Diario de un resentido social

Semana del 22 al 28 de abril de 2002

 

El colonialismo en casa

He insistido ya varias veces en que no tiene sentido sorprenderse de que en Francia exista una extrema derecha sociológica relativamente numerosa. Siempre la ha habido. Ha tenido, eso sí, diversas expresiones políticas y electorales. A veces específicas, diferenciadas; otras, integradas en agrupaciones más amplias (caso del gaullismo, durante un cierto tiempo).

El mundo mental de la extrema derecha francesa está íntimamente vinculado a la experiencia colonial, todavía reciente, y a las frustraciones y los traumas de la descolonización, todavía más recientes.

Ésa es una de las razones que explican la virulencia de su sentimiento anti estadounidense: aún sangra por la herida del juego sucio que hizo Washington para facilitar el hundimiento del colonialismo francés y sustituirlo por su imperialismo de nuevo cuño en algunos puntos estratégicos del globo, muy especialmente en la vieja Indochina. Un tanto al modo de lo que le sucedió a España en 1898 en Cuba, pero en mucha mayor escala... y con los protagonistas todavía en vida.

Ese sentimiento de gran potencia injustamente venida a menos encuentra también reflejo en las fortísimas reticencias de buena parte de la derecha francesa hacia el proceso de construcción europea, sentimiento al que no son ajenos –aunque por sus propias y justificadas razones– amplios sectores de la izquierda. Por decirlo amablemente, ni Gran Bretaña ni –muchísimo menos– Alemania gozan de un gran prestigio histórico en Francia.

Como gran potencia colonial, Francia mantuvo durante largos decenios un doble juego político y moral. O, si se prefiere, un reparto de papeles. Tenía una escala de valores y unas posiciones de principio de obligado cumplimiento para uso de la metrópoli, y otras, radicalmente diferentes, destinadas a garantizar el orden –su orden– en las colonias. La Francia metropolitana era librepensadora, defensora a ultranza de los derechos humanos, acogedora, libre. En las colonias, sus militares, sus policías –y, si hacía al caso, también sus colonos– se regían por normas mucho menos consideradas. Mandaban sin miramientos sobre las poblaciones autóctonas. Quienes protagonizaban esta última realidad sentían un hondo desprecio por la molicie metropolitana: ellos estaban haciendo el trabajo sucio sobre el terreno, en los lugares más alejados e inhóspitos, para que los señoritos de París pudieran gozar de todas las comodidades y entretenerse con sus remilgos filosóficos y artísticos. Por supuesto que hablar de «todas las comodidades» y de «remilgos filosóficos» a propósito de la clase obrera francesa de los años 50 y 60 no pasa de ser  un sarcasmo de dudoso gusto, pero la perspectiva de los agentes de la Francia colonial, uniformados o civiles, era ésa.

Muchos de ellos instalados en las lejanas posesiones del imperio desde tiempos inmemoriales, vivieron como una insoportable humillación su expulsión de ellas manu militari y su regreso obligado a una metrópoli en la que algunos –no pocos–, los miraban con desprecio y hasta se permitían juzgar severamente su comportamiento.

El fenómeno de la inmigración tampoco es nuevo en Francia. Siempre ha sido receptora de emigrantes. De muchas procedencias. No sólo de sus colonias africanas y de sus dominios y territorios de ultramar, sino también de España, de Italia y del Este europeo. Pero el fenómeno nunca había alcanzado cotas tan importantes como en la actualidad. Nunca su amplitud había dado tanto pie para que los colonialistas derrotados de hace unos decenios y quienes han heredado ese trauma sientan la sensación de que los pueblos de las colonias han decidido invadir la metrópoli y, en cierto modo, emprender un proceso de colonización inversa, por la vía de la ocupación en masa, cual si de una especie de revancha histórica se tratara. Sienten peligrar su identidad, su cultura, su modo de vida: el ser de Francia.

Tratándose de este sentimiento de raíz colonial, tampoco debe extrañar que se extienda con cierta aparente transversalidad política. Hablo ahora del estupor que produce en muchos el hecho de que buena parte de la base social del Partido Comunista Francés, concentrada en el cinturón obrero de París y en otros núcleos industriales, se haya pasado con armas y bagajes a las filas de Le Pen. Conviene recordar que el PCF fue un bastión del poder colonial francés y que se opuso con uñas y dientes a la descolonización, echando mano para ello de los argumentos más peregrinos. Durante la guerra de Argelia, el PCF organizó una verdadera caza de brujas contra la gente de izquierda que defendía la independencia de la colonia, hasta tal punto que los militantes comunistas que apoyaban al FLN argelino tuvieron que organizarse clandestinamente dentro de su propio partido.

Quiero decir con esto que sus votantes obreros no han dado un salto cultural tan portentoso. Su giro político ha venido considerablemente facilitado, además, por el hecho de que son ellos los que viven más intensamente el problema: los que ven cómo sus barriadas han sido ocupadas por ingentes masas de inmigrantes que les roban sus tradiciones, alteran sus paisajes urbanos e imponen sus extraños estilos de vida. La inseguridad ciudadana, protagonizada por sectores marginalizados muy vinculados a la inmigración, es palmaria, y afecta sobre todo a las clases sociales de medios económicos más escasos.

Todo lo cual ha contribuido a la recuperación –o, si se prefiere, a la readaptación– de los viejos tics coloniales. Ahora ya no se trata de aplicarlos en Argel, en Hanoi o en la Martinica, sino en los enormes núcleos urbanos empobrecidos de la metrópoli.

No digo que esto lo explique todo. Digo tan sólo que conviene tener en cuenta estos datos a la hora de preguntarse que está sucediendo en Francia. Mejor no conformarse con los cuatro tópicos al uso en las tertulias capitalinas, empeñadas en que nuestros vecinos se ven metidos en problemas porque no tienen a su frente una mente tan preclara como la de Aznar.

 

(28 de abril de 2002)

Para volver a la página principal, pincha aquí  


Un lepenismo de rostro humano

¿Es Le Pen un mal en sí? Quiero decir: ¿lo es él, por nombre Jean-Marie, con su pasado colonial, sus chanzas de mal gusto, su ex faltona, su ojo de cristal y sus discursos de retórica ampulosa? Tal parece.

A mí, el señor Le Pen me  parece abominable, por supuesto. Pero como tantos otros. Su persona –porque de su persona estoy hablando– no me suscita una repulsión cualitativamente más aguda o visceral que la de muchos otros políticos. Probablemente porque lo absoluto no admite grados.

Pero a muchos otros se ve que sí.

Me preocupa que la xenofobia anti árabe de Le Pen atraiga muchos votos en Francia. Pero no porque se los lleve el señor Le Pen, sino por sí mismos, porque existen, porque reflejan que gana adeptos el rechazo violento de la inmigración. Pero hete aquí que bastantes políticos y no pocos analistas reflexionan en voz alta y dicen: «Si no queremos que Le Pen capitalice ese estado de ánimo social en auge, hagámonos nosotros eco de él, atendámoslo». Y proponen endurecer las leyes de inmigración y urbanizar más la presencia de los inmigrantes, de modo que su marginalidad social incomode menos a la población autóctona. O sea que, para que Le Pen no progrese, lo que pretenden es que los políticos «del sistema» apliquen su programa. Con mejores modos, más finamente. Pero con la misma voluntad y el mismo espíritu genuinamente xenófobo. Una especie de lepenismo sin Le Pen. Un lepenismo de rostro humano.

Invierten los términos del problema real. Lo preocupante no es que exista un señor como Le Pen, sino que un señor como Le Pen pueda convertirse en representativo de un amplio sector de la sociedad francesa. Emprenderla contra la expresión política del problema sólo tiene sentido si, simultáneamente, se afronta la necesidad de resolver el problema. Pero manifestarse contra él y, a la vez, defender una aplicación vergonzante de sus recetas no pasa de ser un engañabobos.

Es este modo de encarar la cuestión el que permite entender por qué en España no ha surgido un partido como el de Le Pen. Y por qué los intentos de ponerlo en marcha –Blas Piñar, Gil y Gil– han fracasado estrepitosamente. ¿Acaso no hay aquí una ultraderecha sociológica relativamente amplia? Claro que la hay. Pero no siente la necesidad perentoria de tener un partido específico: en lo esencial, el PP ya atiende sus reivindicaciones más sentidas.

 

(27 de abril de 2002)

Para volver a la página principal, pincha aquí  


La calle de enmedio

Me piden que escriba sobre la Ley de Partidos y la eventual ilegalización de Batasuna.

¿Considero que es constitucional esa ley? No sé en qué quedará tras su paso por las Cortes, pero me parece obvio que, si finalmente permite penar actuaciones anteriores a su entrada en vigor, vulnerará un precepto constitucional inequívoco. Y no hay duda de que el empeño del legislador –en este caso el Gobierno– apunta en esa dirección, puesto que ha proclamado hasta la saciedad que iniciará los trámites de ilegalización de Batasuna «en el mismo momento en que la ley quede aprobada», esto es, antes de que nadie haya tenido la oportunidad de contravenirla. Tanto ese aspecto como el intento de establecer una responsabilidad penal colectiva, castigando al conjunto de los integrantes de un partido por los delitos cometidos eventualmente por algunos de sus miembros, me parecen de una licitud más que problemática.

Otra cosa es que el Tribunal Constitucional opte por hacer la vista gorda ante todo ello. Sucederá en tal caso como con los goles metidos en fuera de juego, o con la mano: si el árbitro los da por buenos, que el reglamento diga lo que le dé la gana. Y que luego llegue Estrasburgo con las rebajas: ya se sabe lo rápido que funciona eso.

Los voceros del Gobierno se indignan cada vez que alguien afirma que lo que pretenden es prohibir una ideología. Ignoro por qué ocultaron esa indignación cuando el vicepresidente segundo, Rodrigo Rato, dijo hace un mes públicamente que es de eso de lo que se trata, e incluso se declaró «muy preocupado» porque había oído a Ibarretxe decir que no cabe prohibir ideologías.

De todos modos, y problemas legales al margen, hay que preguntarse qué es exactamente lo que pretende el Gobierno con esa ley. Porque Aznar tiene que saber tan bien como yo que ninguna ley, por severa que sea, es capaz de acabar con un fenómeno social asumido por algo así como 200.000 personas. No les va a impedir asociarse –no puede evitar que funden tantas asociaciones formalmente diferentes como les plazca–, no va a conseguir que se queden fuera de los procesos electorales –pueden presentarse como agrupaciones de electores en tantos puntos como quieran– y no va a dejarlos sin representación política, porque los votos legalmente emitidos se convierten en escaños legalmente indiscutibles. Imaginemos que, un día después de ilegalizada Batasuna, cien mil ciudadanos se autoinculpan ante la autoridad judicial, declarándose culpables de un delito de asociación ilícita. ¿Qué querrá el Gobierno que hagan los jueces? ¿Procesarlos, juzgarlos y encarcelarlos a todos?

Ya me hago cargo de que, ante muy buena parte de la opinión pública española, queda muy simpática –y es electoralmente muy rentable– la pretensión de ir a por Batasuna tirando por la calle de enmedio. Pero a veces lo que parece una calle de enmedio es tan sólo un callejón sin salida.

 

(26 de abril de 2002)

Para volver a la página principal, pincha aquí  


La (re)presentación

Tal día como hoy, hace ya ni me acuerdo cuántos años, asistí a una comida de hermandad con un numeroso grupo de amigos portugueses.

A los postres, nos levantamos todos, lusos e hispanos, y cantamos, como mandan los cánones, Grândola, vila morena.

 

Grândola, vila morena
Terra da fraternidade
O povo é quem mais ordena
Dentro de ti, ó cidade

Dentro de ti, ó cidade
O povo é quem mais ordena
Terra da fraternidade
Grândola, vila morena

Em cada esquina um amigo
Em cada rosto igualdade
Grândola, vila morena
Terra da fraternidade

Terra da fraternidade
Grândola, vila morena
Em cada rosto igualdade
O povo é quem mais ordena

À sombra duma azinheira
Que já não sabia a idade
Jurei ter por companheira
Grândola a tua vontade

Grândola a tua vontade
Jurei ter por companheira
À sombra duma azinheira
Que já não sabia a idade

 

Lo recuerdo con verdadera emoción.

También estética.

Por aquel tiempo yo era repugnantemente joven y en la garganta me pesaban un millón de cigarrillos y cien mil botellas de whisky menos. Pude hacer una más que satisfactoria –para mí– segunda voz. Me gustó oír el abrazo armónico del cántico. Fue como una caricia colectiva, hermosa y delicada.

Había electricidad en el ambiente.

Me viene a la memoria la escena de los jóvenes hitlerianos de Cabaret, cuando cantan a coro El mañana me pertenece.  Nuestra intención política era la contraria, por supuesto. Pero todas las épicas tienen un aire.

Las lágrimas se me vinieron a los ojos.

Tomorrow belongs to me. O povo é quem mais ordena.

Cielo santo.

 

Hoy, dentro de unas horas, estaré sentado en un estrado del Círculo de Bellas Artes de Madrid. Si todo sucede conforme a lo programado, a mi lado estarán el lehendakari Juan José Ibarretxe, el filósofo Javier Sádaba e Ymelda Navajo, directora de la editorial El Mundo de los Libros.

Enfrente habrá público. No sé cuánto. Bastantes periodistas, supongo. Algunas cámaras. Fotos.

Tengo escrito lo que diré. Llevo una docena de folios: un cuarto de hora –más o menos– de palabras amables, políticamente correctas.

Se trata de presentar mi último libro.

Lo haremos. Los demás cumplirán también con el papel que el guión les tiene asignado y el trámite se completará conforme a lo previsto. Navajo dirá que soy un autor muy pulcro, que entrega los papeles como se debe. Sádaba dirá que lo de Euskadi está muy mal, pero que yo soy un buen tipo. Y el lehendakari me agradecerá que haya escrito sobre él sin demasiados prejuicios.

Al final habrá preguntas.

 

Sé que, en algún momento, mi pensamiento se ausentará de allí y se irá volando hacia el pasado.

Me sentiré de pie, joven, con una copa de cava en la mano, rodeado de amigos y amigas portugueses, los ojos brillantes por las lágrimas que quisieran asomar, cantando à sombra duma azinheira que já não sabia a idade.

Dicen que la vejez comienza cuando el pasado va comiéndose el espacio que deberíamos dedicar al presente.

 

(25 de abril de 2002)

Para volver a la página principal, pincha aquí  


Los judíos

Me dejó perplejo el arranque de la columna de Rosa Montero en la última página de El País de ayer: «Los judíos son una gente maravillosa», decía.

«Andá, ¿y a qué viene esto?», me pregunté.

Proseguí la lectura. Seguía en el mismo plan melifluo: que qué majos los judíos, que qué cosmopolitas, que qué geniales... Y, además,  durante tanto tiempo, y en la tira de países... Admirable lo suyo, vaya que sí.

Seguí sin saber a cuento de qué venía todo ese exordio de exaltación de la presunta tribu de Judá hasta que, llegado ya casi al final de la columna, lo descubrí: doña Rosa lo hacía para que nadie malinterpretara que se dispusiera a criticar la política de Ariel Sharon (cosa que hacía a continuación, aunque ya en plan necesariamente telegráfico, porque apenas le quedaba sitio).

Pues qué mal.

Me sonó como los rollos que se sueltan ésos que, antes de meterse con ETA, te cuentan lo mucho que les gusta San Sebastián, lo bien que se come en la Parte Vieja, lo nobles y trabajadores que somos los vascos, lo que disfrutó con aquel disco de Benito Lerrtxundi y lo amigos que son de un señor de Orio.

Excusatio non petita, accusatio manifesta.

Personalmente, me siento perfectamente autorizado a poner a caldo a Hitler sin tener que proclamar urbi et orbi que Beethoven me parece genial, que lo de Goethe fue la pera, lo mismo que lo de Heine,  y que Kant, para qué te cuento.

¿Que los judíos son «una gente maravillosa»? ¡Pero, bendito sea Yahvé, qué tontería! Los judíos no son nada valorable en general. Ni siquiera son una gente. Son muchísima gente: unos majísimos, otros tirando a bien, otros ni fu ni fa, otros un tanto chungos... y otros –en fin, qué le vamos a hacer– unas malas bestias.

Pero, sobre todo, no hace ninguna falta hablar de los judíos para condenar al criminal Sharon.

Tal parece que algunos europeos –muchos– hayan decidido que la culpa del Holocausto caiga sobre ellos y sus hijos, generación tras generación.

Yo, qué quieren que les diga, lo siento mucho, pero no tengo ninguna culpa en esa barbaridad y, en consecuencia, no tengo nada de lo que disculparme, ni ninguna mala conciencia que expiar. Y, si me topo con un judío, como si me presentan a un mozárabe, o a un señor de Mondoñedo.

A lo largo de mi vida me he proclamado judío en dos tipos de situaciones.

Lo he venido haciendo sistemáticamente cada vez que alguien ha tratado de culpar a «los judíos» de algo.

–¿Qué puedes esperar de Fulanito, ese judío? –me dijo en cierta ocasión un disparate de mujer.

Y yo salté como un resorte:

–Perdone, señora: yo también soy judío.

Últimamente lo vengo haciendo en dirección contraria.

–Sus terribles críticas a Israel demuestran que usted es antijudío –me soltó el otro día un quídam.

–Difícilmente podría serlo –le respondí–, porque soy judío.

Y el tipo se quedó cortado. El muy racista.

 

(24 de abril de 2002)

Para volver a la página principal, pincha aquí  


Las urnas paradójicas

Primera paradoja de las presidenciales francesas del pasado domingo: la cuadratura del círculo. ¡La revolución sin cambio!

Así es. Porque, por más que todo el mundo parezca de acuerdo en que Francia ha sufrido una tremenda revolución electoral –incluso un cataclismo– el hecho es que basta con analizar el pormenor del voto para comprobar que, en líneas generales, la sociología electoral del país vecino ha variado muy poco.

A izquierda y derecha.

La suma de los sufragios obtenidos por la izquierda plural arroja un total prácticamente idéntico al que convirtió en 1997 a Lionel Jospin en primer ministro. La izquierda extra muros ha progresado algo, sin duda, pero a costa del Partido Comunista, que se ha quedado prácticamente fuera del mapa.

Es cierto que el Frente Nacional de Le Pen ha avanzado posiciones, robándoselas a la derecha moderada de Chirac. Pero el auge del lepenismo, si se recuenta en votos, no tiene nada de espectacular. Está dentro de los márgenes de lo que ha sido desde hace decenios la derecha autoritaria francesa, siempre caminando sobre la línea fronteriza del facherío. Si el jefe del FN ha acabado situándose en el privilegiado segundo puesto que le permitirá estar presente en la segunda vuelta electoral, es sólo porque la izquierda se ha presentado ante las urnas dividida hasta extremos de auténtica caricatura. Habría bastado con que Chevènement (5,33%) hubiera renunciado a la exhibición de su soberbia personal, o incluso con que la Izquierda Radical de Christiane Taubira (2,32%) se hubiera hecho cargo de los peligros de su afán por no ser menos, y Jospin se habría alzado con el segundo puesto, dejando a Le Pen en donde siempre.

Segunda paradoja: Chirac, que ha perdido votos en la primera vuelta, saldrá elegido presidente en la segunda por una mayoría abrumadora.

Fueron muchos los que creyeron que el presidente saliente cometía un error fascistizando su campaña, convirtiendo la inseguridad ciudadana en monotema. «Le está dando votos a Le Pen. Si de autoritarismo se trata, muchos van a preferir quedarse con el original, en vez de con la copia», decían. Y así ha sido. Pero ese plus que Chirac ha regalado al Frente Nacional es, precisamente, el que le va a llevar en volandas al Elíseo dentro de unos días. Con Jospin enfrente, lo habría tenido complicado. Con Le Pen, ganará de calle. Le ha resultado tan rentable jugar con fuego que cuesta creer que no lo haya hecho a propósito. Y que no insista en ello.

Tercera paradoja: Le Pen, al que algunos presentan en el exterior –en España, por ejemplo– como el secreto instigador de las agresiones contra la comunidad judía en Francia, es el azote, directo y confeso, de la mucho más numerosa comunidad islámica residente en el país vecino. De ahí la proclama de Roger Cukierman, presidente del muy pro-israelí CRIF *, para quien el avance de Le Pen «es un mensaje a los musulmanes para que se estén quietos» y una ayuda para «reducir» el antisemitismo en Francia.

Y es que no siempre lo que parece –o lo que nos cuentan– responde a las realidades de fondo.

 

--------------------

(*) El CRIF es el  Consejo Representativo de las Instituciones Judías de Francia. El pasado 12 de febrero, Cukierman publicó en Le Monde un apasionado artículo, titulado Au risque de déplaire («Aun a riesgo de desagradar»), en el que sostenía que el Gobierno de Jospin no reprimía la violencia antijudía en Francia «porque esa violencia no proviene de la extrema derecha». E insistía: «El peligro [antisemita] no proviene de la extrema derecha tradicional».

Algunos interesados comentaristas españoles han tomado pie en ciertas posiciones de Le Pen en el plano internacional –su negativa a sumarse al bloqueo de Irak, por ejemplo–, que hay que entender como parte de la hostilidad del jefe del Frente Nacional hacia los EEUU y a la UE, para tratar de convencer a la opinión pública española de que Le Pen es «pro árabe». Y nada más alejado de la verdad. Le Pen tiene tics antisemitas, como todo buen heredero de la derecha de Vichy, pero su bicha preferida son los hordas árabes que han invadido la douce France. Cukierman sabe perfectamente de qué habla: ni Israel ni los pro israelíes franceses tienen nada que temer de Le Pen.

 

(23 de abril de 2002)

Para volver a la página principal, pincha aquí  


El pot pourri de Francia

Consternación general: será el ultra Le Pen quien acompañe a Jacques Chirac en la segunda vuelta de las presidenciales francesas. Todo el mundo se echa las manos a la cabeza.

«¡Increíble!», dicen.

¿Sí? A mí no me lo parece tanto.

No sé por qué les asombra el guiso. O el pot pourri, si se prefiere. En realidad, los ingredientes estaban ya todos en la cazuela.

En primer lugar, el más importante: la abstención, que se preveía muy alta, y lo ha sido. Se sabía que el enfrentamiento entre las dos opciones que se presentaban en principio como viables, la de Chirac y la de Jospin, no suscitaba mayor entusiasmo en el electorado, una parte sustancial del cual iba a decirse: «¿Uno de esos dos? Pues cualquiera. ¡Tanto da!».

Ayer en Francia se movilizó el voto más militante. El de quienes acuden a las urnas porque quieren que gane el suyo, el de su partido, o porque están dispuestos a votar aunque su candidato (o candidata) carezca de posibilidades reales de acceder a la Presidencia. Basta con ver la dispersión del voto que se ha producido (casi la mitad de los sufragios ha ido a parar a candidaturas imposibles) para comprobarlo.

En esas condiciones de desmovilización y dispersión, el éxito de Le Pen es importante, pero no arrollador: ha obtenido el 17% de los votos emitidos, pero el 11% de los potenciales. No mucho más que la suma de los alcanzados por la izquierda radical.

A efectos del análisis social –el estrictamente político es otra cosa–, también hay que relativizar la derrota de Jospin. El jefe de los socialistas llegó al Gobierno respaldado por la llamada «izquierda plural», que unía hasta cinco fuerzas del reformismo moderado y la izquierda convencional. Al haber acudido esta vez a las urnas cada una de ellas por su cuenta –más por su cuenta que nunca, con la escisión de Chevènement–,  Jospin se ha quedado con los votos raspados de sus incondicionales. Súmense los votos obtenidos ayer por los partidos que dieron su apoyo al jefe de filas del PSF tras las anteriores legislativas y se comprobará que, de haber acudido unidos a las urnas, el todavía primer ministro habría desbancado a Le Pen sin la menor dificultad.

Si nos ocupamos menos de los meandros circunstanciales de las querellas partidistas y más en las tendencias socio-políticas de fondo, convendrá que no perdamos de vista algunos otros factores de la realidad francesa que quedaron reflejados en las urnas de ayer.

Uno es, sin duda, el estrepitoso hundimiento del Partido Comunista. Nada que ver con la pérdida de fuelle de su homólogo español. En España, el PCE se ha desinflado porque buena parte de su base social –que nunca fue tan poderosa como la del PCF– ha ido perdiendo el gusto por la pelea y se ha despolitizado, o se ha acomodado al posibilismo reinante, instalándose en posiciones vagamente reformistas. En Francia, muy buena parte de la base social de los comunistas se ha pasado a Le Pen. Se ha ido a la extrema derecha, pura y simplemente. Sin ni siquiera hacer escala en el centro. Por extraño que pueda parecer, visto a distancia, el hecho es indiscutible: el electorado de los grandes barrios obreros del cinturón de París, otrora fielmente comunista, es ahora el principal bastión del Frente Nacional. ¿Culpa de la falta de alternativas y la molicie de los burócratas del viejo partido? ¿Despecho hacia la corrupción de la política convencional, a la que el PCF se ha aferrado con uñas y dientes? ¿Reacción primaria ante la degradación de las relaciones sociales en sus áreas de afincamiento, achacada de manera simplista a la fuerte inmigración descontrolada? Bastante de todo eso, y más, supongo. Pero la realidad de ese trasvase social es tan evidente que reclama un análisis específico y urgente.

Ligado parcialmente a lo anterior, aunque de significación no sólo distinta, sino incluso opuesta, hay que situar el auge electoral de las diversas opciones de la extrema izquierda, que se han colocado por encima del 10% de los votos emitidos (en torno a un 8% del cuerpo electoral en su conjunto). El descrédito del PCF ha afectado también a los sectores más combativos e ilustrados de la izquierda más crítica, a los que el comunismo de siempre ya no puede retener apelando a un «voto útil» hundido en la miseria. Preocupa, no obstante, la incapacidad de esa izquierda para caminar unida: se ha emancipado de no pocas herencias de la izquierda tradicional, pero sigue siendo víctima de su inveterada tendencia a la sectarización.

Un último elemento para este análisis de urgencia: la constatación del fracaso del bipartidismo a la americana (o a la española). Entre el 28,5% que se ha abstenido y el 65% que ha votado, pero no a ninguna de las dos grandes opciones teóricas, tres cuartas partes de los potenciales electores franceses se han negado a pasar por esas horcas caudinas tan à la mode.

Es interesante. Y demuestra que tampoco es tanto el poder de los grandes mass media.

 

(22 de abril de 2002)

Para volver a la página principal, pincha aquí