Diario de un resentido social

  Semana del 10 al 16 de junio de 2002

Bono, malo

Si yo fuera mujer y figurara como candidata en una lista electoral en las próximas elecciones castellano-manchegas, me entraría una depresión de mil pares. Imaginaría a todo el mundo sospechando que me han puesto ahí por imperativo legal. Pensaría en mis compañeros de candidatura haciendo gracietas en la barra del bar: «No vale gran cosa pero, qué quieres, es tía».

El intento de Bono de obligar a todos los partidos a presentar listas paritarias, con tantos hombres como mujeres y por riguroso turno, es obviamente anticonstitucional, porque él no es quién para privar a los demás partidos del derecho a formar sus listas como mejor les pete. Pero eso no es lo peor de su pretensión. Lo peor es que es demagógicamente imbécil. O imbécilmente demagógica. No tiene la menor utilidad de cara al fin presuntamente buscado, e incluso puede perjudicarlo. Para lo único que sirve es para que él aparezca como supuesto paladín de la igualdad entre los sexos. Pero de lo que se trata no es de lograr una igualdad meramente formal y ficticia, sino de promover la igualdad real, asunto que se plantea en un terreno en el que él no ha tomado ni una sola iniciativa especial: el de la más tierna infancia.

Por lo demás, de aplicarse su propuesta, se podría llegar a situaciones tan grotescas como que a las elecciones regionales de Castilla-La Mancha no pudiera concurrir un partido de mujeres, como el Partido Feminista, a no ser que metiera en su lista a un 50 por ciento de hombres, o, por el contrario, que resultara imposible que se presentara una candidatura de hombres divorciados disconformes con la legislación sobre pensiones alimenticias, cosa que no tendría nada de especial (ahí está el caso de Francia, donde hubo una candidatura de defensores de la caza). ¿Por qué no iban a poder existir esas propuestas electorales? ¿Porque no le da la gana a don José Bono, de profesión paseante bajo palio cada Corpus Christi?

A Bono le importa una higa la paridad de los sexos en la representación política. De importarle realmente, habría empezado por asegurarla en su propio Gobierno regional, donde los hombres duplican a las mujeres. Él tuvo plena libertad a la hora de formar su Gabinete. ¿Por qué no eligió tantas mujeres como hombres, o más? ¿Por qué no implantó idéntica norma en su Administración?

Lo que quiere es captar titulares. Hacer populismo barato.

Blas Piñar dice que Bono le gusta. Sostiene que es un político que se comporta como buen español.

No seré yo quien le discuta a Blas Piñar sobre tales materias. Seguro que sabe de qué habla.

 

(16 de junio de 2002)

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Donde no hay encanto, no hay desencanto

Recuerdo como entre brumas el 15 de junio de 1977.

Supongo que, de haber estado censado, habría acudido a votar a la CUP (Candidatura de Unidad Popular: una agrupación de electores formada por varias organizaciones que todavía no habían sido legalizadas). La CUP hizo una campaña bastante digna. Algunos de sus mítines congregaron a decenas de miles de personas.

Me viene a la memoria un mitin de la CUP en el que cantaron Zeca Afonso y Luis Pastor. Fue emocionante.

De todos modos, yo no podía votar, porque vivía en una situación de semilegalidad. No pedía ningún papel oficial para que no acabara descubriéndose que me había escaqueado de la mili con todo el morro. Así que me abstuve, inaugurando con ello una costumbre que no rompería hasta el referéndum de la OTAN.

Javier Gómez Navarro, una de las personas que más me ayudó cuando me instalé en Madrid a mi regreso de Francia –él era por entonces gerente de Cuadernos para el Diálogo–, nos había invitado a Mertxe, mi segunda mujer, y a mí, a que fuéramos a su casa para seguir por televisión con un grupo de amigos los resultados del recuento de los votos.

Fuimos. No me acuerdo de todos los presentes. Sé que estaba la periodista Ana Puértolas, amiga mía desde 1965; el propio Gómez Navarro, que con el tiempo sería ministro de Felipe González –sigo guardándole aprecio, pese a todo–; Javier Solana, al que conocía de la Platajunta, donde no puede decirse que hiciéramos muy buenas migas; Pedro Altares, a la sazón director de Cuadernos para el Diálogo... Estaba también un joven diplomático cuyo nombre he olvidado, y bien que lo lamento, porque era encantador. Y más gente, pero no sabría decir ni cuánta ni quién.

TVE empezó a dar noticias del escrutinio. Con excepción de Ana Puértolas, Mertxe y yo, todos los presentes eran del PSOE. A medida que fue haciéndose patente que la UCD iba a vencer, el cabreo de nuestros contertulios fue en aumento. «¡Ha habido pucherazo!», decía el uno. «¡Tongo!», corroboraba el otro.

Mi pasión por el asunto era perfectamente descriptible, sobre todo teniendo en cuenta que el sistema de recuento era en 1977 muy rudimentario y apenas podía saberse nada sobre los resultados de las candidaturas de peso menor.

Fui abstrayéndome cada vez más.

Al cabo de un rato, opté por cotillear los discos de Gómez Navarro. Topé con dos LPs de una bella joven norteamericana de la que nunca había oído hablar. Me coloqué unos auriculares y me puse a escucharlos. Me parecieron fantásticos.

Recostado en un sofá, aislado de la escena, oyendo cantar a aquella moza, veía a los demás gesticular, poner caras de enfado, reír sin ganas... Veía también las imágenes de la tele. Iban saliendo periodistas, políticos, embajadores extranjeros... La escena me resultaba extraña. Extraña por ajena.

Pasado un rato, cerré los ojos y me hundí en la dulzura de aquella voz. Era Emmylou Harris.

No os lo toméis como frivolidad, pero la verdad es que el recuerdo más preciado que guardo de aquel 15-J, del que hoy se cumple un cuarto de siglo, es que fue el día en que supe de la existencia de Emmylou Harris.

Ahora cuento con su obra completa. Pasados los años, incluso tuve la oportunidad de conocerla y de hablar con ella durante un buen rato en Barcelona. Me pareció encantadora. Sencilla, reflexiva, inteligente. No me defraudó en absoluto.

Tampoco las elecciones me defraudaron. Ni lo que sucedió a continuación.

Cuando, años después, algunos empezaron a filosofar sobre «el desencanto», me hizo gracia. ¿Por qué echaban la culpa a otros?

Sólo puede desencantarse quien ha estado encantado. Nunca fue mi problema.

 

(15 de junio de 2002)

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El irresistible declive de José María Aznar

Soplan malos vientos para José María Aznar. Un buen puñado de sus tradicionales aduladores mediáticos ha empezado a distanciarse de él. El uno lo llama engreído; el otro, antipático; el de más allá, soberbio. El día menos pensado, cualquiera de ellos se lanza, atraviesa el Rubicón y se sincera escribiendo sobre las verdaderas luces intelectuales del personaje. Ya sólo faltará entonces que tal o cual ex compañero de viaje dé cuenta de su gusto por los chistes rijosos –de su machismo intrínsecamente zafio– y que otro revele que, además, hace trampas cuando juega al pádel, apuntándose tantos que no ha hecho.

Escribía el otro día Raúl del Pozo que Aznar le ha defraudado. Me sorprendió la confesión. Supongo que en el pecado está la penitencia. No entiendo cómo pudo confiar en él. A mí, el actual jefe de Gobierno me produjo un profundo desagrado desde el mismo día que lo conocí, cuando todavía estaba en la oposición. Podría decirse que lo nuestro fue un desamor a primera vista, porque él tampoco hizo nada por ocultar el disgusto que le causó mi persona. Vi en él a un tipo patológicamente calculador, abrumado por un amasijo de complejos que trataba de neutralizar con una soberbia jesuítica, apenas disimulada. Carne de diván.

Recuerdo que dije: «Presenta un cuadro clínico muy similar al de Stalin. Otro burócrata gris peligrosamente rencoroso. Se le parece hasta en su obsesión por utilizar métodos oscuros para librarse de posibles rivales dentro de su propio partido. Las circunstancias históricas son muy diferentes, por fortuna, pero el cuadro clínico es prácticamente el mismo». Federico Jiménez Losantos, que me oyó por entonces decir eso, montó en cólera. «¡Qué disparate!», clamó. Pero yo no bromeaba en absoluto. Dediqué tres años de mi vida a estudiar la vida y la obra de Stalin. Me conozco el género.

Me equivoqué con Aznar en una cosa: le atribuí más conciencia de sus limitaciones de la que ha demostrado tener. Di por hecho que alentaría ciertas dosis de realismo, y que sería consciente de que no nació ni para rivalizar con Castelar en la oratoria, ni con De Gaulle en la grandeur, ni con Churchill en el ingenio, ni con Lao Tse en el sentido estratégico. Que, en consecuencia, se apoyaría en el trabajo de equipo mucho más que sus antecesores. Erré. A nada que pudo, corrió a subirse a la invisible torre de marfil de la Moncloa y empezó a mirar con desdén al resto de sus conciudadanos, convencido de que nadie le llegaba ni a la suela de los zapatos (lo cual era verdad, pero sólo por la altura a la que él mismo se había encaramado).

Esas cosas se pagan. Porque, a la larga, acaban trasluciéndose. Y no sólo resultan muy desagradables, sino también inquietantes. Pasó lo mismo con Suárez y con González. Llega un momento en el que hasta los más cercanos acaban por mosquearse con el habitante del Olimpo, cansados de tener que interpretar sus gestos enigmáticos, hartos de sus decisiones inexplicadas –cuando no inexplicables–, abochornados de bailar a diario cara al público al son de sus particularísimas filias y fobias.

Con dos inconvenientes en el caso de Aznar, que no tuvieron ni Suárez ni González. Primer inconveniente: los otros llegaron a ser de una petulancia insoportable, pero por lo menos eran algo. Tenían ciertas dotes. Algunas de ellas de problemática virtud, sin duda, pero dotes. No trataron de crearse un cesarismo ex nihilo. Segundo y principal: los otros no anunciaron que se iban hasta que se fueron. Éste pretende que le adore ciegamente una cohorte que sabe que dentro de unos meses ya no será el que mande. Mala cosa para él.

Pronostico que, a partir de ahora, ritos al margen, Aznar va a verse cada vez más solo, menos respetado, menos obedecido, más desdeñado. Lo que no me atrevo a pronosticar es cómo reaccionará él ante eso. Me temo lo peor.

 

(14 de junio de 2002)

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Derecho al trabajo

El Gobierno argumenta su intención de imponer unos elevados servicios mínimos el día de la huelga general porque –dice– «hay que garantizar el derecho al trabajo». La paradoja chirría: para que puedan trabajar los que no quieran hacer huelga, obliga a trabajar a quienes sí quisieran hacerla. Para garantizar un derecho, violenta otro.

La idea de «servicios mínimos» es de una elasticidad supina. ¿Con respecto a qué son «mínimos»? De lo que debería hablarse es de servicios imprescindibles. Tiene que haber en los hospitales personal médico suficiente como para asegurar la atención de los enfermos y de las urgencias; ha de existir modo de que pueda desplazarse quien no tenga más remedio que hacerlo –para acudir a un hospital, por ejemplo–; es de cajón que haya retenes de mantenimiento que aseguren el correcto funcionamiento de las redes eléctricas, de gas y de agua; parece prudente que la Policía vigile para que ese día los cacos y los maridos furiosos no tengan barra libre...

Todo eso es imprescindible. Lo que no es imprescindible es que Pepito Pérez, que quiere acudir a trabajar, lo haga a costa del  derecho de Juanito López, que quiere hacer huelga. El que algo quiere algo le cuesta. Juanito López pagará su derecho a la huelga perdiendo un día de salario, que no es moco de pavo. Que Pepito Pérez se costee su fervor laboral acudiendo al trabajo ese día por sus propios medios. Si es partidario de que los parados tengan que aceptar un trabajo diario a 30 kilómetros de su casa, seguro que asumirá de buen grado hacerse ese día unos cuantos kilómetros por su cuenta. ¡El movimiento se demuestra andando!

Dice Aznar que los sindicatos coaccionan a los trabajadores para que secunden la huelga. Por mucho que hagan los sindicatos, jamás alcanzarán el nivel de virulencia coactiva que supone la apabullante campaña de agitación mediática que él y los suyos vienen realizando desde hace días en contra de la huelga. ¿No quieren que nadie se vea coaccionado? Pues bien, asuman su cuota parte en la lucha contra las coacciones. Exijan neutralidad a los medios públicos de comunicación. Y, sobre todo: anuncien que toda empresa que tome represalias tras el 20-J contra un trabajador que haya hecho huelga, sea fijo o eventual, será severamente sancionada, en tanto que conculcadora de un derecho ciudadano.  

Estoy en contra de que nadie ejerza violencia sobre nadie para forzarle a actuar en contra de su voluntad en asuntos que entran dentro de sus derechos. En este caso y en cualquier otro. Pero que no hagan aspavientos denunciando la paja en el ojo ajeno quienes exhiben una tremenda viga en el suyo.

 

(13 de junio de 2002)

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Vísperas del 15-J

Supongo que tendré que volver en los próximos días sobre el 25º aniversario de las elecciones del 15-J. Hoy me limitaré a poner en cuestión el adjetivo con el que se las ha bautizado.

Se dice que fueron «las primeras elecciones democráticas». Lo correcto sería decir que fueron las primeras elecciones con partidos. Sin más.

Para que cupiera calificar de «democráticos» aquellos comicios, sería de rigor, para empezar, que todos los partidos hubieran podido concurrir a ellos libremente. Pero no fue así. A aquellas alturas del año 1977, todavía había partidos en la ilegalidad. Era el caso de las organizaciones de la extrema izquierda (y también del Partido Carlista, cuya presencia política molestaba al ya entonces llamado «rey de todos los españoles»).

Habrá muchos que se pregunten qué trascendencia podía tener que unas cuantas agrupaciones políticas no pudieran presentar sus propias listas. Dejando a un lado el hecho de que aquellos grupos no fueran por entonces tan pequeños –contaban con organizaciones bastante más numerosas y activas que la del recién refundado PSOE (aunque, eso sí, con muchísimo menos dinero)–, la importancia del hecho estaba en que ponía a prueba el grado de sumisión al nuevo orden de los partidos antifranquistas que sí habían sido legalizados.

El conjunto de la oposición antifranquista había dicho: «O todos o ninguno». Suárez contestó: «Algunos». Y ellos tragaron.

Los hubo que no sólo tragaron, sino que el bocado les pareció bastante apetecible. Hoy se sabe ya que el PSOE presionó a Suárez para que retrasara la legalización del PCE: quería ganar tiempo para recortar la distancia organizativa que le separaba de los comunistas de Carrillo, que constituían –después de la UCD, que tenía a su disposición el aparato del anterior régimen– la fuerza política más y mejor estructurada.

No sólo la plena libertad de asociación brillaba por su ausencia. Lo mismo pasaba con otras libertades. La de expresión, muy especialmente. Tengo motivos personales muy sólidos para recordarlo. En los primeros meses de 1977, montamos toda la infraestructura necesaria para plantar en la calle una revista quincenal de izquierda radical, Saida. Pero hubimos de esperar varios meses antes de llevarla efectivamente a los kioscos, porque el Ministerio de Información no nos concedía el permiso necesario. Al final tuvo a bien concedérnoslo... a escasos días de las elecciones, cuando ya nuestro potencial de impertinencia estaba prácticamente neutralizado. Por lo demás, apenas hubo número de la revista que no nos condujera a declarar ante uno u otro juez, civil o militar. En el plazo de pocas semanas, cinco colaboradores de la revista estaban ya en la cárcel.

¡«Elecciones democráticas»! Comprendo perfectamente que los dos partidos que se aprovecharon de aquel enjuague –el PP, heredero de los neofranquistas de 1977, y el PSOE, convertido desde entonces en su privilegiado partenaire– festejen la broma por todo lo alto. Pero los demás no veo yo qué narices pintamos en esa fiesta.

 

(12 de junio de 2002)

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Se Al Qaedan con nosotros

El Gobierno de los EEUU anuncia a bombo y platillo que ha detenido a un peligroso terrorista de Al Qaeda que se disponía a hacer estallar una bomba sucia en alguna importante ciudad norteamericana, probablemente Washington. El presidente Bush ha decidido clasificar al detenido, un ciudadano norteamericano (José Padilla, al parecer rebautizado con el nombre de Abdulá al-Mujahir), como «combatiente enemigo», lo que le priva de casi todos sus derechos, incluido el de contar con defensa legal.

El problema viene cuando se lee la letra pequeña de la noticia. El tal Padilla no tenía en su poder ninguna bomba, ni sucia ni limpia. Tampoco estaba en posesión de arma de fuego alguna, lo que en EEUU bien puede considerarse una rareza. No se le ha encontrado ningún plan para atentar contra nada, ni había hecho preparativo material alguno al respecto. Las autoridades norteamericanas admiten que lo único que tienen contra él es el contenido de «ciertas conversaciones», por lo demás no precisadas. Es más: reconocen que, aunque lleva detenido desde el mes pasado... ¡todavía no se ha presentado contra él cargo alguno! Nada de eso ha impedido a la Administración Bush  presumir del gran éxito que ha logrado gracias a la colaboración entre la CIA y el FBI, que han cortado de raíz un atentado nuclear. ¿De raíz, dicen? De semilla, deberían decir, como mucho.

Otro éxito rutilante logrado en la lucha internacional contra el terrorismo de Al Qaeda, según leo y oigo, lo ha protagonizado Marruecos. En este caso la precisión de los datos es todavía menor. Se nos habla de una «red terrorista» compuesta por tres personas no identificadas a las que tampoco se les ha intervenido ni armas ni explosivos, pero que, de creer a las autoridades de Rabat, proyectaban lanzar contra buques de la OTAN en tránsito por el Estrecho lanchas neumáticas cargadas de explosivos. Las lanchas partirían... ¡de Ceuta y Melilla! Un plan tan audaz como estúpido, como puede verse: les obligaría a pasar los explosivos a Ceuta y Melilla, teniendo a su disposición toda la larga costa de Marruecos, y se basaría en el uso de lanchas neumáticas en una zona en la que ese tipo de embarcaciones es objeto de la más estrecha vigilancia.

Ambos «éxitos internacionales de la lucha contra la red de Al Qaeda» recuerdan poderosamente al que ya se produjo hace meses con la detención en Barcelona de varias personas acusadas de formar parte de esa «red». Entonces se informó a bombo y platillo del hecho. Es lamentable que no se hiciera el mismo despliegue informativo –ni el mismo ni ninguno– cuando varias semanas después aquellos detenidos fueron puestos en libertad sin cargos, porque la policía no logró presentar a la justicia sustento probatorio alguno que respaldara sus acusaciones.

Ningún problema. Todos estos supuestos miembros de Al Qaeda son como el ántrax: excusas para fabricar titulares pomposos, espectaculares, aunque luego se queden en nada. Fuegos artificiales. Terroristas de usar y tirar.

 

(11 de junio de 2002)

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El bluff compartido

Finalmente, el Frente Nacional de Le Pen se quedará en algo así como el 12 por ciento y las fuerzas conservadoras agrupadas en torno a Chirac se acomodarán plácidamente en la Asamblea Nacional francesa. Los mil y un agudos analistas que llenaron páginas y más páginas analizando (?) la «fascistización» acelerada de la sociedad gala y su incontenible «polarización extremista» hacen ahora como si jamás hubieran afirmado tal cosa, salvo algún recalcitrante que pretende que no es que él desbarrara, sino que ha sido el electorado francés el que ha dado la vuelta al mundo en 40 días.

No trato de minimizar la importancia del 12,5 por ciento del voto lepenista. Digo lo que dije ya a raíz de las elecciones presidenciales de mayo y junio: que las huestes que dan su voto a Le Pen representan, en lo esencial, una constante de la realidad postcolonial francesa. Oscilan unos puntos al alza o a la baja en función de factores coyunturales. En las presidenciales, una parte del electorado netamente conservador votó a Le Pen, a sabiendas de que nunca llegaría a la Presidencia, para evidenciar su deseo de que la política oficial se mostrara –se muestre– más enérgica en dos campos esenciales: la inmigración y la seguridad. Una vez que Chirac le ha hecho saber que ha entendido el mensaje, ha vuelto a respaldarlo.

El aparatoso estruendo mediático que vivió toda Europa durante el pasado mayo a cuento de Le Pen fue resultado de una pinza de intereses. A la derecha conservadora tradicionalde Francia y de Europa entera– le vino de perlas agitar ese señuelo para pedir auxilio electoral y político a los ciudadanos ante el peligro de que «la falta de determinación» de las políticas continentales empujaran a nuestras sociedades por la vía de la «radicalización». La izquierda oficial y una parte de la izquierda más o menos alternativa, por su parte, entraron al trapo porque creyeron ver en el ascenso de Le Pen una confirmación de sus tétricos augurios sobre la marcha de las sociedades occidentales hacia un «nuevo fascismo». El alarmismo del conjunto le vino de perlas a Chirac y, ya de paso, al conjunto de los partidos conservadores –el español incluido–, que encontraron justificación para dar algunas vueltas de tuerca más a sus políticas derechistas. No parece, en cambio, que haya proporcionado ningún tipo de renta a quienes se apuntaron a ese coro en nombre de la izquierda.

De no haberse dejado asustar por viejos fetiches de difícil –si es que no imposible– sustentación empírica, de haber apreciado con realismo que la barrera que divide a las nuevas derechas atípicas (Berlusconi, Haider, etc.) de las tradicionales (Chirac, Aznar, etc.) no representa ningún foso insalvable, salvo en la tosquedad de las maneras, porque ni los unos aspiran a destruir los cimientos del llamado «Estado democrático» ni los otros se atrincheran detrás de la Declaración de Derechos Humanos prestos a verter su sangre por ella, de haber apreciado, en suma, que ante lo que estamos es ante una evolución social de las clases medias de todo el continente, que aspiran a ser dirigidas por gobernantes que rodeen de un halo protector su bienestar económico y su vida «en paz», sin por ello liquidar las formas democráticas, los análisis habrían sido muy diferentes. Y el vaivén electoral de Le Pen no habría suscitado tanta palabrería inútil.

 

(10 de junio de 2002)

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