Diario de un resentido social

Semana del 9 al 15 de diciembre de 2002

 

Cuanto más se remueve...

Dice un refrán de mi tierra, no muy fino, pero ciertamente expresivo, que la mierda, cuanto más se remueve, peor huele.

José María Aznar dio ayer elocuente prueba de ello. Su conferencia de Prensa en A Coruña, que él había destinado a sacar la patita de dónde la había metido, no hizo sino empeorar su posición.

Es cierto que presentó más excusas en media hora de todas las que ha ofrecido en los últimos seis años. Pero fueron meramente formales. Cada vez que reconocía un hipotético error, se apresuraba a justificarlo, y ponía tanto calor en la justificación como frialdad en el reconocimiento.

El punto culminante de su exhibición de patinaje llegó cuando afirmó que no había viajado antes a Galicia porque eso habría supuesto «una manipulación de los sentimientos de los gallegos». Sus amigos se han precipitado a decir que no pretendió con ello desautorizar a los muchos responsables políticos que habían viajado a Galicia antes que él, empezando por el rey. Y yo les creo: doy por hecho que el hombre estaba tan obsesionado con lo suyo que no pensó que había escogido una línea de defensa que suponía un ataque para todos los demás.

Pero eso no le deja en mucho mejor lugar. Al contrario: da cuenta de las limitaciones de uso que tienen sus neuronas. El hombre es muy soberbio, pero cortito. No es incompatible.

Por lo demás, no llegó a aclarar por qué las razones que le habían aconsejado estar lejos de Galicia hasta ayer dejaron de ser válidas precisamente ayer. Si había podido trabajar hasta ahora a favor de Galicia desde la lejanía, ¿para qué acercarse? Si podía centralizar toda la información tan estupendamente desde Grecia, desde Roma o desde Madrid, ¿qué necesidad tenía de pasar tres horas en A Coruña? Que no nos cuente que quería ver de cerca la realidad de la catástrofe, porque no se acercó a ella. Que no pretenda que quería reconfortar a los perjudicados, porque no se dignó hablar con ellos. Que no arguya que quería infundir ánimos a los voluntarios y a los soldados que trabajan sobre la mierda, porque no quiso ni verlos. Estuvo en Galicia como podía haber estado en Salamanca.

Fue un churro de viaje que sólo sirvió para confirmar lo que ya todo el mundo sospechaba: que no se había acercado por el lugar de los hechos por miedo a ser abroncado, y que ese mismo miedo fue el que dictó sus escasos pasos ayer durante su paseo de visto y no visto.

En realidad, Aznar sigue sin haber viajado a Galicia.

 

(15 de diciembre de 2002)

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El «sigfrimóvil»

Don Sigfrido Herráez, concejal de Movilidad Urbana del Ayuntamiento de Madrid, es como los abetos: existir, existen todo el año, pero es en Navidad cuando se plantan en el centro de la capital.

Todas las Navidades, don Sigfrido tiene alguna idea genial que obliga a hablar de él. Estuvo fantástico cuando se inventó el truco de los famosos conos, teóricamente destinados a evitar que los coches particulares entraran en los carriles reservados a taxis y autobuses. Los conos de las narices, de goma y meramente apoyados sobre el asfalto, eran golpeados sistemáticamente tanto por los que circulaban a su derecha como por los que lo hacían a su izquierda, de modo que en cosa de nada se plantaban en medio de la calle, obligando a los coches a hacer constantes y muy amenos eslálones para evitarlos. Apenas había personal para recogerlos y, como resultaba muy trabajoso ponerlos de nuevo en su sitio original, los dejaban en fila india, todos pegaditos, con lo que estorbaban menos pero, lógicamente, no prestaban ya ninguna función. Lo más gracioso es que don Sigfrido, que no es célebre por su gran sentido del ridículo, convocó a la Prensa para felicitarse por el éxito de los conos... cuando no habían comenzado todavía las festividades y sólo llevaban dos o tres días en las calles.

El invento de este año es un vehículo, un Smart, equipado con cámaras digitales. Don Sigfrido ha anunciado que lo va a tener «circulando incesantemente» por el centro de Madrid y que captará la imagen de los vehículos que estén estacionados en doble fila, lo que, según él, permitirá multarlos sin apelación posible, lo que ayudará a mitigar el problema de los atascos.

Del único modo que se me ocurre calificar la idea es diciendo... que es propia de don Sigfrido.

Vamos a ver.

Para que el coche de marras (que la Prensa ya ha bautizado como sigfrimóvil) pueda «moverse incesantemente» por el centro de Madrid durante las fiestas navideñas, lo primero que necesitará es que no haya atascos. Porque, si los hay –y no veo cómo se las arreglará don Sigfrido para que no los haya: de hecho ése es el problema que pretende afrontar–, su sigfrimóvil se quedará igual de parado que los demás coches. Si consigue que haga una media de 4 km./h., habrá logrado mucho.

Ahora bien: un guardia municipal también puede hacer una media de 4 km./h. Con la ventaja de que no se queda atascado. Y no consume gasolina. Y no contamina. Además, no tiene por qué haber sólo uno. Pueden ser diez, o veinte. Si la gracia está en lo de las fotografías digitales, no hay más que equipar a los guardias municipales con cámaras fotográficas especiales. Tampoco son tan caras. Mucho menos que el sigfrimóvil, desde luego.

Los guardias andarines presentarían una ventaja adicional que nunca aportará el cochecito de don Sigfrido: pueden ver la matrícula de los coches que están pegaditos entre sí, como están muchos de los aparcados en doble fila por el centro de Madrid. La cámara del sigfrimóvil no podrá retratar esas matrículas; los guardias de a pie, sí.

Todo esto sin contar con que las multas pueden contribuir a engrosar las arcas municipales, pero no resuelven para nada el problema de los atascos. Los coches aparcados en doble fila estarán multados, pero seguirán en doble fila.

Se preguntarán ustedes por qué no moviliza don Sigfrido a los agentes de la Policía Municipal. Yo se lo digo: porque no se atreve. Don Sigfrido se atreve a comprarse un cochecito, lo que le permite de paso lucir su palmito ante la Prensa, pero no tiene carácter para afrontar los problemas de fondo. Porque don Sigfrido tiene carácter para pasearse dando gritos por las dependencias municipales, abroncando a los funcionarios, pero frente a los problemas de verdad no es más que un pusilánime.

Si de veras quisiera afrontar el problema de los atascos interminables en el centro de Madrid, lo que debería es limitar el acceso de coches a esas zonas. Para lo cual lo primero que sería necesario es que dejara de autorizar la apertura de más aparcamientos en el centro, que constituyen una descarada invitación a que los coches entren hasta la cocina, y construyera en las afueras, en el límite de la red de metro, grandes aparcamientos disuasorios. Claro que eso exigiría inversiones serias, y hasta es posible que enfadara a los ricos comerciantes del centro de la capital, que tantos amigos tienen en el PP. Y que tan amigos son de don Sigfrido.

 

(14 de diciembre de 2002)

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Fotografías demagógicas

Dice Fraga a propósito de la marea negra del Prestige lo mismo que dijera hace tres décadas su mentor Franco cuando el almirante Carrero subió a los cielos: «No hay mal que por bien no venga». Creo que él –me refiero a Fraga– trataba de referirse a las mejoras que va a experimentar la legislación europea tras la severa lección contaminante de Galicia.

No me atrevería yo a manifestar tal optimismo, ciertamente, pero sí admito haber indagado en  la tragedia gallega a la búsqueda de algunas posibilidades de hacer, por lo menos, de la necesidad virtud.

Y se me ha ocurrido que el primer filón que cabría explotar es el de la fotografía demagógica.

Fue Su Majestad el Rey quien llamó la atención sobre la existencia de esa modalidad fotográfica. «Que no se hagan fotografías demagógicas», exigió el monarca durante su visita –muy breve, pero intensísima, supongo– a la zona del desastre.

Como Don Juan Carlos es el Jefe del Estado, y las Fuerzas de Seguridad son del Estado –mientras el PP no las privatice–, es lógico que éstas se pusieran de inmediato manos a la obra para cumplir las instrucciones del mando y evitar que alguien hiciera fotografías demagógicas. Pero, claro, no resulta fácil saber si una foto es o no es demagógica antes de verla –en rigor, tampoco es demasiado fácil saberlo después de verla–, de modo y manera que las FSE optaron por cortar las alas a todos los especímenes con cámara que merodeaban por el litoral. Tengo el testimonio de varios fotógrafos que fueron enérgicamente expulsados de la zona costera «por su propia seguridad» –un simpático homenaje a Don Corleone, supongo– y hasta me sé de uno al que la Guardia Civil del Mar le tiró la cámara digital al pastoso océano, no fuera a ser que hubiera hecho alguna fotografía demagógica, incluso sin ser consciente de ello. Un detalle.

Se equivocó el Rey. Admitámoslo: hasta la mejor pluma tiene un Borbón.

Hizo muy mal el monarca emprendiéndola tan radicalmente contra las fotografías demagógicas. Me da que no pensó que, asomando en el horizonte los malos tiempos que se aproximan, Galicia tendrá que derrochar imaginación productiva y sacar provecho y economía de cualquier cosa. Hasta de las fotografías demagógicas, si se puede.

Lo mismo hay quien las compra a buen precio. O quien paga una pasta para que le dejen hacerlas.

Peces embreados. Aves de luto. Rocas cubiertas de negro engrudo. Políticos que se declaran prestos a bañarse «igual que en Palomares». Y delante, los turistas con la cámara. Como en un safari fotográfico.

No sé. Digo yo que de algo habrán de vivir por allí hasta que elijan un gobierno en condiciones.

 

(13 de diciembre de 2002)

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El Estado malefactor

Ya tuvimos ocasión de escuchar hace unos días la doctrina de José María Aznar sobre el papel que deben tener las Fuerzas Armadas españolas en caso de desastre colectivo: según él, deben encargarse de aquellas funciones que los voluntarios no acierten a resolver. O sea, que el Ejército, de entrada, en posición de liberal, y hasta de fisiócrata: laissez faire, laissez passer. De mirón. ¿Que el personal no acaba de apañárselas por su cuenta y riesgo? Entonces sí; entonces interviene. En plan auxiliar.

He escrito que quieren que la gente se las apañe «por su cuenta y riesgo».

Por su riesgo, desde luego. Ya ha habido un buen puñado de voluntarios que han tenido que ser atendidos de diversas afecciones provocadas por el hecho de que las mascarillas que les están proporcionando son tan baratas como inadecuadas: no filtran los gases que emanan del fuel. También ha habido varios casos de caídas por las rocas (uno relativamente grave, parece, en las Cíes).

Pero he escrito que pretenden también que la ciudadanía se las apañe «por su cuenta». Y lo peor es que está resultando tal cual, literalmente.

De veras que lo he visto y no podía creérmelo: ¡pretenden que la lucha contra el desastre de Galicia se financie, al menos en parte, gracias a la caridad espontánea del personal! Han abierto un puñado de cuentas corrientes en unos y otros bancos y no paran de invitar a la ciudadanía a meter dinero, para mostrar su solidaridad.

¡Habrase visto caradura! ¿Pero esto que es? ¿Ruanda, Somalia? ¿El Domund? ¿No tenemos aquí un Estado que nos cobra un pastón todos los años, vía IRPF –y vía tasas y exacciones de toda suerte–, para llenar unas arcas que se supone que tienen que servir para cubrir los gastos colectivos que se impongan?

He escuchado por la radio al representante de una Cofradía: «Ese dinero nos puede venir muy bien, porque se nos están acabando las mascarillas, y los monos blancos...». ¡Toma ya! ¿Qué se supone, que el personal de a pie tiene que poner los voluntarios y, además, pagarles el equipamiento?

Llevo años ejerciendo de contribuyente ejemplar. Pago hasta el último céntimo que me corresponde. Mi agente fiscal –pobrecilla– ya no se toma el trabajo de preguntarme si voy a tratar de escaquearme en algo. Sabe que soy inmaculado: lo declaro todo. La Agencia Tributaria también lo sabe: ha investigado mis cuentas en varios ejercicios –prefiero no imaginar por qué– y las dos veces que creyó haberme cogido en falta tuvo que envainarse sus acusaciones.

Pero lo declaro en este punto solemnemente: como me convenzan de que mi dinero no vale para las buenas causas, porque las buenas causas deberán finalmente financiarse a cuenta de la caridad, dejo de pagarles un euro más y les digo que se metan el impresito correspondiente por donde les quepa. Que uno puede ser imbécil, pero no tanto.

 

(12 de diciembre de 2002)

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La infancia utilizada

Estoy en Albacete. Ayer por la tarde pronuncié una conferencia sobre La Prensa contra Palestina: la manipulación informativa de los grandes medios de comunicación a favor del Estado sionista y en contra de los árabes del Oriente Próximo. Mucho público y muy animado. 

Antes había dado un breve paseo por la ciudad.

Me topé con un acto público en una céntrica plaza. Un centenar de personas, muchas de ellas con velitas encendidas.

Me acerqué. Pronto vi de qué iba la cosa: Amnistía Internacional conmemoraba el aniversario de la aprobación de la Declaración Universal de Derechos Humanos.

Me quedé a ver de qué iba la celebración.

A los cinco minutos estaba con las válvulas de mi indignación a pleno rendimiento.

El acto consistía en una sucesión de intervenciones de niños y niñas en un estrado. Se iban pasando el micrófono, focos y cámaras de televisión por delante, e iban leyendo los folios que les habían asignado. El uno hablaba de la opresión de las mujeres en África, la otra condenaba la utilización de la tortura en tal o cual país asiático... No había más que escuchar sus recitados monocordes para darse cuenta de que las pobres criaturas apenas entendían el sentido de los textos, pasablemente pedantones. Y no había más que verles la cara para comprender que su mente no estaba ni en África, ni en Asia, ni en América Latina, sino allí mismo, arrobada por las luces, las cámaras y el público.

Me parece intolerable esa utilización de la chiquillería. Me indigna que sobornen a los críos y las crías con un pedazo de notoriedad para incitarlos a decir cosas con las que es imposible que sepan si están o no de acuerdo, porque no se encuentran en condiciones de entenderlas.

A los niños y las niñas hay que enseñarles a pensar, a razonar, a preguntarse el porqué de las cosas y a buscar las respuestas, no ponerles en un papel el resultado de un razonamiento ajeno y engatusarlos para que lo reciten como papagayos delante de una cámara.

Me acerqué al grupo de las criaturas para ver de qué hablaban entre sí. «A mí me queda menos vela y menos fuego», decía la una. «¡A ver quién tiene la llama más grande!», proponía el otro.

Cuento con muy buenos amigos y amigas en Amnistía Internacional. Voy a pedirles que adviertan a sus organizaciones locales contra estas prácticas basadas en la utilización de la infancia. Porque son bochornosas, por muy nobles que sean los fines. Y que sea precisamente Amnistía Internacional quien recurra a ellas...

 

(11 de diciembre de 2002)

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El fuel es visible

La gran dificultad del combate ecologista reside en que la mayor parte de las veces convoca a la lucha contra males terribles, pero invisibles.

Si alguien te tira un ladrillo a la cabeza, montas en cólera. Si te arrea un bofetón, a lo mejor –o a lo peor– te animas y se lo devuelves. Pero si te bombardea con radiaciones, no le dices nada, porque no te enteras. Y si te envenena con pesticidas, igual. Y si va matando poco a poco el mar a tus espaldas con vertidos industriales o con capturas abusivas, pues lo mismo.

Ya se sabe: ojos que no ven...

Algunos venimos denunciando desde hace años la situación de la marina mercante internacional. Yo lo he hecho desde hace casi veinte años. Es un disparate. Son un disparate las llamadas banderas de conveniencia, eufemismo que tapa las escasas vergüenzas de los paraísos fiscales que amparan legalmente la navegación de buques que no reúnen ninguna condición: cascos que no se aguantan, armadores que apestan a diez kilómetros, oficiales de fortuna, tripulaciones sin cualificación ni papeles...

Es el neoliberalismo flotante. Hasta que los barcos naufragan, por supuesto. Como el Prestige.

Lo único que me alivia del hundimiento del Prestige –espero que ustedes me entiendan– es que el fuel se ve. No es como la radioactividad, ni como el CO2, ni como las partículas de mercurio en el agua. El fuel lo deja todo hecho un asco y expande un olor hediondo.

El fuel promueve la indignación, y la búsqueda de culpables, y la exigencia de responsabilidades.

Los gobernantes de nuestro tiempo están acostumbrados a disimular su desenvoltura de aprovechados y su desinterés real por la colectividad detrás de una nube de palabras altisonantes. Ante desastres lejanos (Bruselas, FMI, Wall Street) repletos de referencias abstractas e inasibles para el común de los mortales (diferencial de inflación, tasa de gasto público, PIB), sus tácticas de distracción suelen surtir efecto. Se desprestigian, sin duda, pero muy lentamente.

El Gobierno del PP ha querido camuflar su racanería en la lucha contra la marea negra del Prestige –racanería doble: en el gasto de medios materiales y en la inversión de esfuerzos personales– como si estuviera refiriéndose a la disminución de dos décimas en la tasa de crecimiento. Pero en lo de las dos décimas mucha gente no sabe qué le va. El fuel es otra cosa. El fuel es visible. Ensucia y hiede. En esta ocasión les va a costar mucho lavarse las manos.

 

(10 de diciembre de 2002)

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De lo verosímil fílmico... y musical

Galvano della Volpe, estudioso marxista que gozó de notable predicamento en la Europa de los sesenta, escribió por entonces un ensayo titulado Lo verosímil fílmico que me llamó bastante la atención cuando lo leí (*). Hablaba en él de cómo el gran público acepta en el cine situaciones que no admitiría en la vida real, sea por razones de lógica, sea por reparos ideológicos.

El cine posee una fascinante capacidad para manipular conciencias y sentimientos. Puede hacer que gente que en la vida normal se muestra recalcitrantemente incapaz de admitir la homosexualidad, por ejemplo, se emocione y solidarice con las penas de amor de un homosexual. En 10, Blake Edwards se permitió la humorada de conseguir que el público empiece choteándose de un maricón y acabe echando lagrimitas de complicidad para con su causa. En Los lunes al sol, Fernando León de Aranoa despierta en espectadores perfectamente convencionales –jueces incluidos– una corriente de irresistible ternura hacia personajes que incurren en actitudes tipificadas en el Código Penal.

Fuera del cine, los mandarían a la cárcel; dentro del cine, los aplauden.

Ésta es una reflexión que probablemente resulte a muchos un tanto tópica –para mí lo es–, y  no hubiera recurrido a ella de no ser porque me he dado cuenta de que es ampliable a muchos otros campos y actividades que manejan sentimientos.

El de la canción, por ejemplo.

Estaba escuchando hace un rato una versión bilingüe del archifamoso Spanish Eyes. El cantante suelta: «Tú, sólo tú, / has enseñado a mi alma tu querer...». Y la gente canta eso, y se queda tan ancha, y hasta dice: «¡Qué bonito!». Pero, ¡habrase visto mamonada semejante! ¿Quién diablos podía enseñar su querer sino ella?

Se pasa por encima de las incongruencias de las letras, por absurdas y estrafalarias que sean, y hasta se toman –eso es lo peor– como cosas profundas. La de veces que habré escuchado el No me importa nada de Luz Casal. Hasta hace unos días, que me puse a analizar la letra según la escuchaba en la radio, no me di cuenta de que es de una gilipollez supina.

La reproduzco:

«Tú juegas a quererme

»Yo juego a que te creas que te quiero / buscando una coartada / me das una pasión que yo no espero

»Y no me importa nada

»Tú juegas a engañarme / yo juego a que te creas que te creo / escucho tus bobadas / acerca del amor y del deseo

»Y no me importa nada, nada / que rías o que sueñes / que digas o que hagas

»Y no me importa nada / por mucho que me empeñe

»Estoy jugando y no me importa nada

»Tú juegas a tenerme / yo juego a que te creas que me tienes / serena y confiada / invento las palabras que te hieren

»Y no me importa nada

»Tú juegas a olvidarme / yo juego a que te creas que me importa

»Conozco la jugada / sé manejarme en las distancias cortas

»Y no me importa nada, nada / que rías o que sueñes / que digas o que hagas

»Y no me importa nada / por mucho que me empeñe / que digas o que hagas / y no me importa nada

»Y no me importa nada / que rías o que sueñes / que digas o que hagas / y no me importa nada / que tomes o que dejes / que vengas o que vayas

»Y no me importa nada / que subas o que bajes / que entres o que salgas / y no me importa nada.»

¿De qué va la cosa? ¿Es la descripción de un caso psiquiátrico? Si no le importa nada, ¿por qué hace tantas cosas, y tan raras? ¿Le gusta chinchar al tipo y, ya de paso, chincharse ella también? ¿No haría mejor en aplicar todo ese esfuerzo a alguien que le importe algo?

Misterio. Pero más misterio es que, cuando la chica en cuestión se pone a cantar este galimatías en una de sus actuaciones en directo, el público saca los encendedores del bolsillo, prende cientos de llamas y adopta un aire de complicidad mística, cual si se tratara de un himno o cosa semejante.

«Serena y confiada, invento las palabras que te hieren». ¡Tócate las narices!

Estoy seguro de que la inmensa mayoría de los y las presentes, si se toparan en la vida real con una tipa que se comportara así, dirían que es una madlita hija de puta. Pero, a la hora de la música, encienden el mechero y ponen cara de arrobo.

Lo verosímil musical, habría que llamar a eso.

 

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(*) Lógico: difícilmente podría haberme llamado la atención antes de haberlo leído. Me he dado cuenta de que había metido ese latiguillo perfectamente chorra, pero he optado por dejarlo para que mis propios pecados os sirvan de escarmiento. ¡Ojo a las obviedades y perifollos inútiles, como esa manía, tan extendida, de decir, cuando se está relatando una historia: «Y, en un momento dado...». En un momento dado ocurre absolutamente todo: nada sucede fuera del tiempo. O el otro vicio à la mode: «Pero, sin embargo...».

 

(9 de diciembre de 2002)

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