Esta
conferencia, que ya ni sé cuantas veces he dado, fue escrita a finales de 1991.
Entonces era más joven (obvio) e
impulsivo. Hay que tenerlo en cuenta.
-Y
usted, ¿a qué se dedica?
-Soy
periodista.
-¡Oh,
qué interesante!
El
mundo de la Prensa, y en particular el de la Prensa diaria, está enormemente
mitificado. Son muchas las personas que, cuando oyen hablar de periódicos, se
imaginan de inmediato una escena de ribetes románticos: gente en mangas de
camisa, con el cigarrillo displicentemente colgado de la comisura de los
labios, el teléfono sujeto entre el hombro y la mandíbula, la noticia
sensacional a punto de caer, los poderosos que tiemblan. La culpa de esta
visión no es de ustedes, sino de algunas emocionantes escenas interpretadas en
la pantalla por Joseph Cotten (Ciudadano
Kane), Dustin Hoffmann y Robert Redford (Todos dos hombres del presidente), los personajes de Lou Grant y otras fábricas de mitos.
A
decir verdad, no hay ningün elemento en ese retrato que traicione gravemente lo
que la vista indica. Si usted visita una Redacción de periódico, verá a
bastantes periodistas así: en mangas de camisa, con el cigarrillo en la boca y
el teléfono amarrado entre el hombro y la mandíbula.
Los
signos externos son ésos. La diferencia está en lo que ocultan. Créanme: no
suele ser nada romántico.
En
primer lugar, si muchos periodistas suelen estar en mangas de camisa es porque
en las Redacciones hace un calor insoportable, gracias al mal funcionamiento del
aire acondicionado. Por su gusto, llevarían puesta la chaqueta, lo que de paso
les permitiría tener controlada la pluma, porque es la enésima vez que se
compran una semejante, tras el robo de las anteriores -situación extensible al
encendedor de gas y a otra media docena de pequeñas pero no menos apreciadas
pertenencias-.
Del
resto de la descripción cabe decir algo semejante. «El cigarrillo que cuelga
displicente de los labios» tal vez sirviera para darse un aire interesante en
tiempos de Bogart; hoy en día es una verdadera maldición. En las reuniones ya
no se permite fumar. En la Redacción, el fumador se ha convertido en un
apestado, que vive bajo el permanente acoso de los no fumadores, transformados
en fanáticos miembros de una nueva religión: la de la Salud. Ahora, el modelo
que triunfa es el del culto al cuerpo, hecho de gimnasios, dietas homeopáticas
y vegetarianas, squash, pádel, tenis y piscinas climatizadas.
Al
pobre fumador ya no le queda ni siquiera el recurso de emprender una buena
pelea ideológica, porque enseguida le echan en cara el caso del pobre Pedro,
que es asmático: «¿No te das cuenta del daño que le haces?».
El
retrato mítico mete también en danza al teléfono. Resulta innegable que el
periodista se pasa muchísimo tiempo con el teléfono atrapado con energía entre
el hombro y la mandíbula. Ahora bien, difícilmente nadie tomaría esa incómoda
posición como un elemento romántico si supiera que en el 50 por ciento de los
casos el periodista la adopta porque no renuncia a hacer otras cosas mientras
espera a que el aparatito deje de decirle con voz gangosa: «Por saturación de
la línea, rogamos vuelva a marcar dentro de unos minutos».
Mi
experiencia me permite asegurar que, de la inmensidad de tiempo que los periodistas
pasan colgados al teléfono, el capítulo principal, una vez descontadas las
faenas de la Compañía Telefónica, lo ocupan las conversaciones particulares.
Casi todos los profesionales de la información reservan para sus horas de
trabajo las llamadas que pueden resultarles más caras -sea por largas, sea por
distantes, sea por ambas cosas-. Gracias al sistema descrito de sustentación
del teléfono, pueden hablar durante hora y media con Puri o con Roberto, de
vacaciones en Tegucigalpa, sin tener que prescindir por entero de trabajar.
(Permítanme observar que esta división de la atención explica muchas de las
erratas que suelen aparecer en la mayoría de los periódicos.)
En
cuanto a la noticia sensacional... Ustedes compran periódicos todos los días y
saben que no se caracterizan por la publicación de montones de noticias
sensacionales descubiertas en exclusiva por su autor.
No
pretendo con esto decirles que el quehacer periodístico es como cualquier otro.
De ningún modo. Por el contrario, me consta que es bastante suyo. Trato
simplemente de empezar a despertar la sospecha de que, en términos generales,
no es demasiado romántico. En concreto.
Para
reforzar mi tesis, habré de introducirles a ustedes en las miserias de esta
singular profesión.
Esto
me obligará a empezar por transmitirles unas cuantas nociones sobre el lado más
miserable del tinglado periodístico, constituido, sin duda alguna, por las
empresas editoras de periódicos.
Donde
se aprecia con más nitidez la naturaleza y los métodos de las empresas genuinamente
periodísticas es en la Prensa local. El escalón inferior de la miseria
periodística lo ocupa la Prensa local. Amparados en situaciones de monopolio, o
al menos de oligopolio, los propietarios de periódicos locales -que en el
mundillo periodístico de Madrid se llaman «de provincias», con evidente mal
gusto- actúan a sus anchas y muestran con franco desenfado lo que los
accionistas y gestores de un gran diario deben reprimir, o manifestar de modos
retorcidos e indirectos.
Los
dueños de los periódicos locales suelen concebir su labor con los mismos
criterios utilizados habitualmente por los fabricantes de chorizos. (Lo que tal
vez fuera injusto reprocharles, dado que ellos, a fin de cuentas, también son
del ramo y persiguen idéntico fin: el progreso del género.)
De
los diversos departamentos que componen un diario, los empresarios de
periódicos locales sólo están verdaderamente interesados en uno: el de
publicidad. Para ellos, las noticias son simplemente unas desagradables manchas
de tinta que no hay más remedio que poner entre anuncio y anuncio.
Reconocido
eso, tratan de hacer de la necesidad virtud, esto es, de conseguir que las
noticias y columnas de opinión contribuyan a aumentar los ingresos de
publicidad.
En
estas condiciones, es «buen periodista» el que no genera ningún tipo de
conflicto: el que capta el «lado positivo» de todo lo que se le pone por
delante, el que «retoca» las declaraciones de las autoridades para que sus
meteduras de pata pasen desapercibidas, el que santifica el orden establecido
(y, muy en particular, el orden establecido por los grandes almacenes, que son
los que más publicidad aseguran a lo largo del año).
El
periodista que se empeña en poner escándalos al descubierto, destapar
chanchullos y desfacer entuertos en las alturas del Poder tiene en un periódico
de éstos tanto porvenir como un fundamentalista islámico en las Fuerzas Armadas
de los Estados Unidos.
El
empresario de Prensa local no es tonto, sin embargo. Sabe que los lectores de
periódicos reclaman también una dosis de crítica. Hace en consecuencia sus
cálculos, y deja un espacio para la mala baba. Según se orienten sus propias
relaciones económicas y políticas, se buscará alguna bicha hacia la que dirigir
los dardos de la Redacción. La china puede recaer sobre el Ayuntamiento, la
Diputación o el delegado del Gobierno. Cuando no se puede permitir el lujo de
disparar hacia tan alto, el propietario, o su portavoz en la tierra, se
conforma con la Directiva del equipo de fútbol de la localidad o, incluso -caso
patético, pero no por ello menos frecuente-, con el mal funcionamiento del
semáforo de la avenida Tal o el socavón de la calle Cual.
Puedo
asegurarles que ser periodista en un diario así puede resultar bastante épico,
pero no por el producto de la labor realizada, sino por los juegos malabares
que debe realizar el propio periodista, si desea -y mientras desea- mantener
una cierta dignidad profesional.
Si
usted es funcionario, todas estas explicaciones le sobran: conoce lo difícil
que es ser honesto en condiciones de este género. Tampoco hará falta que le
cuente cómo terminan casi siempre tales tiras y afloja: o con la rendición
resignada del interfecto –o sea, del cadáver– o con su emigración hacia otros
campos.
En
el caso de los grandes periódicos de amplia difusión -que en España se cuentan
con los dedos de una mano y unos poquitos de la otra-, las relaciones de la
Redacción con la empresa tienen un grado de intimidad menor, y las presiones
siguen derroteros más indirectos. (Aunque no siempre: recuérdese el caso de un
crítico gastronómico de un gran periódico que fue despedido por poner a caldo
un restaurante cuyo dueño resultó ser amigo del gran patrón del diario.)
Y
es que estos grandes periódicos no están concebidos como máquinas de dar coba a
tal o cual caciquillo o grupo de caciquillos, por más que en algunos casos y en
determinadas materias acaben dedicándose a ello, sino como fábricas de crear
opinión pública.
Las
relaciones de estos periódicos con el Poder son complejas, porque complejos son
también los entramados del Poder. O de los Poderes: político, económico,
militar, religioso, cultural, etc.
El
periodista que tiene alguna responsabilidad dentro de un gran diario rara vez
es un novato ingenuo. Ha pasado ya por filtros varios, se ha pegado las
bofetadas correspondientes, conoce para quién trabaja y sabe qué fronteras
ideológicas y políticas marcan los límites de su periódico. Eso hace que en
condiciones normales no haga falta que nadie le llame al orden: se llama él solo,
y alecciona en ese difícil arte a los novatos y/o ingenuos que asoman por la
Redacción.
Creo
que los elementos proporcionados ya parecen bastantes para deducir que el
trabajo periodístico no es tan romántico como suele creerse.
Reducido
a límites razonables el romanticismo del ejercicio de la profesión periodística
en general, nos quedan todavía sueltos algunos mitos de la épica periodística.
Permítanme
que les presente una escena tomada de la realidad. El periodista está con su
novia en la playa. Agosto es bello. Tiene por delante quince días de
inestimable descanso. Acaba de acercarse al kiosco de bebidas a por una cerveza
fría. La radio empieza a dar las noticias. «Abrimos el noticiario con una
información de alcance», dice el locutor, que probablemente lleva años
intentado averiguar qué narices quiere decir «de alcance». Pero el hombre no
está hoy para disquisiciones lingüísticas y continúa con voz de circunstancias:
«Irak ha invadido Kuwait.»
Primera
hipótesis: el periodista paga la cerveza y vuelve al punto en el que su novia
se broncea frente al mar. «De buena me he librado», le comenta. «En este
momento debe haber un follón de aquí te espero en la Redacción. Y encima cuatro
gatos, contando a los de prácticas». Emite un sonoro suspiro de alivio, extiende
bien la toalla y se tumba al sol con una sonrisa beatífica.
Segunda
hipótesis: el periodista brama al camarero un «¡Olvídese de la cerveza!» y sale
corriendo hacia la primera cabina de teléfonos libre. «0ye, ¿quién eres?
Hombre, Rodri: soy Gervasio. Acabo de oír lo de Irak. ¡Vaya pirula! Dile a Pepe
que puedo volver esta misma noche». Y tras una pausa: «¡Cómo que no hace falta!
¿Estáis bobos, o qué?».
De
las muchas clasificaciones que cabe hacer dentro del gremio de los periodistas,
quizá la más importante -por primaria- es la que diferencia a los
periodistas-funcionarios de los que están «enganchados» por la profesión hasta
el punto de no pensar a lo largo del día sino en función de ella y dedicarle
cuanto tiempo pueden (y a veces bastante más).
El
periodista-funcionario forma parte de una especie en ascenso. Es el que pasa el
día mirando el reloj, loco porque marque la hora de salida (porque la tiene);
el que, como mucho, escribe su articulito y se lava las manos en todo lo que se
salga de esa responsabilidad; el especialista en fingir que está haciendo algo
cuando no hace nada -su frase favorita es «Estoy en ello»; el que se apunta a
todos los cócteles y comidas gratis que puede y luego se empeña en que se
publique algo sobre lo tratado allí, aunque carezca de interés, para no perder
la estima del invitador; el que dice a los cuatro vientos que «éste es un
trabajo como cualquiera: otros hacen tornillos; yo escribo noticias», aunque lo
cierto sea que apenas escriba, ni noticias ni cartas a su madre. En pocas
palabras: es el tipo que, si puede, se escaquea, y si no, se limita a cumplir
lo mínimo imprescindible.
El
periodismo funcionarial es el cáncer de la, empresa periodística. A cambio,
merecería una medalla sindical, por su capacidad de generar empleo. En efecto:
cuando en una Redacción florecen los periodistas-funcionarios, el trabajo que
puede sacarse adelante es poco y malo; en consecuencia, la empresa se ve
obligada a contratar más personal con la esperanza de que los nuevos hagan
algo. El recurso suele verse neutralizado casi de inmediato, porque el
periodista-funcionario tiene una sorprendente capacidad de contagiar su estilo
de trabajo (de no trabajo, más bien) a los demás. Gracias a ello, enseguida se
vuelve imperioso contratar otra nueva hornada.
Un
caso espectacular de concentración periodístico-funcionarial es el Ente Público
Radio-Televisión Española, que cuenta con cientos de personas, si no miles, que
sólo aparecen a cobrar, y a veces ni eso, porque se les ingresa el salario por
conducto bancario. Otros van, pero nada más que por salir de casa y tomar café
con los amigos.
Un
día en que le dio por pensar -eso fue hace años-, la Dirección de RTVE
descubrió que, en lugar de aspirar a cambiar la situación con nuevas
contrataciones, era preferible pagar los servicios de personas de fuera de la
casa, a tanto el trabajo. La costumbre de alquilar se generalizó, abarcando no
sólo a individuos aislados, sino también a equipos enteros, e incluso a
material técnico. Llegué a conocer personalmente en Prado del Rey un micrófono
que llevaba tanto tiempo alquilado que había provocado ya un desembolso varias
veces superior a su precio en el mercado. De algunos trabajadores nominales no
podría decirse ni eso, porque es dificilísimo fijar el valor de la nada. Cuando
los directivos del Ente contemplaron este panorama, se dieron cuenta del
negocio que había ahí, y raro fue el que no montó alguna empresa exterior a la
que encargarse programas y servicios. Se hicieron millonarios a toda velocidad.
La
extensión de la funcionaritis dentro del periodismo no es culpa única, ni
siquiera principal, de los propios periodistas. Es cierto que algunos tenían
ese espíritu metido en el cuerpo ya desde antes de ser contratados -hay vagos
vocacionales-, pero la mayoría acaba recalando en el burocratismo tras
sucesivas decepciones.
Si
uno se busca los datos de un escándalo importante y cuando aparece con ellos en
la Redacción se le ríen en las barbas, y le dicen que cómo se le ha ocurrido la
idea de escribir sobre Don Preboste de Tal, íntimo del director-general,
aconsejándole que se meta el artículo por salva sea la parte, lo más probable
es que no se sienta excesivamente animado a seguir indagando en escándalos del
género.
Y
si mete horas como un cochino, entregado a la causa del trabajo de qualité, y se apercibe: a) de que
parece haber una relación inversamente proporcional entre el esfuerzo invertido
y el sueldo cobrado, puesto que los que menos trabajan son los mejor situados;
y b) de que los de su entorno oscilan entre considerarlo imbécil, pelota o
ambas cosas simultáneamente... es harto posible que opte por apuntarse a la
molicie general.
Lo
que puede formularse de otro modo: hay periodistas que se comportan como
funcionarios porque hay medios que se comportan como ministerios.
En
términos generales puede afirmarse que el periodista verdaderamente
«enganchado» -no hablo aquí del que simpatiza con el trabajo que hace, sino del
que está real y apasionadamente enamorado de él- es un tipo singular, incluso
dentro de la propia profesión periodística.
Pero
no tanto como para constituir una rareza. Florece incluso en los medios menos
propicios.
Es
fruto de una selección darwiniana. No es que se muestre insensible a la presión
ambiental desilusionante; es que su vocación y/o su ambición son más fuertes
que ella.
Resulta
más que posible que en muchas ocasiones no pueda hacer lo que le gusta hacer,
ni cómo le gusta hacerlo; cabe apostar que muchos días estará tan harto que a
gusto le plantaría a su jefe el monitor en la cabeza; a no dudar que en
ocasiones siente ganas de mandarlo todo al guano y dedicarse a otra cosa. Diez
contra uno a que el periodista que está «enganchado», de verdad superará una y
otra vez el desánimo y volverá a la carga.
Es
una particularidad casi exclusiva del periodismo diario, que difícilmente se
encuentra en otras variantes de la profesión. «Hay dos clases de periodismo: el
de verdad, o sea, el de diario, ...y todo lo otro, que es como de juguete»,
dice Gervasio Guzmán, «enganchado» de primera.
La
inmediatez del trabajo au jour le jour representa,
sin duda, uno de los factores principales de encandilamiento profesional. Las
noticias y las opiniones queman: para que su fuego pueda comunicarse, hay que
ponerlo en circulación inmediatamente. Si debe esperarse una semana, quince
días, por no hablar ya de un mes, el peligro de que se entibie la noticia -o el
comentario que ésta ha provocado- es considerable. Uno mismo no lo vive con la
misma pasión, y lo que uno no siente, difícilmente puede transmitirlo.
Otro
factor «enganchante» del periodismo diario lo aporta su mismo carácter
absorbente: es capaz de expandirse en la vida de su víctima hasta ocupar todo
el espacio disponible. El diario se convierte en el universo del periodista,
que vive de, en y para el periódico, y éste adquiere todas las características
de una obsesión patológica.
Llevo
dedicado a la escritura como ocupación principal desde los 18 años. Si las
cuentas no me fallan, eso hace algo así como un cuarto de siglo. He trabajado
en todas las variables de periodismo escrito que existen, desde el fanzine a la
revista de lujo. Pues bien: no he encontrado nunca un campo profesional que
pueda compararse al del periodismo diario. Ninguno capaz de apasionar como él;
ninguno tan absorbente; ninguno que encierre tantas posibilidades; ninguno que
colme como él las ansias de comunicar.
A
semejanza de otras drogas duras, la del periodismo diario tiene una gran
dificultad de «desenganche».
Es
algo que se nota particularmente en los períodos de vacaciones. El periodista
«enganchado», así se hayan marchado a las Antillas, no consiguen olvidarse de
su trabajo. Sigue escribiendo mentalmente artículos, cerrando páginas y
pensando en
fotografías durante
días y días; cuando ya logra olvidarse del periódico, las vacaciones se le han
terminado.
A
veces, el periodista «enganchado», harto de darse la paliza y no obtener
compensaciones, decide cambiar de ramo y se pone a trabajar en una revista, en
un gabinete de Prensa o en cualquier otra opción menos cansada. La tensión del
diario puede ser física y anímicamente tan agotadora que la tentación de la
huida se vuelve a veces irresistible. Pero el «enganchado» al periodismo
diario, como el alcohólico, no deja de serlo nunca, aunque dejen durante tiempo
de frecuentar la causa de su adicción.
Después
de una experiencia traumática en un diario, un amigo mío -al que por comodidad
llamaré Gervasio Guzmán- decidió retirarse «para siempre» del mundo de los
periódicos. Pasó un cierto tiempo en un gabinete de Prensa para acabar
recalando en una revista empresarial de lujo. Como él explicaba a cuantos
querían oírle, aquello era «un auténtico chollo». En efecto, ganaba un buen
sueldo y trabajaba muy poco.
Cuando
llevaba unos años en esa situación, le propusieron incorporarse a un nuevo
diario.
Me
lo encontré en la calle y le pregunté qué iba a hacer. Me explicó la situación:
«No tienes más que
comparar. Me ofrecen un sueldo inferior al que estoy cobrando. Ahora trabajo de
9 a 2 de la tarde; en el periódico tendría que trabajar tres o cuatro horas
más, como poco. Es una propuesta totalmente descabellada».
Se
quedó mirándome sonriente. «O sea, que has aceptado», le dije.
«Claro»,
respondió, aliviado al comprobar que le entendía. De la misma manera que el
alcohólico no bebe para estar alegre, sino por pura compulsión, para calmar su
ansiedad, el periodista «enganchado» no trabaja por el sueldo, siempre que éste
cubra sus necesidades vitales. Si hubiera de cobrar todas las horas extra que
realiza, se volvería multimillonario.
¿Por
qué lo hace, entonces? Por puro fanatismo. El periodista «enganchado» está
imbuido de un espíritu militante que para sí quisieran los kamikazes y los
integrantes de comandos suicidas chiítas. Su trabajo lo es todo, lo merece
todo.
La
amistad de un periodista «enganchado», por no hablar ya de su amor, son de una
extrema dificultad. Un agente de seguros, por muy en serio que se tome su
trabajo, en horas libres habla de otra cosa. Con el periodista militante se
corre el peligro de aguantar interminables rollos sobre, por ejemplo, la mala
organización de su sección, la dificultad de encontrar fuentes fiables en el
Ministerio de Defensa o la vía que debería seguirse para que el Departamento de
documentación sea realmente eficaz.
–Es
terrible lo de la guerra del Golfo –le dice ella, que trabaja en el Ministerio
de Trabajo (o sea, que apenas trabaja), con la intención de encontrar un campo
de interés mutuo.
–Y
tanto. ¿Tú sabes el descenso de publicidad que ha habido a cuenta de eso? –le
responde él.
Ella,
que está al tanto de los problemas de publicidad de la Prensa porque se los ha
contado él no menos de doscientas veces, opta por cambiar de tema.
–El
otro día fui al teatro a ver el estreno de Mengano.
–Ah,
sí; lo leí en la sección de Cultura –contesta él.
–¿Leíste
que yo fui al teatro? -levanta la voz
ella, que ya empieza a estar más que harta del modo monográfico, lineal y
exhaustivo que tiene él de afrontar la vida.
–En
mi opinión, lo lógico sería unificar la sección de Cultura con el suplemento de
Libros –prosigue él, irremediablemente en las nubes–. De lo contrario,
duplicamos esfuerzos.
–Vete
a la mierda –le espeta ella, poniéndose en pie.
–¡Andá!
¡Tienes razón! ¡Es verdad! ¡Se me ha hecho tarde! Y con una sonrisa:
–¡Es
que me pongo a hablar contigo y se me pasa el tiempo sin darme ni cuenta! Tengo
que ir al periódico. ¡Qué rabia!
Ninguna
mujer en su sano juicio debe cometer el error de ligar con un periodista
«enganchado». (Y al revés, porque en esta materia la igualdad de sexos parece
haberse logrado con total éxito.)
¿Se
imagina usted que ha preparado cuidadosamente una cena de cumpleaños, que ha
invitado a dieciséis amigos, que todo está dispuesto... y que su pareja le
llama a las 10 de la noche para decirle telegráficamente: «Oye, que no voy, no
puedo, mañana te explico», y le cuelga sin más protocolo? Pues eso es lo menos
que le puede ocurrir a quien convive con un periodista militante.
Ésa
es una de las dos razones por las cuales buena parte de los y las periodistas
tienden a ligar entre sí. (La otra razón es que apenas conocen a personas de
otros ambientes, quitando a las que son sujeto de las noticias que escriben:
políticos, banqueros, asesinos y tipos de ese estilo.)
He
citado antes algunos filmes que proporcionan una idea falsa de lo que es la
profesión periodística. En honor al séptimo arte, convendrá decir que también
los hay que se aproximan bastante a la realidad. Dos de ellos tienen tramas
prácticamente idénticas. Se trata de Luna
Nueva y de Primera página.
En
términos generales, y aunque las dos películas resulten sublimes, desde un
punto de vista puramente artístico prefiero la primera. Cary Grant está
fantástico en su papel de director de periódico sin escrúpulos y el guión no tiene
desperdicio, como
muy bien descubrieron
a la hora de hacer Primera página,
cuando decidieron copiarlo casi en su integridad.
No
obstante, como retrato de la profesión es mas exacta Primera pagina. Y ello por
una razón decisiva: en Luna Nueva,
las pillerías del director del periódico tienen una doble motivación: quiere
conseguir la noticia exclusiva, sí, pero también quiere a la chica, con la que
acaba por casarse en segundas nupcias. En Primera
página, en cambio, las intenciones de Walter Matthau son químicamente
puras: su egoísmo es exclusivamente profesional. La felicidad personal del
periodista, encarnada por Jack Lemmon, le importa un comino; sólo desea retener
sus servicios de reportero.
A1
igual que antes reseñaba la existencia de dos géneros fundamentales de
periodistas, cabe registrar también dos tipos básicos de director de diario:
los «administrativos» y los «salvajes». El director de tipo «administrativo»,
que suele encontrarse con facilidad en diarios locales, es el que reparte lo
esencial de su tiempo entre procurar que nada se desmande y asistir a actos
sociales, en tanto que miembro de las «fuerzas vivas». A veces ni siquiera sabe
gran cosa de periodismo: pone a su lado un hombre bregado en el oficio y se
limita a transmitirle instrucciones de tipo general: nada de meterse con el
señor González y González de la Zutanería; no me toquéis el asunto de la
concesión de las obras de la autopista R-48; dadle importancia a las reunión de
mañana en el Gobierno Civil, en la que casualmente estaré yo; no quiero volver
a ver en mi periódico la firma de ese Gervasio Guzmán, que es un imbécil.
El
director de género “salvaje” esta bastante bien reflejado, en cuanto a su modo
de funcionar, por el personaje que Walter Matthau representa en Primera Plana: dedicación absoluta,
devoción por la profesión, estilo implacable, nula consideración por los
sacrificios humanos que entrañe sacar el periódico adelante, capacidad para
recurrir a cuanto haga falta para lograr los fines deseados. En el caso del
filme, se trata de un periódico «amarillo», que privilegia las informaciones de
sucesos -una tendencia muy arraigada en otros países, que en España todavía no
conocemos, aunque haya ya algún proyecto que apunta en ese sentido-. Pero esa
diferencia afecta al contenido del diario, no a los métodos de trabajo de su
director.
En
los grandes periódicos, lo normal es que el director sea del tipo «salvaje»,
aunque incorpore unas u otras dosis del género «administrativo», nunca
demasiado importantes. Cuando un periodista con fuertes tendencias
«administrativas» es nombrado director de un diario importante, ocurre siempre
lo mismo: la tensión informativa del diario se resiente, los lectores comienzan
a darle la espalda y la empresa se disgusta. Conclusión: acaban despidiéndole (o
nombrándole para algún cargo de carácter simbólico y aparentemente más
importante, que es una forma muy española de despedir).
He
conocido directores de rotativos que eran insólitamente «administrativos». Uno,
al que conocí en Nueva Zelanda -perdonen, pero es que no se me ocurre ningún
país más alejado del nuestro-, se negaba siquiera a entrar en la Redacción.
«Cuando tengo que hablar con un redactor lo llamo a mi despacho», me declaró en
una ocasión. Otro, éste de Sidney (Australia), si un redactor le decía que
quería hablar con él, le daba cita para varios días después, como si fuera un
médico de la Seguridad Social, sin entender que en un diario los problemas
deben resolverse, por definición, en el día. Ninguno de los dos han llegado
demasiado lejos.
No
obstante, la proximidad entre el director del rotativo y su Redacción no debe
tomarse como signo de amistad o buen trato. La mayor parte de los grandes
directores de periódico tienen unas relaciones espantosas con todo el mundo.
Pero
ése es un punto en el que se entenderá que, por prudencia y apego al puesto de
trabajo, me detenga suavemente. Aunque sea sólo por hoy.
(31-XII
-1991)
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