Diario de un resentido social

  Semana del 6 al 12 de mayo de 2002

Las simplezas de Aznar

No lo soporto. Probablemente la culpa sea mía, pero es más fuerte que yo: según empiezo a oír otro de sus discursos, me abalanzo sobre el aparato y cambio de emisora. Me pone de los nervios ese aire de estadista que se ha echado, esa solemnidad que se autoconfiere, esa inagotable capacidad que ha adquirido para repetirse a sí mismo y engancharse una y otra vez en las mismas fórmulas: «Y creo que España debe hacer ese esfuerzo y ese sacrificio porque esto, y creo que España debe hacer ese esfuerzo y ese sacrificio porque tal, y creo que España debe hacer ese esfuerzo y ese sacrificio porque cual...». Y así hasta el infinito.

Pero lo que más me saca de quicio es su feracidad en materia de simplezas. Su cerebro –o lo que en su caso haga las veces– es una fábrica de afirmaciones con apariencia de rotundidad irrebatible que, así que uno se para a pensarlas, descubre que no tienen justificación alguna.

Ayer me pilló fregando los platos. En el espacio de tiempo que invertí en aclarar los últimos cacharros, secarme las manos, llegarme a la radio y cambiar de sintonía, tuve ocasión de escucharle dos afirmaciones de este género.

Primera: «O se está con las víctimas [del terrorismo] o se está con los verdugos».

Algo de apariencia muy razonable. Y lo sería realmente, si por «estar con las víctimas» él entendiera solidarizarse con los que padecen y condenar a quienes les hacen sufrir injustamente. Pero qué va. «Estar con las víctimas», para él, significa asumir las posiciones ideológicas de la mayoría de las víctimas, de las que él cree ser el máximo representante. Para él, la solidaridad con las víctimas comporta no sólo una actitud moral, sino también una opción política. En su criterio, uno no puede, por ejemplo, odiar el asesinato de José Luis López de Lacalle y, a la vez, negarse a cantar loas al Foro de Ermua. Según él, si no te apuntas al homenaje a López de Lacalle, convertido en acto de exaltación del Foro de Ermua, no estás con la víctima, sino con el verdugo.

Lo más esperpéntico de esta actitud es que acaban poniéndote a caldo por no estar presente en actos en los que... ¡te ponen a caldo!

Segunda afirmación: «Herri Batasuna es lo mismo, exactamente lo mismo que ETA».

Lo dice, y los asistentes aplauden. ¡Está tan claro!

¿Ah, sí? ¿Tan claro? ¿Y qué hace entonces él, presidente del Gobierno, que no ordena la detención inmediata de todos y cada uno de los militantes de Batasuna bajo la acusación de pertenencia a banda armada?

¿Será tal vez que no puede probarlo? Y si es así, ¿por qué lo afirma? ¿No estaba tan claro?

¿No será que a lo mejor –o a lo peor, tanto me da– las cosas son bastante más complicadas?

Pero él, nada: erre que erre, de simpleza en nadería, de solemnidad hueca en admonición sin fundamento, encantado de haberse conocido. Y tal parece que con razón: por lo menos en estos asuntos, la gran mayoría de los españoles también se dice encantada de conocerlo.

 

(12 de mayo de 2002)

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El peñazo de Gibraltar

Se atascan las negociaciones hispano-británicas para sacar del atolladero el conflicto de Gibraltar. El obstáculo con el que chocan ahora es... el de siempre: el de la soberanía. El Gobierno de Blair exige que, a cambio de ceder en materia de utilización conjunta de las instalaciones del enclave británico, Aznar renuncie a las pretensiones históricas de Madrid sobre la Roca.

Ese conflicto es un auténtico peñazo, en el que las cuestiones meramente jurídicas se enmarañan con los problemas reales. Y así no hay manera.

Que exista un pedazo de territorio geográficamente español con un Gobierno dependiente de Londres no tiene demasiado sentido. Pero la Historia ha consagrado muchas realidades de ese tipo. Sin ir más lejos, Madrid pretende que los territorios africanos de Ceuta y de Melilla son españoles, y sostiene que deben seguir siéndolo por los siglos de los siglos. En ese caso, por lo visto, no vale apelar a la «integridad territorial» y ha de prevalecer la voluntad de los pobladores.

No sobra la coherencia. Y menos aún si se tiene en cuenta que, como ya he señalado en alguna otra ocasión, en la Costa del Sol hay territorios bastante mayores que el de Gibraltar que están enteramente en manos británicas. Hasta tal punto que –a diferencia de Gibraltar– es imposible vivir en ellos sin saber inglés.

El problema de Gibraltar no es que se escape a la problemática soberanía española, tan mermada ya por las prerrogativas de los órganos comunitarios, sino que funciona, en buena medida, también al margen de la legalidad europea. Gibraltar es un foco reconcentrado de irregularidad fiscal. Es, probablemente, el rincón de Europa que cuenta con más fraude por metro cuadrado.

A nadie se le escapa que la firme determinación independentista de los llanitos tiene mucho menos que ver con el corazón que con la cartera. En tiempos, podían argüir –y con razón– que formar parte del Reino Unido les acarreaba amplias ventajas en materia de libertades políticas y de beneficios sociales. Ahora ya, lo tienen crudo para ocultar la verdad: a lo que se aferran con uñas y dientes es a su carácter de paraíso fiscal. Una realidad que sería imposible, por cierto, sin la entusiástica colaboración de los evasores de impuestos españoles y de la gran banca española.

Son ésos los problemas que hay que poner sobre la mesa, y no los del Tratado de Utrecht.

 

(11 de mayo de 2002)

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Un ataque de déjà vu

Casi todo el mundo ha sufrido alguna vez, siquiera de modo muy pasajero, esa disfunción de la memoria, casi siempre leve: asiste a una realidad y, de repente, tiene la sensación de que ya la había vivido con anterioridad exactamente en las mismas circunstancias, en el mismo sitio, con la misma gente, que hacía y decía las mismas cosas... Los médicos llaman a eso paramnesia. O también «sensación de déjà vu» (de «ya visto», en francés).

La caída de César Alierta en los brazos de Jesús Polanco produce una vivísima sensación de déjà vu. Sólo que en este caso no hay ninguna disfunción de la memoria. Hay memoria, a secas. Es, punto por punto, una reedición del intento de Juan Villalonga de desprenderse a trozos de la rama mediática de Telefónica. De quitarse el muerto de encima para entregárselo a un enterrador profesional.

No le falta al episodio ninguno de sus componentes esenciales. Incluso Felipe González se ha decidido a salir del túnel del tiempo para regocijarse del enfado del «sindicato del crimen», por más que, haya o no haya crímenes, lo que ya no hay es sindicato.

Alierta, como antes Villalonga, se ha mostrado incapaz de entender de qué va esto. Ha debido de creerse que uno puede presidir Telefónica como quien preside Fontaneda. O como preside Polanco las tiendas Crisol, que si no le dan dinero, las cierra y se queda tan ancho. No se ha enterado de que Vía Digital no está para dar dinero. Hombre, que si lo diera, miel sobre hojuelas, pero que su función principal no es ésa. Que para lo que está es para competir con Canal Satélite, robarle a Polanco el monopolio de la cosa y obligarle a seguir acumulando pérdidas. Para que no se haga el dueño absoluto del negocio del entretenimiento.

La verdad es que el asunto resulta patético. Por todas las partes: por la del presidente de Telefónica, que se ha pensado que lo habían puesto ahí por su cara bonita y su arrolladora capacidad para hacer números; por la de quienes lo han puesto ahí, que está claro que no consiguen ni a la de tres promocionar a uno que se entere de lo que se espera de él... y por la de Polanco, que vuelve una y otra vez a la carga empeñado en demostrar que, según su vieja y conocida afirmación, en este país «no hay huevos» para llevarle a él la contraria.

 

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De todos modos, no deja de tener su gracia que se apele a la competencia para referirse a este conflicto.

Me da que debo de ser uno de las pocas personas que está en condiciones de emitir un juicio fundado sobre las dos empresas de televisión digital, porque soy usuario de ambas desde sus respectivos inicios.

En tanto que tal, puedo afirmar y afirmo que hablar de competencia con relación a ellas no pasa de ser una broma de mal gusto.

No son iguales del todo: la una tiene un sistema más eficaz de pay-per-view, la otra exhibe una estética menos cutre... Pero, en lo esencial, son almas gemelas. Y cobran los mismos precios escandalosos –obviamente concertados– por todo.

La única ventaja que presenta para el usuario su doble existencia es de cantidad. No, desde luego, de calidad. En ninguno de los posibles sentidos de la palabra.

Pero eso da igual. Porque no están para ser diferentes, sino para pertenecer diferentes.

 

(10 de mayo de 2002)

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La escuela del delito

Ayer comentaba en La frase del día lo declarado por la ministra de Educación, Pilar del Castillo («Quienes no estudien Religión estudiarán Ética y valores democráticos») y le replicaba: «De modo que quienes estudien Religión no estudiarán Ética y valores democráticos».

Podría tomarse el comentario como sarcasmo o mera boutade. Pero no es el caso. Lo dije porque creo que esa es la pura verdad.

Vaya por delante la justa cólera que me produce el modo en que la ministra ex maoísta presenta el asunto. Porque no dice: «Cabrá optar entre Religión y Ética», colocando ambas disciplinas en plano de igualdad, sino que empieza ya por dar prioridad a la Religión sobre la Ética, situando esta última como disciplina inferior, de relevo para la otra.

Que adopte semejante actitud la ministra de un Estado que se declara aconfesional –que no laico: la Constitución elude ese término– es de mear y no echar gota.

Pero quedarme en esa crítica me parecería superficial y escasamente responsable.

El principal motivo para oponerse a que la religión católica sea asignatura en nuestras escuelas –y a estos efectos me es indiferente la importancia académica que se le otorgue– es el que di en mi comentario de ayer. En efecto, permitir que se adoctrine a los niños y niñas en la religión católica, al modo en que entiende ésta la Conferencia Episcopal Española, equivale a financiar con dinero público que en las escuelas se haga agitación contra los principios democráticos y la legalidad vigente. Que se les enseñen ideas contrarias a los valores democráticos.

Porque supongo que, si se les enseña Religión, se les tendrá que decir que es muy buena una estructura –la de la propia Iglesia– que niega la igualdad de las mujeres. Y se les tendrá que decir que es estupendo un Estado –el Vaticano– que no reconoce las libertades democráticas y no permite que sus dirigentes, empezando por el máximo, sean nombrados democráticamente. Y se les tendrá que decir que hay leyes vigentes –la del aborto, sin ir más lejos– que son abominables, criminales y homicidas. Y se les tendrá que decir que menos mal que la profe no es de Izquierda Unida y se abstiene de salir a tomar copas de noche, porque si no habría que expulsarla del colegio. Y le tendrán que decir a Juanito, estudiante de Religión, que Pepito, que se declara jansenista, como su mamá, y que por eso no va a clase de Religión (?), es un hereje de tomo y lomo, lo que le conducirá al fuego eterno, si no se arrepiente a tiempo.

Que se eduque a la infancia y la adolescencia en ese género de ideas antidemocráticas es, sencillamente, inaceptable.

No basta con reclamar que la Religión (católica) sea una asignatura opcional y sin efectos académicos. Hay que exigir, sin más, que no sea una asignatura.

...y un par de breves comentarios más

...a dos noticias del día, por cierto que relacionadas. De manera retorcida, pero relacionadas.

<¿Qué opino de que el Consejo General del Poder Judicial haya votado mayoritariamente el reingreso de Javier Gómez de Liaño en la carrera judicial? 1º) Que es una decisión política, como todas las que toma el CGPJ. Tan política como la oposición de la minoría; 2º) Que es absurdo que un juez con antecedentes penales por prevaricación pueda ejercer la función jurisdiccional; 3º) Que la decisión de reingresarlo es una consecuencia lógica del indulto que le concedió el Gobierno; 4º) Que la prerrogativa gubernamental del indulto es una antigualla jurídica, que transforma al Ejecutivo en una suprema instancia de apelación y rompe con el equilibrio de poderes que teóricamente sustenta el Estado de Derecho.

Fuera de eso, también opino que Gómez de Liaño nunca debió ser condenado por prevaricación.

< ¿Qué me parece que Canal Satélite haya absorbido Vía Digital? 1º) Que Polanco ha emprendido una fuga hacia delante. No creo que las pérdidas que estaba teniendo Sogecable –camufladas en el último ejercicio gracias a los «artificios contables», según me dicen quienes saben de estas cosas– vayan a disminuir de este modo; 2º) Que hay un montón de puestos de trabajo que quedan en el alero; 3º) Que no va a suponer ninguna disminución de la competencia, porque ambos carrier estaban actuando de manera bochornosamente concertada en la fijación de precios; 4º) Que me va a ahorrar una parabólica, un aparato y algunos dinerillos, porque yo estaba suscrito a los dos.

 

(9 de mayo de 2002)

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La pluma y el tiro

Los partidarios del asesinado candidato de la derecha heterodoxa de Holanda, Pim Fortuyn, acusan a la prensa de haber provocado el asesinato de su líder. Dicen que los periódicos, las radios y las televisiones del establishment no sólo de su país, sino de toda la Europa comunitaria, crearon una imagen distorsionada de Fortuyn, presentándolo como un peligro para el sistema democrático y concentrando en su persona un odio absurdo. En definitiva, los acusan de haberle apuntado con la pluma, facilitando que otro haya acabado apuntando contra él con la pistola. 

Una vieja acusación que ahora rechazan indignados los mismos periodistas que antaño usaron esa lógica contra otros.

Cría cuervos...

 

(8 de mayo de 2002)

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Lepenismo sin Le Pen

Afirma Enrique Fernández Miranda, delegado del Gobierno para asuntos de extranjería: «Decir que hay un paralelismo entre inmigración y delincuencia no es atizar el racismo».

Sí lo es.

Una parte muy considerable de la población inmigrante vive en condiciones legales y económicas extremadamente precarias, que favorecen –cuando no determinan– su marginación social. Y la marginación social es un excelente caldo de cultivo para ciertas formas de delincuencia.

Seguir ese razonamiento no contribuye a atizar el racismo, desde luego. Saltárselo y asociar directamente la inmigración con la delincuencia, sí. Quienes dan ese interesado salto no centran la atención de la opinión pública en el modo en que se está produciendo la inmigración, sino en la inmigración misma. Con lo cual fomentan un clima de hostilidad hacia la inmigración. Es decir, hacia los inmigrantes.

El Gobierno y sus lugartenientes insisten en aparentes obviedades que no tienen nada de tales.

Tomemos esta otra: subrayan la necesidad de aplicar una política crecientemente restrictiva de la inmigración y lo argumentan alegando que la riqueza de España no da para alimentar infinitas bocas. Pero, si el problema es ése, ¿por qué se muestran a la vez tan preocupados por la escasa natalidad autóctona? ¿Qué pasa? ¿Que empieza a sobrarnos gente de un tipo y nos falta del otro?

Sí.

La verdad –la oculta, la inconfesable– es que al entramado económico español le conviene contar con una tasa relativamente amplia de infraempleo, que no cabe cubrir de manera satisfactoria con la población autóctona, básicamente porque no se deja. Para esa función –y sólo para esa función– necesita a los inmigrantes. Los necesita en cantidad ligeramente excesiva: la suficiente para que haya competencia entre ellos y acepten trabajar en lo que sea, por el salario que sea y en las condiciones que sea. No más: por eso hay que regular el grifo con fina precisión.

Ahora bien: para que los inmigrantes acepten infraempleos, tienen que estar en infracondiciones. De ésas que fomentan la delincuencia. Porque, si se les equiparara masivamente en gasto salarial y social con la población autóctona no marginalizada, serían superfluos. Para eso ya hay parados locales de sobra.

¿Inmigración y delincuencia? En realidad están encantados. Así pueden hacer un poco de lepenismo sin Le Pen.

 

(7 de mayo de 2002)

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Habas contadas

Bueno, ya están hechas las cuentas finales del «novísimo fenómeno» de Le Pen. Consiste en eso: el 18% del 80%. Es decir, algo así como el 14% del electorado francés. O sea, la ultraderecha francesa de siempre.

Quod erat demostrandum.

Lo que sucedió el pasado domingo, y que tanto ha dado que hablar, no fue resultado de ningún fenómeno social nuevo, sino el fruto aberrante de una legislación electoral que le grand Charles se hizo a la medida, como los uniformes, cuando se sacó del képi la V República: una primera vuelta en la que se da rienda suelta al pluralismo –e incluso se fomenta–, lo que facilita que la sociedad se exprese en toda su variedad –a veces hasta la caricatura–, y una segunda vuelta que corta en seco el pluralismo y fuerza que la pelea se quede en un vis à vis absurdo. De Gaulle decidió que fuera así porque era consciente de que su figura nunca tendría problemas para pasar a la segunda vuelta: dejaba que sus rivales se desgastaran en la primera. Ahora, la dispersión general del voto ha dado como resultado una segunda vuelta disparatada.

Chirac está feliz. ¡El presidente con más respaldo de la Historia de la V República! Qué gran bluf. Es, en realidad, uno de los más despreciados.

Pero la marrullería le ha salido redonda.

¡Que conste que lo avisé!

 

(6 de mayo de 2002)

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