Diario de un resentido social

  Semana del 20 al 26 de mayo de 2002

Rosa de España

A Serrat no le permitieron en 1968 que cantara en el Festival de Eurovisión su La, la, la en catalán; a Rosa López le han dejado en 2002 que participe en ese mismo concurso con una canción que llevaba el estribillo en inglés. En inglés aproximado, con acento granaíno, pero inglés, por lo menos de intención. ¿Avanzamos, sí o no?

No. Para estas alturas, ya prácticamente todos los países –Rusia incluida, tócate las narices– presentan sus canciones en inglés. Enteritas.

Por alguna razón que desconozco –y que tampoco tengo demasiado interés en averiguar–, en España ha habido desde hace décadas excelentes creativos publicitarios, ganadores de montones de festivales internacionales de la cosa. Para esta ocasión se habían juntado un puñado de los mejores con el encargo de transformar en émula de Aretha Franklin a una pobre chica con una muy poderosa voz, ideal para hacerse oír por los del valle vecino. Le cambiaron el físico –y el químico, supongo–; le enseñaron maneras, en plan remake de My Fair Lady; le educaron la voz deprisa y corriendo –no había mucho tiempo–, la vistieron de moderna y, en fin, la teletransportaron a un Festival irremediablemente demodé y fatalmente cutre para que cantara a voz en cuello un himno al europapanatismo de la España que va bien, de la España que vigila a los emigrantes y no se droga, de la España que preside la UE bajo la atenta mirada espiritual de ambos Josemarías, Aznar y Escrivá, que va para santo.

A España, como al papa, se le caía la baba.

Y se han llevado todos un chasco de aquí te espero.

Fallaron, de manera inexplicable, en un punto elemental: escogieron una canción tópica al 100 por cien, prácticamente igual que otras veinte de las que concursaban –incluida la vencedora–, confiando en que ganaría porque la voz de la chica impresionaría al continente entero, Israel incluida. Y no, porque el Festival rebosaba de voces potentísimas, pintiparadas para cantar los méritos de las sardinas en los puestos de veinte mercados. Según mis notas, sólo Dinamarca se permitió el lujo de enviar a una chica sin voz, vestida en las rebajas de Sepu, con el encargo de que cantara una cosa sin pies ni cabeza. Con una canción como la seleccionada por RTVE, en un Festival en el que la mayoría de los votos viene predeterminada por compromisos e intercambios de honda raigambre histórica, la pobre Rosa y su coro concursero estaban condenados a quedarse en el pelotón. Y en él se quedaron, para amargura de tantos... y para alivio mío, que ya me veía inyectado con una sobredosis forzosa de fervor patriótico y bombardeado por el engendro de la selebreision hasta el año que viene. Doble satisfacción: gocé viendo cómo, con el rebote de la derrota, el personal tan supuestamente europeísta se quitaba la careta y sacaba a pasear su recia alma de charanga y pandereta, con gritos tan hermosos como «¡Que le den por el culo a todo el mundo!».

A mí, la menos mala me pareció la de Macedonia. Aunque tal vez me dejé llevar por el hecho de que era diferente y estaba cantada en un idioma diferente. En condiciones así, acaba uno simpatizando con cualquier cosa.

 

(26 de mayo de 2002)

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Vota y calla

Cabría decir que vivimos el máximo esplendor de la democracia. Te piden que lo votes todo. En la página de acogida de El Mundo me topo hoy con hasta tres encuestas, tres: puedo votar si creo que los sindicatos tienen motivos suficientes para convocar la huelga general del 20-J, si estoy de acuerdo o no con que Van Gaal haya prescindido de los servicios del Pitu Abelardo y si me parece bien o mal que el Celta haya decidido confiar en el ex entrenador de Osasuna, Miguel Ángel Lotina. Si me diera un garbeo por las páginas web de otros diarios y me entrara furor participativo –un riesgo que no corro en absoluto–, podría pasarme toda la mañana metido en votaciones de toda suerte y condición.

El sondeo que más me ha gustado lo acaban de anunciar en Radio Nacional. Dicen que puedo llamar a un teléfono si creo que Rosa López ganará esta noche el Festival de Eurovisión y a otro si creo que no ganará. Ya no se trata ni siquiera de opinar, sino de ejercer de profeta. Genial.

¿A cuento de qué este constante bombardeo de encuestas, sondeos, sesmómetros, audímetros y demás votaciones a todas horas y en todas partes?

Es sencillo. Los medios de comunicación –y los propios gobernantes– saben que buena parte de la ciudadanía de las sociedades avanzadas de nuestro tiempo siente la justificada sensación de que no pinta nada, de que está gobernada por fuerzas oscuras y poderes ocultos que operan a escala internacional y que actúan de acuerdo con sus particularísimos intereses, sin consultar nada, entre otros motivos porque muchas de las cosas que hacen son totalmente inconfesables. Su desazón abarca también a los profesionales de la política a los que sí elige: comprueba que, una y otra vez, se presentan a las elecciones con un programa y luego aplican sistemáticamente otro. Hay un malestar generalizado. No necesariamente consciente, casi siempre sin racionalizar, pero no por ello menos real. La avalancha de sondeos cubre una doble función. De un lado, se aprovecha de ese sentimiento de frustración para promocionar consultas económicamente rentabilizables (vía llamadas de teléfono, fidelidad al sitio web, etcétera). Del otro, atempera el disgusto del personal, haciéndole vivir la ficción de que su opinión cuenta, si no mucho, por lo menos sí muchas veces.

Nunca he participado en ningún sondeo de éstos. Me vale con saberme un cero a la izquierda. No quiero darles a entender que, además, estoy encantado. Si me roban el oro, que no pretendan contentarme con espejitos y abalorios.

 

(25 de mayo de 2002)

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Un buen españolista

Mi difunto padre era un señor muy de derechas, y a mí me dio por hacerme enseguida muy de izquierdas. Era inevitable que chocáramos. Y chocamos. Así que, aún adolescente, recogí una buena mañana mis escasas pertenencias –libros, casi todo– y me marché de su casa sin despedirme.

Me faltaban todavía unos cuantos años para alcanzar la mayoría de edad, fijada por entonces en los 21. Eso me planteó pronto serios problemas legales. De modo que, pasados algunos meses, le mandé una carta pidiéndole que renunciara a su patria potestad. Que me emancipara. Me contestó diciéndome: «Nunca he concebido la paternidad como un yugo».

Debí de ser uno de los primeros ciudadanos de este país que alcanzó la mayoría de edad a los 18 años.

En aquel momento –injusto, como suelen ser los jóvenes–, no valoré la hondura de su gesto. Hoy sí lo hago, pero ya no puedo decírselo.

Resulta patético apelar al imperativo de la ley para que alguien viva a tu lado. Pongámonos en el caso de una persona –no es difícil– que convive con otra tan sólo porque no tiene más remedio. Hay muchas mujeres en esa situación. ¿Cabe una relación de calidad más ínfima?

Lo que vale para las personas vale para los pueblos.

Así lo entiende Miguel Herrero y Rodríguez de Miñón. El ponente de la Constitución de 1978 se define como «españolista» y afirma que, precisamente porque alienta un hondo amor por España, le parece humillante que pueda haber pueblos que estén en ella por obligación. Intervino el pasado martes ante la Comisión de Autogobierno del Parlamento de Vitoria y dijo: «La España grande sólo puede ser fruto de la libre adhesión de los pueblos que la integran».

Herrero se proclama «nacionalista español». Yo no me considero nacionalista, ni español ni vasco, pero participo del mismo criterio: que convivan los que quieran hacerlo. Y los que no, pues que no lo hagan.

He defendido muchas veces el derecho de autodeterminación de los pueblos. El de todos los pueblos. Me aburre comprobar cuanto simplista –y cuanto embaucador– se empeña en considerar que eso es cosa de separatistas. Nada más falso. Yo no tengo el menor afán separatista. No me incomoda nada la idea de ser ciudadano de una España integrada por un conjunto de pueblos libres e iguales. Me limito a reclamar el derecho de cada cual a decidir sobre su futuro sin que nadie le amenace.

¿Sólo defienden el derecho al divorcio quienes desean separarse ipso facto? ¿Hace falta estar con las maletas hechas para reclamar el derecho a la libre circulación de las personas?

Es increíble cómo pueden complicarse las cosas más simples cuando la irracionalidad –o la cartera– se mete de por medio.

 

(24 de mayo de 2002)

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Pornografía papal

No puede casi andar. Da pasitos jadeantes, encorvado, con la mirada extraviada por el suelo. Apenas consigue hablar. Se le cae la baba. Las manos se le agitan más que a un palmero de tablao flamenco.

Es la imagen misma de la incapacidad laboral permanente.

La pregunta resulta inevitable: ¿por qué? ¿Por qué se empeña ese hombre en seguir ostentando un cargo de cuyas responsabilidades ni de lejos puede –precisamente– hacerse cargo? ¿Piensa que no hay en la grey católica nadie que pueda sustituirlo? ¿Piensa realmente que es insustituible? ¿Piensa?

El espectáculo que ofreció ayer en Bakú hubiera dado lástima... de no haber dado grima. Lo que en principio parecía la representación de un drama patético, cobraba, a nada que se pensara en ello, todos los signos externos de una exhibición pornográfica de caudillismo. Como Franco en sus últimos tiempos, Wojtyla es la imagen misma del jefe que se aferra al poder y al que nadie de su entorno se atreve a decirle que lo deje ya, porque está para el arrastre. O a quitárselo, dando sanción legal a la evidencia.

Me lo comentaba ayer una amiga que, al igual que yo, tampoco es católica. Así que me acordé de las palabras que los Evangelios atribuyen al joven Cristo en las bodas de Canáa, y le respondí: «Y a ti y a mí, mujer, ¿qué nos va en esto?».

Allá la Iglesia Romana si quiere arrastrar por el fango su imagen pública.

 

(23 de mayo de 2002)

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¡Huelga general!

¿Hay razones que justifiquen la convocatoria de una huelga general en estos momentos? La pregunta está mal formulada. Las razones sobran. Desde hace años. La ofensiva gubernamental contra las ya de por sí escasas garantías laborales que regulan el mercado de trabajo en España no es ninguna novedad. En todo caso, la pregunta debería ser: ¿por qué las burocracias de los principales sindicatos –ésos que se dicen impropiamente «mayoritarios»–, han tardando tanto en plantar cara a Aznar?

La prensa progubernamental –las voces de su amo– acusa a coro a los dirigentes sindicales de disponerse a convocar «una huelga política» y les augura un rotundo fracaso. El reproche es ridículo: si alguien se opone a una determinada política, hace política, cómo no. Me temo que, una vez más, estén identificando groseramente «política» con «partidismo», contribuyendo al descrédito de la política, del que luego tanto se quejan.

Lo que en realidad quieren decir es que la convocatoria responde a una consigna del PSOE. Lo cual, en lo que el conocimiento me alcanza, es falso. El PSOE no está en condiciones de dar consignas a los sindicatos. De hecho, no se ve que la prensa amiga del PSOE muestre un particular entusiasmo por la huelga. Recuerdo que, cuando UGT y CCOO convocaron la última huelga general contra la política económica de Felipe González, El Mundo publicó un largo editorial titulado «La Huelga General más justificada de la democracia». Eso sí que era coordinación.

En cuanto a lo de que la convocatoria no va a tener eco, me sumo –por una vez, y sin que sirva de precedente– a la respuesta de Cándido Méndez. Ése sería, en todo caso, un problema de los convocantes; no del Gobierno y sus voceros. ¿Que la huelga fracasa? Mejor para ellos. Si tan seguros estuvieran de que los sindicatos están abocados al fiasco, lo lógico sería que esperaran el 20-J con los brazos cruzados y una sonrisa en los labios. Tampoco se entendería su preocupación porque la convocatoria sea para la víspera de la Cumbre de Sevilla. ¿Qué mejor para José María Aznar que presentarse ante sus colegas europeos llevando calentita bajo el brazo la prueba de que los trabajadores españoles están con él, y no con los sindicatos?

Apuesto –¿alguien quiere jugarse algo conmigo?– a que tampoco esta vez faltarán las voces de algunos presuntos «radicales», de ésos que viven instalados en los aledaños del poder, que tratarán de desprestigiar la huelga argumentando que los Méndez, Fidalgo y compañía no tienen autoridad para convocar nada, que son unos vendidos que han tragado una y otra vez carros y carretas, que los grandes sindicatos actuales se han convertido en maquinarias escleróticas sin representatividad real, integradas por especialistas en vivir del cuento, subvencionados por el Estado, etcétera. Esos argumentos tienen base, vaya que sí, pero jamás me dedicaré a airearlos en vísperas de una huelga general. Me conozco el paño de los «radicales» de pacotilla: cuando hubieran debido clamar bien alto contra las burocracias sindicales –cuando se avenían a pactar cualquier cosa–, guardaron un prudente silencio. Sólo denuncian su carácter acomodaticio... ¡cuando no se acomodan!

Por resumir: que no estoy de acuerdo con las direcciones de CCOO y UGT, pero apoyo la huelga con todas las fuerzas de mi cansado corazón. Y la haré. Y ayudaré en lo que pueda a su éxito.

 

(22 de mayo de 2002)

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Una de dos

George W. Bush se niega a entregar al Congreso de los Estados Unidos el informe de la CIA en el que se alertaba con notable detalle de la posibilidad de que se produjeran atentados como los del 11-S. Alega el presidente norteamericano que tiene el deber de proteger la seguridad de los informadores. La excusa es bastante pobre. Podría poner el informe en manos de una comisión restringida de congresistas que se encargara de depurar el informe de datos innecesariamente indiscretos.

De todos modos, cada vez se está sabiendo más sobre el contenido de ese informe, fechado el 6 de agosto, y sobre las informaciones en que se basó. Ha trascendido ya que los servicios de Inteligencia norteamericanos estaban al tanto de que Al Qaeda preparaba atentados de gran magnitud. Sabían que proyectaba el secuestro de aviones comerciales. Habían sido alertados sobre la posibilidad de que los atentados fueran obra de pilotos suicidas. Tenían igualmente conocimiento de que personas de origen árabe estaban siguiendo cursillos de instrucción de vuelo en instalaciones norteamericanas y que, curiosamente, no mostraban el menor interés por las maniobras de aterrizaje (sic!). «Pensamos que el ataque sería contra EEUU, pero fuera del país», han señalado fuentes del FBI. ¿Y para atacar fuera de EEUU se entrenaban en EEUU? Zacarías Moussaoui, uno de esos aprendices de piloto, fue detenido el 15 de agosto acusado de formar parte de la red terrorista de Ben Laden. ¡Casi un mes antes!

El vicepresidente Richard Cheney admite que conocían esos datos, pero se defiende diciendo que a veces es difícil «entenderlo todo». «Había datos y pruebas, pero era difícil unirlos», insiste. Esta coartada resulta todavía más preocupante que la de Bush. Trata de convencernos de que el Gobierno de los EEUU no contaba con los equipos necesarios para cruzar todos los datos disponibles y establecer las diversas hipótesis en las que esos datos encajaban. No puede ser, sin más.

Circulan por el mundo ya un buen número de estudios independientes que ponen de manifiesto las muchas contradicciones y enigmas que trufan la actuación del Gobierno de Bush antes, durante y después de los atentados del 11-S. Apoyándose en ello, más de un malpensado ha llegado a la conclusión de que el alto mando norteamericano permitió que se produjera aquel horror, para servirse de él en la dirección en que efectivamente lo ha hecho: para imponer su indiscutido predominio en la llamada comunidad internacional, silenciar cualquier intento de discutir su liderazgo y lanzar una gran campaña política y militar a escala mundial encaminada a acabar con cualquier foco de «indisciplina» que frene el avance de su Nuevo Orden.

Yo, que no soy mal pensado hasta que no me queda más remedio, me limito a constatar lo que hay. Y, contando con lo que hay y ya se sabe, digo que una de dos: o Bush es un perverso o no tiene dos dedos de frente. O las dos cosas.

 

(21 de mayo de 2002)

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Demócratas condicionales

Me telefonea mi buen amigo Gervasio Guzmán.

–Mucho insistes últimamente en que, si el Gobierno del PP está haciendo todas las tropelías que quiere, la culpa la tienen los que lo eligieron y lo aguantan. O sea, el personal, mayormente.

–Sí –respondo. Porque es verdad.

–Se diría que no tienes en muy alta consideración a la mayoría, ¿eh? –insiste, por si no me hubiera dado cuenta de por dónde va.

–No –le confirmo–. Creo que, entre los que defienden al PP porque les va bien con este Gobierno y los que lo apoyan porque no se aclaran un pijo, nos la están haciendo buena.

–¡Mira el aristócrata, qué majo! –se me enfada–. ¡Así que tú sabes lo que nos conviene, y a la gente que la zurzan, por no aclararse!

Entro al trapo:

–Estoy convencido, en efecto, de que la mayoría se está equivocando. Pero no creo que eso tenga nada de especial. La mayoría tiene una incontenible tendencia histórica a equivocarse.

Gervasio está que ya no cabe en sí de indignación:

–¡¡Pues de eso al fascismo sólo hay un paso!! A ti, como a José Antonio, te parecerá que lo mejor que puede hacerse con las urnas es romperlas, ¿eh?

–En absoluto –le replico–. Lo mejor que cabe hacer con las urnas es usarlas y atenerse a lo que sale de ellas.

–No te entiendo –suspira con desánimo.

–Pues es la mar de sencillo –le explico, muy calmadamente–. Yo tengo clarísimo que la mayoría la está cagando. Pero yo sólo soy yo. Y es muy probable que yo también la esté cagando, sólo que de otro modo. Me consta que la democracia es un sistema muy imperfecto de tomar decisiones colectivas, y más aún tal como está organizada por aquí, pero todos las otras vías decisorias que se han experimentado hasta ahora han resultado todavía peores. De modo que soy un firme defensor de que se haga lo que dice la mayoría, aunque la cague. No mitifico la inteligencia de la mayoría, pero defiendo que se acaten sus decisiones.

–Bueno, pues en eso, por lo menos, sí tienes un acuerdo básico con Aznar.

–No, qué va. También en eso disentimos. Yo soy partidario de que los países hagan lo que decida la mayoría, aunque esté radicalmente en contra de lo que ha decidido o de lo que pueda decidir. Él, en cambio, acepta tranquilamente que haya quien se pase por el arco del triunfo lo votado por la mayoría si eso conviene a sus intereses más o menos geoestratégicos. Vence el FIS en las elecciones de Argelia, se produce un golpe de Estado y él se decanta a favor de los golpistas. Vence Chaves en Venezuela, hay un intento de golpe militar y él... en fin, seamos generosos: dejémoslo en que no se declara en contra. Yo soy consecuentemente demócrata. Él es un demócrata condicional.

–Por eso cuando habla de «la unidad de todos los demócratas» te echas a reír...

–Sí. Bueno, por eso y por mucho más.

 

(20 de mayo de 2002)

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