Diario de un resentido social

 Semana del 16 al 22 de septiembre de 2002

 

Padres e hijos

Cena en casa. A los postres, a alguien se le ocurre que se juegue una partida de dominó. Estamos cinco, así que se sortea quien queda excluido. Me toca a mí, por supuesto.

Mientras los demás juegan, repaso algunas cosas de la videoteca. Vuelvo a ver y escuchar el impresionante homenaje a Woody Guthrie y a Huddie Ledbetter, Leadbelly (A Vision Shared), que narró y coordinó Robbie Robertson a finales de los 80. Todo el repaso musical, repleto de estrellas, es un sentidísimo tributo a aquellos dos padres de la música folk, protagonizado por sus hijos de ayer y de hoy.

Pero lo que más me llamó la atención de esta re-visión del vídeo fue un magnífico fotograma, que fijé y copié. Es éste:

 

 

En él vemos a un Woody Guthrie ya anciano y en vísperas de la muerte, con su eterno cigarrillo en los labios –nadie consiguió quitárselo, aunque el tabaco estuviera haciendo añicos sus pulmones– y, detrás, a su hijo Arlo, jovencísimo, casi un crío, aunque ya experto en escenarios (empezó a dar recitales a los 13 años).

Recordé el constante homenaje de admiración y de cariño que Arlo Guthrie –hoy en día cincuentón: nació en el 47– ha mantenido a la obra y la memoria de su padre, lo que no le ha impedido hacer su propia carrera como cantautor, y hasta como actor de cine (Alice’s Restaurant).

En mis tiempos, lo corriente era que los chavales estuviéramos enfrentados a nuestros padres. Teníamos con ellos unas relaciones patológicas de amor y odio, casi siempre desequilibradas del lado del odio.

No pude escapar a la regla. Pero, como nunca he sido proclive ni a la sumisión resignada ni a las relaciones turbulentas, puse enseguida los pies en polvorosa. Para los 18 años ya andaba buscándome la vida por mi cuenta, y eso que me ahorré en disgustos... y en posteriores facturas del psicoanalista.

Pasados los años, di en suponer que esa tensión padres / hijos respondía a una especie de ley natural, nacida de dos querencias inevitables y contradictorias: la de los padres a tutelar a los hijos y tratar de imponerles sus pautas de comportamiento y la de los hijos (y las hijas) a desprenderse de la tutela paterna y afirmar su individualidad. De acuerdo con ello, solía bromear diciendo que, del mismo modo que a nuestros padres conservadores les salimos muchos hijos rojos, ahora nos tocaba prepararnos para que nuestros hijos se nos hicieran del Opus o admiradores de Ricardo Sáenz de Ynestrillas. 

No ha habido tal. No ha funcionado ese automatismo de caricatura. Tal vez porque hemos acertado –en algo teníamos que acertar– a no provocarlo.

Sigo mirando el fotograma. Creo que hubiera dado muchísimo por haber tenido, como Arlo, una espalda débil y enferma, pero insobornablemente crítica, a la que acogerme.

 

(22 de septiembre de 2002)

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El artículo 155

«No hay mejor modo de desprestigiar una causa que llevarla hasta sus últimas consecuencias». La observación, cargada de sentido común, la hizo hace casi 100 años un político y pensador tenido por el colmo del radicalismo: Vladimir Ulianov, llamado Lenin.

Y es que radicalismo no es sinónimo de insensatez.

Mantengo esa frase bien fresca en la memoria porque, desde que la leí hará sus buenos 30 años, la experiencia práctica no ha dejado de evocármela.

Anteayer me vino nuevamente al recuerdo cuando contemplé el grueso rastro de las voces –y de los textos– que reclaman la aplicación inmediata a Euskadi del artículo 155 de la Constitución Española, que concede al Gobierno la posibilidad de obligar a una Comunidad Autónoma a actuar en contra de su voluntad. Dado que es imposible forzar a nadie a obrar en contra de su deseo si no es mediante la amenaza de la fuerza –y de su uso, si la amenaza no surte efecto–, en realidad este artículo remite al 8º, que pone en manos de las Fuerzas Armadas la misión de «garantizar la soberanía e independencia de España, defender su integridad territorial y el ordenamiento constitucional». En definitiva: le están reclamando al Ejecutivo de Aznar que meta en cintura como sea al Gobierno y el Parlamento vascos. A tortas, si se tercia.

La reacción inicial que me provoca esa demanda es de incredulidad. Incredulidad incluso física: me cuesta muchísimo imaginarme una situación de ese género, con las tanquetas del Ejército patrullando por la Concha, los paras instalados en las Siete Calles y los marines desembarcando en Hondarribia para ocupar la Cofradía, conocido reducto abertzale, incautándose de las merluzas del día. Sería para llorar. De risa y de pena, alternativamente.

Pero, más todavía, me produce incredulidad política. ¿Son realmente tan burros los que plantean eso? ¿No se dan cuenta de que significaría ir frontalmente y sin tapujos contra la mayoría de la sociedad vasca? ¿Desconocen que una intervención así cambiaría de modo radical la tendencia de los últimos años, cada vez más desfavorable al nacionalismo excluyente y violento, y que proporcionaría nuevas y potentísimas alas a ETA?

Respuesta: sí y no. No son burros –todos ellos, al menos–, si de lo que hablamos es de coeficiente intelectual. Pero el fanatismo es una poderosa droga, capaz de provocar las obnubilaciones mentales más rotundas.

Me conozco el género. Están tan radicalmente, tan históricamente hartos de los nacionalismos vasco y catalán –¡llevan tantos años prefiriendo «una España roja» a «una España rota»!– que, en cuanto los acontecimientos les rozan y hacen saltar la pátina más o menos liberal y democrática que los acicala, asoma la fiera que alientan en sus vísceras. Como pusieron en su boca, si no recuerdo mal, los geniales humoristas del TMEO: «¿Para qué vamos a dialogar, si podemos resolverlo a hostias?». Sólo les falta decir: «¿Y para esto ganamos una guerra?».

Os contaré una cosa que tal vez no sepáis, y que hace tomarse el asunto doblemente en serio: yo he escuchado a algunos de los que ahora están criticando muy duramente las apelaciones ultras al artículo 155, dándoselas de moderados y ponderados, hablar muy en serio de emprender ese camino y de meter el Ejército en Euskadi.

Así que mucho ojito, que los tiros no van tan descaminados.

 

P.D.  No he metido esta vez como apunte del Diario la columna que publico hoy en El Mundo, básicamente porque refrita varias de las reflexiones incluidas en los apuntes de la semana. Quien quiera leerla puede verla en www.elmundo.es/diario/opinion/1232894.html

 

(21 de septiembre de 2002)

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La «estrategia de confrontación» (y II)

Radio Nacional, ayer, 21:00. El presentador del noticiario, un tal Manuel Antonio Rico, habla de «la desobediencia abierta del Parlamento Vasco», y se justifica: «...porque no cabe calificar de otro modo su actitud». Comenta una resolución votada por los jueces de la Audiencia Nacional, que tilda de «quiebra del Estado de Derecho» el rechazo parlamentario vasco de la orden de Garzón.

Bien. Valga lo que había escrito por la mañana para evitarme responder hoy a los bocazas de este género, togados o no.

Así puedo concentrarme en los aspectos políticos de la cuestión.

El domingo pasado, tras conocer cómo se había desarrollado la manifestación de la víspera en Bilbao, escribí en este Diario (ver http://www.javierortiz.net/jortiz1/Diario2002/37.2002.html) para reclamar a Ibarretxe y Madrazo sus respectivas dimisiones, cada una de ellas por motivos específicos. No me respondieron –tampoco esperaba que lo hicieran, ciertamente–, pero por lo menos dieron la cara para responder a las críticas que les llovieron de un lado y de otro. (Admito que, de todas las comparecencias de los miembros del Ejecutivo de Ibarretxe, la que más colmó mis expectativas de surrealismo fue la del consejero Balza, que llegó a disculparse por los golpes que su Policía había repartido a cuantos habían acudido a la manifestación «de buena fe». Fue como una reedición de las palabras del rey católico francés a la hora del exterminio masivo de los presuntos albigenses: «Matadlos a todos; Dios reconocerá a los suyos».)

Mi primera reacción, a la vista del disparate general propiciado por la banda Aznar-Garzón –y su entorno, dicho sea para respetar el lenguaje à la mode–, fue sugerir al Gobierno de Vitoria que encabezara una revuelta, civil y perfectamente pacífica, contra esa gentuza, soltando un claro y rotundo «Hasta aquí hemos llegado». ¿Los pasos? En el plano jurídico, la dimisión de Ibarretxe y la convocatoria de unas elecciones autonómicas con voluntad de referéndum. En el plano político, una decidida acción pareja.

El lunes me preguntaron en Bilbao, junto a la Gran Vía, a qué tipo de acciones me refería. Respondí: «Supongamos que 100.000, 150.000 o 200.000 vascos nos sentamos mañana aquí mismo y decimos: “No nos moveremos hasta que el Estado español admita el derecho del pueblo vasco a decidir por sí mismo su futuro”. Y nos declaramos en huelga de hambre. Y nos quedamos quietos, pero sin levantar la voz, que maldita la falta que haría. Os digo yo que el pifostio que se armaría a escala internacional sería de los que hacen época. Tendríamos aquí a las televisiones y las radios de todo el mundo. En cuatro o cinco días, como máximo, Aznar estaría obligado a dejarse de mandangas y a decidir qué hace: o manda al Ejército a convertirnos en Perejil o entra en razón». 

Bien: ésa sí sería «una estrategia de confrontación». Y yo sigo pesando que sería la mejor... siempre que hubiera 100.000, 150.000 o 200.000 vascos dispuestos a sacrificarse para demostrar que ya nos tienen más que hartitos, entre los unos y los otros.

El PNV y el Gobierno de Vitoria con él (o al revés) han optado por otra vía, que cabría llamar «del aprovechamiento de las posibilidades legales»: querellas, recursos, disposiciones parlamentarias, invocaciones a la solidaridad... Esta vía, en contra de lo que se dice por Madrid, no responde a ninguna «estrategia de confrontación» con el Estado. Al contrario: parte de la confianza en las posibilidades regenerativas de los mecanismos dispuestos por la Constitución Española. Otorga un voto de confianza al Estado.

No me parece mal. Pero sólo por el aquel de cargarse de razones. Para que nadie les pueda acusar de no haberlo intentado todo. No porque vayan a conseguir algún resultado práctico.

 

(20 de septiembre de 2002)

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La «estrategia de confrontación» (I)

Leo los periódicos madrileños. Paso a vuelo de pájaro por las tertulias radiofónicas. Parece que todos se han puesto de acuerdo en que la mayoría parlamentaria vasca ha elegido «una estrategia de confrontación». La presentación de alguna ruidosa querella y de unos cuantos recursos ha bastado para que la mayoría parlamentaria española y sus aparatchiki se hayan echado las manos a la cabeza, alarmados por la rotundidad de la vía tomada por los partidos que sustentan al Gobierno de Ibarretxe.

Con las prisas, ha habido voceros que han enseñado la oreja demasiado, mostrando el patético desvarío por el que deambulan sus neuronas. Ayer, el presidente del Tribunal Supremo y del Consejo General del Poder Judicial, Francisco José Hernando, empezó diciendo que la actitud adoptada por la Mesa del Parlamento Vasco «podría constituir un delito de desacato», para añadir a continuación: «Bueno... de desacato no, porque el delito de desacato por desgracia (sic!) ya no existe, pero sí de desobediencia». En condiciones normales, se consideraría inaudito que el más alto representante del poder judicial mostrara lagunas mentales de tal calibre sobre la legislación vigente, por no hablar ya de sus desautorizaciones de las decisiones del poder legislativo, porque éste fue el que suprimió el delito de desacato. Pero éstas, decididamente, no son condiciones normales. Por el contrario, son extremadamente anormales.

Están decididos a pasar por encima de todo, incluyendo los fundamentos mismos de la separación de poderes, con tal de salirse con la suya. Tienen que saber –sencillamente porque es imposible que no lo sepan– que las órdenes cursadas por Garzón al Parlamento Vasco son totalmente improcedentes. Un juez instructor puede procesar a un parlamentario, siempre que el propio Parlamento le autorice a ello, pero no puede dar órdenes ni a los órganos rectores del Parlamento ni a los gobiernos. Sencillamente porque, de tener en sus manos semejante potestad, incluso podría –¡un simple juez instructor!– dar un golpe de Estado formalmente legal, suspendiendo cautelarmente las actividades del Parlamento y/o las del Gobierno, en alegre aplicación extensiva del ya famoso artículo 129 del Código Penal.

El problema es que los órganos judiciales encargados de gobernar la megalómana desmesura de Garzón no sólo no lo han llamado al orden, sino que incluso han justificado su requisitoria, colocando al Parlamento Vasco en la insólita disyuntiva de dejarse atropellar o de no atender un requerimiento judicial. La Mesa del Parlamento ha optado por esto último y tiendo a pensar que ha hecho bien.

Francisco José Hernando dice que han podido incurrir con ello en un delito de desobediencia, pero habrá que recordar al magistrado la tipificación precisa del delito de desobediencia en el vigente Código Penal, que dice así:

«DE LA DESODEDIENCIA Y LA DENEGACIÓN DE AUXILIO.

»Art. 410. 1. Las autoridades o funcionarios públicos que se negaren abiertamente a dar el debido cumplimiento a resoluciones judiciales, decisiones u órdenes de la autoridad superior, dictadas dentro del ámbito de su respectiva competencia y revestidas de las formalidades legales, incurrirán en la pena... [y detalla las modalidades de la sanción].

»2. No obstante lo dispuesto en el apartado anterior, no incurrirán en responsabilidad criminal las autoridades o funcionarios por no dar cumplimiento a un mandato que constituya una infracción manifiesta, clara y terminante de un precepto de Ley o de cualquier otra disposición general.» [Las cursivas son mías. JO]

Obsérvese que el Código atribuye a las autoridades y funcionarios la potestad de juzgar en conciencia cuándo el mandato recibido va de manera «manifiesta, clara y terminante» en contra de la Ley (por ejemplo por no estar dictado «dentro del ámbito de la competencia» que corresponde a quien lo emite). En este caso, la Mesa del Parlamento Vasco –que no ha tomado su decisión al albur, sino tras recabar un informe ad hoc de los servicios jurídicos pertinentes– puede defender sólidamente que ha actuado dentro de la estricta legalidad, digan lo que digan los magistrados atribulados, los editorialistas interesados y los tertulianos especializados en hablar por hablar.

Bueno, téngase esta parrafada tirando a técnica como prólogo de la de mañana, que abordará los aspectos más estrictamente políticos de la llamada «estrategia de confrontación».

 

(19 de septiembre de 2002)

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El estómago, como el cerebro

Me acerco por Bilbao para tener algunas reuniones sobre libros en proyecto y para participar en la presentación de la nueva programación de EITB. Emprendo camino con una amplia lista de comidas y cenas acordadas, todas ellas en excelentes restaurantes. Típico mío: según aterrizo por Euskadi, pillo un virus despistado, o lo que sea, y me fastidio el estómago a base de bien.

 En la fiesta del Guggenheim, el lunes por la noche, pensé que caía redondo. Para acabar de fastidiarla, me subieron al escenario y me pusieron un micrófono en las manos. Ni sé lo que dije. Menos mal que Arantxa Urretabizkaia, la pobre, se apiadó de mí. Fue un consuelo tener cerca a alguien que, en caso de emergencia, hubiera podido hacerse cargo de mis despojos.

Ayer me llevaron a comer a un restaurante estupendo. Apenas había probado los entrantes cuando ya tuve que acudir al WC a permitir que las viandas salieran por el mismo lugar que habían entrado (aunque con aspecto bastante menos apetitoso, ciertamente). Lo poco que cené se me quedó atragantado y hoy me he levantado con ganas de echarlo. Me vienen alternativamente sudores fríos, tiritonas y mareos.

Tengo por delante la tertulia de la radio (hoy en directo) y tres reuniones. Ignoro si podré con ellas.

Había pensado en acercarme por Donosti, que estará estupendamente, con el Festival de Cine a punto de abrir las puertas. Bastante haré si reúno las fuerzas necesarias para volver a Madrid. Una gripe de estas de ahora, supongo, que se ha cebado con mi estómago.

Sé de sobra que hoy debería estar escribiendo de Garzón, la prevaricación y todo lo demás. Sé que debería estar preparando mentalmente las reuniones que tendré luego. Pero ¿cómo diablos concentrarme en esos asuntos cuando mi maldito cuerpo no para de llamarme la atención?

Escribo. Escribo maquinal, automáticamente. Cómo lo hago, no lo sé. Mis manos son capaces de escribir en cualquier situación, parece. Recuerdo los versos de Hernández: “Aunque bajo la tierra / mi amante cuerpo esté, / escríbeme a la tierra / que yo te escribiré”.  Por correo ultratómbico, supongo.

Escribo, y me doy cuenta de que tengo el cerebro como el estómago: vacío, pero con ganas de vomitar.

 

(18 de septiembre de 2002)

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La sucesión

Demasiado largo y demasiado especulativo el reportaje de Victoria Prego sobre la sucesión de Aznar publicado el domingo en El Mundo. Lo único que quedaba claro es que la autora no sabe gran cosa sobre los insondables designios del presidente y que los escasos datos que maneja proceden de confidencias cercanas, sin duda, pero excesivamente interesadas.

No era lo peor del reportaje, de todos modos. Lo peor es que no tenía en cuenta algunos factores que muy probablemente acabarán siendo decisivos a la hora del hecho sucesorio.

Se dedicaba Prego a imaginar a quién acabará prefiriendo Aznar, sin considerar que probablemente José María el Quintanillo no tendrá más remedio que elegir entre los muy pocos que consigan superar la prueba... de los informes confidenciales.

En efecto: según me cuentan quienes están en inmejorables condiciones para saberlo, algunos de los que el reportaje de Prego situaba en la línea de salida de la carrera sucesoria habrán de ser descartados, ay, porque la derecha española no está todavía preparada para la admisión de determinadas opciones personales. Parece que lo mismo sucederá con algunos otros cuyo pasado encierra episodios tenebrosos que aún no han salido a la luz, pero que aflorarían, sin duda, en el caso de que se plantaran a las puertas de la Moncloa. Otros, en fin, correrían suerte pareja por ambos motivos a la vez.

No hago demasiado caso de los chismorreos de los expertos en entretelas, pero éstos me aportan tal lujo de detalles que no me atrevo a descartar por entero sus historias.

Lo que pasa es que, si las cuentas no me fallan al final de sus relatos, apenas queda títere con cabeza. Por lo que deduzco, lo menos descabezable parece que es el actual ministro del Interior, Ángel Acebes Paniagua, al que me pintan como un individuo siniestro, sin escrúpulos, cercano a una secta religioso-política tétrica y fanática, pero sin antecedentes sexuales dignos de mención (él, no la secta).

Me pregunto si no será que a éste todavía no lo han investigado lo suficiente.

 

(17 de septiembre de 2002)

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Manhattan, 6-S

Nueva York. Manhattan. 6 de septiembre de 2002. Hay un impresionante bullicio: cámaras, torres de luz, estudios improvisados, auxiliares, policías... El veterano periodista fija sus ojos en una joven rubia, aniñada, que pasea como absorta, con los ojos –grandes, de un verde intenso– anegados en lágrimas. Lleva un bebé en brazos.

El reportero corre hacia ella micrófono en mano. Hace un gesto a un cameraman cercano para que enfoque hacia ambos.

–Disculpe... señorita... señora... Perdone que la moleste. Permítame tan sólo dos preguntas... ¿Usted también perdió a su marido aquel terrible día?

Ella vuelve el rostro, la mirada extraviada.

–El 11 de septiembre, sí... –responde en un susurro, como si se hablara a sí misma.

–Fue horrible, ¿verdad? –dice él, más que pregunta.

–Harry era jovencísimo –prosigue la niña viuda su soliloquio ensimismado–. Y tan alegre, tan lleno de vida... Acababa de cumplir los 22... No llevábamos ni siete meses casados.

–¡Dios mío, qué lastima! –se enternece él–. No llegó a conocer a su niño...

–No. Nosotros mismos tampoco llegamos a conocernos... No nos dio tiempo.

El reportero hace gestos discretos al de la cámara para que enfoque el rostro de la muchacha en primer plano.

–Perdone mis preguntas... Tratamos de ser solidarios de su drama humano... Explíqueme, por favor, cómo le hubiera gustado conocerlo, qué daría por tenerlo ahora con usted...

–Todo. Lo daría todo –responde ella con un sollozo–. Se fue sin dejarme decirle lo mucho que le quería, lo mucho que me gustaba su modo de cuidarme, todos sus detalles...

–Qué desgracia. Y qué felicidad para usted, si pudiéramos volver todos un año atrás, a aquel 11 de septiembre, una hora antes del atentado, ¿verdad?

La joven mamá mira al periodista con gesto de extrañeza.

–¿Una hora, dice? No, no. A mí eso no me bastaría.

–No la entiendo –replica él, mirándola con gesto serio.

–Mi marido murió el 11 de septiembre del año pasado, sí, aquí mismo, pero horas antes del atentado. Lo atropelló un conductor borracho cuando él había empezado su reparto de periódicos, al amanecer...

El reportero se queda mirando por un momento el micrófono. Finalmente levanta la vista y se dirige al de la cámara.

–Corta, Jim. Nos vamos.

Y volviéndose hacia la muchacha:

–Perdone, señora; ha sido un error. Nosotros estamos haciendo un reportaje sobre historias de interés humano sucedidas el 11-S... Creí que... Bueno, perdone. Su caso no encaja. Usted me entiende.

Pero la chica rubia no le oye. Ha arropado maquinalmente al niño y ha reemprendido su marcha.

 

(16 de septiembre de 2002)

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