Diario de un resentido social

 Semana del 25 de noviembre al 1 de diciembre de 2002

 

Conferencia a cobro revertido

Gran cabreo capitalino con el obispo de San Sebastián, Juan María Uriarte, porque ha dado a conocer un escrito –«pastoral», en la jerga eclesiástica– en el que dice que el documento aprobado el pasado 22 por la Conferencia Episcopal Española (CEE) «no es moralmente vinculante» para los católicos.

No entiendo por qué se enfadan con él. Quiero decir: sí lo entiendo, pero no tienen razón, y ellos lo saben. Que el documento no es vinculante roza lo evidente. Para que lo fuera, según las normas orgánicas del catolicismo, debería haber recibido el refrendo del Vaticano. Y no lo ha tenido ni lo tendrá, porque Roma no puede convertir en doctrina unas posiciones que, para empezar, ni siquiera los propios obispos españoles han aprobado por unanimidad.

Se refieren al documento del 22 de noviembre como «el escrito de los obispos contra el terrorismo». Son tan tramposos que acaban provocando la risa. Si se tratara de un pronunciamiento contra el terrorismo, no sólo habrían podido firmarlo sin necesidad siquiera de sentarse a la mesa, sino que el personal se habría preguntado para qué se juntaban: todos y cada uno de los reunidos habían condenado ya decenas de veces el terrorismo antes de ese día. La particularidad del escrito de marras estaba –y sigue estando– en que trata de asociar la práctica del terrorismo con las convicciones nacionalistas y en que, ya metido en terrenales ciénagas, se pronuncia contra el derecho de autodeterminación. ¿A cuento de qué? ¿Desde cuándo el catolicismo ha estado en contra de tales planteamientos políticos? ¿Lo estuvo en Polonia, lo está en Irlanda?

Uriarte ha sido muy benévolo. Timorato, más bien. Debería haber aclarado que los católicos, diga lo que diga la Conferencia Episcopal Española, no están moralmente obligados a rendir pleitesía al PP. Aunque Rouco lo haga, para que el Gobierno siga llenando el cazo de su Conferencia.

 

(1 de diciembre de 2002)

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Menú amargo

San Sebastián. Cementerio de Polloe. Calle de San Sebastián.

Ha empezado a llover.

Voy paseando y mirando los nombres tallados en las lápidas.

Llego finalmente a la tumba que busco. «Familia Ortiz Estévez», dice.

Repaso una a una las inscripciones. Como heridas: todas hieren, la última mata. La última: «María Estévez Sáez, 1913-2001».

Trato de no llorar, pero mis lágrimas siguen sus propias leyes.

–Dios, mamá, qué frío tienes aquí –musito.

Hace un año no quise ver cómo la hundían en la tierra. Ahora no la imagino muerta.

Busco entre las tumbas vecinas. Vuelvo para arroparla con una rosa roja.

Dejo el cementerio con ganas de quedarme. ¿Qué pinto fuera?

Conduzco maquinalmente hacia el norte. Desvío a Lezo, y a Pasajes de San Juan.

Allí, en el puerto, sigue abierto el restaurante en el que comimos juntos hace años. Tengo una fotografía en el estudio de Aigües. Estaba guapísima.

Subo a Jaizkibel.

No hay nadie. El silencio es hermoso. Solo se escucha el crujido de los neumáticos sobre las hojas secas.

Arriba, la vista desde el mirador es espectacular.

Hace un tiempo extraño. El sol amaga y hace brillar el verde de la hierba y los ocres de las hojas. Abajo, también las carreteras resplandecen como cintas de celofán. En la línea del horizonte, desde el Txindoki hasta San Juan de Luz, pasando por Peñas de Aya y por el Larrun, hay como una línea de luz de plata. Y abajo el Bidasoa, y Hondarribia, y la Bahía de Txingudi... Mi memoria se dispara: allí aquel día, y allí, tal y tal otro, y en aquel monte, con éste, y con aquélla, y en el de al lado, con la tienda de campaña, en pandilla, aquel verano...

Tantas cosas. Media vida de por medio.

Qué amargo menú de recuerdos y de penas.

 

(30 de noviembre de 2002)

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«¿Por qué nos odian?»

Oleada de atentados anti israelíes. Algunos –dicen: yo no lo he visto– con misiles fallidos. Cómo puede haber gente capaz de combinar la capacidad de hacerse con misiles –que no debe de ser tontería– con la incapacidad de dirigirlos al blanco elegido constituiría para mí un misterio insondable si no fuera porque el tiempo me ha enseñado que el nivel de inteligencia de las gentes de armas no es necesariamente envidiable. De todos modos, la tasa de credibilidad de quienes lo cuentan tampoco es excesiva, así que cualquier cosa.

De lo que no hay duda es de que ha habido muchos muertos, y muchos más heridos.

Mientras Ariel Sharon promete venganza, la ciudadanía israelí se muestra abatida. ¿No podrá ya ni salir de vacaciones? ¿Tan grave delito es ser israelí, sin más –aunque uno sea civil, aunque esté en desacuerdo con la política del Gobierno de Tel Aviv, aunque no tenga siquiera edad de estar en acuerdo o en desacuerdo–, para que merezca la muerte?

Se hacen la misma pregunta que se plantearon tantos norteamericanos después del 11-S: «¿Por qué nos odian?». La soberbia es pariente del odio: ambos sentimientos ciegan. La soberbia en la que viven instaladas las sociedades norteamericana e israelí les impide ver que han elegido un camino histórico de imposición, de conquista, de uso sistemático de la ley del embudo, de prepotencia, de desprecio por los demás –exceptuándose mutuamente–, que han puesto en marcha una poderosísima corriente de odios ciegos, de ansias de venganza.

«Un terrorismo absurdo, sin sentido», dicen muchos. No es verdad. Un terrorismo repugnante, que hiere a todo aquel que no esté sentimentalmente blindado por el odio, sí. Pero no sin sentido. En primer lugar, porque la venganza se justifica en sí misma: «Me hiciste daño, sufre ahora». Y, en segundo término, porque la finalidad última del terrorismo es sembrar el pánico en la población civil que es víctima de los ataques indiscriminados, para que, desesperada, fuerce a sus mandatarios a avenirse a tomar medidas o a hacer concesiones que de otro modo jamás acordarían.

Poner una bomba en un hotel –o tratar de derribar un avión de turistas– sólo puede derivarse de una pérdida completa de sensibilidad, de solidaridad humana. Y de apego a la justicia, por lo menos en el sentido civil y humano que tiene para mí ese término.

La cuestión que es inevitable plantearse a continuación es cómo tanta gente, en puntos tan distantes del mundo, ha podido llegar a ese punto.

Ellos preguntan por qué les odian.

Es una buena pregunta. De lo que no estoy seguro es de que estén realmente dispuestos a escuchar la respuesta.

 

(29 de noviembre de 2002)

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El Gobierno y los medios

Rodríguez Zapatero, Bono y otros destacados miembros del PSOE se han lanzado a criticar el despido de Isabel San Sebastián de Antena 3 atribuyéndolo a las «constantes injerencias» del Gobierno en los medios de comunicación. Es una interpretación interesada. Y, desde luego, falsa.

No ha sido el Gobierno el que ha echado a Isabel San Sebastián de Antena 3. ¿Por qué habría de hacerlo? San Sebastián es todo lo progubernamental que puede serlo un(a) periodista. Tal vez más.

Eso de un lado. Y, del otro: el PP y su Gobierno no tienen una política unificada con respecto a los medios. Los hay que son furibundamente anti polanquistas y los hay que son, en la práctica, bastante polanquistas. Ejemplo: todo el mundo pudo ver la actividad qué desplegó el ex alcalde de Nueva York Rudolph Giuliani en su fugaz visita a España el pasado 26. Giuliani repartió el tiempo de su estancia, financiada por la Fundación Barreiros –que preside la esposa de Jesús Polanco, Mariluz Barreiros–, entre las obligaciones netamente pro Prisa impuestas por sus anfitriones... y las actividades de apoyo al candidato del PP a la alcaldía de Madrid, Alberto Ruiz Gallardón. Fue un caso realmente descarado de colaboración, que no creo que hiciera las delicias de Trinidad Jiménez.

Hay gestos de no beligerancia menos ostentosos, pero igualmente claros, y mucho más productivos. Así, las facilidades dadas por el Gobierno a la fusión entre Vía Digital y Canal Satélite –favoreciendo que, por una vez en la vida, el pez chico se coma al grande– o la proyectada legislación sobre televisión, que prácticamente pondrá fin a Telefónica Media en tanto que grupo.

De la misma manera, pero por el lado contrario, hay en las cumbres del PP algunos mandamases que son devotos de Pedro J. Ramírez, pero los hay que no se fían un pelo de él.

Resumiendo: que no ha sido el Gobierno quien se ha cargado a Isabel San Sebastián. Ha sido César Alierta, que no traga a Ramírez y que, por vía de consecuencia, tampoco traga a quienes le siguen la estela.

Escribió Karl Marx, en lapidaria sentencia citada hasta el aburrimiento, que la Historia se repite, sólo que la primera vez como tragedia y la segunda como farsa. Nos encontramos ahora con un caso que refuta la afirmación marxiana. El Gobierno está viendo cómo se repite con César Alierta la misma historia que ya tuvo con Juan Villalonga, sí, pero en los dos casos se trata de la misma ópera bufa. En ambos ha favorecido que un empresario sin la menor visión política de la jugada, pero con unas ganas locas de hacer dinero, encabece Telefónica. El empresario, así que pasa un cierto tiempo, se pregunta por qué tiene que perder dinero con unas empresas mediáticas que sólo le traen quebraderos de cabeza y a cuento de qué debe permitir que gente que no pone un duro, como Ramírez, se dedique a darle órdenes y a decirle qué tiene que hacer, cómo y con quién. Empieza a ponerse remolón, a meter baza donde no le llaman... y zas, hostia al canto en el morro, en forma de stock options o de sobrino con información privilegiada.

Alierta se ha lanzado a la guerra, como antes lo hizo Villalonga. Igual.

¿El final será también el mismo en ambas historias? Ni idea. Puede que no. El Gobierno está dividido en esa guerra. Y, además, está cansado.

Tanto va el cántaro a la fuente...

 

(28 de noviembre de 2002)

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Limpieza sectaria en Telefónica

Cuando, allá por septiembre del pasado año, los nuevos responsables de los informativos de Onda Cero –y, en particular, de su programa nocturno, La Brújula– decidieron prescindir de mis servicios, no protesté. Este Diario es testigo de ello. Asumí la tesis de que las empresas informativas tienen derecho a escoger su línea y, en consecuencia, a sus colaboradores.

Llevé bastante peor –aunque tampoco levanté la voz– cuando nadie dio la cara para comunicarme el despido (no digamos ya sus razones). Pero decidí que eso son cuestiones de estilo. De ética y de estética. Cosas que uno tiene en cuenta a la hora de delimitar sus relaciones de amistad. Privadas, en suma.

Asisto ahora con cierta distancia a la indignación de algunos contra la limpieza sectaria que César Alierta, dueño de Telefónica –y, en consecuencia, de Antena 3 y de Onda Cero–, ha desatado en ambos medios informativos. Me sorprende particularmente que apelen a la libertad de expresión los mismos que, cuando a mí me echaron de Onda Cero, hicieron la vista gorda, o incluso lo justificaron. Doblemente, puesto que mi despido fue directamente resultado de la firme voluntad de suprimir un punto de vista del que yo era representante único en las tertulias de esa emisora, en tanto lo de ahora se refiere a una disputa concreta sobre una choricería concreta, sin mayor trasfondo ideológico-político (¿alguien cree que hay divergencias de concepción del mundo entre Isabel San Sebastián y Carmen Gurruchaga?).

Aquello sí tenía que ver con el pluralismo. Esto afecta tan sólo a la libertad de criticar las trapacerías del patrón que te paga.

Una libertad que, en realidad, jamás ha reconocido ninguno de los dos bandos ahora enfrentados.

 

(27 de noviembre de 2002)

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Viendo desnudos

La que se les ha venido encima a los tres diputados autonómicos madrileños del PP que fueron sorprendidos en el hemiciclo cuando miraban fotos de chicas desnudas en un ordenador portátil. Todo el mundo los está poniendo de vuelta y media. Incluidos los responsables de su propio partido, que se plantean reprobarlos formalmente.

No es fácil delimitar los perfiles exactos del crimen que se les atribuye. He tratado de enterarme, pero lo cierto es que las acusaciones que se vierten contra ellos son extremadamente genéricas. Parece haber unanimidad en que «eso» está muy mal, pero no está nada claro ni qué es «eso» ni por qué, en concreto, está tan mal.

¿Está mal porque no prestaban atención a la actividad parlamentaria que se estaba desarrollando? «¡Y con mi dinero!», se indigna mi buen amigo Gervasio Guzmán. Bien, pero en ese caso habrá que tomar nota y reprobar a todos los parlamentarios, de Madrid o de donde sea, que se sientan en el escaño a leer ostentosamente el periódico, hacer crucigramas, escribir cartas o hablar por teléfono. Por no hablar de los que ni siquiera se sientan, porque han decidido instalar una oficina rotatoria en los bares de los alrededores.

Nada de todo eso es para tanto. En un sistema parlamentario como el español, en el que los parlamentarios están atrapados por la disciplina de partido –diga lo que diga la Constitución sobre el voto imperativo–, los diputados que no intervienen en el debate, porque nadie les ha dado arte ni parte, están de sobra. Basta con que acudan presurosos a la hora de votar. Y nadie ha pretendido que los tres diputados madrileños del PP estuvieran tan absortos en la contemplación de la pantalla del ordenador que olvidaran cumplir con sus deberes como votantes autonómicos (y automáticos).

Entonces, si su crimen no es perder el tiempo, ¿cuál es? ¿Divertirse viendo unos cuantos desnudos? Si merecieran reprobación todos los usuarios de internet que hayan contemplado imágenes eróticas por ese popular medio, no creo que saliera incólume ni el 1%.

Consideradas las cosas con calma, hasta encuentro algunos aspectos positivos a  la actividad visionaria de los tres diputados en cuestión. En primer lugar, y dada la no muy elevada consideración que me merecen las iniciativas parlamentarias del PP, casi prefiero que sus diputados se dediquen a cualquier otra cosa, siempre que no figure en el Código Penal. Aparte de lo cual, me reconforta también saber que, al menos algunos de ellos, no llevan el cilicio puesto.

¿Está de perlas, entonces, lo que han hecho? No, no lo creo. Pero por otras razones. No, porque, si son tan tolerantes consigo mismos –y me parece muy bien que lo sean–, deberían dar muestras de esa misma tolerancia cuando ejercen de legisladores.

Odio la doble moral de la derecha española, tan nutrida de inquisidores de día y puteros de noche.

 

(26 de noviembre de 2002)

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Alimentando mitos

«Europa respira aliviada por el batacazo electoral sufrido por Jörg Haider». Comentario unánime en nuestros medios de comunicación de hoy.

¿Y en qué consiste el alivio? La gente de Haider (FPÖ) ha bajado muchos peldaños en la escala electoral, pero, a cambio, ha subido como la espuma el ÖVP, es decir, el PP austriaco. Si uno se toma el trabajo de examinar las diferencias políticas prácticas entre el «ala liberal» del partido de Haider y el ÖVP, comprueba al punto que apenas existen. Lo que ha marcado al partido de Haider con un estigma no es lo que ha hecho, sino lo que ha dicho: algunas declaraciones escandalosas y ciertas actitudes provocativas de su líder. Pero, a la hora de la gobernación concreta de la sociedad austriaca, el FPÖ no ha promovido nada que no pudiera ser asumido –o que no haya sido asumido, o incluso realizado con antelación– por Aznar, por Berlusconi... o incluso por Blair.

¿Alguien cree que existe una franja importante del electorado austriaco que se pasa del fascismo al democratismo sin pestañear? Por supuesto que no. Muchos votaron a Haider en su momento porque lo que prometía les sonó bien, y han dejado de votarle ahora porque piensan que les ha traído más problemas –en sus relaciones internacionales, sobre todo– que soluciones. Si por fascista se entiende «incompatible con el sistema parlamentario», el FPÖ no es fascista: se amolda sin mayor problema al esquema institucional existente en el conjunto de Europa. De la misma manera, pero a la inversa, es una patraña identificar al PP de Wolfang Schüssel con la defensa de las libertades democráticas clásicas. Ambos partidos se mueven, de hecho, dentro de los parámetros políticos de la UE. La diferencia entre el uno y el otro es de matiz. Ése es el estrecho margen por el que oscila un amplio sector del electorado austriaco.

La actual derecha europea no está dividida entre «fascistas» y «demócratas». Para estas alturas, esa distinción es mítica. Y los electores lo sienten, si es que no lo saben: por eso la supuesta derecha fascista experimenta tan fuertes oscilaciones electorales. Entre la concepción del mundo de buena parte de los electores de Le Pen y la de muchos electores de Aznar apenas hay diferencia, como no la hay entre amplias franjas de los votantes de Berlusconi y los de Haider. A veces no es sólo que sean iguales en el fondo: es que tampoco se diferencian demasiado en las formas.

 

(25 de noviembre de 2002)

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