Un modelo de convivencia para
Euskadi
Intervención en la
mesa redonda organizada el 28 de octubre de 2004 por Elkarri
en Madrid, moderada por Uxue Barrios (parlamentaria de Nafarroa
Bai, vinculada al nacionalismo vasco), en la que
intervinieron Teresa Toda (periodista vinculada a la izquierda abertzale),
Manuel Escudero (político vinculado al PSOE), Miguel Herrero y Rodríguez de Miñón
(político supuestamente vinculado al PP) y Javier Ortiz (periodista y escritor
vinculado a Javier Ortiz).
Esto es lo que dijo el
último de los mencionados:
«Un modelo de convivencia
para Euskadi».
Según miraba pensativo esta
mañana el enunciado de la convocatoria de esta mesa redonda (que, como casi
todas las mesas redondas, es rectangular), me preguntaba qué puede ser eso de
«un modelo de convivencia» y, muy en
especial, de la convivencia de quién con quién se suponía que debíamos hablar
esta tarde.
¿Convivencia entre los
vascos? ¿Convivencia entre los vascos «y las vascas», que añadiría el denostado
Juanjo Ibarretxe?
No creo yo que haya
demasiado problema para la convivencia de la gente que se pasea por las calles
de Euskadi.
Convivimos. Mal que bien.
Nos querremos más, menos o
nada, pero tampoco eso importa demasiado. Los amores y desamores están en el
orden natural de las cosas. Lo esencial es que tengamos claras las normas. O
sea, que todos sepamos que, cuando llegamos al borde de la acera, si el
semáforo está en rojo eso quiere decir que no podemos pasar, y que debemos
esperar a que se ponga en verde para atravesar la calle.
Tampoco es tan complicado.
Para convivir con Rodolfo
Martín Villa, yo no le pido que se baje del coche con chófer
en el que está montado desde que cumplió los 20 años, que se hinque de rodillas
y que me pida perdón entre sollozos porque sus policías me torturaron en 1975
con su pleno consentimiento, si es que no con su aplauso. Paso de ello. Me vale
con que en el momento presente respete las normas de la vida en común.
Eso es «un modelo de
convivencia».
No se trata de que nos
amemos apasionadamente. Con que no nos tiremos a degüello, basta y sobra.
En Euskadi ya existe «un
modelo de convivencia».
La vecina que mi madre
tenía en el 5º piso de su casa, en el barrio de Gros de este valle de lágrimas,
municipio de Donostia-San Sebastián, pensaba que yo soy un cerdo
rojo-separatista, cosa que probablemente se acerque bastante a la verdad (no
tanto por lo de rojo-separatista como por lo de cerdo). Pero nunca me clavó un
cuchillo en el abdomen (lo cual le agradezco sinceramente), y yo tampoco la
estrangulé en el ascensor (aunque la calidad de los perfumes que usaba habrían
justificado ampliamente esa reacción mía, estrictamente ecológica).
Eso es convivencia. Y para eso
no hace falta ningún modelo. Consiste en soportarse, con más o menos
entusiasmo. Y en que las leyes pongan orden en esos comportamientos,
delimitando qué se puede y qué no se puede hacer.
Lo que Euskadi necesita no
es un modelo de convivencia, sino unas leyes que regulen de manera adecuada la
vida en sociedad. Que establezcan cómo podemos convivir personas que opinamos,
sentimos, amamos, oímos música, vemos cine... etcétera... de modos no sólo
diferentes, sino incluso incompatibles. Que no nos aguantamos. Y que tenemos
perfecto derecho a no aguantarnos.
Personalmente, estoy hasta
las narices de los neo-curas que tratan de persuadirme de que debo amar a mis
enemigos. No me da la gana de amar a mis enemigos. Me apetece muchísimo odiar a
mis enemigos. He citado a Martín Villa, pero podría poner en la lista a varios
cientos más, si es que no miles, encabezados por Aznar –me refiero al famoso
profesor José María Aznar, de la Universidad de Georgetown– y por Jaime Mayor
Oreja, el afamado promotor del haloperidol como vía de resolución de los conflictos
migratorios, en dura competencia con el señor González, que dice que quiere
sacar de la cárcel a los mangantes por razones de estricta justicia.
Si el asunto no es que nos
amemos. Se trata tan sólo de que
aprendamos a vivir juntos, a soportarnos sin necesidad de darnos tiros en la
nuca. Ni de enterrarnos en cal viva.
Para conseguir lo cual, lo único que se
requiere es una solución política que nos resulte aceptable a todos. Admisible,
si es que no aceptable. Algo que demos todos por bueno, nos guste más o menos.
Pero el problema, el
gravísimo problema, está en que ninguno de los grandes contendientes que nos
están haciendo la puñeta desde hace años, en Euskadi y en España, quiere que
encontremos esa solución.
Se suele decir que dos no
se pegan si uno no quiere. Siempre me ha parecido una frase discutible. De
acuerdo: puede que, si uno no quiere, dos no se peguen, pero eso no impedirá
que haya uno que le pegue al otro.
Lo que está clarísimo es
que dos no dialogan si ninguno de los dos quiere. Y me temo que estamos en ésas.
Por lo cual, ni modelo de convivencia ni Cristo que lo fundó.
Elkarri está
empeñado, dentro de eso que llama –con envidiable humor– su filosofía insistencialista, en propiciar el diálogo. Nada más
alejado de mi intención que criticárselo. Pero no dejo de recordarles que de
buenas intenciones está empedrado el camino del infierno.
Ahora mismo estamos en esas
andadas. Cada paso mal dado, cada tropezón, cada torpeza, cada propuesta
inviable –lo hemos comprobado ya tantas veces– acaba por convertirse en otra
frustración, en otro factor de desánimo. Y tampoco tenemos tantas fuerzas como
para permitirnos el lujo de despilfarrarlas. Haríamos mal en suscitar
esperanzas que no cuenten con más base sólida que nuestros propios deseos.
Si tuviera que hacer ahora
el balance global de lo que supuso todo lo de Lizarra y la tregua consiguiente –y todo lo
añadido, incluyendo los amagos de conversaciones entre ETA y el Gobierno de
Aznar–, me vería en serias dificultades para dar aquella experiencia por bien
venida. No me refiero a cada iniciativa o cada decisión consideradas en sí
mismas, ni a las intenciones de los unos o los otros, sino a los efectos objetivos que sobre la moral
de la sociedad vasca tuvo aquel raudal de expectativas finalmente frustradas.
¿Estamos ahora en
condiciones de hacer las cosas mejor, de avanzar, de acercar más a quienes
tienen la capacidad real de decidir?
Creo que no. Y de veras que
soy el primero en lamentarlo.
Me explico.
Considerado en su conjunto
el conflicto vasco –la suma de conflictos vascos que tienen lo nacional como
referente–, entiendo que existen dos vías de avance posible, que no son en
absoluto excluyentes, pero que tampoco tienen por qué desarrollarse
necesariamente en paralelo.
Podría avanzarse, en primer
lugar, por la vía estrictamente política, consistente en atender lo que tiene
de legítima la insatisfacción soberanista de muchos vascos, que reclaman
su derecho a opinar libremente y sin interferencias foráneas sobre el ámbito
estatal de su futuro. (Dicho sea de paso: demandar para el pueblo vasco el
derecho a decidir sobre este particular –dentro del margen de posibilidades que
ofrece la presente realidad europea– no debe tomarse como expresión de un
irresistible afán independentista. En muchas ocasiones, uno pelea más por el
fuero que por el huevo, como los vascos sabemos más que de sobra.
Personalmente, soy entusiasta partidario del derecho de autodeterminación,
aunque no creo que votara en favor de la secesión, de la misma manera que soy
partidario del derecho al divorcio y no tengo ninguna gana de divorciarme).
Me parece obvio que, si la
base social del nacionalismo vasco percibiera que todas sus aspiraciones
democráticas –las realmente democráticas– pueden verse satisfechas en lo
esencial gracias al diálogo y la negociación, las alternativas violentas
sufrirían un descalabro decisivo.
Eso en primer término.
En segundo lugar, me
parecía útil allanar el camino, para que quienes actualmente están instalados
en las trincheras del activismo armado pudieran abandonar esa posición, a la
vista no sólo de su inutilidad de cara a los fines que aseguran pretender, sino
de su tremenda utilidad de cara a los
fines opuestos.
Pero, ¿cómo avanzar en uno
u otro sentido –no digamos ya en los dos– si quienes deberían favorecer esos
tránsitos están cerradamente en contra de las dos posibilidades?
El principal partido de la
oposición, el PP –con el batacazo que sufrió el pasado marzo todavía por
digerir–, se ha erigido en baluarte defensor de las esencias patrias. Tiene al
PSOE bajo estricta vigilancia, sabiendo que entre ambos partidos suscitaron un
estado de opinión ferozmente españolista que cabe volver contra el Gobierno de
Zapatero, si la ocasión se vuelve propicia.
Algo ha mejorado con
respecto a los tiempos en los que Aznar era el amo y señor de La Moncloa.
Entonces, se imponía la intransigencia con respecto a Euskadi y era de obligado
cumplimiento apuntarse al totum revolutum en el que tanto parecían dar Ibarretxe, Artapalo, Otegi o
Arzalluz. Pero, aunque no se crea ese rollo –o incluso no se lo haya creído
nunca–, Rodríguez Zapatero sigue siendo deudor de los fantasmas que vagan por
el castillo de su partido. Tiene a su lado –es cierto– a Maragall, que es capaz
de creer en cada cosa y su contrario, según vengan dadas, pero no menos cierto
es que también está flanqueado por Pepe Bono, que distribuye sus fervores entre
las procesiones bajo palio y las invocaciones al Campeador, y por Rodríguez
Ibarra, al que me declaro incapaz de calificar, porque el diccionario de la
Academia Española no me proporciona los adjetivos que serían de rigor.
Y no los tiene a su lado
por casualidad (y eso es lo peor), sino porque son representativos de fuertes
corrientes de opinión bien asentadas en su partido. Y porque sintonizan con
sectores importantes de su electorado.
¿Podría tomar Zapatero
iniciativas de paz dignas de ese nombre? Podría, sin duda. Pero permítanme que
deje constancia de mi escepticismo. Un veterano político, de esos diablos que
son más sabios por viejos que por diablos, me dijo hace unos meses: «Zapatero
es un político sin columna vertebral. No es que sea flexible; es que no sabe
mantenerse recto». No lo veo yo tomando iniciativas que le obliguen a poner
firme a su tropa, mandando callar a los unos y reclamando la pleitesía de los
otros. Le pasa como a Rajoy, al que ya han podido ver ustedes hoy mismo qué
caso le hacen sus acólitos. Cuando no se le rebela el dinosaurio gallego se le
sube a las barbas el mindundi navarro.
Eso del lado del Poder. Pero,
si se mira del bando opuesto, del lado de ETA y sus más firmes aláteres,
tampoco se percibe nada que tenga un aspecto más prometedor. Ahí también se
creen que van de éxito en victoria; ahí tampoco ven que haya nada que
rectificar, porque todo está clarísimo; ahí también se dicen cómodamente instalados,
encantados de haberse conocido, esperando a que les llegue el día menos pensado
el comunicado que dé cuenta de la rendición incondicional del enemigo.
Lo dicho: dos no negocian
si ninguno quiere.
Poco importa que haya
terceros en discordia –y cuartos, y quintos– que estemos en contra. Con que los
dos –o tres, o cuatro– que se turnan en el reparto de las cartas no nos den
baza, el juego se vuelve imposible.
Puede que el plan que Elkarri viene animando en los últimos tiempos, erre que
erre, no tenga demasiado porvenir a corto plazo. En casos como éste, siempre
recuerdo el título de un magnífico libro de poemas de Ángel González, llamado «Sin esperanza, con convencimiento». Hay
cosas que hay que hacerlas porque hay que hacerlas, aunque no esté claro que
lleven a ningún lugar. La principal virtud de los esfuerzos inútiles, cuando
son hermosos, es que animan a otros a sumarse y a hacer ellos también esfuerzos
inútiles. Y cuando son muchos los esfuerzos inútiles que se ponen en marcha, se
consigue que a mucha gente le dé por pensar, y entonces los esfuerzos inútiles se
vuelven útiles.
No necesitamos crear
modelos de convivencia, como si esto fuera un concurso de diseño. Necesitamos
darnos cuenta de que la convivencia es un bien prioritario, antecedente de cualquier
otro.
Cuando nos tomemos más en
serio la libertad que cualquier otra cosa, cuando le demos a las libertades
–porque las libertades son muchas y plurales, propias y ajenas–... cuando les
demos, digo, más importancia que a todo lo demás –incluidas las patrias, todas
las patrias–, entonces podremos empezar a tirarnos los trastos a la cabeza
tranquilamente. Sin ganas de hacernos daño.
Que es para mí de lo que se
trata: que nos dejen de una maldita vez pegarnos en paz. Porque yo, por lo
menos, tengo unas ganas enormes de pegarme todos los días con un montón de
gente. Pero en paz.
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