Intervención ante el
II Congreso Nacional de Periodismo Ambiental. Madrid, 25 de noviembre de 1997
Nunca he sido un periodista inclinado naturalmente por los asuntos
naturales. Bueno, por decirlo más matizadamente: hasta hace un par de decenios,
jamás me había interesado la ecología.
Educado en las nobles tradiciones del socialismo decimonónico, identificaba
alegremente el desarrollo económico con el progreso. Cuantas más máquinas,
mejor. Cuanto más avance de las fuerzas productivas, mejor. En caricatura: si
vislumbraba una llanura verde, me era difícil no imaginarla como un excelente
párking potencial.
A día de hoy, todavía me cuesta no mirar con desconfianza a los
ciclistas: me resulta sospechoso su empeño en hacer como que ignoran que se han
inventado los motores.
Sentía una antipatía natural por los que algunos llamábamos pajaritólogos. Para mí, un tipo que se
pasaba las horas muertas tirado en el suelo para acabar filmando el
apareamiento de dos petirrojos sólo podía ser un obseso sexual que, amén de no
atreverse a reconocerlo, encima quería hacer dinero con ello. Cuando me llegaba
noticia de que algunos eran capaces de cargarse un burro a hachazos para filmar
luego cómo se lo comían los buitres, mi punto de vista se veía perfectamente
reconfortado: esa gente amaba a los animales porque también ellos eran bastante
bestias.
Con el tiempo he cambiado sustancialmente mi criterio. Pero no porque
posea una sutil capacidad autocrítica, sino por la fuerza misma de las cosas.
Acabé dándome cuenta de que las grandes opciones de los ecologistas –de los más
críticos, de los que se demostraban en la práctica insobornables– se
identificaban finalmente con mis grandes opciones. De que ellos habían llegado
por vía distinta a las mismas conclusiones que yo. Me dio entonces por imaginar
que quizá eso fuera así porque los enemigos de mis grandes opciones eran los
mismos que ellos se topaban delante de sus grandes opciones.
Creo que acerté.
Se habla hoy en día mucho de la globalización.
A veces en tono laudatorio. Cada cual se refiere a la feria conforme le va en
ella. En todo caso, la globalización también funciona aquí: los grupos de
intereses que están detrás de la destrucción medioambiental a escala del
universo entero; los que generan el signo
de la catástrofe al que se refiere el título de esta mesa redonda; los que
contaminan las costas y asesinan los mares –ahí sí que no admito frivolidad
alguna: soy hijo de la mar–; los que talan los bosques sin consideración y
replantan especies chuchurrías, sin raíces; los que urbanizan donde no hay agua
y se la dan a los cretinos que quieren tener un césped digno de Noruega en sus
villas de Alicante y Almería; los que fomentan un transporte individual absurdo
que mata a las personas y quema el cielo... ésos, ellos, son también los
que desde que tengo uso de razón –en la medida en que la tengo, si la tengo– he
considerado culpables de la explotación y la opresión de unas personas por
otras, culpables de la desigualdad, culpables de la deshumanidad.
Así que al final he descubierto que yo también, vaya por Dios, soy
ecologista. Fumador empedernido, objetor del ejercicio físico, temeroso de la
Naturaleza, más de ciudad que un semáforo... y ecologista. El ecologismo, está
visto, hace extraños compañeros de cama.
Pero el título de esta mesa redonda puede interpretarse de diversos
modos: también puede decirse que el periodismo ambiental está bajo el signo de
la catástrofe no sólo porque la catástrofe nos rodea a todos, como ciudadanos,
sino también porque la catástrofe nos circunda específicamente, en tanto que
periodistas.
Para qué nos vamos a engañar: el ecologismo en la prensa, al menos en
la de gran difusión, es también bastante catastrófico. Porque las grandes
empresas de toda suerte, las empresas que envenenan y que contaminan, tienen
medios de presión formidables.
Y cuanto más tiempo pasa, más.
Antes, esas grandes empresas presionaban con el arma de la publicidad
en la mano. Era importante. Todavía recuerdo qué divertido fue el día en que,
en el medio para el que trabaja por entonces, pusimos a caldo a una empresa que
había organizado un bonito desaguisado medioambiental... sin saber que pocas
horas después esa misma empresa tenía que firmar un importante contrato de
patrocinio con la firma editora de nuestra publicación. Aún me zumban los oídos
de la bronca que se armó.
Pero entonces –hace unos años– eso podía ocurrir de manera circunstancial,
de tanto en tanto. Convenía no enfadar a algunos anunciantes –a fuer de
sincero, tampoco veo yo a este Congreso hablando con total desenfado de sus
propios patrocinadores, entre los que veo al Consejo de Seguridad Nuclear y a
la Empresa Nacional de Residuos Radiactivos–, y también había que tener cuidado
con no enojar excesivamente a algunos accionistas. Pero ni siquiera eso era un
dogma. Si el asunto era de particular importancia, cabía saltarse alegremente
esas prohibiciones. Recuerdo que, cuando la Guerra del Golfo, El Mundo perdió por mi culpa aquella
generosa campaña de publicidad que decía Esta
mujer no puede enseñar su rostro –me limité a decir que no podía enseñarlo
porque, de hacerlo, la agencia de publicidad no le pagaría–, y me acuerdo igualmente
de que, en otra ocasión, mi periódico denunció sin demasiado empacho los
manejos de un constructor burgalés, pese a que era accionista del propio
diario.
Ahora las cosas son más complicadas. Las empresas de la comunicación se
han hecho más complejas. O, por mejor decirlo: han entrado en entramados más
complejos. Crecen y avanzan los emporios llamados multimedia: consorcios que editan varios periódicos y revistas, que
tienen emisoras de radio y canales de televisión, productoras y distribuidoras
cinematográficas, sellos de discos, editoras de libros, etc., y en los que
participan muy principalmente empresas de informática, de telecomunicación,
grandes bancos... Hay quien celebra este fenómeno, argumentando que permite
importantes sinergias, porque las
diferentes ramas de la empresa se potencian mutuamente. En realidad, lo que
hacen es limitarse mutuamente: los periódicos tienden a hablar de los
escritores de su grupo (y no de los de otros), las radios recogen las opiniones
de los columnistas de sus periódicos (y no los de la competencia), las
televisiones dan preferencia a las películas y a los cantantes de su particular
gremio económico... y todos ponen un cuidado exquisito en tratar exquisitamente
al conjunto de las empresas comprometidas en el tinglado. Hay periódicos que ya
no pueden tratar sin más un problema bancario, porque su empresa tiene
intereses en él. Y, por intermedio de la banca –o directamente–, también pueden
ser jueces y parte en los asuntos de la industria nuclear, y del transporte, y
del automóvil, y de la industria petroquímica, y de la constructora, y de la
farmacéutica... El riesgo evidente que afrontamos es que los periódicos cada
vez proporcionen menos información desinteresada y produzcan más
publirreportajes camuflados.
Esa es otra catástrofe. Una catástrofe que también podemos considerar
medioambiental, porque las limitaciones a la libertad de información frenan la
capacidad de denuncia y, por vía de consecuencia, la capacidad de corregir los
excesos y de transformar la realidad en un sentido positivo.
Pero qué os voy a contar que no sepáis.
Dejémoslo entonces en que me solidarizo con vuestro esfuerzo y en que
comprendo vuestros problemas.
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