la guerra

La prueba más evidente de que las autoridades de Israel no aspiran a alcanzar una paz honorable con el pueblo palestino es el trato que están dispensando a Yassir Arafat..

Cualquier persona medianamente informada sabe que el rais es un político proclive no ya a los acuerdos, sino incluso a las componendas. Es tan proverbial su exquisita afabilidad hacia el exterior como su mal temple de puertas adentro. De hecho, se las ha arreglado para frenar en seco la carrera ascendente de cualquier otro dirigente palestino que pudiera hacerle sombra.

Ambas cosas unidas, el empeño de Israel por hundir a Arafat sólo puede entenderse como un intento de cortar cualquier puente que pudiera conducir a una salida pactada del actual conflicto. Primero, porque la desaparición del presidente de la Autoridad Nacional plantearía al bando palestino un problema de liderazgo tan grave como difícilmente resoluble. Y segundo porque, lo sustituyera quien lo sustituyera, cabe descartar que lo hiciera desde posiciones más contemporizadoras que las suyas.

Así pues, la deducción cae por su propio peso: Israel no se plantea la posibilidad de la paz; sólo la de la victoria militar, conseguible por el único método que se estudia en las academias desde la publicación del clásico de Clausewitz: «Mediante la destrucción de la fuerza viva del enemigo».

 

(3-IV-2002)

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Safiya en Ramala

Más de 650.000 españoles se movilizaron hace unas semanas para que las autoridades de Nigeria indultaran a una mujer, Safiya Husseini, que había sido acusada de adulterio y condenada a ser lapidada hasta la muerte. La campaña internacional tuvo el eco pretendido, la sentencia fue anulada y la señora Husseini quedó en libertad.

Reconozco que el episodio me produjo sentimientos encontrados. Me alegré, claro está, por ella. Pero no pude evitar preguntarme qué clase de sociedad es ésta, capaz de conmoverse circunstancialmente con un drama individual y de quedarse impávida ante los más espeluznantes horrores masivos.

Tomemos el ejemplo, bien actual, de la masacre que está perpetrando el Ejército israelí en Palestina. El ministro de Defensa de Sharon dice que le trae sin cuidado lo que pueda pensar la opinión pública internacional. Dudo que se permitiera esa chulería si la opinión pública internacional pensara algo. Aquí, al menos, está por verse que nuestra mayoría se conmueva ante la barbarie de un Gobierno que se pasa explícitamente por el arco del triunfo las resoluciones de las Naciones Unidas y la emprende en masa contra una población civil tomada por universal merecedora de las iras de su muy histórica ley del Talión, cada vez más asimilada a la del embudo.

He reparado en el ejemplo de Palestina, pero podía haber puesto muchos otros. Sobran. En China se aplica a diario la pena de muerte a presuntos culpables de delitos reconocidamente menores, condenados tras juicios carentes de la menor garantía legal. Las autoridades de los EEUU admiten sin inmutarse que no pocas de las personas que han sido ejecutadas allí a lo largo de los últimos decenios fueron enviadas a la muerte sin pruebas. Eso cuando el tiempo no ha demostrado que eran inocentes. ¿Hablamos de guerras y de poblaciones civiles diezmadas? En el mundo actual hay más de medio centenar de crueles conflictos bélicos de los que sólo nos hablan –y poco, y con desgana– cuando no queda más remedio, porque faltan las noticias de verdadero interés humano (entiéndase: cuando no ha sucedido nada en Operación Triunfo).

Le deseo lo mejor a la pobre Safiya Husseini. Pero no me engaño: sé que su caso ha sido bochornosamente utilizado para inyectar a nuestra sociedad la pequeña, la mínima dosis de buena conciencia que necesita para olvidar que no mueve ni un maldito dedo ante los muchísimos dramas masivos que deberían quitarle el sueño noche tras noche.

 

(2-IV-2002)

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María Teresa Rivero

La defensa de la igualdad de derechos de las mujeres con respecto a los hombres no tiene por qué manifiestarse sólo por la vía positiva.

Cuando una imbécil hace de imbécil –o, más sencillamente, demuestra que es imbécil–, hay que decirlo.

Tal cual. Sin genéricos.

Sin derecho a cuotas.

Me dan igual, ya para estas alturas, las razones por las que María Teresa Rivero llegó a presidenta del Rayo Vallecano, club de fútbol por el que siempre he sentido especial predilección, entre los madrileños.

Las conozco. Todos las conocemos. Dejémoslas de lado.

En todo caso, es presidenta de un club de fútbol. Y tiene los mismos derechos y las mismas obligaciones que cualquier otra persona que ocupa un cargo semejante.

Joan Gaspart, su homólogo del Barça, se ha ganado tropecientas broncas –tropecientas razonables broncas– por dar muestras de forofismo cuando ocupaba un puesto de representación institucional en uno u otro palco.

En comparación con Rivero, Gaspart es el más flemático de los aficionadillos. Ella clama, grita, se desencaja –o deja que su dentadura se desencaje–, se levanta, brama y dice de todo, particularmente contra los árbitros, en todos los partidos. Y todos la miran con paternal condescendencia. Se lo perdonan.

¿Por qué? ¿Porque es mujer? ¿Porque aún no hace nada no tenía ni idea de fútbol y era capaz de entusiasmarse cuando el contrario metía un gol?

Ayer anularon al Rayo un gol legal. Se lo tomó con indéntica indignación con la que había respondido a otras decisiones arbitrales totalmente justas. Es una ignorante chillona. De ser hombre, sus obligados compañeros de palco pondrían el grito en el cielo y pedirían a voces que se le prohibiera pisar un estadio. Por zafia. Por estúpida. Por impresentable.

Personalmente, me da grima. La misma que tantas otras mujeres empeñadas en hacer de hombrecitos.

 

(1-IV-2002)

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