Diario de un resentido social

  Semana del 3 al 9 de junio de 2002

 

Adolfo Suárez Illana

Circula profusamente por Internet un chiste que hace burla de la enorme cantidad de altos responsables del PP que son herederos directos de políticos o prebostes de la vieja derecha, cuyos nombres exhiben: Aznar, Cabanillas, Fernández Miranda, Mariscal de Gante, Oreja, García Valdecasas, Ruiz Gallardón... Y luego está Fraga, que es heredero directo del propio Fraga.

Ahora le ha llegado el turno a Adolfo Suárez Illana, hijo de Adolfo Suárez González, elegido cabeza de lista del PP para las próximas elecciones castellano-manchegas. Por más vueltas que le he dado a la biografía del abogado Suárez Illana, el único «mérito» particular que le he encontrado para justificar su fulgurante ascenso en la jerarquía del PP, partido en el que acaba de ingresar, es el nombre que figura en su DNI. Si en vez de llamarse Adolfo Suárez se llamara Remigio Suárez, o Adalberto Suárez, es poco probable que le hubieran dado un apoyo tan fuera de lo común, incluso aunque su padre fuera el mismo. El nuevo aspirante a presidente de Castilla-La Mancha carece de experiencia política alguna, todas las ideas que expone públicamente están extraídas del manualico de tópicos que el PP distribuye entre sus candidatos, y encima las masculla en un tono aburrido, inseguro y monocorde.

Su padre tenía, al menos, cierta chispa. Éste rivaliza en luces con el cuarto de revelado de un fotógrafo.

Dicen que se da cierta maña con los toros, por la vía del suegro. Quizá sea eso lo que acabe por salvarlo. No hay que descartar que el conocimiento del ganado le ayude a dirigir  las huestes del PP.

 

(9 de junio de 2002)

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Demagogo

Demagogo. n. m. Ant. gr. Jefe del partido popular.

(Gran Enciclopedia Larousse, 1988, tomo 7, página 3.108)

Dolorido por el pescozón que le ha dado la Conferencia Episcopal, Aznar ha cursado instrucciones a sus ministros para que retiren de sus declaraciones sobre los obispos de la Comunidad Autónoma Vasca los adjetivos de calibre más grueso. Pero la cabra tira al monte, y él mismo siguió insistiendo ayer en reprochar a la jerarquía eclesial su «distanciamiento» de la opinión pública española, que –dijo– «respalda mayoritariamente la ilegalización de Batasuna».

¿Respalda mayoritariamente la opinión pública española la ilegalización de Batasuna? Seguro que sí. Mantenida en la ignorancia de la complejidad del problema por unos medios de comunicación que han cerrado filas con el Gobierno de manera tan unánime como zafia, reafirmada por el sólido acuerdo sellado al respecto entre el PP y el PSOE, ¿de qué podría hacerse eco, sino de lo que oye? Sólo la opinión pública vasca, que cuenta con la realidad diaria como fuente primera de información, se sale de la norma.

Y es que, además, los instintos del gentío patrio –de la mayoría de los gentíos– son muy suyos. Los sondeos de opinión que se han hecho sobre la hipotética aplicación de la pena de muerte por delitos de terrorismo son elocuentes: sin agitación previa ni nada, un porcentaje muy elevado de la población española se declara a favor. Ya no llevo la cuenta de la cantidad de gente a la que le he oído decir: «Yo eso de la ETA lo resolvía en tres patadas».

Cualquier propuesta de endurecimiento legislativo o práctico en el tratamiento del problema vasco, por aberrante que resulte, por escasamente considerada que sea con los derechos humanos, tiene asegurada una buena salva de aplausos del Ebro para abajo. Es así de triste, pero es así. Todos recordamos con qué tenacidad la mayoría de la ciudadanía española cerró los ojos durante años ante la actividad criminal de los GAL y cómo, cuando ya salió de todos modos a la luz, la crítica principal que dirigió a sus inspiradores no fue haber hecho semejantes barbaridades, sino haberlas hecho «tan mal».

El demagogo se dedica a aprovecharse de los más bajos instintos de las masas para encumbrarse. Pero los hay que no se conforman con sacar partido del lado oscuro del pueblo y se dedican a ensombrecerlo todavía más. A ésos habría que calificarlos como demagogos cum laude.

Aznar está entre los de ese género.

 

(8 de junio de 2002)

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Sangre y Arenas

¡Ah, ese pecado mortal llamado soberbia! Aznar, confiado probablemente en sus excelentísimas relaciones con el Opus Dei –dueño y señor del actual Vaticano–, creyó que podría lanzar un ataque tous azimouts contra la Iglesia vasca para desarbolarla de una vez por todas. Pero olvidó las leyes clásicas de la ciencia china de la guerra, que aconsejan que los grandes ataques se emprendan «con razón, con ventaja y sin sobrepasarse».

Se lanzó a la batalla, empeñado en hacer sangre, fiando sólo en su ventaja. Pero sin razón. Y sobrepasándose tres pueblos.

Al final ha tenido que conformarse con el apoyo del arzobispo castrense –que, como su nombre indica, es de armas tomar– y con el de Valencia, que, fiel a su sede, tiende a ser de traca.

El Vaticano, no queriendo desairar por completo al Ejecutivo español, se limitó a aceptar que la Oficina de Información Diplomática sacara una nota light expresando lo que la Santa Sede no estaba dispuesta a rubricar directamente. Una papelón, más que un papel.

Pero el Ejecutivo de la Conferencia Episcopal Española no se ha conformado con medias tintas y ha hecho público un comunicado en el que, en tono muy comedido pero muy firme, pone al Gobierno de Aznar de vuelta y media.

Resultaba patético ver ayer al ya casi siempre patético Arenas replegando grupas, reprochando a la Conferencia Episcopal no haber «profundizado en el problema» y atribuyendo su enérgica tarascada a «una reacción corporativa». Vaya por Dios, y nunca mejor dicho.

El desaire no ahorra a los periodistas de cámara del Gobierno que, amén de jalear al Ejecutivo, demostrando que sólo atribuyen «autoridad moral» a quienes siguen sus dictados, se habían animado ya a «informar» de que la pastoral de los obispos del País Vasco había estado «inspirada» por José Antonio Pagola, «estrecho colaborador del ex obispo de San Sebastián, monseñor Setién». Pagola ha hecho pública una nota en la que afirma taxativamente: «No he tenido participación alguna ni en la concepción ni en la preparación ni en la redacción de [la] Carta Pastoral».

Ahora a eso se le suele llamar –incorrectamente– «desmentido», convirtiendo el participio en sustantivo. El término correcto es «mentís», palabra mucho más directa y adecuada al caso. Porque cuidado que han mentido, falsificado, intoxicado y manipulado.

En el pecado van a tener la penitencia.

Una gracia divertida: ha habido un individuo que ha escrito que «ahora que monseñor Setién ha abandonado la escena, ha venido a sustituirlo monseñor Ortiz». Me llamaron ayer del Obispado de San Sebastián y estaban muertos de la risa: «¡Un monseñor agnóstico!», me dijeron. Ateo, más bien. Tal vez por ello tengo tan poca afición a las mentiras: no puedo ir luego a confesarlas para que me las perdonen.

 

(7 de junio de 2002)

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Dogmas de quita y pon

Durante el debate sobre la Ley de Partidos Políticos (que, la verdad, no sé por qué no la llaman «de partido político», en singular), el coordinador general de IU, Gaspar Llamazares, desempolvó unas declaraciones que hizo José María Aznar a la revista Época el 4 de marzo de 1996. Le preguntaba la entrevistadora: «¿Qué opina de que ahora se intente ilegalizar a HB?», y respondía Aznar: «Que es una cuestión absolutamente estéril. Hay que actuar contra las personas que amparan, jalean o hacen apología del terrorismo, contra personas concretas, imputarles los delitos de los que son culpables, ponerles delante de un juez y que sean juzgados. Eso es lo que hay que hacer».

De entonces a aquí, HB ha cambiado de nombre, pero nada más. Los reproches que se dirigen ahora al partido de Otegi son los mismos, punto por punto, que ya entonces se le formulaban.

A los efectos de mi reflexión, me da igual que Aznar tuviera razón en 1996 o que la tenga en 2002. Me limito a constatar que entonces sostenía una tesis, y ahora, la contraria. Y lo constato no porque ese cambio me parezca reprobable en sí mismo –todo el mundo tiene derecho a variar de criterio–, sino porque me cuesta entender que el Aznar de 2002 se muestre tan inmisericorde con el Aznar de 1996, descalificando del modo más brutal a quienes defienden las posiciones que él mismo hacía suyas en 1996. ¿Por qué se insulta retrospectivamente de esa manera, llamándose «cómplice del terrorismo», «inmoral», «insensible al dolor de las víctimas», «agente de los verdugos» y ni sé cuántas cosas más? ¿Tan difícil le es imaginar que lo mismo que él opinaba entonces de buena fe, porque creía que era lo correcto, lo opinen otros hoy con el mismo sincero convencimiento político y moral?

Es como cuando afirma muy solemnemente que no cabe, de ningún modo y en ninguna circunstancia, proponer la vía del diálogo para la resolución del problema de ETA. Él trató en su momento de transitar por esa vía. Si cree ahora que cometió un error imperdonable, una auténtica felonía, ¿dónde está su reconocimiento de culpa?

Hago extensible mi perplejidad a quienes hoy aportan como prueba irrefutable de la bondad de la Ley de Partidos el hecho de que ha sido votada favorablemente por la inmensa mayoría de los diputados. Porque muchos de los que esgrimen  ese argumento hicieron mofa de él cuando el 14 de diciembre de 1988 la ciudadanía española secundó masivamente una huelga general cuya convocatoria había sido rechazada por la práctica totalidad del Parlamento. ¿Cabía poner en duda entonces la infalibilidad de los representantes electos, pero no ahora?

Lo menos que cabe exigir a quienes se adaptan con tanta desenvoltura a los meandros de la política es que no traten de presentar como dogmas de fe inapelables sus sucesivos pronunciamientos de quita y pon.

 

Dos visiones

Durante los años que viví en Francia, cuando me topaba con el emblema de Carrefour, lo que veía era una extraña flecha azul que apuntaba hacia la derecha y otra roja y más pequeña, que enfilaba hacia la izquierda.

No sabía a cuento de qué podían venir.

La verdad es que tampoco me preocupaba gran cosa.

De repente, un día lo comprendí. Estaba mirando mal. No debía fijarme sólo en lo que había, sino también en lo que faltaba. La mancha blanca del centro, cuyos extremos superior e inferior quedan abiertos, dibuja en negativo una C, la inicial de Carrefour. Viéndolo así, el conjunto se convierte en un cuadrado con la bandera tricolor francesa.

A menudo, cuando me encuentro con el emblema en cuestión –ahora ya profusamente instalado por estas tierras–, me quedo pensando en esas dos posibilidades de mirar la realidad objetiva: una no conduce a nada; en la otra, todo encaja. Pero para que encaje y cobre su verdadero significado es imprescindible que no nos conformemos con mirar lo que resalta, y reparemos también en lo que cuesta ver, por más que lo tengamos delante de las narices.

 

(6 de junio de 2002)

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Dime de qué presumes...

A veces, los nombres y los títulos no sólo no reflejan las realidades, sino que las contradicen. Es como si quienes los exhiben los hubieran escogido con la esperanza de que les tapen sus vergüenzas: dime de qué presumes y te diré de qué careces.

Tomemos el caso de Corea del Norte, ahora que tanto sale en la tele su vecina del sur. Como es sabido, Corea del Norte no se denomina oficialmente Corea del Norte, sino República Democrática de Corea. Llamar «democrático» al régimen de Pionyang tiene unos bemoles que rompe los tímpanos. En realidad, resulta discutible incluso que quepa llamarlo «República». Salvo por el hecho de que la familia Kim no figura en el Gotha, su dominio presenta todos los signos externos de una monarquía hereditaria.

Pasaba otro tanto hace años con las sedicentes «democracias populares». Aparte de que la expresión «democracia popular» sea un pleonasmo bilingüe –al estilo de lo de las Hermanas Sixters, sólo que en griego y latín–, aquellos regímenes presentaban un déficit de aúpa en ambos terrenos.

Hubo un tiempo en el que la vida política española, harto más fluida y participativa que ahora, producía sin parar siglas y denominaciones incongruentes. Cuando los partidos sufrían un desgarro –cosa extraordinariamente frecuente–, los partidos o partiditos resultantes de la escisión mostraban una recurrente tendencia a elegir nombres que incluían palabras como «Unidad», «Unificación», «Unión», «Reagrupamiento», etcétera. Por su parte, los grupos universitarios de izquierda rara vez se sustraían a la tentación de hacerse llamar «obreros», o incluso «proletarios». Era evidente que a sus integrantes les avergonzaba su condición de estudiantes, cosa que la mayoría solía demostrar de un modo muy práctico: no estudiando.

Las derechas tampoco se escapan de esta regla. Los más veteranos recordarán la ingente cantidad de «demócratas de toda la vida» que produjo la Transición. Poco importaba que todo el mundo los recordara vestidos con la camisa azul de Falange y haciendo el saludo fascista, brazo en alto: ellos se montaron su Unión de Centro Democrático y se quedaron tan anchos. El propio Fraga afirmó que era él, y no Suárez, quien reunía el máximo de méritos para encabezar la articulación del centro, así que se montó su tinglado aparte, al que llamó, claro está, Alianza. La pelea era digna de admiración: un ex secretario general del Movimiento (o sea, del partido único franquista) y un ex ministro de Franco disputándose la jefatura del centrismo bajo la atenta mirada de un rey –también muy demócrata, por supuesto– entronizado por Franco.

El caso más espectacular de travestismo político que se haya producido por estos lares en las últimas décadas, no obstante, es el que encabezó José María Aznar a partir de 1989: de repente, el líder de la derecha española era un dechado de centrismo, moderación, buen trato a los sindicatos, amplio programa social, celo en la lucha contra el recorte de las libertades (recuérdese su oposición a la Ley Corcuera, a la llamada «Ley Mordaza» y a la primera Ley de Extranjería)... Incluso, tras su pírrica primera victoria electoral, se mostró comprensivo hacia los partidos nacionalistas periféricos.

Aquellos si que eran tiempos. Ahora –desde hace tres años– su ocupación principal es la contraria. Se ha ido quitando, una tras otra, todas las caretas. Ayer declaró: «Hay que quitarse la máscara de hipocresía ante la inmigración». A fe que no sabía que le quedara ésa.

A lo que no renuncia, en todo caso, es a responder a la ley general: sigue presumiendo de lo que carece. Haced recuento de las veces que en sus intervenciones públicas actuales repite las palabras «libertad» y «democracia». Las mete de por medio vengan o no a cuento. Machacona, constantemente.

Tanto más carece de algo, tanto más presume de ello.

 

(5 de junio de 2002)

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De obispos y criminales

Afirma Carlos Iturgaiz que los obispos vascos «están a favor de los verdugos y los asesinos». Toma ya.

Existen dos posibilidades: que se crea lo que dice o que no. Si se lo cree, parece necesario preguntarse cómo sabe que los obispos vascos –o, mejor dicho, los obispos con sede en Euskadi, porque Blázquez no es vasco– mienten. Porque la pastoral que han hecho pública no sólo no defiende a ETA, sino que condena sin paliativos el terrorismo. Me temo que sé por dónde va Iturgaiz: ha leído que los obispos en cuestión afirman que la ilegalización de Batasuna puede ser un error, y él tiene clarísimo que todo aquel que no aplaude esa ilegalización es cómplice del terrorismo. Diga lo que diga.

No le entra en la cabeza que haya quien considere –quienes consideremos– que la ilegalización de Batasuna no es más que un brindis al sol hecho con fines demagógico-electorales. Y que estemos todavía a la espera de que él o alguno de sus mentores nos explique qué resultados prácticos –fuera de los electoreros, insisto– esperan obtener de semejante abracadabra legal.

Dicen que no pretenden perseguir ideas, pero de momento lo único que hemos visto es cómo toman pretexto en su proyecto legislativo para encelarse con quienes no piensan como ellos.

Es prodigioso. Esta gente no sólo sabe leer entre líneas: sabe incluso leer en contra de las líneas. Aunque las líneas digan lo opuesto. Ayer escuché a Aznar declarar cuán indignado estaba con la euskopastoral, y cómo se contenía a la hora de hablar de ella, por prudencia política. Dijo: «Se llega a afirmar por escrito por parte de unos obispos que lo mejor que le puede pasar a las víctimas es que los criminales anden sueltos». ¡Pues menos mal que se contuvo! Si no, se inventa la pastoral entera. El texto de los obispos no dice nada de eso. Ni parecido.

¿«Que los criminales anden sueltos»? Si al presidente del Gobierno le consta que Batasuna está integrada de arriba a abajo por criminales, lo que tiene que hacer es dejarse de ilegalizaciones genéricas e instar al fiscal a que denuncie nominatim a los militantes de ese partido, uno a uno, ante el juzgado más cercano. Y si no tiene constancia de tal cosa, que no la diga.

Debería recordar, por lo demás, que fueron sus predecesores políticos quienes se distinguieron ya hace un cuarto de siglo por afirmar, explícitamente y a todas horas, que lo mejor que nos podía pasar a las víctimas del franquismo era que los criminales anduvieran sueltos.

 

 

(4 de junio de 2002)

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De Pedro

Fin de semana raro. Tenía previsto pasarlo en Aigües tomando el sol, dándome tal vez algún baño en el Mediterráneo. Sin hacer gran cosa. Descansando.

Se me torció.

Literalmente.

Sufrí lo que podría llamarse un accidente doméstico. Estaba solo y me empeñé –jodé, qué cabezota– en cargar un objeto pesado por mi propia cuenta. La espalda me falló. Me sobrevino un desgarrón.

Debió ser importante, porque incluso lo oí. Un crash repelente.

Traté de hacer como si nada, por puro aburrimiento. Mis dolencias me tienen harto. Así que me bajé a El Campello, a charlar con un amigo de Rebelión. Descubrí que nos conocíamos de hace mucho. Fue un grato reencuentro.

Estábamos de cháchara en una terraza a la orilla del mar cuando nos topamos con un periodista amigo, Pepe, de Sant Vicent del Raspeig. La conversación fue muy estimulante. Pepe tiene un proyecto periodístico alicantino, al que le gustaría que me sumara. No desdeñé la idea. Cualquiera sabe.

Regresé a la montaña ya tarde. Casi ni me acordaba de la espalda.

Me acosté pronto.

Ayer domingo me desperté inmóvil. Fijo. Inválido total.

Nada. No había forma. Cada intento de movimiento era un fracaso. Un doloroso fracaso.

Podría detallar la situación, pero me da corte. Una cosa es que esto sea un Diario y otra que funcione como un permanente parte médico.

Resumiendo: acabé incorporándome, pero moverme de aquí para allá era un empeño inútil. Mientras estaba quieto todo funcionaba relativamente bien. Sentado ante el ordenador, o ante la tele, no notaba ninguna molestia. Pero, así que emprendía cualquier tarea, el dolor me asaltaba, inclemente.

De modo que me armé de paciencia y, tras escribir el apunte del Diario, me senté ante la televisión. Y, ya metido en gastos, me tragué de una tacada  todos los partidos del Mundial. Vía Vía Digital, valga la redundancia. Argentina-Nigeria, Paraguay-Sudáfrica, Inglaterra-Suecia, España-Eslovenia. Uno tras otro, con cabezadas intermedias, provocadas por el madrugón y los analgésicos.

De todo ello –que fue mucho–, lo que más me llamó la atención fue la actuación de Javier de Pedro, el jugador de la Real Sociedad al que Camacho ha metido en la selección de la Federación Española de Fútbol.

De Pedro nunca me había caído bien. Me parecía un llorón. Como Figo, pero en peor. Un tipo que siempre se está quejando, como aquejado de un permanente ataque de disgusto con la vida, más serio que un palo.

A lo largo de la temporada, en tanto que aficionado realista, lo he visto tropecientas veces. Me he cabreado una y otra vez con ese aire suyo de víctima resignada ante la obligación de jugar con compañeros tan flojos, tan incompetentes. Con esa pose de hastío permanente por convivir con semejante chusma. «¿Qué se creerá que es él?», me preguntaba.

Ayer, de repente, comprendí que estaba equivocado. De Pedro es, efectivamente, un hombre desaprovechado, que está malgastando su carrera profesional en un equipo mediocre. Puesto junto a otros jugadores excepcionales, es buenísimo. Tiene chispa, genio, visión de la jugada. Sabe. Vale. Pero, para que alguien pueda aprovechar un pase tan impresionante como el que él le hizo a Valerón, hace falta que ese alguien tenga la categoría de Valerón.

¿Por qué lleva tantos años ese pobre hombre en la Real Sociedad, en vez de hacerse multimillonario en un equipo grande? Es incomprensible. ¿Sólo Camacho se ha dado cuenta de sus potencialidades?

Llegué a la conclusión de que un equipo de fútbol viene a ser como un equipo de música. De poco vale que el amplificador sea buenísimo si los altavoces son una caca. Al final, suena de pena.

 

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Post Scriptum.– Recuerda que, si quieres leer los apuntes del fin de semana, puedes hacerlo pinchando en el enlace que figura en la página principal, justo debajo de la llamada al Diario.

 

 

(3 de junio de 2002)

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