Presentación del libro “La izquierda”,

de Eugenio del Río


           

 

(Intervención en el acto celebrado en Madrid, en la SGAE, el 31 de mayo de 2000. El libro, altamente recomendable,

ha sido publicado este año por la editorial Talasa, de Madrid)

 

 

He participado en estos últimos años en varias presentaciones de libros de Eugenio del Río. Supongo que los editores recurren a mí porque, como escribió en la cariñosa dedicatoria que tuvo a bien caligrafiarme para este libro, saben que me considera su «compañero y amigo leal desde nuestra prehistoria».

Siempre me he tenido, en efecto, por compañero y amigo suyo, y espero seguir estando a la altura de ese título, que para mí dista de ser pequeño, hasta que ambos emprendamos la no muy entusiasmante tarea de criar malvas. Algo de lo que, por cierto, vamos camino.

Pero no me nubla en absoluto la pasión personal si afirmo que el libro que hoy nos congrega aquí es una obra importante.

Y no me nubla la pasión, entre otras cosas, porque, tratándose de un libro de Eugenio del Río, la pasión tiene poco que hacer. No es que él prefiera apelar a la razón, relegando la pasión a un papel secundario; es que sólo apela a la razón, y a la pasión que le den viento fresco.

Con lo cual entro ya en mi consideración del libro, que voy a dividir en dos partes: una primera -que me temo que ya he iniciado-, de reproches; otra, de reconocimientos.

El primero de mis reproches a esta obra, como a otras anteriores suyas, estriba precisamente en lo que acabo de insinuar: su total distanciamiento crítico.

Eugenio del Río analiza el discurrir de la izquierda europea occidental desde sus orígenes hasta hoy con la frialdad de un entomólogo. Se diría que no le fuera nada en ello y que tanto le diera analizar la evolución de la vida sexual de las abejas desde Carlos V a nuestros días. Los pasajes más emocionados de su libro están todos entre comillas: son citas de otros autores.

Sé bien las ventajas que aporta esa actitud académica, y a menudo la he admirado en los trabajos de muchos historiadores de tradición anglosajona. Pero reconozco que en él hay veces que me irrita. Porque me consta que, incluso aunque analizara la vida sexual de las abejas, tomaría partido de corazón: no dudo de que se sentiría del lado de las abejas, y en contra de los zánganos.

Pues bien: me gustaría que lo dijera. Sobre todo porque sé que no sólo es un muy meticuloso y estricto analista, sino también un magnífico escritor de panfletos -del dignísimo género literario de los panfletos- y me fastidia que renuncie a ejercer también de tal. Debería asumir que a los lectores no nos basta con saber; que también necesitamos sentir. Que queremos pan, pero también rosas. Sobre todo cuando el pan que se nos invita a tragar no es precisamente apetecible.

La asepsia de la escritura de Eugenio del Río corre siempre pareja con su concreción y su densidad. Cuentan que Bertolt Brecht tenía colgado de la pared de su cuarto de trabajo un letrero que decía: «La verdad es concreta». Eugenio podría colocarse otro que dijera: «No digas en diez palabras lo que puedas decir en tres». Estamos en las mismas: el raudal de ideas y de conceptos que encierra la escritura de Eugenio obliga a una gimnasia mental difícil para las gentes de este tiempo, cada vez menos dadas a la lectura y menos ejercitadas en la reflexión teórica. Por decirlo de manera deliberadamente caricaturesca: éste no es un libro de 250 páginas, sino un esquema de 250 páginas desarrollado sólo lo imprescindible para que un lector avisado, inteligente y previamente informado pueda seguir el hilo de sus reflexiones. Yo, que no me tengo por rematadamente imbécil -y quizá ése sea mi error-, me he visto obligado a leer algunos capítulos del libro más de una vez para entender por qué el autor seleccionaba determinados aspectos de la realidad y no otros y para captar su verdadera intención implícita. Me hago cargo de la contribución ecológica que hace Eugenio con ello: ahorra mucho papel. Pero, a cambio, nos somete a los lectores más torpes a un ejercicio que, emprendido después de ocho o diez horas de trabajo asalariado, no puede tenerse por excesivamente caritativo.

El otro reproche que me ha rondado por la cabeza a lo largo de la lectura de todo el libro, y que apunta ya más al contenido, se refiere a una ausencia que me ha dejado un tanto perplejo. No analiza Eugenio el papel de la corrupción económica y de la delincuencia política en la izquierda oficial  europea de las últimas décadas. Es más, apenas alude a esos aspectos y, cuando lo hace, es de manera tangencial.

Si no me equivoco, creo que la única referencia al respecto está en una cita de John Keane que hace en la página 210, en la que el citado Keane dice que «las ideas y las políticas socialistas tropiezan con muchos problemas», entre los que menciona que están «avergonzadas por calamidades derivadas de su propia responsabilidad». Dejando a un lado que no sea demasiado propio ni de las ideas ni de las políticas sentir vergüenza -parece algo más bien reservado a las personas, y no a todas-, tampoco puede considerarse que esta alusión agote precisamente la materia.

En otro pasaje del libro, Eugenio se refiere a la financiación del PSOE para subrayar el escaso peso que tienen en ella las aportaciones de sus militantes en comparación con las asignaciones procedentes de las arcas del Estado. Ya me hago cargo de que la financiación ilegal de la que se ha beneficiado el PSOE a lo largo de los últimos treinta años no es cuantificable, porque no hay datos oficiales al respecto, pero nadie ignora que ha supuesto un capítulo importante, y en ocasiones decisivo, en el mantenimiento de su aparato burocrático y en su cartera publicitaria.

En mi criterio, la actividad criminal de algunos partidos socialistas, tanto en lo que se refiere a la extorsión económica como al terrorismo de Estado, no es un fenómeno accidental y accesorio, sino, al menos en parte, también un subproducto aberrante de determinas actitudes ideológicas que han marcado a la izquierda a lo largo de su Historia.

Hay que contar, por supuesto, con la creciente identificación de estos partidos con el poder del Estado. En ese sentido, sus prácticas inmorales apenas se distinguen de las desarrolladas por los partidos de la derecha.

Pero soy del criterio de que su faceta delincuente se vincula también con la soberbia característica de la izquierda, propia de quien se siente imbuido de la misión histórica de transformar la sociedad. Un objetivo de esa trascendencia no puede detenerse ante formalidades leguleyas ni ante limitaciones pijoteras. El fin histórico justifica los medios sin escrúpulos. Es un mundo mental que no está tan lejos de la exigencia leninista de un poder «no sujeto a ley alguna», ni de las autojustificaciones internas que funcionaron, y cómo, dentro de los partidos estalinistas. O en la actual ETA.

La gran izquierda lleva sobre sus espaldas un importante fardo de abusos, atropellos y crímenes de muy diverso tipo que no me parece ni mucho menos ocioso analizar. Así sea sólo para ponerla en su sitio.

Agotado ya con este par de acotaciones el capítulo de los reproches, paso brevemente al de los reconocimientos.

Podría dedicar muchos a este libro, pero los voy a resumir en uno.

Me voy ahora a la cara opuesta de la moneda que he expuesto al principio: la frialdad con la que Eugenio del Río trata la Historia de la izquierda tiene para mí un lado irritante, como he dicho, pero otro que considero francamente reconfortante. Me alegra que no se implique sentimentalmente en el objeto del análisis. Me ahorra el esfuerzo de distanciarme yo.

La verdad es que ya hace años que, aunque el personal que ha oído hablar de mí se empeñe en considerarme «de izquierda», yo no me catalogo como tal. No siento esa necesidad.

Recordarán ustedes la película Casablanca. Ugarte, el personaje interpretado por Peter Lorre, le pregunta a Rick, o sea, a Bogart: «Tú me desprecias, ¿verdad?». Y Rick le responde: «Si pensara en ti, tal vez te despreciaría».

Hay divisiones en la sociedad de las que uno puede prescindir sin mayor desgarro íntimo. Personalmente -dicho sea a modo de ejemplo-, no me defino ni como creyente ni como ateo: sencillamente, la hipótesis de Dios no me interesa. (Hay un punto del libro en el que Eugenio distingue entre «el ateísmo más definido» y el «simple indiferentismo religioso». La verdad, no veo por qué el indiferentismo tenga que ser «simple». A veces, la indiferencia, o incluso el neto desdén, pueden no tener nada de simples).

En todo caso, creo que la entelequia llamada «izquierda» es hoy en día lo suficientemente evanescente, difusa, contradictoria... y encierra tal cantidad de componentes con los que no me identifico, o que lisa y llanamente me repugnan, que prefiero verla desde fuera. Lo de «las manos sucias» puede tener sentido, no lo niego, pero en general, y siempre que se pueda, prefiero tenerlas limpias.

La posibilidad intelectual, sentimental y moral de estar en contra del orden establecido sin necesidad de sentirse parte de eso que se llama «la izquierda» (la posibilidad, en suma, de ejercer de crítico por libre, como quien dice -y qué bien dicho: por libre-) es una de las pocas satisfacciones que permite este tedioso tiempo de hoy.

El modo en que Eugenio del Río analiza la Historia de la izquierda no sólo no dificulta esa actitud libre, sino que, por el contrario, la facilita e invita a ella. Lo cual es muy de agradecer.

En su libro, Eugenio hace un análisis detallado del papel funcional de la izquierda -de sus sucesivos papeles funcionales, mejor dicho-: de la izquierda como espacio de encuentro para una comunidad de objetivos -alcanzables o no, realmente pretendidos o retóricos-; de la izquierda como arma organizada para la defensa de intereses comunes más o menos perentorios de sus partícipes... y también de la izquierda como hogar, como refugio ideológico y sentimental que ha venido dotando a sus moradores de una identidad reconfortante, a la vez colectiva e individual, simple y eficaz para defenderse -y a veces para atacar- dentro de la tremebunda aventura de la vida.

Eugenio aporta muchos y muy bien traídos elementos de disección de esa función de la izquierda, históricamente abastecida en lo esencial por el marxismo. Ayuda a desmontarla en lo que ha tenido y sigue teniendo de mentira piadosa o, si se prefiere -y por emplear un lenguaje a la moda- de religión virtual.

Eugenio no dice qué debemos hacer quienes hemos descubierto que esa otra vieja religión tampoco mostraba el camino de la salvación (probablemente porque la salvación no existe, y lo que no existe carece de senda). No va de predicador: se limita a ejercer de iconoclasta.

El no predica, salvo con el ejemplo. Es, a justo título, testimonial: ese adjetivo que ahora se emplea para denigrar, cuando encierra lo mejor: la avanzadilla, el intento. Nos invita -sin retóricas solemnes, implícitamente- a pensar por nosotros mismos, a recordar que ni en dioses ni en reyes ni en tribunos está el supremo salvador,  y a buscar nuestros propios caminos. Tranquilos, que si la mayoría social nos necesita alguna vez, ya reparará en nosotros.

Entretanto, nos consolaremos pensando que, por lo menos, ya vamos sabiendo lo que no sabemos. Y reafirmándonos en lo que ya sabemos. Que, a fuer de sencillo, parece complejísimo: que los explotadores y los opresores son odiosos.

Eugenio del Río nos ayuda a seguir machacando ese clavo con lucidez, sin demasiada esperanza en nada, con firmísima determinación en lo esencial. Muchas gracias a él por ayudarnos a pensar... y a ustedes por haberme escuchado con tanta benevolencia.

 

 

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