Diario de un resentido social

 Semana del 14 al 20 de octubre de 2002

 

Dejan hacer

Me piden en El Mundo que participe en el debate “En la Red” de hoy domingo, planteado a partir de la pregunta ¿Cree que el Gobierno del PP logrará que baje el precio de la vivienda? Dan por supuesto que mi respuesta será negativa. Sorprendentemente, aciertan. Éste es el texto que les remití ayer y que se publica hoy en la página 2 del diario.

Miente, don Francisco, y usted lo sabe. El argumento que ha empleado para quitar hierro al problema de la carestía de las viviendas –eso de que tampoco estarán tan caras, si se venden, porque lo caro no se vende– no pasa de ser una argucia chapucera, como comprueba usted a diario cuando mira la cuenta de los restaurantes en los que come. Son a menudo carísimos, y usted, señor Álvarez Cascos, paga. Bueno: pagamos los contribuyentes, pero usted mediante.

Me cuentan que los astilleros que construyen embarcaciones de recreo en España tienen vendida toda su producción hasta dentro de varios años. ¿Será que los yates se han puesto a buen precio? Venga, por Dios.

No paran ustedes de tirar balones fuera. Argumentan una y otra vez que buena parte del problema está en que los españoles, a diferencia de otros europeos, nos empeñamos en comprar nuestra vivienda, en vez de vivir de alquiler. Como si tuviéramos algún tipo de peculiaridad genética que nos empujara compulsivamente al mercado inmobiliario. Lo cierto es que la mayoría opta por comprar en cuanto puede porque apenas hay diferencia entre el precio de un alquiler y el plazo de una hipoteca. La gente compra porque, por el mismo dinero –muchísimo en ambos casos, pero el mismo–, por lo menos dentro de veinte años tendrá su piso en propiedad.

La gente no actúa de un modo u otro porque sí, sino después de hacer sus cuentas. Si el Estado fomentara el alquiler de viviendas prestando ayuda a los inquilinos, como se hace en mucho países europeos, habría mucho más personal dispuesto a alquilar. Y si penalizara severamente la tenencia de pisos sin habitar, lograría ampliar la oferta de alquileres. Y los abarataría.

Si son habas contadas.

Pero ustedes sienten una aversión instintiva por todo lo que implique intervención del Estado en la economía. ¿Subvencionar el alquiler de pisos por jóvenes, por trabajadores y trabajadoras en paro, por pensionistas, por gente de ingresos particularmente limitados? ¡Qué horror! ¡Un Gobierno liberal no puede hacer eso! ¿Castigar a los propietarios que dejan sus casas desocupadas? ¡Intolerable! «¿Pero qué quieren? ¿Que nos convirtamos en una república socialista?», escuché el otro día por la radio uno de los suyos, de ésos que consideran que cualquier intento de regular el mercado es bolchevismo patibulario.

Pues bien: con esas premisas, la demanda de pisos en venta se mantendrá tal cual. Y los precios seguirán por las nubes. No es que ustedes no puedan hacer nada por evitarlo. Es que lo suyo es el laissez faire. Y el que deja hacer, por definición, no hace.

 

(20 de octubre de 2002)

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Manuela y Vicente

Hace años supe de un caso muy similar. Lo leí en una excelente crónica de tribunales –un género periodístico ya casi perdido– de Le Monde. Habían juzgado a un anciano al que acusaban del asesinato de su esposa. La vista del juicio permitió saber que la mujer había pactado años antes con su marido y compañero que, si uno de los dos sufría un deterioro irreversible en su salud y quedaba privado de la capacidad de decidir por sí mismo, el otro se encargaría de darle dulce muerte. Es lo que le ocurrió a ella que, por desgracia, perdió con los años la cabeza y el sentido. No reconocía a nadie, se perdía por la calle... Las autoridades sanitarias comunicaron al hombre que no quedaba más remedio que recluirla.

Días antes de que se la arrebataran, Paul preparó a Geneviève –me parece recordar que se llamaban así– una cena exquisita, la atiborró de somníferos y, cuando se quedó dormida, le disparó un tiro a quemarropa.

En el juicio, los hijos de la pareja atestiguaron que Paul había sido el más devoto amante: que adoraba a su madre. Contaron que ellos también se habían quedado hundidos viendo en qué estado se encontraba ella, y declararon que se sentían orgullosos del valor que había demostrado su padre. Afirmaron que su tiro de gracia había sido, sin duda alguna, un acto de amor. El jurado, impresionado, dictó un veredicto de inocencia con todos los pronunciamientos favorables.

El pasado miércoles, en Barcelona, un anciano de 86 años, por nombre Vicente, mató a su mujer, Manuela, de 83. La pobre mujer llevaba meses sufriendo dolores espantosos por culpa de una enfermedad incurable. Acababan de notificar a Vicente que iban a llevarse a la enferma para ingresarla en una residencia. A diferencia de Paul, Vicente no tenía ninguna escopeta con la que poner fin a la desgracia de su mujer por la vía rápida. Quiso asfixiarla cubriéndole la cabeza con una bolsa de plástico pero, cuando se dio cuenta de que le estaba provocando una muerte lenta y angustiosa, le quitó la bolsa y la estranguló con sus propias manos.

Terminado el horror, hundido, Vicente se entregó a la Policía.

Cuentan que no paraba de culparse. No por haber matado a Manuela, sino por no haber sido capaz de suicidarse a continuación.

Siempre que me entero de casos así, me acuerdo de la impresionante novela de Horace McCoy They Shoot Horses, Don’t They? («También se remata a los caballos», en la versión española). Caballos de la vida, si se nos rompe una pata, ahorrarnos el sufrimiento agónico no tiene nada de crimen: es pura piedad.

Confío en que alguien tenga la caridad de hacerlo conmigo cuando me vuelva idiota ya del todo.

A Horace McCoy nadie lo remató. Penó en la miseria los últimos años de su vida y murió en medio de la indiferencia general.

Manuela ha tenido mucha mejor fortuna.

 

(19 de octubre de 2002)

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La guerra de los vascos

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Nada más lejos de mi intención que resultar impertinente, pero aquí hay cosas que no me encajan. Si, según denuncia la UGT en medio del aplauso capitalino, Ibarretxe tiene proyectos «etnicistas» y «excluyentes» y, según Baltasar Aznar –perdón: José María Garzón–, Batasuna se dedica a la «limpieza étnica», los unos y los otros deberían estar a partir un piñón. Y va y resulta que se llevan fatal.

Pero no se conforman con eso y, encima, para complicarlo todo más, se ponen a abrir la puerta a la inmigración. ¡Y están de acuerdo los unos y los otros en que hay que hacerlo!

Y, para acabar de liarlo definitivamente, resulta que es el Gobierno central –que está en contra del etnicismo, la exclusión, la limpieza étnica y todo lo que haga falta, porque es el campeón del mestizaje– el que pone dificultades para que se regularice la situación de los inmigrantes asentados en el País Vasco.

Insisto: hay cosas que no encajan. En la versión oficial, quiero decir.

 

(18 de octubre de 2002)

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Está loco

Lo vengo diciendo desde hace mucho, y casi todo el personal piensa que exagero: Garzón está como una regadera. Es un megalómano peligroso al que están dando cuerda porque les interesa, pero sus excentricidades acabarán por volverse contra sus patrocinadores. 

El problema no es de hoy, ni mucho menos. Lo dije ya cuando se suponía que apoyaba la lucha contra el terrorismo de Estado y caía simpático a la gente radical. Dije que era un pavo real pretencioso y vacuo y que no tenía ningún escrúpulo en torcer el sentido de las leyes, o vulnerarlas directamente, para lograr sus objetivos.

Por aquel entonces –estoy hablando de los tiempos de la denuncia de los crímenes de los GAL–, solíamos tener unas cenas amistosas a las que asistían Javier Gómez de Liaño y Joaquín Navarro, entre otros. Un día trajeron a Garzón. Al acabar la cena, les dije a Navarro y Gómez de Liaño: «Si este tipo sigue viniendo a nuestras cenas, el que deja de venir soy yo». Navarro lo ha contado en uno de sus libros. Ellos protestaron: «¡Pero, hombre, Javier! ¡Si Baltasar es de los nuestros!». Y yo les contesté que de los míos no, desde luego. «Este tío es un ególatra insufrible. Yo no lo aguanto», repliqué. No le invitaron más.

Meses después, cuando ya empezó a hacer cosas raras, comí con una persona que le es muy próxima. «Se ha vuelto loco», me dijo. «No escucha a nadie. Toma resoluciones sin estudiarlas a fondo. Y, como le llames la atención, te pregunta si tú también te has pasado al enemigo».

El auto que perpetró ayer, en el que acusa a Batasuna de practicar la limpieza étnica, es un disparate. Lo es, en primer lugar, porque primero habla de «limpieza étnica» y luego pasa a referirse a asuntos ideológicos, que no tienen nada que ver con problemas de origen o de «pureza» de sangre. Lo es, en segundo término, porque jurídicamente resulta aberrante que un juez firme un auto en el que formula una acusación y añada que las pruebas... ¡se va a poner a buscarlas! ¡Es decir, que reconoce que acusa sin contar con base suficiente! Sigue siéndolo, en tercer lugar, porque ni señala a quién acusa, con nombre y apellidos –lo que es de rigor en todo procedimiento penal–, ni define los tipos delictivos que imputa, ni establece ninguna medida cautelar tendente a impedir que los presuntos delitos se sigan cometiendo...

En fin, demuestra que no tiene ni pajolera idea de lo que habla: dice que los padres no inscriben en Barakaldo a los niños que nacen en el hospital de Cruces porque la localidad «no es suficientemente euskaldun» y que por eso prefieren inscribirlos en Bilbao. ¡Será melón, el capullo! Si no los inscriben en el municipio del hospital es porque han ido hasta allí desde cualquier otro punto de Bizkaia tan sólo porque es allí donde está el hospital. Luego se vuelven para su casa y los inscriben en su lugar de residencia. Y ya está: el asunto no tiene más entretela que ésa.

He oído a Iñaki Gabilondo decir que esta vez Garzón «se ha pasado de frenada». También han dicho por la radio que El Mundo ha escrito un editorial en el que cuestiona el auto, pero no he podido leerlo, porque no estoy abonado a su servicio de pago.

Me da que empiezan a darse cuenta de que ese hombre les va a causar problemas.

A lo mejor hasta acabamos divirtiéndonos.

 

(17 de octubre de 2002)

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Ese modelo no sirve

Con el llamado asesino del tarot norteamericano pasa como con los accidentes de tráfico nuestros. Aquí las víctimas de la carretera sólo son noticia cuando un único accidente causa muchas muertes. Si mueren diez personas en el mismo choque, la tragedia sale en la portada de todos los periódicos. Ahora bien: como se muera cada uno por su cuenta, tanto da que sean veinte, cuarenta o sesenta. Sus dramas no pasan de las columnas de noticias breves, si llegan.

Pues lo mismo con el asesino del tarot. El asunto se ha convertido en gran noticia –aparte de porque sucede en los EEUU, ombligo del mundo– porque todos los crímenes los está cometiendo el mismo individuo, no porque sea insólito en aquel país que un enloquecido dispare su arma y mate sin motivo aparente. Ese fenómeno forma parte de la rutina informativa estadounidense desde los tiempos de Mari Castaña: recuerdo que ya en 1971 hubo una película (Little Murders, de Alan Arkin) dedicada a la trivialización del asesinato al azar. Asesinatillos sin importancia, se tradujo en Europa, dando una vuelta más a la tuerca del humor negro.

Ojeo la amplia producción periodística dedicada al asunto del asesino del tarot durante estos días en aquellos lares y veo que están en las mismas de siempre. Mucha indignación, mucha exigencia de medidas drásticas... y nada de reclamar, de una puñetera vez y en masa, la abolición de las leyes que permiten que cualquiera pueda adquirir las armas de fuego que le dé la gana.

No hace falta ser Einstein para darse cuenta de que, si alguien tiene un arma de fuego, corre el riesgo de usarla. O de que alguno de sus allegados la coja y la use. Hace años, un conocido me preguntó cómo podía ser que pasara buena parte de mi vida en una casa de campo alejada del mundanal ruido y que no tuviera ni una mala escopeta de caza. «¿Y si una noche te asaltan unos ladrones?», me preguntó. Me eché las manos a la cabeza: «¡Razón de más para no tener ningún arma! ¿Y si me aterrorizan y disparo?». Todos los penalistas españoles saben que un elevado porcentaje de los crímenes que se cometen con armas de fuego en nuestro país tienen como protagonistas a militares, policías y guardias civiles. ¿Por qué? Por una razón elemental: son los que tienen más fácil acceso a las armas de fuego.

Pero en las mesillas de noche norteamericanas hay más pistolas y revólveres que orinales.

Una sociedad que convive tan tranquila con ese disparate, que lo asume mayoritariamente como si fuera la cosa más natural del mundo, que se estremece ante el crimen pero se niega a poner en cuestión las condiciones que lo facilitan, es una sociedad enferma.

Así de sencillo.

Y para mí que quienes nos ponen continuamente como modelo esa sociedad tampoco están demasiado en sus cabales.

 

(16 de octubre de 2002)

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Los lunes al sol

Qué mal llevo el cine que habla de nuestra vida próxima. El cine español, por así decirlo. La mayor parte de las veces me parece malísimo: no me creo lo que veo, los personajes me resultan de cartón piedra, cuando se ponen dramáticos me entra la risa, cuando se pretenden graciosos me duermo...

Pero eso no es lo peor. Lo peor viene cuando –muy excepcionalmente– lo que me encuentro en la pantalla está bien hecho.

Porque entonces lo sufro.

Ayer fui a ver Los lunes al sol, de Fernando León de Aranoa. Dios mío, qué peliculón. Una historia tan tremenda como sencilla, tierna, creíble, estremecedora, dirigida con mano magistral, interpretada –insisto: dirigida– por un pedazo de actores y actrices...

Qué mal lo pasé. Pero qué mal, creedme. Me tiré media película llorando. Pero no con lagrimitas de ésas que uno suelta con la sonrisa en los labios: con lagrimones de congoja, de ésos que no te dejan ni respirar, por culpa del puto diafragma, que presiona a golpe de angustia sobre los pulmones.

Me sienta horrorosamente mal que me hagan ver –que me recuerden– que todo está tan horrorosamente mal. Y si encima me lo cuentan tan increíblemente bien, pues peor. El equipo de Los lunes al sol debería haber considerado la posibilidad de que todavía quede en este país gente sensible de verdad –no sensiblera: sensible–, a la que no se le puede suministrar directamente y en vena una dosis tan pura de realidad, de desgracia, de ternura, de solidaridad, de ética.

Media hora después de haber salido del cine, todavía seguía con una congoja de aquí te espero. Y aún no se me ha pasado del todo. Ni creo que se me pase en mucho tiempo.

Llegué a casa y me vino a la memoria un poema de César Vallejo que le va como un guante a la película. Lo copio para quienes no lo conozcan, o no lo recuerden.

 

UN HOMBRE PASA CON UN PAN AL HOMBRO...

 

Un hombre pasa con un pan al hombro

¿Voy a escribir, después, sobre mi doble?

Otro se sienta, ráscase, extrae un piojo de su axila, mátalo

¿Con qué valor hablar del psicoanálisis?

Otro ha entrado a mi pecho con un palo en la mano

¿Hablar luego de Sócrates al médico?

Un cojo pasa dando el brazo a un niño

¿Voy, después, a leer a André Bretón?

Otro tiembla de frío, tose, escupe sangre

¿Cabrá aludir jamás al Yo profundo?

Otro busca en el fango huesos, cáscaras

¿Cómo escribir, después, del infinito?

Un albañil cae de un techo, muere y ya no almuerza

¿Innovar, luego, el tropo, la metáfora?

Un comerciante roba un gramo en el peso a un cliente

¿Hablar, después, de cuarta dimensión?

Un banquero falsea su balance

¿Con qué cara llorar en el teatro?

Un paria duerme con el pie a la espalda

¿Hablar, después, a nadie de Picasso?

Alguien va en un entierro sollozando

¿Cómo luego ingresar a la Academia?

Alguien limpia un fusil en su cocina

¿Con qué valor hablar del más allá?

Alguien pasa contando con sus dedos

¿Cómo hablar del no‑yo sin dar un grito?

 

De todos modos –y diga el llorón de Ortiz lo que diga–, no os perdáis esa sorprendente, esa impecable, esa sentidísima, esa maravillosa película. Por nada del mundo.

Le dieron la Concha de Oro en la última edición del Festival de Cine de San Sebastián. Deberían haber inventado la Concha de Platino para dársela.

Maldigo al equipo de León de Aranoa por el mal trago que me hicieron pasar. Pero los bendigo con toda el alma por dignificar el cine –y la raza humana– de manera tan magistral.

 

(15 de octubre de 2002)

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«Con nuestro dinero»

Me pone de los nervios –lo cual no tiene nada de especial, ya lo sé, pero me pone– el empeño con el que los políticos del establecimiento insisten en que quieren situar fuera de la ley a Batasuna para que «esa gente» no pueda seguir financiándose y actuando «con nuestro dinero».

Lo primero que habrá que decir es que nada –absolutamente nada– de lo que se hace en esta tierra se hace con su dinero, si por tal se entiende la riqueza generada con el sudor de su frente. Quienes así se expresan, ministros o diputados, son funcionarios públicos, que cobran del erario, esto es, de lo que cotizamos a las arcas del Estado quienes sí realizamos tareas productivas y generamos excedentes.

Lo segundo que conviene precisar es que los representantes de Batasuna nunca han cobrado ni un duro –ni un euro– que el Estado haya tenido a bien regalarles. Han ingresado tales o cuales cantidades porque les correspondían de acuerdo con los votos que habían recibido, y las ingresaron porque quienes les votaron habían pagado al erario para que así fuera.

De modo que dejemos dos cosas claras: una, que el Estado no regala nada, porque el Estado no produce ni tiene nada que no nos haya sacado a los que creamos riqueza y generamos plusvalías; y dos, que el dinero que cobra cada partido –incluida Batasuna– procede de los impuestos pagados por sus votantes, no por los votantes del ministro de Hacienda.

Hay muchísimas cosas que sí se hacen «con nuestro dinero», esto es, con el dinero que los contribuyentes pagamos al Estado sin que se nos haya advertido de que será utilizado para semejantes asuntos. Por ejemplo: el Estado español se ha gastado un pastón enviando ni se sabe cuántas delegaciones oficiales y oficiosas a la ceremonia de canonización de Escrivá de Balaguer. Es un dispendio verdaderamente impropio de un Estado no confesional (o, en todo caso, no confesional del Opus). A cambio, todos estábamos más que advertidos de que la ley atribuye determinadas cantidades a los partidos políticos, según los votos que obtienen.

Aquí no se trata de nada que tenga que ver con las simpatías de cada cual. Ni siquiera con los principios. Si de simpatías o principios se tratara, para qué contar la que habríamos montado algunos para que no se financiara «con nuestro dinero» a los de los GAL, o al del haloperidol. Sencillamente: sabemos que cuentan con el apoyo de una cierta proporción de los contribuyentes, y que en esa medida cobran.

Como Batasuna.

¿De «nuestro dinero»? No. Más bien del dinero de los suyos. Que pagan sus impuestos, como todo hijo de vecino.

Bueno, como todo hijo de vecino que no se las arregla para eludirlos, como algún que otro ministro del PP.

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Matanza en Bali

Comenté por aquí en su día, hace un par de años, que no creía que mi estancia de una semana en Indonesia me diera la menor autoridad para pontificar sobre la realidad de aquel inmenso país. Me volví convencido de algo que ya pensaba antes de ir: que la observación exterior de las sociedades no permite conocer gran cosa sobre ellas.

Pero de algo sí me informé de manera concretísima: del insulto que supone para las gentes miserables de Indonesia, ampliamente mayoritarias, la impúdica exhibición de riqueza que hacemos allí los turistas occidentales. A un centenar escaso de metros de los lugares donde la gente come directamente sobre el suelo lo poco que tiene, sin siquiera un plato, los hoteles de cinco estrellas ilustran hasta la saciedad sobre la literalidad del lujo asiático.

No me sorprende que se haya producido una masacre de turistas en Bali. Lo que me sorprende es que haya tardado tanto en producirse.    

 

(14 de octubre de 2002)

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