Diario de un resentido social

 Semana del 18 al 24 de noviembre de 2002

 

¿Provocación?

Por mi gusto, yo ayer habría visto el partido Rayo-Real Sociedad, pero tenía de visita en casa a dos amigos madridistas, así que les hice la gentileza y puse lo del Nou Camp.

Mis amigos conocen bien mi hostilidad hacia el Real Madrid, pero se ve que no lo suficiente.

–¿Hasta el punto de querer que pierda con el Barcelona?

–Hasta el punto de querer que pierda con un equipo turco, en el último minuto de partido y de penalti injusto –sentencié, para dejar las cosas claras.

Digo esto para que nadie deduzca que lo que sigue es fruto de ninguna subjetividad inconfensable.

«Figo ha provocado al público», oigo que dijo al final del partido el presidente del Barça, Joan Gaspart. «Ha sido prrrovocasión», insistió Van Gaal, el cuadriculado entrenador blaugrana.

He dicho que no simpatizo nada con el Real Madrid. Eso, en general. En el caso personal de Figo, la antipatía es extra. Me parece un llorón especialista en fingir faltas, al que, además, de vez en cuando se le cruzan los cables y hace unas entradas de escalofrío. Pero de ahí a considerar que su intento de lanzar ayer los saques de esquina fuera una provocación, media un abismo. Y pretender que fuera otra provocación añadida que se negara a sacar mientras lo bombardearan con toda suerte de objetos, algunos de considerable consistencia, me parece ya de un mal gusto definitivo.

El problema es probablemente anterior. Tal vez haya que buscarlo en las neuroncillas de gente que se toma como una afrenta intolerable que un futbolista profesional, en un deporte tan superprofesionalizado como es el fútbol de elite en Europa, cambie de equipo por razones económicas. O no: que se lo toma como una imperdonable ofensa cuando lo hace en una dirección, pero no sí lo hace en la contraria, porque todavía no he visto que le tiren nada a Luis Enrique por haber abandonado el Real Madrid y recalado en el Barça.

Hay quien a los individuos que actúan sometidos a impulsos violentamente irracionales de ese género los califica de hinchas, o forofos. Creo yo que es preferible llamar a las cosas por su nombre: se trata de energúmenos fanáticos y homicidas en potencia (porque, si ayer no desgraciaron a nadie, fue tan sólo porque dieron prueba de una puntería felizmente deplorable).

¿Que el fenómeno que desencadena los mecanismos mentales que derivan en la actuación de esos individuos es complejo? El fenómeno sí. Los individuos no. Ellos son de una simpleza patética. No había más que verlos, henchidos de ira, al borde de la apoplejía, lanzando al campo de todo –incluidos sus teléfonos móviles– con una furia que sería la envidia de los míticos guerreros orcos, siempre sedientos de sangre.

La verdad es que me dieron asco. Un sentimiento que pude mantener intacto a la hora de escuchar las declaraciones iracundas de Gaspart. Porque los homicidas en potencia serán unas decenas, tal vez unos cientos, pero Gaspart es el presidente electo de todos los socios.

(Ah, y al margen de lo cual: el árbitro anuló al Barça un gol perfectamente legal. Es cierto que la jugada fue extremadamente confusa, pero se supone que los árbitros, en caso de duda, deben dejar que siga el juego. Aunque, tratándose del Real Madrid, quizá la regla no valga...)

 

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Nota.– Ya que ayer me tomé el trabajo de montar la cosa músico-ecológica del Plany al mar y el Pare, lo dejo por aquí, para que no se quede en flor de un día. Podéis entrar en ello pinchando aquí

 

(24 de noviembre de 2002)

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Labor interruptus

Estoy tratando de trabajar. Suena el teléfono. Descuelgo.

–¿Sí?

–¡Hola! ¿Con quién hablo? –me dicen.

–Es usted quien me ha telefoneado. Identifíquese usted.

Comprendo que habrá personas a las que les pareceré un antipático –muchas veces me lo parezco a mí mismo–, pero no creo que nadie pretenda que constituyo una fácil presa para los estafadores telefónicos.

–Mire, le llamo de la empresa Plutuflús Telefónic. Estamos realizando unas comprobaciones del funcionamiento de las centrales digitales que hemos instalado a Telefónica y necesitamos que usted...

–Eh, eh, eh. Pare el carro. Para empezar, desconozco la existencia de Plutuflús Telefónic. En segundo lugar, no sé si usted trabaja o no para esa empresa, pero su mera afirmación no constituye prueba alguna de ello. En tercer lugar, tampoco me consta que esa empresa sea digna de confianza. En cuarto término, me es perfectamente indiferente que ustedes hayan instalado o no a Telefónica tales o cuales centrales digitales: supongo que habrán cobrado a Alierta y a su sobrino lo suficiente como para costearse las comprobaciones. En quinto...

Pip, pip, pip...

La jovencita ha tirado la toalla. Asustada por mi airada combatividad, pero asustada, sobre todo, por la posibilidad de que en el ínterin pudiera estar haciendo las gestiones necesarias para localizar el origen de su llamada y pillarla con las manos en la masa.

Porque se trataba de un intento de estafa. No lo sabía cuando recibí el telefonazo, pero me enteré luego. Te piden que marques no sé qué y, a partir de ahí, todas las llamadas que realizan ellos las costeas tú. Dos meses después, te llega una factura telefónica de miles de euros.

Hay llamadas con pretensión de estafa ilegal. Otras dirigidas torpemente al negocio cutre.

–¡Hola, buenos días! Llamo de Telefónica Data. Mi nombre es Yolanda. Quisiera hablar con don Javier Ortiz Estévez.

–Soy yo.

–¡Buenos días, señor Ortiz Estévez! Le llamo porque no sabemos si usted conoce las ventajas de nuestra línea ADSL. Quisiera informarle de los beneficios que puede obtener contratándola.

Cojo aire.

–Mira, Yolanda. Tú no tienes la culpa de trabajar para una mierda de empresa. Pero, si los jetas de tus jefes pagaran por tener actualizada la base de datos de vuestro ordenador central, les constaría que tengo línea ADSL desde hace la tira. De saberlo, no me habríais llamado, tú no estarías haciendo el ridículo ni yo perdiendo el tiempo.

–Oh... ah... ya... perdone.

–No, si no tengo nada que perdonarte. Estoy hablando de tus jefes. Seguro que a ti te pagan cuatro duros por estar todo el día dando la murga al personal.

–Eh... Ah... No me está autorizado hablar de esas cuestiones...

–Pues dejémoslo, no vaya a ser que el Gran Hermano te despida.

Cada conversación de éstas no me cabrea demasiado.

Cada llamada al timbre del portal («¡Cartero comercial! ¿Me abre?»), tampoco.

Pero, cuando entre las unas y las otras me hacen perder una hora de jornada y consiguen desconcentrarme una docena de veces, mi humor no mejora nada, lo que se dice nada.

Nada. De verdad.

En absoluto.

 

(23 de noviembre de 2002)

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El nuevo desorden

La OTAN va a iniciar los trámites para constituir una especie de superpolicía mundial que pueda intervenir en no importa qué lugar del globo no ya para reprimir cualquier acción terrorista, sino «para impedir que se produzca».

Esto significa, en primer lugar, que la OTAN planea saltarse la autoridad de las Naciones Unidas, puesto que su superpolicía se pondrá en marcha cuando lo decida la propia Alianza, sin necesidad de ninguna otra aprobación. Y significa, en segundo término, que se propone hacer caso omiso de los principios de la legalidad internacional hasta ahora tenidos por comunes: se arroga el derecho a fijar por su cuenta los «peligros potenciales» que le parezca, estén en donde estén, y a proceder a su destrucción «preventiva».

Los dirigentes atlantistas justifican tan singular iniciativa arguyendo que hoy la paz mundial sufre «peligros extraordinarios», lo que obliga a adoptar medios de lucha igualmente extraordinarios. Es falso.

Es mentira que la paz mundial esté hoy más amenazada. De hecho, tal pretensión no aguanta el menor análisis concreto. Compárense los focos de tensión actuales con los que había en los años sesenta, setenta y ochenta y se verá de inmediato que, en relación con la realidad internacional de aquel tiempo, la de ahora bien puede calificarse de calma chicha. Quitando el conflicto palestino-israelí –que también estaba activo in illo tempore, tanto o más–, apenas quedan ya media docena de escenarios bélicos, por lo demás muy acotados, y casi todos en franca regresión. Entonces existía el peligro de una nueva guerra mundial. Ahora no: no hay enemigo. Y no porque los problemas económicos y sociales hayan ido a menos. Al contrario: las injusticias son todavía más lacerantes. Pero no generan conflictividad armada.

Se habla sin parar del terrorismo internacional. Pero, incluso en ese capítulo, la situación de hace apenas unas décadas era bastante más dramática. Prácticamente han desaparecido del mapa los grupos terroristas de inspiración marxista y no ha aumentado la de los que se asocian –o son asociados– al islamismo, por mucho que se dramaticen sus acciones.

Hechas todas las cuentas, lo único novedoso del tiempo presente es lo sucedido el 11-S. Hasta el año pasado, los EEUU no habían vivido la violencia en directo y en su propia casa: eso es cierto. Pero tal suceso, por muy lamentable que sea, no ha alterado en modo alguno la relación militar de fuerzas a escala mundial, dígase lo que se diga.

Ahora tratan de crear otro ejército más, sólo que más arbitrario y menos sometible a la ley que los ya existentes.

Medio mundo se muere de hambre y ellos sólo piensan en gastar más en nuevas armas con las que enfrentarse a sus señuelos.

 

(22 de noviembre de 2002)

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Correspondencia SGAE-Ortiz

El Mundo publica hoy en su sección de Cartas al Director esta misiva del jefe de Prensa de la Sociedad General de Autores y Editores (SGAE):

Los discos piratas de Javier Ortiz

Javier Ortiz –no hay más que leerle con asiduidad– es un melómano empedernido. Un musiquero de los buenos, el paradigma de aficionado sistemático y minucioso que busca fuentes de información propias, vendedores de confianza, referencias fetén. Ortiz conoce, con seguridad, esa íntima sensación de euforia que bulle cuando acaba cayendo entre las manos una pequeña joya discográfica, una edición que se sospechaba definitivamente extinguida, una prodigiosa garganta de la que apenas guardábamos noticia. En ese sentido, Javier habla el mismo lenguaje que muchos de los que integramos la SGAE y nos sentamos cada mañana frente al ordenador con el objetivo primordial de velar por la diversidad ý pluralidad creadora en este país en todo lo relativo a las artes audiovisuales, dramáticas, coreográficas y, naturalmente, musicales.

Por todo ello, no he podido evitar la desazón de la sorpresa amarga con la lectura de su artículo del pasado día 10, El grabador pirata, en el que relata los placeres de una visita a una de sus tiendas de discos “de cabecera” (aunque no anote siquiera la ciudad en la que se encuentra, como si la búsqueda de ambrosías discográficas debiera estar condenada a la clandestinidad). Escribe Ortiz que su vendedor amigo le puso sobre la pista de un puñado de buenos cedés y, como colofón, le regaló un disco en el que él mismo había recopilado las canciones favoritas de Ava Gardner: Carmen McRae, Chet Baker, Billie Holiday, Rosemary Clooney, Sinatra y unos cuantos nombres maravillosos más. De todo ello, colige el autor que se encuentra, “por supuesto, ante un disco pirata”, defiende las bondades de esta actividad supuestamente ilícita e incluso confiesa ciertas inquietudes mingitorias que a uno le dejan más bien atónito.

En realidad, ese gran melómano llamado Javier Ortiz anda algo desorientado sobre lo que es y no es la piratería, y lo que podría haber sido un sabroso artículo en torno a las conexiones entre el cine y la música desemboca, tristemente, en patinazo. Aclarémoslo cuanto antes: la recopilación musical que un buen amigo prepara en su casa y regala a otro aficionado no es un acto de piratería, sino de amor a la música. Disfrute Ortiz de su selección gardneriana cuantas veces quiera y sin cargo de conciencia, porque no hay nada que reprocharle ni a él ni a su suministrador. Y desahogue su vejiga en lugares más propicios que la fachada de nuestra sede madrileña, que ya es tener ganas de exponerse a la amonestación de algún guardián del orden municipal.

La piratería es otra cosa, amigo Javier. Otra cosa por desgracia mucho más grave y destructiva que esa modesta copia privada de la que –seguramente con razón– tanto presume. La piratería es una actividad organizada y delictiva que inunda hasta la náusea nuestras calles de burdas copias clónicas e ilegales, explota a inmigrantes en situación irregular y expolia el trabajo honrado y esforzado de centenares de autores, intérpretes, músicos de estudio, productores artísticos y ejecutivos, ingenieros de sonido, diseñadores gráficos y un largo etcétera de profesionales involucrados en la gestación de una obra discográfica (ya sea sublime o mediocre: ahí entramos en otro terreno). La piratería es un fenómeno que habrá ocasionado, sólo en este año 2002, unas pérdidas de casi 200 millones de euros a este importante sector de la cultura, el ocio y el espectáculo. Y la piratería nos está privando, con toda seguridad, de conocer a un buen número de jóvenes talentos que, en otras condiciones más propicias, ya tendrían su primer disco en la calle y quizás hubiesen podido engrosar la magnífica colección particular de Javier Ortiz.

Siga cuidando como se merece a ese amigo de su tienda misteriosa, apreciado Javier. Al menos él sigue llegando a fin de mes dedicándose a la venta de discos, un negocio que, por desgracia, se está poniendo complicado. No podrán ya decir lo mismo los trabajadores de las 76 pequeñas y medianas empresas musicales que, en lo que llevamos de año, han tenido que echar el cierre por la crisis del sector. Quizás ellos no tengan ahora humor para paladear esos grandes éxitos de la divina Ava Gardner.

 

Fernando Neira, jefe de prensa de SGAE

 

 

Misiva a la que yo he respondido, a vuelta de correo, con estas líneas que El Mundo publicará mañana* en la misma sección:

 

 

Respuesta de Javier Ortiz a la SGAE

 Sr. Director:

El portavoz de  la SGAE me presenta como melómano empedernido y presupone por  ello, en tono condescendiente, que hablo «el mismo lenguaje» que los empleados de la empresa para la que trabaja.

Se equivoca.

Es cierto que, cuando hablamos de música, los dos hablamos de dinero. Pero él se refiere a sus ingresos. Yo, a mis gastos.

El portavoz de la SGAE se extraña de que oculte los datos de un –de otro– melómano que graba discos piratas de andar por casa, por puro amor a la música. Según él, es absurdo que camufle la referencia.

¿Lo es? ¿Seguro?

Leo que la SGAE ha reclamado comisión por lo tocado y cantado en ignotos conciertos benéficos realizados en pueblos perdidos, en los que nadie, absolutamente nadie, cobraba nada. Pide también lo suyo por todo compacto grabable, con independencia de que lo usuarios acabemos dedicándolo a almacenar programas de ordenador, o fotografías, o nuestra pobre literatura, o lo usemos cual posavasos. ¡Pero si incluso ha reclamado derechos por la música que escuchan en su habitación los clientes de los hoteles! ¿Le extraña que proteja la identidad de mi amigo de su voracidad recaudatoria? No veo por qué. Está contrastada.

De atenerse a la reconvención vagamente paternalista que me dirige el portavoz de la SGAE, mis palabras sólo pueden ser fruto de la ignorancia. Debe de ser la misma ignorancia que padecen gentes tan poco conocedoras de los intríngulis de la música como Manu Chao,  Albert Plà, Andrés Calamaro, Olvido Gara (Alaska)... y todos los que le están diciendo a la SGAE desde hace la tira que ya está bien de echarle morro y de vivir a la sombra de las multinacionales y a costa de  los que sí se dedican a crear.

Comprendo que Ramoncín y Teddy Bautista estén angustiados por el auge de las copias piratas: su obra inmarcesible está en peligro. Pero empiecen a preguntarse si los márgenes estruendosos de beneficio que se zampan sus amigas multinacionales no tienen nada que ver en el problema. Conozco sellos independientes que se la juegan sacando obras bellísimas que apenas les dejan medio euro de ganancia. Ese ridículo medio euro que sus amigos pagan a los autores sobre los 15, 18 o 21 machacantes que me/nos roban por cada compacto de gran tirada.

Javier Ortiz

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* Las publicó, en efecto. Íntegras.

 

 (21 de noviembre de 2002)

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El que contamina paga

Hay muchas cosas –demasiadas– que me ponen de los nervios. Perro una de las que consiguen sacarme de mis casillas con más facilidad es ese principio presuntamente ecologista y esencialmente sinvergüenza: «El que contamina paga». Ayer volví a escucharlo en boca de las autoridades españolas, con referencia al desastre del Prestige.

Era el tópico favorito de la ex de la cosa, Isabel Tocino, que lo soltaba en cuanto se producía cualquier desastre de los que no controlaba su Ministerio. (Una curiosidad: Isabel Tocino es la única persona bajo la capa del cielo que me haya producido unas automáticas ganas de vomitar. Era verla y entrarme unas arcadas de aquí te espero. No exagero: tengo testigos. Una vez, un compañero periodista me preguntó, extrañado: «Pero ¿no te parece guapa?». A lo que sólo pude responderle: «¿Guapa? ¿¿¿Guapa???? Pero, ¿cómo diablos podría saber yo lo que hay debajo de todos esos kilos de pintura repugnante?»)

 «El que contamina paga».

Imposible encontrar un principio más cínico. De acuerdo con él, el objetivo no es preservar el medio ambiente, sino recaudar.

Ni siquiera dice: «El que contamina pagará una multa equis veces superior al daño causado». No; basta con dejar claro que habrá de pagar algo. La Naturaleza se quedará hecha unos zorros, pero las arcas del Estado se verán beneficiadas.

Se me ocurren otras posibilidades. Consignas más adecuadas:

«El que contamina, a la cárcel». Por ejemplo.

O bien: «O me demuestras que tú no contaminas o ya estás yéndote con la música a otra parte».

Tercera hipótesis: «Ningún barco que incumpla las normas elementales de seguridad podrá transitar por las costas de mi país. Y que no se me ponga tonta la UE, porque la declaro responsable subsidiaria».

Todo menos esa babosidad tocinera de «el que contamina paga». ¿Quién se la enseñó? ¿Algún banquero santanderino?

 

Los humores de Aznar*

Estar en la oposición acarrea muchos inconvenientes –ya se sabe eso de que el Poder desgasta... sobre todo al que no lo tiene–, pero también aporta alguna ventajilla.

Por ejemplo, dispensa de realismo. Quien está en la oposición puede proponer cuanto le viene en gana y quedarse tan ancho. Nada le impide prometer cada cosa y su contrario. No hay en ello el más mínimo problema porque, mientras siga en la oposición, no tendrá que afrontar sus incoherencias y, si por ventura llegara al Gobierno un buen día, con hacer lo que le dé la gana, asunto concluido.

Aznar debería saberlo. Él se benefició de esa bula cuando asumió la dirección de la derecha en medio de la travesía del desierto. Se puso a prometerlo todo en todos los terrenos, materiales e inmateriales, y se quedó solo. Felipe González y su equipo económico (económico, que no barato)  transitaban entre el cabreo y la displicencia.

Más de una vez Solchaga sucumbió a la tentación y se puso a darle lecciones de 1º de Económicas. Como si el problema fuera ése.

Aznar se encuentra ahora en la posición inversa, pero con un inconveniente añadido: no sabe disimular. Las promesas de Zapatero le sacan de quicio y él, en lugar de reconvenirlo paternalmente, que sería lo más productivo desde el punto de vista publicitario, aparece desencajado, soltando una media de insultos por minuto que podría aspirar fácilmente al Guinness de los récords. Y, ya transido de furor, la emprende contra todos y contra todo: anteayer, hablando del petrolero de los demonios, le dio una respuesta a una periodista («En-su-momento, señorita, en-su-momento») que me dejó sorprendido. Destilaba altivez y grosería en estado puro.

Está francamente desagradable. Y eso al electorado no le cae nada bien.

A mí me da igual. Aznar, Zapatero... Bonnet blanc et blanc bonnet, que dicen los franceses. Sus opciones económicas fundamentales son las mismas; su política exterior, igual; sus apuestas europeas, idénticas; sus actitudes ante las aspiraciones federalistas, calcadas; su opción ante los problemas de Euskadi, tal cual... Miro sus pendencias con pasión semejante a la que puede poner un entomólogo en la observación de las diferentes conductas de los coleópteros.

Pero, incluso desde esa visión, para mí que Aznar debería hacerse mirar sus humores.

Porque no todos los coleópteros son igual de feos. No hace el mismo efecto el escarabajo que la luciérnaga.

 

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* Columna publicada en El Mundo de hoy.

 

(20 de noviembre de 2002)

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Tele-basura

–Pero, ¿viste lo de ayer en Tele 5?

La gente que me rodea da por supuesto que yo veo la televisión. Y es verdad que la veo, pero de un modo muy especial. Veo películas, partidos de fútbol, documentales y, excepcionalmente, algún (des)informativo.

Según mis cálculos, debo de tener unos 300 canales disponibles, sumando los que me llegan a ras de suelo y los que me proporcionan las tres antenas parabólicas que hay instaladas en el tejado de mi casa.

Hago esfuerzos ímprobos por escapar de todo lo que me disgusta. No he visto jamás Operación Triunfo, ni El Gran Hermano, ni ninguno de los mil programas de cotilleo que pululan por las ondas. No he recalado nunca más de un minuto en ninguno de esos debates de presuntos famosos y especialistas del famoseo que se chillan sin parar en medio del regocijo popular. No sé ni siquiera quiénes son, ni por qué se supone que son famosos.

No es cuestión de aristocraticismo intelectual, sino de tragaderas. Me revuelven las tripas.

En mi televisor aparece un canal que me divierte particularmente. Es el que recoge lo que capta una cámara que está instalada en el portal de mi casa y que enfoca la calle.

Durante buena parte del día –y durante casi toda la noche– sólo muestra los cubos de la basura puestos en la acera.

Es tele-basura en estado puro.

Me encanta su sinceridad. ¿Quieres porquería? Pues ahí la tienes. Sin medias tintas.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

(19 de noviembre de 2002)

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El sobrino ya no es de Pedro J.

El Mundo insiste en sus denuncias contra César Alierta, presidente de Telefónica. El Mundo vuelve a echarse al monte. ¿Qué pretende Pedro J. Ramírez? ¿Qué intereses persigue? ¿Por qué la emprende contra Alierta, mientras trata con guante blanco a tantos otros sinvergüenzas? ¿Qué soterradas pendencias mediáticas se dirimen en este asunto? ¿En qué medida está tratando, Alierta mediante, de influir en la sucesión a Aznar?

Ése es el tenor de las preguntas que se plantean, ora sí ora también, en casi todos los mentideros políticos.

Y no seré yo quien diga que se refieren a cuestiones carentes por completo de interés.

Pero hay un asunto anterior y mucho más importante del que casi nadie parece dispuesto a hablar y que, en realidad, es el fundamental. A saber: ¿es verdad o es mentira lo que cuenta El Mundo sobre Alierta? ¿Hizo Alierta ese negocio tan espurio como sustancioso o no lo hizo? Y, si lo hizo, ¿cómo diablos lo mantienen ahí, al frente de la principal empresa española?

Estuve 11 años en el equipo de dirección de El Mundo. Siempre habrá quien piense que lo que escribí durante ese largo tiempo se vio condicionado por mi posición en el diario. Ahora estoy voluntariamente apartado de él. Sigo tan sólo como mero colaborador externo. Ítem más: son sobradamente conocidas mis diferencias políticas e ideológicas con Ramírez. Pero lo que dije en cada ocasión en que El Mundo desveló un escándalo lo vuelvo a decir ahora: háganme el favor, no insistan en hablarme del dedo que señala el escándalo; háblenme primero del escándalo.

A Andreotti, que acaba de ser condenado a 24 años de cárcel por instigar un asesinato, lo denunció un mafioso. Pero la Justicia italiana no se puso a discutir sobre los motivos del denunciante: se concentró en el examen de los hechos denunciados. Y concluyó que eran ciertos.

¿Por qué oscuras razones se destaparon los crímenes de los GAL? Respuesta: ¿Y a mí qué más me da? Jamás exigiré, para tomar en consideración la denuncia de un delito, que el denunciante demuestre su espíritu angelical.¿Existieron los crímenes de los GAL, sí o no? Ése es el asunto clave. Tal cual con Filesa. Tal cual con las escuchas del Cesid. Tal cual con Ibercorp. Tal cual con tantos otros desmanes.

¿Que quien saca a relucir el crimen persigue fines ocultos, negocios, venganzas? Tal vez. Tiempo habrá de entrar en ello, si a alguien le interesa. Pero lo urgente es determinar si lo que denuncia tiene o no tiene fundamento. Si dice la verdad o si miente.

Llevo 13 años viendo aplicar una y otra vez la misma tediosa táctica: El Mundo denuncia un asunto perfectamente bochornoso y los otros hablan... de El Mundo.

Es un truco de una tosquedad irritante, insultante. Pero se ve que funciona: a los que lo emplean les va de cine.

 

(18 de noviembre de 2002)

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