«El
deber de todo revolucionario
es hacer la Revolución»
Ernesto Che Guevara: fracaso del voluntarismo y
triunfo de la voluntad
Charla pronunciada el 18 de octubre de 1997 en El Centro Social “El
Laboratorio”, de Madrid.
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"El deber de todo revolucionario es hacer la revolución".
Fue en su día, como seguramente sabéis muchos de vosotros, uno de los lemas
favoritos de Ernesto Guevara.
He encabezado con esa frase el exordio que me dispongo a encasquetaros -más
breve, de todos modos, de lo que me habían pedido: tampoco creo que sea
obligatorio seguir hablando cuando uno ya ha dicho todo lo que le parece de
interés sobre el asunto-.... he puesto ese título a esta charla, digo, porque
creo que esa frase sintetiza muy bien las dos facetas del personaje, su
contradicción íntima, lo mejor y lo peor de él.
Para mostrar a qué me refiero, voy a empezar precisamente por el análisis de la
frase en cuestión. Confío en que la primera parte de mi intervención, que es
fuertemente crítica hacia una faceta del pensamiento del personaje, no irrite
demasiado a quienes hayan venido esperando un canto de incondicional alabanza.
Espero que entiendan que, si no me apruebo ni a mí mismo, con todo lo que me
quiero, menos podría mirar con embeleso a un personaje que, quizá porque hizo
mucho e intentó más, no podía dejar de equivocarse también en mucho.
"El deber de todo revolucionario es hacer la revolución". No me
detendré demasiado en la contradicción formal que encierra la frase, aunque
tampoco me parece inútil señalarla. Me refiero al hecho de que no tiene sentido
-formalmente, insisto- asignar a los revolucionarios el deber de hacer la
revolución: si no se dedican a eso, entonces es que no son revolucionarios. Lo
que el Che quería decir es que no puede considerarse que sea revolucionario
sino aquel que está comprometido en una lucha revolucionaria.
Eso es lo que quería decir, pero sacrificó el rigor de la expresión para
introducir una noción que le era particularmente querida: la del deber.
Pero vayamos al fondo de la consigna.
Lo primero en lo que voy a detenerme es en su referencia a "la
revolución".
No es en absoluto casual que el Che hablara de la revolución, y no de una
revolución.
El Che estaba convencido de que sólo vale la pena combatir por un tipo de
revolución, por una idea de revolución: la marxista. Del marxismo entendido
según su concepción propia del marxismo, naturalmente. (En lo cual se
comportaba, a decir verdad, como todos los marxistas de la época. Yo recuerdo
que hace 25 años solía bromear diciendo: "Es facilísimo distinguir el
verdadero marxismo del falso. El verdadero marxismo es... el mío".)
Ernesto Guevara, como -ya digo- casi todos los marxistas de la época, partía
-partíamos- de una idea previa de cómo tenían que ser las revoluciones. Y
luego, de lo que se trataba era de que la realidad se ajustara a esa concepción
previa. No es simplemente que él tuviera unos ideales a los que deseara que la
realidad se acercara cuanto más y cuanto antes mejor. Es que o la realidad se
sometía a su modo universal de concebir la revolución o no valía la pena.
Pero los procesos históricos no funcionan así. Las revoluciones no se hacen de
encargo. Son el resultado de complejísimos procesos, en los que intervienen
demasiados factores, que no sólo son incontrolables por su variedad, sino
también porque muchos de ellos, sencillamente, no dependen de la voluntad
humana. Pondré un ejemplo tomado de la Historia reciente: hoy todos los
analistas están de acuerdo en que un factor determinante de la victoria del
sandinismo en Nicaragua fue el terremoto que asoló el país en 1972. Aquella
catástrofe natural, impredecible, que dejó a más de 300.000 personas sin hogar,
contribuyó a poner clamorosamente al desnudo la espantosa corrupción del
somocismo, lo que llevó a las clases medias a mirar con cierta simpatía las
propuestas de los sandinistas.
Y, puesto que de terremotos y revoluciones hablamos, algo similar podría
decirse del proceso que condujo a la caída del Sha de Persia y al nacimiento de
la República Islámica de Irán, aunque a esa transformación el Che nunca la
habría llamado revolución: en su concepción de las cosas, sólo merecían el
nombre de revolución los cambios sociales cuyos protagonistas estuvieran
animados por una pretensión socialista.
Pero las pretensiones de los cabecillas políticos no necesariamente están en
consonancia con lo que sucede en la realidad. Las consecuencias efectivas de la
acción política, incluso en lo inmediato, pero desde luego a medio y largo
plazo, son con frecuencia -por no decir siempre- distintas de las pretendidas
por sus autores. Marx acuñó una frase para referirse a esto: "Lo hacen,
pero no lo saben". Los marxistas nunca tuvieron ningún inconveniente en
aplicar ese diagnóstico a los actos... de los demás. Pero alimentaban la
creencia de que tal cosa no era aplicable a su propia acción, porque ellos,
gracias a haber accedido a las virtudes del socialismo científico -lo que les
permitía conocer el sentido de la marcha de la Historia-, estaban en
condiciones de conseguir que los acontecimientos siguieran el curso de sus
deseos.
Dentro de las muchas corrientes de pensamiento -diría mejor: dentro de los muy
diversos talantes- que ha habido entre los comunistas lo largo del siglo XX, es
fácil detectar dos géneros de disposición de ánimo que frecuentemente han
coexistido, pese a ser escasamente compatibles. De un lado, el de los
cientifistas: militantes convencidos de no ser sino meros instrumentos del
imparable movimiento dialéctico de la Historia. A quien le he leído expresar
este punto de vista de modo más crudo es a Stalin. Llegó a afirmar que, en
rigor, el socialismo acabaría triunfando aunque no hubiera revolucionarios
socialistas: que la función de éstos es, exclusivamente, la de contribuir a que
el de todos modos inevitable advenimiento de la nueva sociedad se produzca
cuanto antes. El otro género es el de los que podríamos llamar voluntaristas:
militantes convencidos de que, más allá de la dialéctica histórica -en la que
también creían-, las revoluciones no suceden, sino que se hacen.
Guevara, por más que no dudara en apuntarse a las peroratas sobre el carácter
científico del marxismo, se situaba claramente dentro de este segundo tipo de
comunistas.
"El deber de todo revolucionario es hacer la
revolución".
Volvemos a la frase. Según él, la revolución preexiste, así sea sólo como idea;
el revolucionario debe encargarse de materializarla en la realidad. Estamos
prácticamente en un viaje de regreso a la caverna de Platón: las ideas no
resultan de la realidad, sino la realidad de las ideas. De lo que se trata es
de que la realidad las refleje.
Lo cual no tendría nada de especialmente problemático si no fuera porque la
idea de revolución que tenía el Che no se limitaba a acumular generosos
enunciados de principio relativos a la libertad, la igualdad o la solidaridad,
sino que incluía una muy amplia maquinaria conceptual fabricada en los altos
hornos de la Rusia soviética. Según su criterio, una revolución merecedora de
tal nombre precisaba de un partido comunista. Y el partido comunista debía ser
único. Y funcionar de acuerdo con las normas del centralismo democrático. Y
había que despreciar las llamadas libertades formales. Y la economía debía
estar centralizada. Y sometida a un plan preconcebido por el mando político. Y
el individuo no debía considerarse importante, porque importante sólo es el
proletariado y, subsidiariamente, el resto del pueblo. Y todos debían asumir la
moral espartana, anti-hedonista, que él concebía como superior. Y... y muchas
cosas más, algunas muy desagradables: no olvidemos que el Che era partidario de
la pena de muerte y que fue en sus tiempos cuando el Gobierno cubano empezó a
encarcelar a los homosexuales.
Una revolución así concebida no podía suceder: había que hacerla. Él mismo lo
escribió: "No siempre hay que esperar a que se reúnan todas las
condiciones para hacer la revolución; el foco insurreccional las hace
surgir". Estaba convencido de que, dada una realidad de opresión y
explotación, lo esencial era que alguien iniciara la rebelión. Algo que no le
alejaba mucho, desde luego, de los sentimientos de Lenin, que tomó como lema el
dicho ruso según el cual "una sola chispa puede incendiar toda la
pradera". Una chispa puede hacer eso, sin duda, y también puede uno jugar
a la Primitiva y ganar, pero también puede que no. Ni Lenin ni el Che quisieron
reconocer nunca que la madera verde es escasamente combustible, y que hay
muchísimas chispas que no hacen prender nada, y que a veces llueve, y que los
incendios asustan a mucha gente... y, sobre todo, que existen los bomberos.
El Che, como Lenin cuarenta años antes, fue víctima de su propio éxito. Creyó
que la Revolución Cubana había triunfado porque él y sus compañeros habían
sabido controlar el proceso. Creyó, en cierto modo, que habían encontrado la
fórmula de la revolución. Lo cierto es que, como saben muy bien los científicos
de verdad, el éxito enseña mucho menos que el fracaso. En el fondo de cada
humano hay un burro flautista, que cuando consigue que la flauta suene, se cree
Mozart. El fracaso es mucho más aleccionador que el éxito: cuando erramos,
sabemos al menos que lo que hemos hecho no vale, o por lo menos no vale del
todo. En cambio, cuando acertamos nos es muy difícil saber si ha sido por lo
que hemos hecho conscientemente, o por algo que hemos hecho sin darnos cuenta,
o por algo que estaba en la realidad sin que nosotros fuéramos conscientes de
ello, o por algo que han hecho otros y que nos ha beneficiado sin que nos
apercibiéramos, o por la combinación de varios de esos elementos. Tanto Lenin
como el Che dejaron caer una llama en la pradera y, tras el incendio, quisieron
creer que tampoco era tan difícil ejercer de incendiario.
¿El deber de todo revolucionario es hacer la revolución? La revolución no
existe. Lo que registra la Historia son revoluciones concretas, y el intento de
homologarlas a la fuerza y vestirlas con el mismo uniforme ha conducido a
menudo a desconsiderar lo que cada una tenía de específico. Incluyendo las
aspiraciones populares específicas gracias a las cuales triunfaron.
"Crear dos, tres, cuatro Vietnam es la consigna", dejó dicho el Che
en el que creo fue el último de sus escritos públicos. En su modo de ver las
cosas, Vietnam –esto es, la guerra de Vietnam contra los EEUU– no era un
destilado de la Historia, el efecto cruzado de muchos factores, algunos
derivados del colonialismo francés, otros del modo en que Washington intentó
reemplazarlo, otros de las particularidades de toda Indochina, otros de la
vecindad de China, sino algo que dependía, en lo fundamental, de la voluntad de
los revolucionarios. Como sabemos hoy, no sólo no se crearon otros Vietnam,
sino que el propio Vietnam ha acabado derivando en algo que tiene muy poco que
ver con la imagen mítica que Guevara tenía del país de Ho Chi-minh. Donde
fracasaron los B-52 ha acabado triunfando la Coca-Cola.
Guevara fue un gran voluntarista. Pero no sólo en su doctrina de la revolución.
También en otros terrenos. En los tiempos en que ejerció de gobernador del
Banco de Cuba, primero, y de ministro de Industria, más tarde, también trató de
someter las leyes de la economía al dominio del deseo.
El Che, que era un gran moralista -de una moral propia, pero moralista a fin de
cuentas-, estaba convencido de que son los estímulos éticos los que deben regir
la existencia: algo que, como moral personal, me merece todo la simpatía del
mundo. Pero trató de conseguir que la economía cubana y sus agentes funcionaran
en conformidad con ese criterio. Naturalmente, era consciente de que el
estómago no se llena con estímulos ideológicos, y que los trabajadores y sus
familias debían tener lo necesario para vivir. Pero se negaba a aceptar que las
leyes del mercado, la oferta y la demanda y la búsqueda del beneficio económico
jugaran un papel decisivo en la marcha de la economía. Apelaba al trabajo
voluntario, a la entrega personal a la causa del beneficio colectivo: puesto
que él podía hacerlo, ¿por qué no los demás? Su negativa a aceptar la fuerza
del egoísmo en la naturaleza humana resultaba patética.
Además, en aquella época, como antes he dicho, estaba convencido de que el
modelo soviético de organización económica permitía domeñar y conducir a
voluntad la realidad. Pero la aplicación del modelo soviético lo que produjo
fue, sobre todo, toneladas de burocracia. Los miembros del viejo PSP, el
partido prosoviético de Cuba, que no habían hecho prácticamente nada para
contribuir al éxito de la Revolución, se echaron sobre la nueva maquinaria
estatal como buitres. Guevara los acogió bien al principio, porque hablaban su
propio lenguaje. Utilizaban terminología marxista. Pero pronto se dio cuenta de
que sus coincidencias eran, en el fondo, mínimas. Los planes de creación de una
industria pesada se revelaron faraónicos. La producción industrial era un caos.
Fidel decidió retirarle el control sobre la zafra.
El Che vivía muy alejado de la realidad de la calle, cosa de la que él mismo
era perfectamente consciente. En cierta ocasión confesó: "No he ido a
ninguna sala de fiestas, a ningún cine, a ninguna playa... Nunca he visitado a
una familia de La Habana. No sé cómo vive el pueblo de Cuba. Sólo conozco
cifras y esquemas. No veo ya a la gente sino como soldados de una batalla que
hay que ganar como sea".
Este mismo enunciado, esa insatisfacción amarga, encierra ya las condiciones de
su crítica. Guevara se dio cuenta de que las cosas no funcionaban. Y lo
atribuyó a la burocratización, a la presencia de dirigentes y cuadros
ambiciosos, entregados a su promoción personal. En lo que acertaba plenamente.
A cambio, no asignó ninguna parte de culpa al dogmatismo y la rigidez de su propia
concepción del proceso.
Su trabajo en común con los dirigentes prosoviéticos fue generando una profunda
antipatía mutua. Los prosoviéticos -fueran de origen o de reciente cuño- no
soportaban su espíritu de insatisfacción permanente, su intolerancia hacia los
privilegios, su demanda constante de austeridad, sus reticencias hacia la
política exterior soviética -exacer-badas tras la crisis de los misiles, en
octubre de 1962, que tanto humilló al Gobierno de Cuba- y su carácter
implacable.
Odiado por Washington, que lo consideraba con razón su enemigo número 1 en La
Habana, recelado por Moscú y sus agentes cubanos, que no veían el modo de
controlarlo, y tocado por los malos resultados de su gestión al frente de la
economía, Guevara se enfrentó a una opción capital: resignarse, doblando el
espinazo, o romper la baraja. Opta por romperla.
Hasta aquí he venido describiendo algunos jalones del fracaso teórico y
práctico de un voluntarista. Un fracaso cuyas más llamativas expresiones
coincidieron precisamente -y paradójicamente- con el periodo de su vida en el
que alcanzó un más alto estatus social: ministro, supuesto número 2 de un
régimen aplaudido por toda la izquierda mundial, incluyendo la intelectualidad
europea, líder carismático, como se dice ahora...
Ha llegado el momento de empezar a hablar de la victoria de un hombre de
voluntad, victoria que sólo logró -nueva aparente paradoja- al convertirse en
un perdedor total.
Guevara se fue de Cuba en dos tiempos. Primero a finales de 1964, tras llegar a
un acuerdo con Fidel Castro, que le convierte en algo así como un embajador
itinerante de la Revolución. Se entrevista con los líderes de los países
llamados no alineados, que guardan prudente distancia de Moscú: Tito, Nasser,
Nehru... También va a ver a Mao Tsetung, con cuyas opciones en materia de
política internacional cada vez simpatiza más. En febrero de 1965, en Argel,
junto a Ahmed Ben Bella, lanza una diatriba feroz contra la política del bloque
socialista hacia el Tercer Mundo. "Los países socialistas son en cierta
medida cómplices de la explotación capitalista", llega a afirmar. En
privado no se recata a la hora de decir que la Unión Soviética es "una
estafa defendida por un Ejército". Raúl Castro está en aquel mismo
instante en Moscú, festejado por las autoridades soviéticas, que son informadas
de todo y que no pierden la ocasión de quejarse. Cuando regresa a La Habana, en
marzo de 1965, la bronca entre Guevara y Raúl Castro es de las que hacen época.
El Che reclama el arbitraje de Fidel, que se niega a entrar en el fondo de la
polémica. Tienen una larguísima conversación de la que no se sabe nada. Al cabo
de unos meses, opta por abandonar nuevamente la isla. Deja a Castro una carta
en la que renuncia a todos sus cargos en el Gobierno cubano. Incluso renuncia a
la nacionalidad cubana. Se trata de una carta privada, pero Castro decide en
octubre de 1965 leerla ante las cámaras de la televisión, lo que corta a
Guevara toda posibilidad de regreso a Cuba.
¿Qué hizo a partir de entonces? En realidad, dar tumbos. Pasó un cierto tiempo
en Checoslovaquia. Luego estuvo seis meses -ocho, dicen algunos- en el Congo ex
belga, tratando de organizar una guerrilla con los seguidores del difunto
Patricio Lubumba, entre ellos un tal Laurent Désiré Kabila. Los dejó asqueado:
no había manera de meter un mínimo de disciplina en aquel grupo. En noviembre
de 1966 llega a Bolivia con pasaporte uruguayo y un aspecto irreconocible:
medio calvo, canoso y con gafas. Tiene la intención de utilizar el territorio
boliviano, fronterizo de Argentina, Brasil, Paraguay, Chile y Perú, para montar
una escuela clandestina de guerrilleros para toda América Latina.
El resto ya se sabe: su detección, persecución, detención y asesinato.
Aparentemente, nada brillante: el recorrido de una derrota.
Sin embargo, ese recorrido obstinado, que le conduce del despacho de
superministro que tenía en La Habana a una incómoda selva de Bolivia, donde se
debate entre el asma y la diarrea hasta que es cogido prisionero, es el que
contribuye a que se siga hablando de él como un héroe.
Porque el Che se convirtió con ello, ante los ojos de cientos de miles, de
millones de personas, en el símbolo del inconformismo, de la rebeldía, de la
renuncia a los privilegios personales, de la resistencia a aceptar mansamente que
las cosas sean como son.
Obviamente, los sectores de la juventud del 68 y los primeros 70 que tomaron al
Che por estandarte tenían motivaciones bastante diferentes a las que se manejan
hoy. Muchos, entonces, ponían el acento en la fe de Guevara en la lucha armada.
Otros -o los mismos- apelaban a su rechazo de la coexistencia pacífica que la
URSS trataba de practicar con los EEUU. Otros -o también los mismos- destacaban
su distanciamiento total de las prédicas sobre la posibilidad de acabar con el
capitalismo por la vía de las reformas. Hoy, hasta el enunciado de esos
planteamientos resulta distante: la URSS ya no existe, en el Tercer Mundo las
luchas armadas oscilan entre las guerras civiles interminables y los
degollamientos de herejes, y los partidos que se dicen socialistas ya ni
siquiera pretenden aparecer como anti-capitalistas: mucho menos acabar con el
capitalismo, ni por la vía pacífica ni por la vía digital.
Doy por supuesto, ya sé que en los cantos que ahora se escuchan sobre el Che
hay mucho de estafa, de mitomanía mercantilista. Que Hugo Banzer, el sangriento
gorila boliviano de los 60 regresado a la política activa, haya asistido a un
acto de homenaje al Che, o que Carlos Saúl Menem, el payaso títere de los
narco-liberales argentinos, haya decidido sacar un sello de correos con la
efigie de Ernesto Guevara, son muestras de la capacidad del capitalismo actual
para engullirlo todo y convertirlo en mercancía: muchos que llevan camisetas
con la imagen del barbudo cubano-argentino no saben ni quién fue, ni ganas.
Tanto podrían llevar a Lady Di, a las niñas de Alcàsser o a Miguel Angel
Blanco. Tampoco se me oculta que, si 27 productoras de cine se han mostrado
dispuestas a financiar otras tantas películas sobre el Che, no es porque la
industria cinematrográfica se haya vuelto súbitamente partidaria de la guerra
de guerrillas. Al contrario: si se atreve a hablar de ellas es porque ya no las
teme. Curiosa paradoja: él, que sentía una institiva desconfianza hacia los
reporteros, lo mismo que Lenin hacia los abogados -ambos con mucha razón-, se
ha vuelto sobre todo una imagen.
Pero no todo es eso, ni mucho menos. Si la figura del Che sigue fascinando a
muchos es también porque representa la opción de alguien que no se dejó seducir
ni por el poder ni por la fama. Porque simboliza la renuncia al éxito y la
entrega a la causa de la transformación del mundo sin mística religiosa de por
medio: por amor a la lucha, como razón de ser.
No son sus recetas políticas las que interesan. Ni siquiera su ideología, tomada
ésta en sus elementos finales. Es su espíritu de resistencia, su
internacionalismo primario, pero enormemente sincero, su voluntad de combatir
hasta perecer, si no queda otro remedio.
Si tuviera que resumir su vida en una frase, elegiría ésta: fue, a la vez, el
fracaso del voluntarismo y la victoria de la voluntad.
Me atrevo a decir que, si la mayoría de los que nos hemos reunido aquí
conociéramos hoy a alguien que fuera como fue el Che, es muy poco probable que
lo aguantáramos. Era un hombre bastante antipático, reservado... y, sobre todo,
terriblemente implacable, que no se perdonaba sus debilidades y tampoco
perdonaba las ajenas. Durante la Revolución, no dudó en ejecutar con su propia
pistola a algún traidor. Tras la victoria de la Revolución, tampoco le tembló
la mano a la hora de decidir el ajusticiamiento de varios cientos de agentes de
Batista. "Era justo y había que hacerlo", decía, lacónico. En
Bolivia, cuando perdió a un colaborador que le parecía inútil, escribió
fríamente en su Diario: "Ganancia neta". No; no era un sentimental,
precisamente.
Pero, antes de juzgar severamente ese aspecto de su personalidad, creo que
sería justo que los que estamos en condiciones de hacerlo, porque tenemos la
edad necesaria para ello, hiciéramos un esfuerzo por recomponer lo que fue la
realidad de aquella época, y qué espíritu anidaba entre las gentes
revolucionarias. El Che podía ser tal vez más, pero no pertenecía ni mucho
menos a otra galaxia. Por lo menos en sus defectos.
Hizo lo que pudo. Pero, eso sí, todo lo que pudo, sin reserva alguna.
Eso es, para mí, lo más admirable del personaje.
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