(Intervención en las
Jornadas «Diez años contra la Tortura»,
organizadas por la Asociación Contra la Tortura.
Centro Cultural «Conde Duque». Madrid, 29 de
marzo de 1996)
Les invito a considerar esta situación, perfectamente imaginaria.
En un país indeterminado, La Policía ha detenido a un tipo enloquecido. Llamémosle Roberto K.
Roberto K. no tiene ningún inconveniente en reconocer que odia a la Humanidad en pleno y que disfruta haciendo a sus semejantes tanto daño como puede. Admite sin el menor rubor –incluso con cierto orgullo– que es el autor de una serie de asesinatos en extremo crueles cometidos en los últimos meses. Reconoce también que acaba de colocar una bomba de gran potencia en una plaza donde se está celebrando una concentración multitudinaria, pero se niega a decir en qué lugar concreto la ha puesto y a qué hora ha fijado el mecanismo de relojería que detonará el artefacto.
¿Qué hacer? ¿Ponerse a buscar la bomba? Desde luego. Pero las posibilidades de encontrarla a tiempo son mínimas. ¿Tratar de desalojar la plaza? Ni siquiera se sabe si habría tiempo. Además, el recinto tiene entradas estrechas: el pánico podría provocar una avalancha que acabaría por causar más víctimas que la propia bomba.
–Déjamelo a solas un rato, jefe –dice entonces un policía, conocido por no tener muchos remilgos– y ya verás si canta o no.
El dilema es ése: de un lado, Roberto K., un personaje abyecto, una piltrafa anti-social; del otro, decenas de vidas humanas inocentes. ¿No es ése un caso en que la tortura está más que justificada?
Estoy totalmente seguro de que, ante una situación así, la gran mayoría de nuestros conciudadanos admitirían que la Policía torturara a Roberto K. hasta sacarle la información necesaria para localizar la bomba y desactivarla.
Casi todos admitirían que se le torturara tan cruelmente como fuera necesario, siempre que no tuvieran que hacerlo ellos, por supuesto.
Puede parecer pretencioso que, en un foro como éste, me ponga a explicar por qué sostengo yo que la tortura no es admisible nunca, bajo ningún concepto, ni siquiera en un caso tan extremo como el de Roberto K. Pero quizá no sea del todo inútil que lo haga, porque mi línea argumental no es idéntica a la que suelen sostener otras personas igualmente hostiles por principio a la tortura.
Es frecuente aducir que la tortura es inaceptable porque representa una violación de los derechos fundamentales que posee todo ser humano por el mero hecho de serlo, con independencia de su bondad o maldad.
Me parece un punto de vista muy respetable. Y justo. Pero no es el que me conmueve más. Y tampoco creo que ponga de relieve las peores consecuencias sociales de la tortura.
Volvamos a Roberto K.
A mí, la existencia de semejante personaje no sólo no me importa en absoluto, sino que me parece socialmente inconveniente. Si le hubiera partido un rayo según se dirigía a poner la bomba, tanto mejor. El daño que pudiera sufrir en el curso de la tortura me es igualmente indiferente. Mi capacidad de piedad es limitada y rara vez llega a escalones tan bajos: se me agota por el camino.
Si me opongo
a que incluso un tipejo así sea torturado no es, en suma, porque eso lesione
sus derechos humanos inalienables –que también–, sino, sobre todo, porque la tortura degrada irreparablemente el
código moral de quien la aplica materialmente, de los responsables que la
autorizan y de la sociedad que la acepta, explícita o implícitamente.
La tortura es un viaje moral sin retorno. No cabe atravesar esa frontera con pretensiones de excepcionalidad.
Aceptar la tortura en el caso extremo de Roberto K. es, de hecho, admitirla siempre. Porque, ¿en función de qué criterio se acepta? En el del bien superior, obviamente. Se trata de hacer un mal menor para obtener un bien superior. Pero ésa no es la excepción, sino la norma principal de la tortura. Quienes torturan casi siempre creen que lo hacen para conseguir algo que es bueno para la colectividad: aclarar un crimen, encontrar un arsenal, desarticular un grupo terrorista... Incluso quienes torturan por placer se autojustifican con esa coartada: ellos hacen el trabajo sucio para que la sociedad pueda estar limpia.
De nada vale exagerar las cosas, como yo lo he hecho al presentar el caso de Roberto K., pintando con los peores colores al torturable y enfatizando al máximo los beneficios obtenidos con la tortura. La sociedad que acepta la tortura como excepción deja la determinación de la excepcionalidad en manos de los torturadores y sus jefes. Habrán de ser ellos –¿quién, si no?– los que decidan, según su jerarquía de criterios, que tal o cual caso es lo suficientemente grave como para tirar para adelante apoyándose en ese respaldo social.
Por eso –insisto– avalar la tortura en algún caso equivale a avalarla en cualquiera.
He dicho antes que la mayoría de nuestros conciudadanos aceptarían que se recurriera a la tortura en el caso de Roberto K. Pero pocos de ellos admitirían –pocos se admitirían a sí mismos, incluso– que consienten la tortura en general.
Es ahí donde entra en juego la doble moral, cuyo instrumento principal es la ignorancia. ¿Qué mejor, para sentirse inocente, que no conocer los datos que evidencian la propia culpabilidad? Desconocer no sólo es conveniente, sino incluso imprescindible.
Esa sed compulsiva de ignorancia la hemos podido notar, recientemente y en masa, con motivo del caso GAL. La buena sociedad española se horrorizó con el descubrimiento de los cadáveres de Lasa y Zabala, enterrados en cal viva, y con el conocimiento de los detalles del secuestro de Segundo Marey. Pero ¿cuál fue su reacción? Pasado el primer momento de estupor, los más se pusieron a reprochar a las autoridades haber hecho las cosas «tan mal». Lo hemos oído decir muchas veces: «Lo de los GAL fue una chapuza». Es evidente que lo que más molestaba no era que los hechos se hubieran producido, sino que hubieran trascendido. Los hubo, y no pocos, que lo evidenciaron con total descaro, distribuyendo sus reproches entre los culpables de los crímenes y los que ayudamos a que se conocieran. Sólo una exigua minoría llamó a las cosas por su nombre y calificó de asesinos a los autores de los hechos, reclamando que fueran tratados como tales.
La tortura pone en marcha una reacción en cadena. Y el último de sus efectos –el más terrible de ellos– es el envilecimiento de la sociedad que la tolera en silencio. La nuestra es una sociedad éticamente envilecida, en la que las personas con principios resultan tan incómodas y desazonantes como los asuntos que se empeñan en airear.
Por supuesto que la vileza moral de los ciudadanos no procede exclusivamente del hecho de que toleren la tortura. Suele serle anterior. La ética de quienes hurtan la vista a la existencia de la tortura, fingiendo ignorarla, arrastra casi siempre muchas otras renuncias previas. Pero su complicidad añadida en este capítulo ahonda su vileza. La hace más irreversible.
No tenemos hoy tiempo de profundizar en las causas del arraigo de la vileza moral en la sociedad española. Se trata de una realidad compleja sobre la que he escrito con cierto detenimiento en algunas otras ocasiones, apelando a raíces históricas más o menos lejanas y, más particularmente, a la evolución de nuestra sociedad bajo el franquismo y al modo en que se realizó la transición de la dictadura franquista al actual régimen parlamentario. Vengo sosteniendo la tesis de que la doble moral y el miedo son dos actitudes que, por muy diversos motivos, están extremadamente arraigadas en el inconsciente colectivo de la mayoría de los españoles. Y que esas dos actitudes les permiten coexistir con las mayores aberraciones. Es más: a veces les empujan a aferrarse a ellas.
La sociedad española –y generalizo sabiendo que dejo aparte dignísimas minorías– no sabe nada de la tortura. Y no sabe de la tortura porque no quiere saber nada de la tortura. Porque le viene muy bien no saber nada de la tortura. Como le viene muy bien no saber nada de pateras, de racismo, de xenofobia, de cárceles, de marginalidad. No quiere saber nada de ningún mal que no esté en condiciones de superar, de suprimir. No quiere plantearse problemas cuya resolución pueda implicar un cambio de criterios, de estructuras, de modo de vida. Es capaz de conmocionarse con los balseros cubanos, pero no con los africanos de las pateras. Es capaz de lanzarse en masa a adoptar niñas chinas, pero desvía la vista cuando se encuentra con la gitanilla de la esquina. O le da veinte duros para pagar el precio de su eventual mala conciencia.
Ya me hago cargo de que nada de esto que digo es muy animante. Pero no creo que por ocultárnoslo ganáramos gran cosa. La denuncia de la tortura no puede conformarse con la denuncia de los torturadores. Denunciar la tortura –me refiero, por supuesto, a la practicada por los servidores del Estado: ya sé que hay otras– es, en último término, denunciar la hipocresía dominante. Las buenas conciencias que son el lubricante ideológico del orden social. Porque la tortura no es una disfunción del sistema, sino una de los muchas y variadas armas que tiene para defenderse.
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